"El Fuego Del Cielo" - читать интересную книгу автора (Vidal César)1 CORNELIOEl muchacho observó el chivo blanco, inmaculado, sereno. En otras circunstancias, hubiera sonreído satisfecho e incluso se hubiera permitido palmotear entusiasmado. Sin embargo, la ocasión no le permitía comportarse de esa manera. A decir verdad, la solemnidad resultaba tan obvia, pesada y tangible que por nada del mundo resultaba tolerable una mueca, una sonrisa o el menor gesto. Y, sin embargo, todo transcurría como para merecer las más calurosas felicitaciones. Desde luego, difícilmente hubiera podido encontrarse una víctima más adecuada, ni tampoco un flautista que pudiera arrancar notas más delicadas a aquel conjunto de cañas sujetas por una cinta de color rojo. El animal era macho, tal y como correspondía al sacrificio dedicado a una divinidad masculina como Júpiter, y nadie hubiera dudado de que se trataba de una bestia perfecta, sin el menor defecto o tacha. Pero -y éste constituía el detalle que más le conmovía- su pelaje era blanco, es decir, tenía el color apropiado para una víctima dedicada a una divinidad benévola como el dios óptimo y máximo. No pudo reprimir un estremecimiento al llegar sus pensamientos a ese recodo de la reflexión. Quiso atribuirlo al frío y dirigió instintivamente la mano hacia la parte superior de su capa para subírsela en torno al cuello. Sin embargo, la verdad era que lo que había provocado su trémulo respingo había sido el simple recuerdo de las deidades malévolas, aquellas que se complacían en beber la sangre caliente de bestias de tonalidad negra, que moraban entre las tinieblas de los infiernos y que descargaban el mal sobre los hombres que previamente no lo habían aplacado. Mejor era no pensar en ello. El animal no era muy grande, pero parecía estar dotado de una especial serenidad. Había avanzado hasta ahora con un suave movimiento de sus albas patas, como si se dirigiera hacia unos pastos verdes, jugosos y tiernos. Casi hubiera podido decirse que las cintas multicolores que llevaba atadas a los cuernos grises se movían siguiendo el ritmo cadencioso de sus pasos menudos. Desde luego, cualquiera sabía que un comportamiento así por parte de la víctima constituía un augurio excelente. Se trataba de una señal indiscutible de que la tranquila bestezuela blanca estaba encantada de derramar su sangre para complacer al dios. Doblaron la esquina siguiente y se encaminaron hacia el templo. No tardó en distinguir el pequeño altar, forjado en pulido metal y situado ante sus puertas de madera. Al lado esperaban dos personas ataviadas con hábitos talares. A la más baja y rechoncha ya la conocía. Era el viejo Máximo, un pontifex amigo de su padre. El que lo flanqueaba debía de ser su asistente, un cultrarius. Dirigió la vista hacia el chivo, pero de manera discreta, por el rabillo del ojo. Con espanto, contempló cómo la bestia sacudía la testuz con un gesto rápido de su robusto pescuezo. Sólo cuando se percató de que únicamente intentaba sacudirse una de las cintas que le caían sobre los ojos respiró tranquilo. Y estuvo a punto de que la alegría le empujara el corazón fuera de la boca cuando vio cómo el animal tiraba de la cuerda que lo sujetaba para llegar cuanto antes al altar. La distancia era ciertamente escasa, pero le resultó eterna. Temía que el chivo se arrepintiera, que se asustara, que diera la espantada. No lo hizo. Incluso se entregó a un trotecillo alegre hasta alcanzar el ara. – Magnífico -dijo el pontifex a través de una mueca que no desmerecía de su solemnidad. El muchacho reprimió una sonrisa de gozo al escuchar la evaluación que había hecho del chivo y, acto seguido, dirigió la mirada hacia su padre. También él estaba satisfecho, pero apretaba los labios para que su orgullo no brotara inoportunamente. Con gesto tranquilo, quizá por lo repetido a lo largo de los años, su padre tendió la cuerda que rodeaba el pescuezo del chivo al hombre que estaba al lado del pontifex. Luego giró el cuello hacia el muchacho y le hizo una seña con el mentón. Sabía sobradamente lo que le estaba indicando su padre. Reprimiendo la emoción, subió los escasos escalones que elevaban el templo sobre el nivel del suelo y entró en él. Embargado por un sentimiento de responsabilidad que lo envolvía como un pesado manto, se dispuso a cumplir con la parte siguiente de la trascendental ceremonia. Cruzó la escasa distancia que mediaba entre las puertas y la cella y penetró en ésta. Se trataba de una habitación oblonga y tabicada en cuyo interior la atmósfera estaba poderosamente impregnada del aroma dulzón del incienso. En su centro, se alzaba una imagen dorada de Júpiter adornada con joyas. El joven se detuvo, respiró hondo y clavó la mirada en la estatua. No es que esperara que se moviera -aunque le habían contado que, en ocasiones, los dioses se manifestaban de esas maneras y de otras aún más prodigiosas-, pero no pudo evitar que le embargara una incómoda sensación de frialdad. Parpadeó buscando despejarse, volvió a respirar hondo y echó mano de la bolsa de cuero que colgaba de su cuello. No tuvo que rebuscar mucho para dar con una tablilla de cera. Intentó releerla, pero la luz era escasa y en buena medida la lectura que realizó se apoyó más en la memoria que en la vista. El contenido era un voto, una promesa vinculada a una petición, la que motivaba toda aquella ceremonia. Con temor y devoción, extendió la mano derecha hacia la imagen y colgó de ella la tablilla de cera. Ahí debía permanecer para que el dios no pasara por alto lo que deseaba e imploraba. A continuación, tocó con reverencia el gélido metal y, acto seguido, retrocedió unos pasos. Entonces clavó la mirada en los ojos inmóviles de la imagen, extendió las manos en un humilde gesto de súplica e impetró la poderosa gracia del dios. No habló mucho tiempo. Tan sólo el suficiente para que Júpiter pudiera oír que iba a sacrificar un chivo en su honor, que contaba con él para que le acompañara en el viaje que iba a emprender al día siguiente y, sobre todo, para que le protegiera durante los próximos meses mientras durara su misión. Si el dios le escuchaba -y confiaba en su benevolencia para creer que así resultaría-, estaba dispuesto a ofrecerle aún más dones como el que, humildemente, le iba a entregar enseguida. Sabía sobradamente que Júpiter -bueno, no sólo Júpiter, todos los dioses benévolos- daba siempre en la medida que recibía. Él daría para recibir. Lo haría, por tanto, si regresaba con bien de su misión. Inclinó finalmente la cabeza y salió de la cella caminando hacia atrás. El frío que sintió al encontrarse nuevamente en el exterior le resultó agradable. Como si le permitiera despejarse de la atmósfera cargada de incienso de la cella. Al verle, su padre frunció los labios en un gesto de respaldo casi inadvertido, pero seguro. También captó su presencia el pontifex rechoncho que lanzó una mirada al hombre que estaba a su lado. No necesitó más para que le acercara una jarrita de oro y vertiera agua en sus manos extendidas. Contempló cómo el pontifex dejaba que el líquido purificador se extendiera para, acto seguido, frotarse las palmas y los dedos. Uno por uno. Finalmente, extendió la diestra y tomó un paño de lino blanco que le ofrecía su asistente. Se secó las manos meticulosamente, devolvió la tela al otro pontifex y extendió los dedos separados para examinarlos. Al muchacho le parecieron extraordinariamente limpios, casi traslúcidos, como si estuvieran modelados en alguna clase de alabastro claro. Un silencio -tan sólo arañado por el tañido agudo de la flauta de caña- se extendió por todo el lugar como si el dios contemplara complacido la solemne ceremonia. Con temor reverencial, el asistente quitó de los grises cuernos del chivo las cintas de colores. Luego recorrió con la punta de un afilado cuchillo el espacio que mediaba entre la nuca del animal y la rabadilla. Fue entonces cuando el pontifex se giró hacia el templo. Lo hizo con destreza, con habilidad, incluso con gracia, lo que constituía un excelente presagio. Y entonces, una vez frente al santuario, comenzó a recitar la oración. A pesar de la buena disposición del animal que sería objeto del sacrificio, a pesar de que el muchacho había cumplido correctamente con su cometido en el interior de la cella, a pesar de todo lo realizado meticulosamente hasta ese momento, el éxito de toda la ceremonia pendía ahora de que el pontifex recitara la plegaria de la manera apropiada. No se trataba de que mostrara entusiasmo, alegría, ni siquiera devoción. Era una cuestión de escrupulosa exactitud. Las fórmulas pronunciadas con exactitud garantizaban la benevolencia del dios. Un error, una palabra mal dicha, un término pasado por alto invalidaban el ritual y obligaban a repetir todo desde el principio. Pero no sucedió. El pontifex cumplió con su cometido con admirable corrección y, acto seguido, miró al muchacho. El pontifex tendió la mano hacia el asistente, que depositó en ella un martillo de medianas dimensiones. De manera rápida, segura, experimentada, descargó un golpe seco y contundente sobre la cabeza del chivo. Las rodillas del animal se doblaron, pero sin que se produjera su caída. En realidad, hubiérase dicho que no sentía dolor, que no padecía, que la bestezuela tan sólo se entregaba a una suave genuflexión en honor del poderoso dios. El cultrarius alzó con gesto firme la cabeza del cuadrúpedo como correspondía a una víctima ofrecida a un dios que moraba en el cielo. Luego, con un rápido movimiento, degolló el chivo. La sangre, tan caliente que de ella se desprendía vaho, cayó sobre un lebrillo limpio, mientras el animalillo cerraba los ojos como si su cuerpo se viera poseído no por la muerte, sino por una dulce somnolencia. Fueron precisos tres recipientes como aquél para contener el líquido rojizo que brotaba sin pausa del cuello seccionado del chivo. El muchacho dirigió la mirada hacia su padre. Sin duda, estaba satisfecho. Un animal que se hubiera resistido, que hubiera sangrado escasamente, que hubiera tardado en morir habría significado un pésimo presagio. Nada de aquello había sucedido. Como si fuera un odre de vino medio vacío o una almohada liviana, el cultrarius alzó por las patas el exangüe chivo. Fue un movimiento rápido, preciso, seguramente ejecutado docenas, incluso centenares de veces. El animalillo quedó por un instante suspendido en el vacío -como si lo sujetara un invisible inmortal o las notas que brotaban del instrumento del flautista- y, finalmente, fue a dar sobre el ara. Luego, el cultrarius trazó un corte desde el pescuezo hasta la ingle de la bestia. Acto seguido, hundió la diestra en el vientre del sacrificio y dejó al descubierto el hígado. Un gesto de aprobación apareció de manera inmediata y paralela en los rostros del pontifex y del padre. Sí, la víscera presentaba un magnífico aspecto. No estaba herido, ni lesionado, ni enfermo. Su color era óptimo. Con ese presagio, nadie podía dudar de que la misión del muchacho, de Cornelio, transcurriría bajo los mejores auspicios. El pontifex realizó con la cabeza un gesto, cargado de autoridad, y el cultrarius procedió a despellejar el albo y desnudo chivo con una magistral celeridad. A continuación, le bastó una sucesión rápida de cortes para descuartizarlo y colocar los pedazos sobre el fuego del altar. En escasos momentos, todos los presentes -el pontifex, el cultrarius, el flautista, el joven y su padre- comenzarían a comer la carne del sacrificio. Así, participarían de las bendiciones anticipadas de .Júpiter. |
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