"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)12Llegamos a Osaka pasadas las diez de la noche y nos alojamos en un hotel funcional cercano a la estación. Mi acompañante se ocupó de hacer la reserva, así que tuve que esperar hasta llegar a la planta once para saber dónde dormiría y en qué condiciones. – Espero que no te importe compartir habitación con tu guardaespaldas -dijo con una sonrisa maliciosa en el ascensor de aluminio. – Llevo tres días sin descansar, así que podría dormir hasta en un piso franco de la – Sería una lástima que no diéramos un paseo por Osaka -dijo Keiko sin hacer caso de mi comentario-. No hay ciudad en Japón con una vida nocturna más vibrante. ¿Has visto la película – Creo que sí -repuse, mientras salíamos del ascensor y recorríamos un largo pasillo-. ¿Va de un policía norteamericano que quiere capturar a un mañoso en Japón? – Ésa es. Las escenas nocturnas las filmaron en D6-tombori, el barrio donde cenaremos esta noche, si invitas a tu guardaespaldas. Tras decir esto, me guiñó el ojo y abrió la puerta de nuestra habitación, que era muy pequeña y tenía un único tatami a nivel de suelo. Ella no pareció darle importancia a este detalle -que sin lugar a dudas era premeditado-, ya que se llevó su pequeña maleta al baño y antes de cerrar la puerta dijo: – Tomaré una ducha rápida. Es una de las ventajas de mi nuevo peinado, ¿sabes? Emití un gruñido como toda respuesta y me tumbé vestido sobre el colchón japonés, que era bastante duro. Instantes después oí cómo corría el agua y me imaginé a Keiko bajo el chorro. ¿Deben cantar las japonesas en la ducha? Su aspecto andrógino no había despertado en ningún momento mi libido, aunque tuviera los ojos grandes y la piel reluciente, pero aun así me resultaba violento compartir cama con una extraña, cuyas intenciones en aquel asunto desconocía por completo. Este pensamiento me puso en guardia y me incorporé de un salto. Aproveché que en la habitación había un teléfono para llamar a Ingrid, con quien todavía no había conseguido hablar. Sólo le había dejado un par de mensajes para comunicarle mi retraso. Calculé que en Santa Mónica debían de ser las seis de la mañana. Aunque la despertara de su primer sueño, prefería que me respondiera a cara de perro a tener que imaginar por dónde se metía mientras yo trataba de salir de aquel lío. Pero todo lo que obtuve fue un mensaje nuevo en el contestador: Hola, papá; hola, amiguetes. La que os habla no está aquí, pero regresará en un par de semanas. Me he ausentado temporalmente del instituto para unirme a una escuela de circo de Seattle. Papá, no te enfades. Los demás, deseadme suerte. Os quiero a todos. Aplasté el auricular contra la base del teléfono y lancé unos cuantos exabruptos. Luego marqué su número de móvil, pero estaba desconectado. Por unos momentos estuve tentado de llamar a su madre, pero al final no lo hice: primeramente, porque temía su reacción a las seis de la mañana; en segundo lugar, porque diría que soy un necio y un irresponsable por haber emprendido un viaje dejando a Ingrid a su aire. Y lo peor es que tendría razón. Ahora más que nunca era urgente que concluyera aquel trabajo turbio y regresara para poner orden, aunque tuviera que volar directamente a Seattle y llevármela a casa a rastras. El sonido de la puerta de la ducha interrumpió estas reflexiones de padre con sentimiento de culpa. Al girarme creí ver a otra persona. Keiko se había pintado los labios y llevaba una camiseta roja provocadoramente ceñida, con guantes largos del mismo color. Minifalda de cuero negro y botines a juego. Por encima de esta combinación, una gabardina roja que de tan larga amenazaba con barrer el suelo. El cuello levantado tras su cabeza pelada le daba un aire de princesa sideral, o como mínimo de una atractiva androide de la película Orgullosa del efecto que había causado en mí, dijo: – ¿Vamos? |
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