"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)13Tomamos un taxi hasta el puente de Ebisubashi, un punto de reunión de jóvenes extravagantes que se dejaban fotografiar por los turistas. Como telón de fondo, edificios enteros convertidos en potentes anuncios luminosos que anunciaban marcas de cerveza, sake y otros artículos de primera necesidad. Me fijé en un grupito de adolescentes cubiertos de tatuajes y piercings. Los chicos llevaban tupés que desafiaban la ley de la gravedad, mientras que las chicas vestían kimonos de vinilo. Una de ellas, sin embargo, llevaba una bata de enfermera con grandes manchones de sangre, o al menos eso era lo que pretendía ser. – ¿Te gustan los ángeles trágicos? -me preguntó Keiko al ver mi interés por la fauna local. – ¿Se llaman así? – Bueno, es uno de los nombres genéricos que reciben, porque en realidad hay cientos de tribus y subtribus. Muchas se inspiran en personajes de manga. – Aja -dije fingiendo interés, mientras notaba que mi estómago empezaba a gemir de hambre. Keiko pareció leerme el pensamiento, ya que sin más espera me indicó que torciéramos por un callejón vigilado por un gigantesco cangrejo rojo, símbolo de un restaurante especializado en crustáceos. – Conozco un sitio donde se come de maravilla -anunció. – Perfecto, pero que no sirvan pez globo. El local en cuestión resultó ser un angosto club de jazz donde servían platos en la barra. Miré con desconfianza las cestitas humeantes que los camareros iban repartiendo entre la clientela, donde predominaban los trajeados de Armani y las Una de ellas parecía el vivo retrato de Audrey Hepburn -sólo que con ojos rasgados- y fumaba levantando elegantemente su cigarrillo, mientras echaba la cabeza hacia atrás en actitud de desmayo. Miré a Keiko, que se había sentado a mi izquierda y, tras dar instrucciones a la camarera, encendió su propio cigarrillo. Aunque su estética se apartaba del glamour clásico, pensé que tampoco desentonaba en aquel ambiente donde yo era el único Antes de que llegara la comida, delante de nosotros aterrizaron dos vasos grandes llenos de sake hasta los topes. – ¿Quieres emborracharme? -dije alarmado-. En mi país, el sake se sirve en chupitos. – Será porque allí te dan matarratas -repuso Keiko con insolencia-. En Japón el sake es como el buen vino y se bebe para apagar la sed. Pruébalo, es mi marca favorita. Dicho esto, chocó su vaso con el mío y me susurró al oído: – Kampai. Repetí esta fórmula para el brindis y la sorprendí acercando mi vaso a sus labios. Ella tomó un sorbo entre risas y dijo: – ¿No te fías de mí? Eres como esos monarcas que daban a probar todo a sus criados por miedo a que los envenenaran. – Digamos que soy un hombre precavido que no se fía de su guardaespaldas. Keiko tomó un buen trago de su sake y, acto seguido, se encaminó hacia los aseos con un suave movimiento de caderas, probablemente obligada por los altos tacones. – Espero que vuelvas -dije-. La última persona que se fue al baño en mi presencia se quedó frita. La respuesta a este chiste sin gracia fue un beso que ella depositó en su palma y luego sopló en dirección a mí. Al quedarme solo, me entregué al placer de contemplar aquella hoguera de vanidades. Las camareras vestían kimonos de seda y sus peinados recordaban al de las geishas. Por extraño que parezca, aquel estilo combinaba a la perfección con el humo de tabaco y la música de jazz. Observé que en un rincón de la sala había una foto enmarcada de un contrabajista negro, el cual arrancaba notas de su instrumento con la mirada en el limbo. Supuse que era ciego. Hay algo muy inquietante en la mirada de los ciegos, quizá porque -como Edipo rey- el que no ve es quien primero se entera de lo que está sucediendo. El regreso de Keiko coincidió con un cambio súbito de música, como si ella hubiera esperado a este momento para reaparecer. Los cuartetos de jazz ahora habían dejado paso a una balada japonesa de aire algo infantil. Mi supuesta guardaespaldas pareció encantada con esta tonada, que celebró apurando su vaso de sake mientras nos servían una gigantesca ración de tempura. – Es una vieja canción -dijo mientras levantaba con los palillos un langostino rebozado-. ¿Sabes lo que dice? – ¿Necesitas respuesta a eso? – Supongo que no -repuso tras terminar el bocado-. Dice: «Hay dos cosas que no se pueden cambiar, ni hoy ni nunca, desde que el tiempo es tiempo: el flujo del agua y el carácter dulce y extraño del amor». – Es bonito -admití, mientras la camarera llenaba nuevamente nuestros vasos con un botellón de sake. Antes de que el licor de arroz me enturbiara del todo el juicio, entré al trapo: – Pero supongo que no hemos venido hasta aquí para gozar del carácter extraño y dulce del amor. ¿Dónde está Umeda Sky? Keiko me escrutó en silencio con ojos falsamente tristes. Luego repuso: – ¿A qué viene ahora esta pregunta? Te has cargado mi coqueteo. – Pues tengo unas cuantas preguntas más -disparé-. Por ejemplo ésta: ¿por qué te haces pasar por mi guardaespaldas? ¿Crees que soy idiota? – Es feo hablar de negocios cuando sales a cenar con una mujer, ¿no lo sabías? Dejemos eso para mañana. – Dime al menos quién tiene esa foto y si está dispuesto a venderla. Me temo que si vuelvo de Osaka sin ella, el próximo fiambre seré yo. Keiko se acercó el dedo índice a los labios para pedirme silencio. – No me pienso callar -protesté. Acto seguido, me silenció metiéndome un langostino gigante en la boca. |
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