"El Fuego Del Cielo" - читать интересную книгу автора (Vidal César)7 VALERIOEl optio calló y obedeció al escuchar la orden de perseguir a los guerreros armados con arcos. Inicialmente, los jinetes no parecieron reaccionar ante aquella avalancha de legionarios que se dirigía corriendo a su encuentro. Por el contrario, les observaron y clavaron los talones en los ijares de los caballos sólo cuando se encontraban a unos pasos de distancia. Si la retirada hubiera sido acelerada, atemorizada, a la desesperada, todo se habría desarrollado de acuerdo con lo esperado. Sin embargo, los jinetes se detuvieron y volvieron a contemplar desde las grupas a sus perseguidores. – ¿Qué están haciendo? -escuchó Valerio que mascullaba el centurión. – No os detengáis -sonó la voz del legado-. Hay que capturarlos. Vamos. Aligerad. – Domine -dijo Grato-. Quizá se trate de una emboscada. No huyen y… – Centurión, si se escapan me responderás personalmente -cortó el legado. El suboficial se golpeó el pecho con el puño indicando que la orden recibida sería ejecutada. – ¿Qué te ha dicho el legado? -le preguntó Valerio cuando el centurión llegó a su altura. – Que los persigamos -respondió masticando cada palabra. – Puede ser una trampa… – No sé si es una trampa, pero tú eres un optio -cortó el centurión. – ¡Que no escapen! -gritó Valerio, que había entendido perfectamente las palabras de su superior-. Si lo consiguen, os diezmarán. Los legionarios sudaban por todos los poros de la piel tras la carrera, pero la perspectiva de sufrir el castigo más severo les arrancó nuevas fuerzas del cuerpo. Lo que no logró fue que atraparan a los jinetes que los esperaban a varios centenares de pasos de distancia. Sin perderlos de vista, Valerio se dijo que aquel legado novato podía conducirlos al desastre. Si algo caracterizaba al ejército romano era su sensatez, su prudencia, su inteligencia nacidas de la experiencia acrisolada a través de mil combates en un centenar de guerras. A diferencia de lo que sucedía en otros pueblos, ellos, los legionarios del senado y el pueblo de Roma, luchaban siguiendo un orden extraordinariamente preciso. La legión contaba con una cifra de combatientes no escasa -entre los cuatro mil quinientos y los seis mil hombres-, pero su éxito espectacular no derivaba tanto de su número como de su técnica de lucha. Siempre escogía el lugar del combate en el terreno más favorable, siempre conservaba el orden de batalla y siempre seguía una táctica concreta. Iniciaba la batalla recurriendo a los velites, los soldados de infantería ligera, cuyo principal cometido consistía en cubrir el avance de la infantería pesada. Ésta se hallaba formada en tres líneas, en general de seis hombres de fondo la primera y de tan sólo tres la tercera. La primera línea recibía el nombre de hastati ya que originalmente iba armada con la lanza denominada hasta; la segunda era conocida como principes porque tiempo atrás habían sido los primeros en entrar en combate, y la tercera se denominaba) triarii, Las dos primeras líneas iban armadas con una espada y uno o dos pilan una lanza corta que podía arrojarse hasta una distancia de poco menos de cien pasos y que podía desclavarse con facilidad de los objetivos alcanzados permitiendo su reutilización. Una vez entablada la lucha, tanto los hastati como los príncipes habían sido entrenados para retirarse tras combatir durante un tiempo, siendo relevados inmediatamente por los triarii. Esta forma de luchar -aparentemente complicada- tenía unas consecuencias demoledoras sobre la capacidad de resistencia del enemigo. El recambio continuado de las líneas romanas servía para agotar a los adversarios que no contaban con una estructura similar. Cuando se llegaba a ese punto del combate, se procedía a realizar una carga de los hastati, que lanzaban una o dos nubes de pila para quebrar la resistencia de un enemigo ya muy cansado. En la lucha a espada que venía a continuación, las líneas de la legión seguían turnándose desgastando a un adversario que no pocas veces se hallaba a punto de caer exhausto. En su sencillez, aquel sistema era invencible. De hecho, a lo largo de los siglos, las derrotas siempre se habían debido a su abandono, a la sorpresa o al descuido. El descuido. O mucho se equivocaba Valerio o era ésa precisamente la conducta en la que estaba incurriendo aquel legado de veintipocos años. Grato contempló con desaliento cómo los jinetes subían una loma desnuda y empinada. Lo hicieron con enorme soltura, casi al trote, levantando nubes de polvo amarillo, el polvo que iban a tener que tragarse para capturarlos de una condenada vez. – ¡Vamos! ¡No os retraséis! ¡Que nadie se quede rezagado! El optio echó un vistazo a sus hombres antes de alcanzar la cima de la colina. Presentaban un aspecto lamentable, como si acabaran de salir de un combate. No chorreaban sangre, pero estaban cubiertos de polvo e incluso sobre los rostros se había fijado una máscara que ocultaba las facciones imprimiéndoles un aspecto más ridículo que deplorable. – ¡No os paréis! -gritó el centurión, cuyo rojo penacho transversal había adquirido una tonalidad cárdena. Coronaron jadeantes la loma y entonces… entonces Grato y Valerio comprendieron a la perfección lo que sucedía. A sus pies se encontraba desplegada la fuerza de caballería más numerosa e imponente que hubieran contemplado jamás. ¿Cómo podía haberse concentrado aquella masa de jinetes en aquella vallonada? ¿Cuántos podría haber? – ¿Cuántos serán? -sonó a su lado la voz del tribuno. – ¡Cuántos son! -dijo como un eco aún más siniestro uno de los legionarios de vanguardia. Sus palabras fueron seguidas por un estallido de gritos, por una eclosión de aullidos salidos de millares de gargantas, por un estruendo similar a aquel con el que las almas de los condenados llenan las cavernas del Hades. Se trató tan sólo de un instante porque, inmediatamente, las filas de jinetes se lanzaron sobre la loma. La alcanzaron enseguida pero, en ese momento, sólo el cuerpo central la subió al galope. Las dos alas se abrieron como si fueran los cuernos de la luna y bordearon la falda de la elevación. – Nos van a rodear… -musitó Grato mientras su rostro se ponía lívido bajo la capa de sudor y polvo que lo cubría. Sí, así era. Aquellos jinetes, ataviados con la ropa más abigarrada y armados con unos arcos grandes y curvos, los estaban cercando. – Mantened la línea -gritó Valerio-. Que nadie se mueva de su puesto. Lo importante era mantener la calma, la sangre fría, los nervios controlados. Eran bárbaros. Tan sólo se trataba de bárbaros. – Hay que formar la tortuga -dijo Grato al legado-. Así podemos aguantar hasta que lleguen refuerzos. El joven le escuchó con los ojos extraviados y el rostro desencajado. Resultaba obvio que era la primera vez que entraba en combate. Difícilmente lo podía haber hecho en peores condiciones. Desparramadas sobre aquella elevación, las distintas secciones habían perdido su flexibilidad habitual y aparecían quebradas, rotas, dislocadas. Si tan sólo consiguieran mantener la cohesión… – Domine, la tortuga -insistió Grato. – La tortuga… -balbució el legado como si no supiera a lo que se refería el centurión. – ¡Formad la tortuga! -gritó Valerio antes de recibir la orden. Pero no lo hizo impulsado por el pánico ni movido por el deseo de insubordinarse. Se trataba simplemente de un impulso nacido de la experiencia. Los hombres comenzaron a constituir aquella peculiar formación que había hecho famosas a las legiones. Como accionados por un resorte, los escudos delanteros se pegaron formando una muralla de metal. Al mismo tiempo, las filas que aparecían a continuación alzaron también los escudos formando un techo de metal contra los dardos y las flechas. No pudieron hacerlo en mejor momento. Sobre las protecciones de los legionarios cayó la primera lluvia de flechas y Valerio captó algunos gritos aislados. Eran los primeros heridos, los peores, los que causaban mayor desmoralización. – ¡Mantened las filas! ¡Mantened las filas! -gritaron a la vez el optio y el centurión. Ambos sabían que si lograban conservar la calma ahora, la batalla estaría medio ganada. Una vez que hubieran trabado combate con el enemigo, nadie pensaría en las bajas ni en su miedo. Se encontrarían demasiado ocupados en salvar la vida para dejarse arrastrar por esas reflexiones. Sin embargo, los partos no tenían la menor intención de enfrentarse en un cuerpo a cuerpo con la cohorte. Un coro de alaridos advirtió a Valerio de que el cerco acababa de consumarse. Lo habían logrado. Bueno, sólo quedaba resistir. Resistir, sí, resistir hasta que se agotaran y entonces… entonces destrozarlos a golpes. – Nos han rodeado… -escuchó la desmayada voz del legado-. Vamos a morir todos. Por primera vez desde que habían visto a los jinetes, Valerio sintió inquietud. La experiencia le decía que si el caudillo aguantaba, las tropas resistirían, pero que si perdía la calma… – ¡Centurión, ordena la retirada! Grato parpadeó sorprendido al escuchar la orden del legado. ¿Qué estaba diciendo aquel jovenzuelo? ¿Había perdido la razón? – Domine, no es posible. ¿Hacia dónde? No obtuvo respuesta. En realidad, no podía ser de otra manera. El legado parecía clavado sobre la silla como si en algún lugar perdido, un sitio que sólo él podía vislumbrar, un dios lejano le estuviera dirigiendo palabras inefables. De repente, movió la cabeza como si una abeja le hubiera picado en el cuello. Parpadeó con fuerza, igual que si necesitara aclararse la vista, y abrió la boca. Pero no salió una sola palabra. Volvió a repetir el movimiento de los labios y siguió mudo. Entonces, de repente, arrancando de algún lugar perdido en lo más hondo de su alma, brotó un grito primario, desesperado, casi animal. – ¡Retirada! ¡Retirada! La orden del legado actuó sobre los corazones de sus hombres como el conjuro poderoso de un mago perverso. Uno tras otro, los legionarios arrojaron al suelo los escudos para poder correr con más facilidad. Salieron así despavoridos a la busca de una vida que sentían en peligro. Se encontraron con algo bien diferente. Aún estaban a unas docenas de pasos de la llanura cuando un enjambre de proyectiles cayó sobre ellos. Se hundieron en los cuellos, en las piernas, en los rostros. Eran disparos certeros realizados por los arqueros más diestros del orbe. Los muertos se sumaban ya por docenas cuando, apresados por el desorden y el pánico, decidieron dar marcha atrás y emprender una nueva retirada esta vez hacia la cima de la loma. – ¡No os mováis! ¡No os mováis! -gritaba Valerio logrando a duras penas mantener en cuadro a unas docenas de legionarios-. ¡Aguantad! ¡Al que dé un solo paso lo mato yo mismo! Valerio y Grato acompañaban sus órdenes con bastonazos que descargaban con furia sobre sus hombres. No actuaban con rigor feroz porque la ira los hubiera cegado. Por el contrario, se movían impulsados por la certeza de que sólo la disciplina podría proporcionarles una oportunidad de salvarse de aquel desastre. – Tú, no te muevas… no te muevas, te digo -gritó el optio blandiendo el bastón-. Tú, ahí, sí, quédate ahí. – ¿Cuántos hombres nos quedan? -preguntó Grato sin dejar de mirar a los compañeros que caían atravesados por los proyectiles partos a tan sólo unos pasos de ellos. – Unos treinta -respondió Valerio a la vez que propinaba un empujón a uno de los legionarios para situarle en su puesto. Grato reprimió un gesto de contrariedad. Eran demasiado pocos, sin duda. – Formad la tortuga -dijo con un tono de voz firme, pero sereno, como si buscara infundir en sus hombres la tranquilidad indispensable para sobrevivir-. Ahora mismo. Quedó constituida justo cuando los jinetes partos, ahítos de matar legionarios, llegaron a su altura. Con un dominio absoluto de sus caballos y de sus armas, los bárbaros volvieron a disparar. Sin embargo, esta vez lo que encontraron no fue un rebaño atemorizado al que exterminar. Por el contrario, sus proyectiles chocaron con la experiencia decantada de infinidad de combates. – No os mováis -dijo el optio-. Ni un paso, ni un paso. – ¡Mi pie! ¡Mi pie! -gritó un legionario alcanzado por una flecha. – ¡De rodillas! ¡Poneos de rodillas y tapaos los pies! Los hombres obedecieron sin rechistar mientras las flechas seguían lloviendo de todas partes. – ¡Aguantad! ¡Pasad la orden! Aguantaron. Una, dos, tres, cuatro bandadas de proyectiles cayeron sobre ellos sin ocasionarles una sola baja. – No pueden con nosotros… -musitó un hombre arrodillado al lado de Grato. – Por supuesto -dijo el centurión-. Por supuesto. Durante unos instantes, descendió sobre los legionarios un silencio tan sólo rasgado por algún relincho ocasional. – ¿Qué pretenderán estos bárbaros? -sonó la voz de otro hombre. Valerio miró al legionario que acababa de hablar. Era joven, muy joven. Quizá incluso más que el legado… el legado, pobre novato. ¿Qué majadero habría ideado aquella costumbre de nombrar para estos cargos a niños de buena familia que nunca habían entrado en combate? Sí, era cierto que algunos daban buen resultado, pero éste… ¿Qué le habría pasado? Júpiter lo sabía, pero lo más seguro es que yaciera muerto al pie de la colina. Mal destino para el hijo de un senador. Si todo hubiera salido bien -si no hubiera perdido la cabeza-, habría regresado a Roma cubierto de gloria, de tanta como para presentarse a algunas de las múltiples elecciones que se celebraban en la capital. Edil, cuestor, censor, cónsul… todo eso hubiera podido ser. Todo, sin duda, pero ahora, posiblemente, había quedado reducido a la condición de cadáver y su espíritu andaría cruzando el río Estigio en la barca de Caronte. Si los dioses no lo remediaban también ellos cenarían esa noche en el Hades. Un murmullo de estupor se extendió entre los hombres que formaban la tortuga. ¿Quién se dirigía a ellos en la lengua del imperio? – ¿Quién es ese idiota? -preguntó Grato-. ¿Quién te ha dicho a ti que hables con el enemigo? Sobre el rostro atezado y sudoroso del centurión se había dibujado un gesto de sorpresa. ¿Qué pretendía aquel bárbaro que se dirigía a ellos en un latín áspero? – Menuda novedad -masculló otro legionario-. Como que si fuéramos muchos, íbamos a estar aquí de rodillas, bárbaro. El parto siguió dirigiéndose a los hombres de Grato. Hablaba en un latín claro, casi correcto, como si lo hubiera aprendido con un rector. Pero lo importante no era la profundidad de sus conocimientos gramaticales, sino su mensaje. Les dijo que no quedaba ni uno solo de sus compañeros, que todos habían muerto, que la resistencia era inútil, que, a fin de cuentas, lo más prudente era rendirse. – ¡Nunca, bárbaro, nunca! -gritó uno de los legionarios. Pero el parto no pareció impresionado por aquella respuesta. Continuó refiriéndose a la falta de agua, a la escasez de alimentos, a la imposibilidad de seguir luchando, a la sensatez de entregarse. Si lo hacían, acabarían sus tribulaciones; si lo hacían, se negociaría su rescate; si lo hacían, a fin de cuentas, salvarían la vida. Grato buscó con la mirada a Valerio. Ignoraba si el parto les decía la verdad o sólo intentaba engañarlos. Le constaba, sin embargo, que su capacidad de resistencia era mínima. Podrían mantenerse de rodillas unas horas, quizá incluso un día, pero, poco a poco, los hombres se desplomarían bajo aquel sol, ahogados por el calor, sedientos y en el momento en que la tortuga se cuarteara… entonces, lo sabía de sobra, los asaetearían hasta que no quedara uno solo alentando. – ¿Qué te parece, optio? -preguntó Grato. Valerio no dijo una sola palabra, pero en sus ojos, castaños y serenos, Grato pudo leer con nitidez un eco exacto de sus propios pensamientos. – Voy a salir -gritó el centurión. Las escamas metálicas de la tortuga se abrieron lo indispensable para que Grato pudiera aparecer sin que recibieran daño alguno los legionarios. Sintió el dolor de las piernas ahora estiradas y se vio obligado a realizar un poderoso esfuerzo para que no se le doblaran mientras se encaminaba hacia el bárbaro. Era un hombre alto, de barba Valerio contempló cómo hablaban. Hablaban y hablaban sin que el aire le trajera una sola de sus palabras. Al final, desanduvo la escasa distancia que mediaba entre el jinete y la tortuga y desapareció en su interior. – ¿Qué te ha dicho? -indagó Valerio. – Son muchos y… no… no creo que siga vivo ni uno de los nuestros… Un nuevo murmullo recorrió la tortuga. – ¿Qué vamos a hacer? -indagó con un hilo de voz el legionario joven. – Lo que diga el centurión -cortó Valerio. – Sí, claro, optio -musitó el muchacho con tono atemorizado. – El centurión -comenzó a decir Grato con amargura- cree que lo mejor es deponer las armas. Los legionarios contuvieron el aliento. Sabían que de lo que dispusiera aquel hombre -el único mando vivo- dependía su futuro. – No podemos seguir resistiendo -continuó Grato-. No es seguro que nos respeten. No quiero engañaros. Pero… pero tenemos una oportunidad. – ¿Y el honor del senado y el pueblo de Roma? Era el legionario) oven el que había formulado la pregunta. Grato se mantuvo un instante en silencio. Luego clavó la mirada en el muchacho y respondió. – Muerto no serás de ninguna utilidad al senado y al pueblo de Roma. Luego miró a un lado y a otro, y añadió: – Poneos en pie y arrojad las armas. |
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