"El Fuego Del Cielo" - читать интересную книгу автора (Vidal César)8 RODEA quella noche de golpes y violación fue el umbral que, una vez cruzado, convirtió a una niña abandonada en una meretrix. Rode había dejado de ser una muchacha que ignoraba lo que podía depararle el porvenir, para transformarse en una joven que conocía de sobra lo que tenía ante sí. Vendida a un leno, se la catapultó a uno de los cubículos diminutos donde debía entregarse a hombres de vil condición a cambio de una cifra que percibía su nuevo dueño. Se trataba de una insula situada en las cercanías del Circo Máximo. Trabajó allí noche y día porque los hombres que salían de contemplar los juegos eran presa de la excitación más animal. Al parecer, la visión de la sangre y de la muerte los empujaba a realizar aquel acto con el que la Natura había decidido perpetuar la especie. Pero la vida de Rode no se detuvo en aquellas habitaciones en las que una pintura obscena colocada en el dintel señalaba lo que cada cliente podía esperar de la meretrix. Por el contrario, a medida que iba creciendo y con los años desaparecía la juventud y se sumaban las arrugas, sus dueños sucesivos la fueron vendiendo -más bien deshaciéndose de ella- para ocuparse de otros menesteres. Si Rode hubiera contado con alguna instrucción, si se hubiera tratado de una actriz o de una danzarina, si incluso hubiera sido una mujer libre, con el paso del tiempo habría acumulado un peculio para retirarse algún día. Lo mismo podía decirse de las prostitutas que atendían en tabernas, mesones o panaderías. Algunas -pocas, pero algunas- llegaban a convertirse en las amantes de dueños viejos y necesitados de un cuerpo cálido por la noche y una administración sólida por el día. Hasta las bustuariae que se colocaban cerca de las tumbas en busca de clientes o las ambulatrices que recorrían las calles tenían alguna posibilidad, por escasa que fuera, de salir de aquella sórdida servidumbre. No era el caso de Rode, que ni sabía hacer nada aparte de permitir que los hombres la usaran ni era libre. Así, en el curso de los años siguientes, fue recorriendo distintos lupanaria y fornices en los que, más de forma experimental que didáctica, se fue adaptando a las servidumbres de su ocupación. Nunca aprendió a leer, pero sabía cómo acelerar la consumación del deseo de sus clientes. Jamás supo escribir ni siquiera su nombre, pero consiguió llegar a regatear la tarifa y los pluses con una habilidad no pequeña. Todo aquello sucedió a la vez que se hacía con los rudimentos del arte de la defensa propia. Se los enseñó un legionario viejo al que cambió el relato de sus experiencias por algunos coitos gratuitos. El hombre -al que la edad tampoco le permitió aprovechar demasiado el pacto- le indicó los puntos neurálgicos en el cuerpo de un varón. Así, Rode aprendió dónde golpear si la sujetaban, dónde clavar el estilete que siempre llevaba encima si la amenazaban e incluso dónde provocar un enorme dolor sin dejar luego una huella que pudiera hacerla acreedora a la flagelación u otra pena peor. No era un mal hombre aquel militar veterano. Incluso le habló de comprarla y de convertirla en su concubina. No pudo ser. Los hijos eran demasiado codiciosos y no deseaban una madrastra, tanto si era virgen como meretrix, joven o vieja. A esas alturas, Rode era una mujer adiestrada pasablemente en su oficio. Nunca llegaría a hacerse famosa por su dominio del ars amatoria, pero sus clientes solían quedar satisfechos. Sabía cuándo tenía que escucharlos, cuándo debía cortar su verborrea y cuándo lo más prudente era que llamara al encargado para evitar que todo acabara a golpes. Quizá por eso, logró pasar los años con sólo un par de palizas -una se la dio un verdulero borracho y la otra un matón procedente del norte de Africa- y una cicatriz que apenas se veía cuando la luz era escasa. Cuando cruzó la línea que señalaba las dos décadas de existencia, Rode sabía que cada nueva jornada en la que contemplaba la luz del sol al amanecer constituía algo tocado de manera extraordinaria por algún dios. El saber de qué divinidad se trataba constituía un asunto ya más arduo. Al carecer de familia, Rode no poseía los dioses manes, lares y penates que eran objeto de culto en cada hogar romano. Ni conocía a sus antepasados ni tampoco poseía un lugar que necesitara protección especial de los dioses. Sus amos, por supuesto, sí contaban con esos lares, pero, pensaba ella, seguramente ya tenían bastante con dispensarles protección y no iban a ocuparse de ninguna de sus meretrices. Por lo que se refería a sus compañeras, todas ellas eran mujeres que creían en algún dios o diosa que pudiera preservarlas de las enfermedades o las palizas, que fuera capaz de evitar sus embarazos, y que incluso, en una extraordinaria muestra de favor, poder y gracia, lograra arrancarlas de aquella existencia. Rode lo ignoraba, pero, en otra época, Genita Mana, Acca Larentia o Carna hubieran sido divinidades que se habrían ofrecido como opciones atractivas para ayudarla a enfrentarse con el miedo a la enfermedad, la desgracia o la miseria. Ahora sus adoradores eran muy escasos y Deméter, Dionisos, Hécate o Cibeles gozaban de más devotos. Sin embargo, no se inclinó por ninguna de ellas. El objeto de su elección acabó determinándolo un episodio peculiar. Una mañana en que el número de clientes era bajo y disponía de algo de tiempo libre, se acercó al cubículo cercano para charlar con Albina, una esclava algo mayor que ella. Para sorpresa suya, la encontró lavándose con notable dedicación, como si fuera a acicalarse. No es que fuera extraño que una prostituta se lavara, pero, por regla general, esperaban a terminar la jornada de trabajo para hacerlo. Además, ¿qué sentido hubiera tenido limpiar algo que iba a volver a ensuciarse en tan sólo unos instantes? – ¿Ya has terminado? -había preguntado sorprendida Rode. Albina se había vuelto hacia la puerta y había sonreído. Sin duda, su sonrisa hubiera resultado hermosa de no faltarle un par de dientes de la mandíbula superior. – No -respondió con un tono alegre en la voz-. Es que viene a verme Julio. Rode tenía una vaga idea de la persona a la que se refería su compañera. – ¿Y qué tiene de especial? -indagó mientras señalaba con la mirada la jofaina que Albina utilizaba para asearse. – Ah, Rode, Rode -fingió protestar la meretrix-. Julio tiene de especial que es un regalo de Glykon. – ¿De quién? -preguntó sorprendida Rode. Albina dejó en el suelo el paño con el que se estaba secando, apartó el lebrillo y salvó la escasa distancia que la separaba de una cestilla colocada en el suelo. Rebuscó en ella y, finalmente, extrajo algo que mostró con una expresión radiante. Rode se esforzó por captar lo que le enseñaba su compañera, pero la luz era tan mala y el objeto tan pequeño que no lo consiguió. – No lo veo, Albina. Como no me lo acerques… – Sí, claro, claro, tienes razón -dijo la meretrix mientras se acercaba a la puerta-. Aquí está. Rode contempló lo que Albina sujetaba en la diestra. Era una figurilla pequeña, pero bien hecha. Debía de estar confeccionada en piedra y su forma resultaba, sin ningún género de dudas, peculiar. Se trataba de una serpiente cuya cabeza aparecía erguida, mientras que la mayor parte del cuerpo se entrecruzaba en un ovillo. Sin embargo… sin embargo, se trataba de un animal extraño. Sus ojos parecían casi humanos, aunque desprovistos de pupilas y ocupados en contemplar algo a lo lejos. Además tenía orejas como las de los hombres, aunque mucho más grandes, tanto que le descendían sobre el inicio del cuello, igual que sucedía con unos cabellos largos semejantes a los de una mujer. ¿Qué era aquello? – ¿Es un genius? -preguntó Rode. – ¿Un… un dios? – Sí, Rode, y qué dios… no puedes ni imaginarlo. Ha cuidado de mí durante años. A él le debo no haber enfermado nunca. Se llama Glykon. – Glykon… -repitió Rode. – No muchos lo conocen, pero nunca me ha fallado -insistió Albina-. Hace un par de meses, le dije que le estaba muy agradecida por lo que hace por mí, pero que… bueno, que estaba cansada de tanto tumbarme con cerdos. Quiero salir de aquí. Rode miró sorprendida a su compañera. Nunca se le hubiera ocurrido que los dioses pudieran escuchar aquel tipo de peticiones. – Bueno -respondió Albina-. Los dioses son como los hombres. Si tú les das, te dan, que no les ofreces nada, pues no puedes esperar nada a cambio. – ¿Qué le ofreciste? -preguntó Rode profundamente interesada. – Mira, tienes que tener una cosa bien presente. Si la entiendes, está todo claro. Todos los dioses, sobre poco más o menos, quieren lo mismo -respondió con aire de erudición Albina-. En primer lugar, les agrada ser adorados. Por supuesto, puedes ir a sus templos, pero eso… bueno, ya lo sabes tú bien, no siempre es fácil. Si no puedes ir tan a menudo como desearías, lo mejor es tener una imagen en casa. Así, puedes hablar con el dios siempre que quieras, le puedes pedir cosas… – ¿Es lo que tú haces con…? – ¿Con Glykon? Claro que sí. En segundo lugar, tienes que saber el dios que escoges. No todos sirven para lo mismo. Yo con tener salud… por eso escogí a Glykon, porque se ocupa mucho de sus devotos. – Ya… – Y lo más importante -continuó con su lección de religión Albina- es saber lo que le agrada. Yo le he prometido los sacrificios de animales que le gustan (que no son nada baratos, ¿eh?), las oraciones que le complacen y algún dolor propio… – ¿Qué quieres decir con eso del dolor propio? -preguntó Rode un tanto confusa. – Bueno, por supuesto, a los dioses les agrada que les sacrifiquen animales. Unos prefieren los perros, otros las cabras… Cada uno tiene sus preferencias. Pero además es bueno prometerles algo que nos cueste por nosotros mismos. Por ejemplo, no comer tortas de miel para complacer al dios o caminar de rodillas hasta llegar a su santuario o no ayuntarse con mujer por algunos días. Privarse de algo que nos gusta complace mucho a los dioses. Rode no comprendió todo lo que acababa de escuchar, pero se dijo que no tenía mayor relevancia. Lo que resultaba verdaderamente importante era si lo que le estaba contando su amiga Albina se correspondía con la verdad, si, efectivamente, los dioses podían intervenir incluso en la vida de una esclava dedicada a la prostitución. Salió de dudas apenas un mes después, cuando el tal julio se llevó a Albina. – En cuanto puedas, Rode -le dijo Albina al despedirse de ella-, consigue que alguien te haga o te regale una imagen de Glykon. Ese dios es muy poderoso y te protegerá. A conseguirlo se aplicó Rode con verdadera diligencia. Al final, fue un imaginero el que le prometió labrarle un templete del dios de cuerpo de serpiente y orejas humanas a cambio de algunos servicios especiales. – No quiero un templete, Cayo -respondió la esclava-. En realidad, lo que me hace ilusión es una imagen pequeña, que la pueda llevar siempre conmigo… – Sí, claro, para poder rezarle en todo momento -dijo el imaginero, aunque Rode no captó la ironía oculta en sus palabras-. No te preocupes. La tendrás. La pagó por adelantado, con cierta desconfianza, por si aquel hombre -como tantos otros- se aprovechaba de ella sin entregar a cambio lo pactado. Sin embargo, el imaginero no se burló de ella y cumplió lo prometido. Le entregó la imagencilla justo el día antes de que Rode partiera a su nuevo destino, un lupanar castrense situar do en el limes. Las otras meretrices lloraron al despedirse de ella, en parte, porque se temían lo peor en aquel nuevo destino; en parte, porque veían en Rode un reflejo de su propia vida y, al derramar lágrimas por su compañera, las vertían por sí mismas. A pesar de todo, aquel lugar distó de ser desafortunado. Rode captó enseguida que los soldados eran fáciles de atender. En realidad, solos y aislados en un punto lejano del imperio, solían mostrarse más atentos -o menos brutales- que los habitantes de la ciudad de Roma. Cualquier mujer les gustaba, con cualquier cosa estaban contentos y no faltaban ocasiones en que intentaban ganarse los favores de alguna de las prostitutas llevándole vino, comida e incluso dulces. Aún más. No resultaba extraño que, llegado el caso, los más acaudalados acabaran por tomar concubina entre las mujeres que vendían su cuerpo si no eran esclavas o lograban emanciparse. Era cierto que nadie sabía lo que podría durar aquel contubernium, pero no faltaban las que un día acababan retirándose para ser matronas en algún municipio levantado en torno al viejo campamento de una legión. No llegó a conocer Rode a ningún hombre así. Quizá no era suficientemente hermosa para poder aspirar a ello o, más probablemente, ninguno consideraba que valiera el dinero de su libertad. A pesar de todo, no estaba quejosa. Todos los días al levantarse y todas las noches al acostarse, elevaba una plegaria sencilla y no aprendida a Glykon. Le pedía que nadie la golpeara, que no le hurtaran el dinero de su trabajo, que su amo no la humillara, y, sobre todo, que ninguna enfermedad cayera sobre ella. Temía especialmente esto último porque había podido ver en varias ocasiones cómo una meretrix que padecía alguna dolencia era despreciada y se convertía en un objeto que todos pensaban que podían maltratar. Aquel castra no fue, ni lejanamente, la peor experiencia de Rode. Todo lo contrario. A pesar del ardor de los legionarios, trabajaba mucho menos que en Roma. Una buena parte de los contingentes estaba siempre entregado a las tareas de la guarnición, a la vigilancia o incluso al combate. Sometidos a una disciplina rigurosa, las mujeres formaban parte escasa de su vivencia cotidiana. Fue precisamente en aquellas tierras donde Rode conoció a la única persona con la que trabó algo parecido a la amistad. Se llamaba Plácida y era una mujer más joven que ella, aunque de aspecto muy poco atractivo. No siempre había sido así. Cuando aún podía desviar las miradas de los hombres, un cliente le había quemado el rostro. Quizá no deseaba hacerlo, quizá sólo estaba un tanto bebido, pero fuera como fuese, su aspecto quedó horriblemente deformado. La ley lo castigó a pagar una compensación al dueño de Plácida. A fin de cuentas, había dañado una propiedad que podía darle sus buenos sextercios. Su amo pensó que no se reducirían mucho los beneficios si bajaba algo la tarifa. Ganaría menos por cópula, pero más en su conjunto. La mujer -era obvio- tendría que esforzarse un poco más, pero ¿qué menos podía esperarse de ella con esa cara monstruosa? Sin embargo, los cálculos de su dueño no salieron bien. Era más barata, sí, pero los hombres sentían cierta repulsión ante aquel cuerpo joven coronado por un rostro retorcido y animal. Al final, su propietario llegó a la conclusión de que únicamente la desearían hombres que no pudieran saciarse con otras mujeres. Y así, Plácida terminó en un lupanar para legionarios, el mismo donde la conoció Rode. La experiencia de Plácida era escasa y agradeció los consejos que Rode le daba. En su desgracia, había llegado a pensar que el simple hecho de saber cómo complacer a un legionario le dotaba de un valor especial y que, por lo tanto, podía sentir un cierto orgullo absolutamente perdido desde el día en que un borracho la convirtió en un ser deformado. Durante los tres años siguientes, recorrieron un par de castra. Se dirigían ahora hacia el tercero. La única diferencia era que de éste les habían dicho que hacía mucho frío. |
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