"El Huerto De Mi Amada" - читать интересную книгу автора (Echenique Alfredo Bryce)ICarlitos Alegre, que nunca se fijaba en nada, sintió de pronto algo muy fuerte y sobrecogedor, algo incontenible y explosivo, y sintió más todavía, tan violento como inexplicable, aunque agradabilísimo todo, eso sí, cuando aquella cálida noche de verano regresó a su casa y notó preparativos de fiesta, allá afuera, en la terraza y en el jardín. Hacía un par de semanas que preparaba todos los días su examen de ingreso a la universidad, en los altos de una muy vieja casona de húmeda y polvorienta fachada, amarillenta, sucia y de quincha la vetusta y demolible casona aquella situada en la calle de la Amargura y en que vivían doña María Salinas, viuda de Céspedes, puntualísima empleada del Correo Central, y los tres hijos -dos varones, que son mellizos, ah, y la mujercita también, claro, la mujercita…- que había tenido con su difunto marido, César Céspedes, un esforzado y talentoso dermatólogo chiclayano que empezaba a abrirse camino en la Lima de los cuarenta y ya andaba soñando con construirse un chalet en San Isidro y todo, con su consultorio al frente, también, por supuesto, y aprendan de su padre, muchachos, que este ascenso profesional y social me lo estoy ganando solo, solito y empezando de cero, ¿me entienden?, cuando la muerte lo sorprendió, o lo malogró -como dijo alguien en el concurrido y retórico entierro de Puerto Eten, Chiclayo, su terruño-, obligando a su viuda a abandonar su condición de satisfecha y esperanzada ama de casa, para entregarse en cuerpo y alma a la buena educación de sus hijos, a rematar, casi, la casita propia de entonces, en Jesús María, y a convertirse en una muy resignada y eficiente funcionaria estatal y en la ojerosa y muy correcta inquilina de los altos de aquella cada día más demolible casona de la ya venida a menos calle de la Amargura, ni siquiera en la vieja Lima histórica de Pizarro, nada, ni eso, siquiera, sino en la vejancona, donde, sin embargo, conservaba su residencia de notable balcón limeño el presidente don Manuel Prado Ugarteche -entonces en su segundo mandato-, claro que porque Prado vivía en París y así cualquiera, salvo cuando gobernaba el Perú, y porque antigüedad es clase, también, para qué, argumento éste que, aunque sin llegar entenderlo a fondo ni compartirlo tampoco a fondo, esgrimían a menudo Arturo y Raúl Céspedes, los hijos mellizos del fallecido dermatólogo chiclayano, ante quien osara mirar la vetusta y desangelada casota y verla tal cual era, o sea, sin comprensión ni simpatía y de quincha, o sin compasión ni amplitud de criterio e inmunda, y más bien sí con una pizca de burla silenciosa y una mala leche que gritaban su nombre. Una miradita bastaba, y una miradita más una sonrisita eran ya todo un exceso, aunque se daban, también, qué horror, esta Lima, pobres Arturo y Raúl, susceptibles hasta decir basta en estos temas de ir a más y venir a menos. El mismo argumento de la antigüedad y la clase era utilizado por los mellizos, convertidos ya en 1957 en dos ambiciosos egresados del colegio La Salle, exactos el uno al otro por dentro y por fuera, aunque sin entenderlo ellos tampoco en este caso, por supuesto, cuando de la honra de su menor hermana Consuelo se trataba, ya que se es gente decente y bien si se vive en San Isidro o Miraflores, pero no por ello se tiene que ser gente mal, o de mal vivir, lo cual es peor, ni mucho menos indecente, carajo, si se vive en Amargura. Y aunque los conceptos no tenían absolutamente nada que ver los unos con los otros, cuando los hermanos Arturo y Raúl Céspedes se referían a su hermana, ni feíta ni bonita, ni inteligente ni no, y así todo, una vaina, una real vaina, nuestra hermana Consuelo, inmediatamente se les hacía un pandemónium de San Isidros y Miraflores y Amarguras, de gente bien y mal y hasta pésimo, de lo que es ser decente e indecente, o pobre pero honrado, esa mierda, y sólo lograban escapar de tan tremendo laberinto mediante el menos adecuado de los usos de esto de la antigüedad es clase, que, por lo demás, sólo a ellos dos les quitaba el sueño, maldita sea, porque los mellizos Céspedes eran, lo sabemos, puntillosos hasta decir basta en cuestiones de honor, frágil clase media aspirante, suspirante, desesperante, Carlitos Alegre, en todo caso, jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en la calle de la Amargura o en la casona de ese amarillo demolible, o en el balcón del palacete Prado, muchísimo menos en lo de la antigüedad y la clase, y a Consuelo ni siquiera la veía, lo cual sí que les jodía a los hermanos Céspedes, pero eso les pasa por interesados y tan trepadores y a su edad. Y Carlitos Alegre no se fijaba nunca en nada, ni siquiera en que había nacido en una acaudalada y piadosa familia de padres a hijos dermatólogos de gran prestigio, y mucho menos en que su ferviente y rotundo catolicismo lo convertía en una persona totalmente inmune a los prejuicios de aquella Lima de los años cincuenta en que había egresado del colegio Markham y se preparaba gustosamente para ingresar a la universidad y seguir la misma carrera en la que su padre y su abuelo paterno habían alcanzado un reconocimiento que iba más allá de nuestras fronteras, mientras que su abuelo materno, dermatólogo también, había alcanzado una reputación que llegaba más acá de nuestras fronteras, ya que era italiano, profesor en los Estados Unidos, premio Nobel de Medicina, y sus progresos en el tratamiento de la lepra eran sencillamente extraordinarios, reconocidos en el mundo entero y parte de Lima, la horrible ciudad adonde había llegado por primera vez precisamente para visitar el horror del Leprosorio de Guía, que, la verdad, lo espantó casi hasta hacerlo perder el norte. Carlitos Alegre jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en que tenía dos preciosas hermanas menores, Cristi y Marisol, de dieciséis y catorce años, respectivamente, tan preciosas como su madre, Antonella, nacida y educada en Boloña, y que intentó enseñarle italiano pero sabe Dios cómo él terminó aprendiendo latín. De puro beato, seguramente. Y así, también, Carlitos Alegre ni siquiera se fijaba en que sus adorables hermanas eran el clarísimo objeto del deseo social de Arturo y Raúl Céspedes. Y de ahí al altar, por supuesto, y, entonces sí, de frente a la clínica privada del sabio y prestigioso dermatólogo Roberto Alegre Jr., como nadie sino ellos llamaban al padre de Carlitos. Los mellizos y almas gemelas Céspedes habrían llegado por fin a San Isidro y Miraflores y Ancón, el cielo, como quien dice, y también parece que Los Cóndores se dibujaba ya en su horizonte, porque últimamente empezaba a sonarles cada día más a San Isidro-Miraflores-Ancón, en las páginas sociales de los más prestigiosos diarios capitalinos. Y tan no se fijaba ni se fijó nunca en nada, san Carlitos Alegre, como lo llamaban sus compañeros de colegio, que aceptó sin titubear la invitación que le hicieron por teléfono dos muchachos, de apellido Céspedes, a los que no conocía ni en pelea de perros. Lo llamaron poco antes del verano, mientras él preparaba, rosario en mano y como penetrado por un gozoso misterio, sus exámenes finales en el colegio Markham, no le dijeron ni en qué colegio estudiaban y Carlitos seguro que hasta hoy no lo sabe, y lo invitaron a prepararse juntos para el examen de ingreso a la universidad. Lima entera se habría dado cuenta de la segunda intención que había en aquella invitación, de lo interesada que era la propuesta de los hermanos Céspedes, pero, bueno, Carlitos Alegre, como quien ve llover, y feliz, además, porque él siempre lo encontraba todo sumamente divertido, sumamente entretenido y meridiano. Por supuesto que los hermanos empezaron sugiriendo estudiar en casa de Carlitos, pero él les dijo, con toda la buena fe del mundo, que eso era imposible porque estaban haciendo tremendas obras en los altos de su casa y el ruido era ensordecedor, aunque la verdad yo ni me entero, je, pero los demás me cuentan a cada rato que esto es insoportable, y sí, parece que lo es, sí, je, je, je. Arturo y Raúl Céspedes dudaron de la verdad de estas palabras, por momentos se sintieron incluso reducidos a la nada existencial, que para ellos era la social-limeña, y como única solución a semejante dilema optaron por salir disparados hasta la casa de Carlitos y ver para creer, ya que realmente se habían quedado heridísimos, imaginando que… Porque ellos siempre se imaginaban que… Llegaron en un carro que se parecía a su casa, pero pintado de casa de Carlitos, y éste, por supuesto, no se fijó en nada, ni siquiera en el efusivo apretón de manos derecha e izquierda que le dieron simultáneamente Arturo y Raúl Céspedes, mientras pronunciaban, también en dúo, encantado, el gusto es todo mío, y aquello de la antigüedad es clase y es tú y es nosotros, o por lo menos así sonó, sin duda por lo felices que se sintieron al comprobar que las obras del segundo piso en casa de la familia Alegre realmente parecían un bombardeo. Dignas hermanas de Carlitos, Cristi y Marisol hicieron su aparición en el pórtico de la casa sin fijarse absolutamente en nada, lo cual para los hermanos Céspedes tenía su lado bueno, debido a lo del automóvil marca Amargura. Pero todos los demás lados de aquella aparición ausente fueron realmente atroces para los mellizos Arturo y Raúl, porque un instante después Cristi y Marisol, distantes, inabordables, demasiado para ellos, crueles en su inocentísima abstracción, atravesaron el jardín delantero de la casa, en dirección a los automóviles de la familia y a ese taxi, o qué, desaparecieron en el interior de un Lincoln '56, me cago, Arturo, parece de oro, oro macizo, Raúl, y los mellizos Céspedes casi se matan contra su automóvil-casona por lanzarse tan ferozmente sobre el capó e intentar que desapareciera también con el resto del vehículo. Les resultó muy dolorosa esta operación a los hermanos, especialmente a Arturo, que encima de todo se luxó un brazo contra la carrocería de aquel Ford-taxi-sedán-del-42, maldita deshonra, maldita afrenta, maldito oprobio y maldita sea, caray, aauuuu, me duele, me duele mucho, Raúl… – Como Churchill, Arturo: con «sangre, sudor y lágrimas», pero llegaremos… – Y como en la mexicanísima ranchera, Raúl: «Ya vamos llegando a Pénjamo», porque, aunque sea una pizca, algo creo que nos hemos acercado, hoy… – Y qué tal caserón y qué tal carrindanga, el Lincoln ese, no sé si Continental o Panamerican, pero sí, un alguito claro que nos hemos acercado, sí… – Y con «sangre, sudor y lágrimas», en efecto, porque mierda, mi brazo, creo que me lo he dislocado, ay, caray… ay, ay, auuu… No sabían que Lincoln Panamerican jamás hubo, los muy animales de los Céspedes Salinas, pero en el fondo sí que valió la pena, y mucho, tanto dolor físico y social porque Carlitos accedió a prepararse con ellos para el ingreso a la universidad, y esto significaba que iban a pasarse todo ese verano juntos, estudiando mañana y tarde. O sea… Pero, además, Carlitos accedió sin preguntarles siquiera de dónde habían salido, ni cómo ni cuándo se habían enterado de su existencia, en qué colegio estaban, o cómo sabían que él deseaba estudiar dermatología, y así mil cosas más que habría resultado lógico averiguar. O sea… En fin, que Carlitos accedió sin preguntarles absolutamente nada, lo cual sí que significaba mucho para los mellizos. O sea… Pero, bueno, también, Raúl, ¿no nos habrá resultado Carlitos un cojudo a la vela? O sea… ¿O es así la verdadera antigüedad es clase y la clase dinero y San Isidro? O sea… Pronto lo sabrían. Ya sólo les faltaban los exámenes de quinto de secundaria, las fiestas de promoción y las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. E inmediatamente después a encerrarse con mil libros, tras haberle dicho adiós a las playas limeñas, a enclaustrarse mañana y tarde a chancar y chancar, aunque Arturo, ¿qué hacemos?, ¿cómo diablos le explicamos a Carlitos Alegre dónde vivimos?, el tipo es capaz de echarse atrás cuando se lo contemos, lo de pobres pero honrados es tal mierda que sólo lo entienden los pobres cojudos. Raúl se desesperó y desesperó a Arturo y los siguientes fueron días y noches de total desasosiego para ambos. Hasta que se atrevieron a llamar a Carlitos, un domingo por la tarde, calculando que no estaría en casa, cruzando los dedos, y como encajados ellos en el telefonazo de pared negro y prehistórico de casa Céspedes Salinas, muertos de ansiedad y Por supuesto que Carlitos jamás les contestó la llamada y a la tercera semana los mellizos Céspedes ya no tardaban en morirse de desesperación y orgullo gravemente herido. Casi no terminan el colegio de lo mal que dieron sus exámenes finales, casi no bailaron el día de la gran fiesta de promoción, se mataron bebiendo la noche de Año Nuevo, y peor aún fue la noche de Navidad -atrozmente triste desde que murió su padre-, que pasaban siempre engriendo a su madre. La Navidad de 1956 fue y será la peor que recordará la familia Céspedes Salinas, porque a la tristeza total se mezcló la rabia apenas contenida de los hermanos, cuando su madre evocó, un año más, otra Navidad pobre en la calle de la Amargura, en ese segundo piso de alquiler al que Carlitos Alegre no llamaba nunca, la memoria del difunto. Minutos después, en la tristeza de un silencio oscuro y cruel, de paredes frías y techos muy altos siempre sucios, Raúl creyó volverse loco cuando durante una larga hora odió a su madre, y Arturo, que lo estaba notando, casi se le va encima a golpes mortales, pero lo contuvo su propio odio recién descubierto contra su padre, que también Raúl estaba notando, a Arturo lo mato, pero entonces él, a su vez… Fueron momentos interminables, tan duros, tan inesperados, tan complejos, tan reales. De todo esto, y de tanto más, regresaba Carlitos Alegre sin fijarse absolutamente en nada, todas las mañanas, a la hora del almuerzo, y todas las tardes, a eso de las siete. Llevaba casi dos semanas estudiando en casa de los mellizos Céspedes y éstos ya se habían convencido de que jamás se enteraría de lo que era un segundo piso de alquiler, por ejemplo, puesto que día tras día le tocaba la puerta al inquilino del primero y se le escurría casi entre las piernas o por los escasos centímetros que quedaban libres entre su cuerpo y el marco de la puerta de calle, desesperado por empezar a estudiar inmediatamente pero totalmente incapaz de darse cuenta de que en esa vetusta casona no se llegaba al segundo piso por el primero sino por la puerta de al lado, que sube de frente donde la familia Céspedes, jovencito, cuántas veces se lo voy a tener que decir, sí, señor, por la puerta de al lado, como que yo me apellido Fajardo y mastico algo de inglés, pero de eso que usted me dice que es latín, De todo esto, y de muchísimo más, regresaba sin fijarse nunca en nada y de lo más sonriente san Carlitos Alegre, que era la inteligencia y la bondad encarnadas, aunque también un pánfilo capaz de cualquier mentecatería, según doña Isabel, su abuela paterna, viuda ya y muy Lima antigua y creyente y piadosa, aunque dotada de un sentido practico hediondo, que aplicaba sobre todo cuando realizaba sus obras de caridad con tal eficacia, tal capacidad de organización y despliegue de energías, con tal rudeza, incluso, que a veces parecía odiar a los mismos pobres a los que, sin embargo, les consagraba media vida. Doña Isabel estaba asomada a su balcón del segundo piso cuando Carlitos llegó de estudiar, lleno de contento y tropezándose más que nunca mientras atravesaba el jardín exterior de la casa, y por supuesto sin verla ni oír sus saludos desde allá arriba ni nada, o sea, como siempre, el muchacho este, y qué manera de confiar en el mundo entero y de creerse íntegro toditito lo que le cuentan, qué falta de malicia, Dios mío, qué falta de suspicacia y sentido de las cosas, qué falta de todo, Dios santo y bendito, la verdad, yo no sé qué va a pasar el día en que este muchacho tenga que salir y enfrentarse con el mundo. Carlitos Alegre, que aún no se había dado cuenta de que las ruidosas obras habían terminado hace días en su casa, notó sin embargo que la noche era cálida y que esas luces en la terraza y en el jardín, allá atrás, y seguro que también en la piscina, le estaban alegrando la vida. Y de qué manera. Eran los preparativos de una fiesta, pero no de sus hermanas sino de sus padres, porque de lo contrario él lo recordaría, sí, se lo habrían avisado, claro, pero no, a él nadie le había avisado nada. O sea que Carlitos se esforzó en cerrar la puerta de la calle, pero fracasó por falta de la necesaria concentración, y ahí quedó la puerta olvidada mientras él cruzaba el vestíbulo en dirección a la escalera principal, que le pareció preciosa y, no sé, como si recién la hubieran puesto aquí esta tarde, y además a uno le tocan música mientras sube. El de la música era su padre, probando los parlantes que él mismo había colocado en la terraza y seleccionando algunos discos, sin imaginar por supuesto que el efecto tan extraño y profundo de aquellos acordes, interrumpidos cada vez que cambiaba de disco o de surco, había empezado a alterar brutalmente la vida de su hijo. Sus invitados eran casi todos los mismos de siempre, colegas, familiares, amigos, algún médico extranjero que visitaba Lima, compañeras de bridge de su esposa, sus habituales amigas italianas, y se trataba de pasar un buen rato y nada más, aprovechando el verano para disfrutar de la florida terraza, para bailar un poco y tomar unas copas, con la sencillez de siempre, sin grandes aspavientos, sin ostentación alguna, bastaba con unos focos de luz estratégicamente colocados, con discos como éstos, de André Kostelanetz o de Mantovani, mientras llegan, o, después, mientras vamos comiendo, y como éste, de Stanley Black, música de siempre para bailar. El doctor Roberto Alegre puso En lo que no pensó jamás el doctor Alegre fue en los estragos que Stanley Black y su versión de En la puerta se fijó por primera vez en su vida, y la encontró muy amplia y bonita, como toda su casa, verdad, ahora que le prestaba atención, pero en cambio a ella la dejó seguir hasta el jardín, sin saludarla, aunque cuidando eso sí de que un mozo la fuera guiando. Nunca la había visto, y el mozo que la guiaba como que no era muy factible ni muy verosímil, la verdad, por la simple y sencilla razón de que su papá jamás contrataba mozos para estas reuniones, le bastaba y sobraba con sus dos mayordomos, Segundo y Prime… En fin, con el primer y segundo mayordomos, qué bruto, caramba, se llaman Víctor y Miguel, sí. Carlitos Alegre se rascó la cabeza nuevamente, pero bien fuerte esta vez, y entonó pésimo ¿Pero quién era ella? Y apareció en una terraza sabiamente iluminada y deliciosamente florida, en un baile para siempre, un eterno – Yo quiero bailar con ella -dijo, entonces, Carlitos, con el brazo de mando en alto y todo, más una voz absolutamente desconocida y como de imprevisibles consecuencias. Y agregó-: Y voy a bailar con ella, porque no tardo en saber quién es. Que ya lo sé, por otra parte, desde hace algunas horas. O sea que ya me pueden ir dejando esa canción para siempre. Y entonces bailaré para siempre, también, claro que sí. Y La cosa sonó como de locos y los padres de Carlitos y sus invitados bailaban ahora, pero con gran insistencia, con verdadero ahínco, con total entrega, y más a la danza de arte, ya, que al baile bailongo, en fin, cualquier cosa con tal de no verlo metido de esa manera en la fiesta y, sobre todo, para no haberlo escuchado nunca jamás en esta vida. Porque borracho no estaba, no, qué va, Carlitos de Coca-Cola no pasa, y más bien había en su mirada negra, intensa, extraviada, y en su risa para quién, ¿se han fijado?, un profundo misterio, la mezcla tremebunda de algo como exageradamente gozoso, pero además exageradamente glorioso, también, aunque asimismo muy doloroso, sí, sumamente doloroso, al fin y al cabo. – Che, parece que el pibe – – Ah… Ustedes, los limeños: siempre tan presumidos de su buen castellano… – Sabido es, mi querido Che -se reafirmó el coro, ahí en la terraza aún más danzante, si se puede-, que en Bogotá y en Lima se habla el mejor castellano de América. En Buenos Aires, en cambio, che, Che… En fin, ya cualquier cosa danzante y coral, con tal de no ver a Carlitos Alegre, que por fin había descubierto que ella se llamaba Natalia de Larrea y le estaba contando, pisotón tras pisotón, que no se explicaba por qué su papá había iluminado tan bárbaramente la terraza y el jardín y la piscina, esa noche, el agua de la piscina creo que además la ha puesto a hervir, ¿a ti no te parece, Natalia?, y que a él esa iluminación de fuego como que se le había metido en el alma, aun antes de regresar de estudiar, esta tarde, en casa de unos mellizos de apellido Céspedes Amargura, que, no sé por qué, como que muestran un desmedido interés por conocer a mis hermanas Martirio y Consuelo, o son sólo disparates que a mí se me ocurren, con lo distraído que dicen que soy, je, je… ¿tus hermanas cómo, Carlitos…?, mis hermanas Cristi y Marisol, perdón. Y entre pisotón y pisotón, también, Natalia de Larrea había logrado domesticarle el mechón de pelo izado, en repentino arrebato simultáneo de ternura y de pasión, y ya estaba convencida de que jamás en su vida había escuchado palabras tan alegres, tan vivas, tan excitantes, tan profundamente sinceras y calurosas, y como que quería comerse vivo a Carlitos Alegre. Ella besarlo no podía, claro, porque estaba en casa de los propios padres de Carlitos y entre tantos amigos, y tampoco podía Que fue cuando el Nunca se supo qué fue primero, si el puñetazo loco o el patadón ciego de Carlitos Alegre, pero lo cierto es que el cardiólogo Dante Salieri como que se elevó, primero, rebotó, después, y finalmente salió disparado en marcha atrás y fue a dar contra un pequeño grupo de señores, ya bastante celosos e irritados, que, entonces sí, perdieron toda capacidad de disimulo y buena educación. Ahí el que menos llevaba un buen rato bebiendo y ello empeoró mucho las cosas, claro, pero lo que realmente las desbordó fue el derrumbe de caballeros que provocó el choque frontal contra el disparado doctor Salieri, que se les vino encima cual feroz bola de bowling y hasta los desparramó por la terraza, mientras íntegras las señoras y también muchos caballeros procedían a una rapidísima y muy prudente retirada, entre espantados y espantosos gemidos y grititos, más uno que otro carajo, mocoso de mierda, todo en menos de lo que canta un gallo y a pesar de los esfuerzos del doctor Alegre por impedir que las cosas fueran a más. – ¡Señores, por favor! – ¡Roberto, vos quitáte del medio o matamos a tu hijo! Increíble lo rápido que se descompuso el asunto, ya que los desparramados señores que terminaron uniéndose al recién incorporado y enloquecido doctor Salieri, por celosos y airados que anduvieran, tremendo mocoso el Carlitos y se nos quiere encamar con Natalia, nada menos que con Natalia de Larrea, tremendo lomazo, en un principio lo único que habían querido era apaciguar al cardiólogo y mandar a acostarse al loquito del diablo este. Pero cuando se incorporaron, las cosas ya habían cambiado por completo y como Carlitos Alegre no parecía notar diferencia alguna entre los señores de antes y después del choque peruano-argentino, Natalia de Larrea agarró a su amor de un brazo, le gritó ¡Te matan, Carlitos!, ¡larguémonos!, y por fin logró que abriera los ojos y se diera cuenta del tremendo lío en que andaban metidos. Salieron disparados y, entre el alboroto y la sorpresa, nadie logró darse cuenta de la dirección que habían tomado. ¿Huyeron de la casa? ¿Pero por dónde, si por la puerta principal se estaba yendo la mayor parte de los invitados? ¿Por la de servicio? No habían tenido tiempo. ¿Por una ventana? Imposible con esas rejas. ¿No estarán en los altos? ¡Maldita sea! ¡En los altos no pueden estar! ¿Y por qué no? ¡A lo mejor hasta se encamaron ya! – Señores, por favor -intervino, una vez más, el doctor Alegre. También él estaba muerto de rabia, por supuesto, pero era el anfitrión y le correspondía apaciguar a esa tanda de locos. – Señores, soy el dueño de casa y, de verdad, les ruego… – Vos dejáte de macanas, Roberto. Y quitáte de la escalera o pasamos sobre tu cadáver. Como que me llamo Dante Salieri, amigo… El descontrolado cardiólogo hablaba en calidad de jefe de un destacamento loco, integrado además por los doctores Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez, y nada menos que por don Fortunato Quiroga, solterón de oro, senador ilustre, y primer contribuyente de la república. Pasaron, pues, sobre el cadáver de su gran amigo Roberto Alegre, que quedó bastante yacente, ahí en la escalera, y con la boca muy abierta, tanto como esos ojos que simple y llanamente no podían creer… Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas no lograban salir de su asombro, pero ahí estaba el ojo derecho de Carlitos Alegre, tirando de muy negro a muy morado, completamente cerrado e hinchadísimo, ahí estaba también su labio partido, ahí los tres puntos de la ceja derecha, en fin, ya qué más prueba podían pedirle de que lo que acababa de contarles, entre sollozos y carcajadas que se sucedían sin lógica alguna, era la más pura verdad, y sin un ápice de exageración, además, por increíble que pareciera. Porque quién diablos se habría atrevido a imaginar que un hembrón como Natalia de Larrea, multimillonaria, descendiente de virreyes y presidentes, mujer codiciada como ninguna en esta ciudad e inaccesible hasta en los sueños de verano de los mellizos Arturo y Raúl Céspedes, se hubiese dignado fijarse siquiera en un beato chupacirios como Carlitos, y que éste, encima de todo, terminara enfrentándose a unos señorones de la alcurnia y fortuna de don Fortunato Quiroga, o de la reputación de los cirujanos Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez, que habían operado en la clínica Mayo y el hospital Johns Hopkins, EE. UU. y todo, Arturo, sin olvidar tampoco al cardiólogo argentino Dante Salieri, de fama continental, Raúl, y que juega polo, además, Arturo. Pero había algo muchísimo peor, todavía, algo que para los pobres mellizos Céspedes Salinas sí que era ya el acabóse. Había, sí, que los cholos de mierda esos, los tales Víctor y Miguel, primer y segundo mayordomos de la familia Alegre, terminaron sacándole la chochoca a sus superiores, a semejantes doctores y tan inmenso señorón, habráse visto cosa igual, por ayudar al ya bien magullado Carlitos a fugarse nada menos que con Natalia de Larrea. En fin, simple y llanamente, demasiado para unos hermanos Céspedes que lo habían probado todo en su afán de que las cosas de este mundo volviesen a quedarse en su sitio. Desesperados con semejante hecatombe social, con tanto y tamaño desorden en su escala limeña de valores, los mellizos observaron la camisa de manga corta que lucía Carlitos y, sin decir ni pío, con tan sólo un guiño de ojos, y como último recurso contra su demencial relato, acordaron encender un cigarrillo cada uno y colocárselo en esos antebrazos desnudos y flaquísimos, turnándose, eso sí, para dar una nueva pitada cuando el fuego empezara a languidecer, y volver a la carga con la brasa ardiente, tú al antebrazo derecho y yo al izquierdo, a ver si de una vez por todas olvida sus historias de piratas, el huevas este, y la realidad vuelve a la realidad, o vuelve en sí, o como demonios sea eso, Raúl, porque este tipo tiene que estar soñando o se nos ha vuelto completamente loco. Y ahora, que despierte o que se queme vivo y se joda. Eso mismo, Arturo, porque de lo contrario seremos nosotros los que perderemos la razón y nos joderemos, y nuestra ciudad de Lima jamás habrá sido verdad… – Pues tal como se lo cuento -continuó Carlitos, como si nada (pobres mellizos, quema y quema pero nada, se retorcían fumando), y tan encantado por su dama, que además resultó ser a prueba de incendios-. Sí, tal cual -recalcó, incombustiblemente-. Y además a mi novia no la tocó ninguno de esos cretinos y fui yo mismo quien, gracias a la ayuda de Segundo y Primero, mis amigos desde niño, y a dos mayordomos más, vecinos y amigos, también, logré que a su casa llegara inmaculada, ¿me oyen?, sin un rasguño en el traje siquiera, ¿me entienden?, o sea, lo que se dice in-ma-cu-la-da, ¿me creen? Los hermanos Céspedes Salinas oían, entendían y creían, sí; claro que sí oían, claro que sí entendían, y claro que ahora sí creían. Pero, en fin, todo aquello era simple y llanamente demasiado Carlitos para ellos, esa mañana, porque el orden del universo se les había puesto patas arriba y ya nada quedaba en su sitio después de semejante terremoto social. Aunque sí, algo quedaba, algo que parecía anterior al universo mismo, maldita sea, porque la casa de la humillación y tanta vergüenza continuaba en la calle de la Amargura y ni con el mundo reducido a escombros notaban ellos novedad alguna en el saloncito aquel de vetustas paredes manchadas de humedad y tiempo pobre, de sofá fatigado, mesas como ésta, qué horror, y sillones como el que usa siempre Carlitos, cuando viene a estudiar, mírenlo ahí, al loco de remate este, hasta lo quemas vivo y nada, ni pestañea de lo puro embrujado que anda por su tremendo hembrón, toda una Ava Gardner, y además con blasones, nuestra Natalia de Larrea, pero lo realmente increíble es que, encima de todo, ella le da bola. Y así resulta que al muy cretino le habían caído de a montón, mientras protegía a su dama, abrazándola con toda su alma y llenándola de los más torpes, sonoros y convulsivos besos, cuando en realidad lo que debería haber hecho era quedarse tranquilito debajo de la cama matrimonial de sus padres. Ahí había ido a dar con su Natalia, y la verdad es que la idea no era mala, pues los enfurecidos caballeros, con el – Hay un rosario tirado al pie de la cama -dijo don Fortunato Quiroga, dirigiéndose al resto de la expedición punitiva. Y, señalándolo insistentemente, esta vez, repitió que había un rosario tirado al pie de la cama, pero ahora lo hizo con voz de ajá, los pescamos, tremendo colerón y varios whiskies. Aquello fue suficiente para que el – ¡La puta! ¡Ni rastro! – Buscaremos en los demás dormitorios, Dante -dijeron casi simultáneamente, los otros tres miembros del destacamento y añadiendo-: Y en los baños y donde sea, pero los encontraremos. – No sé cómo voy a buscar yo nada si antes no me ayudan a salir de aquí. ¡La puta! O me he partido el cráneo o me lo he rajado, ¡la puta, che! La expedición continuó su loca carrera por los altos sin que nada ni nadie lograran frenarla, ni siquiera doña Isabel, la abuela de Carlitos, que vivía en casa desde que enviudó, y que tuvo que hacerse a un lado con inusual rapidez, para no ser arrasada. Luego reapareció el doctor Alegre, recuperado tan sólo a medias y seguido de su esposa, gran amiga de Natalia de Larrea. Pero también la señora Antonella y sus súplicas, salpicadas de un nervioso y delicioso vocabulario italiano, tuvieron que hacerse a un lado, mientras el maltrecho doctor decidía ir en busca de ayuda y se dirigía a la sección servidumbre, en el instante mismo en que se oyó un «Natalia de mi corazón», proveniente de algún escondite, en seguida un «chiiss», luego nuevamente otro «Natalia de mi corazón», más algo que realmente parecía una metralleta de besitos y una mano que intentaba taponearlos. Algo así. – Esto se pone caliente -dijo el doctor Jacinto Antúnez. – Y a mí empieza a encantarme, che. Los cuatro expedicionarios se dirigían ahora a la habitación de los señores Alegre, donde una cama matrimonial totalmente vacía los esperaba bastante agitada. – ¡Eso que salta son ellos! -exclamó, desde la misma puerta, el señor Antúnez. – ¡La puta! Claro que eran ellos, pero en su afán de extraer primero a Natalia y molerla a patadas y besos, simultáneamente, a la expedición se le escapó Carlitos, por el otro lado de la cama. Y ahí venía ahora por él el doctor Salieri seguido de los otros tres caballeros, pero Carlitos, como quien repite una lección muy bien aprendida, le arrimó tremendo puñetazo, primero, y luego un patadón, disparándolo nuevamente hacia atrás, igualito que en la terraza, momentos antes, e igualito también los tres caballeros se convirtieron en palitroques y salieron disparados, aunque no muy lejos, esta vez, debido a los muebles y paredes contra los que se estrellaron. – ¡Tú confía en mí, Natalia de mi corazón! -exclamó entonces Carlitos, envalentonadísimo por los dos éxitos conseguidos a lo largo de la bronca, y que, lástima, eran puritita chiripa y nada tenían que ver con una musculatura o una experiencia, ya que ambas brillaban por su ausencia. Carlitos era tan flaco como Frank Sinatra, por aquellos años, y no tenía la más mínima idea de lo que era pelear. Pero añadió, sin embargo: – ¡Y ustedes prepárense! ¡Prepárense, cangrejos, porque acaba de llegarles su hora a los cuatro! Inmediatamente procedió a remangarse los brazos de la camisa azul que llevaba puesta, sacando pecho, adelantando una pierna, retrasando la otra, alzando los puños bien cerrados, y adoptando la desafiante postura de un boxeador de feria ante un fotógrafo de estudio. El resultado fue realmente lamentable, y casi anémico, una suerte de púgil de campeonato interbarrios entre huérfanos, categoría mosca, por supuesto, y con auspicio parroquial. Y, además, Carlitos no debió sentirse cómodo, porque recogió la pierna que había adelantando, la cambió por la otra, y dijo hora creo que sí, ya. Total, que a los cuatro caballeros que había tumbado les dio tiempo de sobra para levantarse y pasar a la acción cuando él todavía se encontraba en pleno acomodo y mirando a su Natalia, como quien busca su aprobación. La cara de aterrado pesimismo de su dama lo decía todo, e instantes después ya estaba Carlitos tumbado de espaldas en el suelo, y los cuatro caballeros turnándose para sentársele encima y darle su merecido con una infinita cantidad de golpes, todos de la categoría máxima, eso sí. Y lo estaban matando ante una Natalia que sólo atinaba a pedir socorro, mientras, a su vez, la señora Antonella clamaba por su marido y atendía a la abuela Isabel, que se había desmayado. Entonces llegó la ayuda. Eran cuatro, sin contar al doctor Alegre, que en el estado en que estaba sólo parecía capaz de dirigir el rescate de su hijo, aunque también él tenía deseos de molerlo a palos. Pero, bueno, de lo que se trataba ahora era de salvarle la vida, ya que sus amigos realmente habían perdido la cabeza y, si alguien no los frenaba, aquello podía convertirse en una verdadera tragedia. O sea que el doctor Alegre pensó que realmente había tenido suerte al encontrar a Víctor y a Miguel en compañía de otros dos mayordomos del barrio, conversando en la cocina. Pero las cosas no habían sido así. En realidad, fueron sus propios mayordomos quienes corrieron en busca de refuerzos para enfrentarse a los cuatro borrachos de mierda esos, antes de que a Carlitos, compañero nuestro de tantos juegos, desde muy niño, nos lo maten, y no sólo porque ellos son cuatro sino también porque, segurito, el joven se trompea tan mal como juega a fútbol, por ejemplo, y la verdad es que el pobrecito no da pie con bola. Por eso estaban ahí abajo, escuchándolo todo listos para intervenir. Por eso, sí, y porque el joven Carlitos se había hecho querer siempre por todo el mundo. Y aquellos desaforados señores se esperaban cualquier cosa, menos una insubordinación de mayordomos, de cholos de mierda, todo se les podría haber ocurrido menos algo así. O sea que tardaron mucho en darse cuenta de que el asunto iba contra ellos y no contra el mozalbete de mierda este, y, ante los primeros golpes, jalones y empujones, ni siquiera reaccionaron, porque parecían ficción y de la mala. Pero resulta que a Carlitos lo habían liberado y que ahora se había arrojado sobre la tal Natalia y ésta se lo estaba llevando sabe Dios dónde, abrazándolo y besándolo ante su vista y paciencia, y desesperada, además, la muy sinvergüenza, aunque la verdad es que a su adorado Carlitos le habían dado más que a tambor de circo. Había que impedir que se les escapara, la parejita de mierda esa, por supuesto, pero de golpe y porrazo resultó que los impedidos fueron ellos. – ¡La puta! ¡Se levantó la indiada! – ¡Alto ahí, hijos de perra! Para qué dijo nada don Fortunato Quiroga. Natalia y Carlitos ya estaban camino a una clínica y los cuatro mayordomos continuaban dándoles su escarmiento a los ya agotados caballeros, ante la mirada vacía del anonadado doctor Roberto Alegre, que, por fin, soltó un ¡Basta ya!, bastante maltrecho y carente de la suficiente autoridad, pero que funcionó, gracias a Dios. Su dormitorio quedó convertido en un verdadero desastre, pero bueno, por fin se largaban todos, por fin regresaban los mayordomos a la zona de servicio y sus amigos a sus respectivas casas, por la puerta principal. – Ya verán ustedes que esto no queda así -afirmaba el doctor Alejandro Palacios, mientras los cuatro grandes derrotados atravesaban el jardín delantero de la casa, completamente aturdidos, mareados e incrédulos. Y pensaba: «Derrotados por un hembrón, derrotados por ese imberbe santurrón, ese cretino, y derrotados por cuatro cholos del diablo, para remate. En fin, la cagada.» – El mundo al revés y los evangelios por los suelos -lo secundaba su colega Jacinto Antúnez-. Algo habrá que hacer. Esto no puede quedar así. O a mí me dan todo tipo de satisfacciones, o se jodio la Francia. – La puta -repetía, una y otra vez, en voz muy baja, para sí mismo, el doctor Dante Salieri, como si empezara a despertar de la peor pesadilla de su vida y estuviese completamente solo y muy adolorido en medio de un hermoso jardín-. Pensar que pude haber tomado el avión de regreso a Buenos Aires esta noche… La puta… – Por mi parte -sentenció el ilustre senador Fortunato Quiroga, luego de un breve silencio-, puedo asegurarles que aún no he dicho mi última palabra. Me queda mucho por decir y por hacer. Sí, señores, como que me llamo Fortunato Quiroga de los Heros. Bajo juramento. Los cuatro continuaban tambaleándose bastante, al abandonar la casa, y hasta les costó trabajo recordar dónde habían dejado sus automóviles. Estaban a punto de despedirse, parados en la vereda de la avenida Javier Prado, bastante mareados aún por tanta copa y esfuerzo, y siempre furibundos, aunque fingiendo serenidad. Se miraban el uno al otro y continuaban sorprendiéndose al verse el nudo de la corbata colgando a medio pecho, la camisa desgarrada, el pelo tan despeinado, y manchas de sangre por aquí y por allá. Pero nada más podían hacer ya, esta noche, y nos les quedó más remedio que despedirse, apenas con un gesto de la cabeza, e irse cada uno en dirección a su automóvil. Era una temeridad que manejaran en ese estado. En el dormitorio de la señora Isabel, su suegra, que ya había vuelto en sí y dormía, ahora, la madre de Carlitos pensaba en todo lo ocurrido, en su amiga Natalia, en los amigos que se volvieron locos, en su hijo, en sus diecisiete años, apenas, tan lejos todavía de esos veintiuno que eran la mayoría de edad, según las leyes del país, en fin… Y pensaba también que nada se iba arreglar con los ramos de flores, las llamadas y las mil disculpas que iba a recibir, con las tarjetas llenas de explicaciones y nuevas disculpas. Todo resultaría inútil. Ella conocía muy bien a Natalia, sus heridas sus frustraciones, su sensibilidad a flor de piel y su fragilidad, a pesar de ese aspecto imponente, y sabía también de su aburrimiento, de sus ansias de vivir, y de su tremenda y reprimida sensualidad. Y ni qué decir de su hijo. La señora Antonella conocía a Carlitos a fondo, su total ingenuidad, su eterno despiste y su absoluta carencia de malicia, pero también su apasionamiento y su obstinación, tan grandes como su deslumbrante inteligencia y su fuerza de voluntad a prueba de balas. Cuando Carlitos se empecinaba en alcanzar una meta… Algo muy serio estaba ocurriendo entre ambos, así, de golpe, tan repentina como inesperadamente, sí, quién lo habría dicho, quién lo habría imaginado siquiera… Pero bueno, tenía que ocuparse de su esposo, ahora. Los dos necesitaban un gran descanso y la cama matrimonial había sobrevivido a la batalla campal, felizmente. Ahí la esperaba Roberto, bastante magullado y adolorido, pero con la seguridad de que no tenía nada roto. Se abrazaron, se besaron, y los dos dieron las gracias al cielo porque ni Cristi ni Marisol habían estado en casa para presenciar el horror ocasionado por el efecto – Radiografíelo íntegro, doctor -le dijo al joven médico de guardia-. Y dele todos los calmantes que pueda. Que no sufra, por favor, doctor, y que duerma, que descanse, que por fin termine para él este día atroz. Lo de Natalia había sido un ruego, con voz temblorosa, implorante, muerta de pena, y hasta con nuevos lagrimones, pero a ella los ruegos y súplicas le quedaban tan bien, tan hermosos y sensuales, tan ricotones, caray, que, milagro, más que implorar parecía estarse desnudando ante la vista y paciencia de un desconocido. Y así, nadie en este mundo podía decirle que no, y mucho menos un joven médico que cumplía su guardia nocturna sin grandes novedades ni accidentes, y que andaba bastante aburrido cuando le trajeron a un muchacho llenecito de golpes y a la señora esta que pide las cosas tan escandalosamente. O sea que a Carlitos lo radiografiaron hasta decir basta y lo calmaron y sedaron hasta el mediodía siguiente, porque los ruegos y súplicas de la monumental Natalia de Larrea no eran órdenes sino Natalia lo tenía todo planeado cuando su Carlitos despertó. No pasarían el fin de semana en su casona del malecón de Chorrillos, sino en el huerto, que no quedaba tan lejos. Y no le avisaría ni siquiera a Antonella, por más amigas que fueran. Confiaba cien por ciento en ella, pero lo prefería así. Además, Antonella sabía perfectamente que su hijo estaba con ella y que por ese lado no tenía de qué ocuparse. Carlitos estaría perfectamente bien atendido y con seguridad, ya había pasado por el servicio de urgencias de algún hospital o por alguna posta médica. Nada realmente grave le había ocurrido. – Nos vamos a un huerto, Carlitos. Hasta que te sientas bien y no te duela absolutamente nada. Y sobre todo por precaución. No lo creo ya, pero esos señores que te pegaron son tan burros y deben de estar tan ofendidos, tan heridos en su amor propio, tanda de vanidosos, que no es imposible que dos o tres de ellos, y hasta los cuatro, se vuelvan a juntar, se tomen sus copas para envalentonarse, y se presenten en mi casa en busca de más camorra. – Cuando quieran y donde quieran, Natalia, porque yo todavía no he terminado con ellos -dijo Carlitos, envalentonadísimo, pero sin lograr adoptar postura pugilística alguna, porque el dolor lo frenó en su intento. – Amor, olvida ya todo eso. Lo único importante es lo que está por venir. Y eso es todo nuestro. Como el huerto, donde sólo entrará la gente que a nosotros nos guste. Carlitos abandonó la clínica, bastante adolorido aún y con el ojo derecho y el labio inferior sumamente hinchados. Le costaba trabajo hablar y hasta rengueaba un poco mientras se dirigía al automóvil de Natalia, pero nadie lo iba a callar ese fin de semana en el huerto. – ¿Adonde queda, mi amor? ¿Adonde queda el huerto de mi amada? – En Surco; a unos cuantos kilómetros más allá de Chorrillos. Lo cuida un matrimonio italiano, una pareja encantadora que trabajó también para mi papá, hasta su muerte. Los dos cocinan delicioso. Y también les he pedido a mi mayordomo y a una empleada que se vengan de mi casa para que te atiendan a cuerpo de rey. El huerto será nuestro refugio. – ¿Un nidito de amor, je? – ¿Y por qué no? ¿Tienes alguna buena razón para que no sea así? – Bueno, mi edad… – ¿Y la mía, Carlitos…? Mira, si tú te pones a pensar en tu edad y yo en la mía, estamos fritos. – Natalia de mi corazón… – Chiiisss… No hables tanto, que debe de dolerte mucho ese labio. Lo tienes bien hinchado, mi amor. – Na-ta-lia-de-mi-corazón… – Por no quedarte callado, anoche, ahí debajo de la cama, mira todo lo que te pasó. Y pudo ser mucho peor. – Pero aquí estamos, en tu automóvil, libres y solos, y rumbo al huerto de mi amada… – ¿Sabes que ése es el nombre de un viejo vals criollo? – – Tú no te preocupes de nada. Si no la tengo, la mandamos comprar. Natalia pensaba en el camino que habían recorrido, rumbo al huerto. Atrás habían ido quedando barrios enteros, distritos como San Isidro, Miraflores, Barranco, ahora que ya estaban llegando a Chorrillos y torcían nuevamente, en dirección a Surco. Ahí se acababa la ciudad de Lima y empezaban las haciendas y la carretera al sur… La idea le encantaba, le parecía simbólica: los distritos y barrios residenciales en los que vivía toda aquella gente, todo aquel mundo en el que ella había pasado los peores años de su vida, siempre juzgada, criticada, envidiada, tan sólo por ser quien era y poseer lo que poseía, y por ser hermosa, también, para qué negarlo, si es parte de la realidad y del problema, parte muy importante, además; esos malditos San Isidros y Miraflores, y qué sé yo, iban quedando atrás. Como había quedado atrás aquel matrimonio juvenil al que la forzaron por estar encinta de un hombre tan brutal y celoso, tan lleno de prejuicios, tan acomplejado, tan braguetero, y todo para que su única hija naciera muerta y aquel sinvergüenza se largara con otra mujer y una buena parte de su dinero… En el huerto nada de aquello existía o, en todo caso, había quedado atrás para siempre; el huerto lo habitaban sólo dos viejos inmigrantes italianos, Luigi y Marietta Valserra, esa entrañable pareja que jamás le pediría cuentas de nada porque ellos venían de otro mundo y nunca juzgaban a nadie, como si a su manera, y por sus propias razones, hubieran repudiado a la ciudad maldita e hipócrita. También ellos se habían refugiado en el huerto, pensándolo bien… Estaban llegando cuando Natalia le preguntó a Carlitos, sonriente, muy divertida, con todo el cariño del mundo: – ¿Sabes que te estoy llevando al huerto? – ¿Y adónde, si no? – Estoy pensando en otra cosa, mi amor. ¿Sabes lo que quiere decir «Llevarse a alguien al huerto»? Yo no sé si en el Perú se usó esa expresión, alguna vez, y después se perdió. O si nunca se utilizó. Pero en España sí se emplea y el diccionario de la Real Academia dice, más o menos, que llevarse a alguien al huerto quiere decir engañar a alguien. Y, actualmente, mucha gente usa la expresión sólo con el sentido de llevarse a alguien a la cama con engaños… ¿Qué te parece? – Me parece que estoy en tus manos y que no me han cerrado un ojo sino los dos. Pero digamos que por ahora no importa. – ¿Conque ésas tenemos, no? – Dame huerto, Natalia. Todo el huerto que puedas. – Y para después, ¿qué propones? – Huerto para siempre, estoy seguro. Porque, ademas, en mi casa no creo que quieran recibirnos. – El huerto, Carlitos. «Hemos llegado a nuestro destino», como dicen a veces. – Suena muy bonito, Natalia. Y a mí me suena muy real, también. – Dios te oiga y Lima nos olvide… Natalia tocó la bocina e inmediatamente aparecieron Luigi y Marietta para abrir la gran reja de par en par y dar paso al automóvil. Y ahí venía ahora la pareja por el camino de grava bordeado de inmensos árboles que llevaba hasta una antigua y preciosa casona campestre, cubierta de buganvillas. Luigi era alto y enjuto, y Marietta algo gorda y más bien baja. Los dos tenían el pelo blanco, la piel muy colorada y arrugada y sabe Dios qué edad. ¿Cuántos años podían tener? Pues muchos, porque habían llegado al Perú con el siglo y siendo mayores de edad. Sin embargo, tanto él como ella pertenecían a ese tipo de gente en que el paso de los años se detiene un día para siempre. Y, como afirmaba siempre Luigi, tanto a él como a su Marietta le quedaban aún muchísimas jornadas de trabajo en el cuerpo, muchísimas, sí. Y verdad que se les veía fortachones y enteritos. A Carlitos, en cambio, parecían quedarle apenas minutos de vida, y es que mientras el matrimonio italiano cerraba la reja y se acercaba a saludarlos, él permanecía totalmente ido en su asiento del automóvil. Ido, con la boca abierta, la respiración entrecortada, y la cabeza aplastada contra el respaldar. Y ni cuenta se dio de que Luigi y Marietta le habían dado la bienvenida y él les había respondido con un gesto algo papal, elevando ambos brazos con las palmas de la mano abiertas, como quien va levantando algo poquito a poco, y luego despidiéndolos con un Vayan con Dios, hijos míos. – Tuvo un accidente -les dijo Natalia a sus italianos, como ella los llamaba. Y ambos sonrieron, como quien ni mira ni pregunta, como una vieja lección aprendida. – La señora Natalia fue asaltada por cuatro bandoleros, en la terraza de mi casa -soltó Carlitos, cuando ella menos se lo esperaba-. ¿O no, mi amor? – Bueno -dijo Natalia, mirando a Luigi y a Marietta, y sonriendo-. Bueno… – Entiendo que tendré que buscar una explicación mejor. Y créanme que lo intentaré, señoras y señores, pero otro día, porque ahora vengo de la guerra y estoy gravemente herido. Los italianos sonrieron, por todo comentario, y Natalia decidió avanzar hasta la antigua casona, maravillosa allá al fondo, y esperar que la gente de servicio llegara de Chorrillos. No podían tardar. Pero Carlitos estaba tan raro, tan ausente y despistado, que mejor se tumbaba nuevamente a descansar. Ella sabía lo distraído que podía llegar a ser, y para pruebas lo de anoche, pero también era verdad que no hacía ni veinticuatro horas que lo conocía. – Bajamos, amor. – No sé si lograré acostumbrarme jamás -le dijo, de pronto, Carlitos, que, en el fondo, lo único que tenía es que se había quedado turulato con tanta naturaleza en medio de un desierto, casi. – Dime la verdad, Carlitos. ¿Te pasa algo? ¿Hay algo que no te gusta? ¿Algo que te incomoda o te desagrada? – Tu casota parece un cortijo andaluz en pleno corazón del África, Natalia, y afuera el Sahara, o algo así. Y yo, la verdad, no estaba preparado para tanto exotismo. ¿No sera todo esto efecto de los golpes? – Es mi huerto y a mí me encanta, amor. Poco a poco te irás acostumbrando, vas a ver. – Creo que, a partir de ahora, tendré que nacer de nuevo todos los días. Tal vez así… Carlitos no terminó su frase y Natalia les hizo una seña a Luigi y Marietta, para que se acercaran a ayudarla. – En cierto sentido -les dijo, por toda explicación-, el señor Carlos Alegre sí llega herido de la guerra. Herido grave. El matrimonio italiano actuó con la discreción y eficacia de siempre, y Carlitos se durmió profundamente no bien lo instalaron en la cama más sensacional que había visto en su vida. Y por supuesto que soñó, y que en su sueño tuvo muchísimo que ver todo lo ocurrido la noche anterior, aunque en una versión realmente placentera, bastante rosa, y completamente desprovista de incidentes desagradables. En realidad, él era al mismo tiempo espectador y actor de una película llena de buenos sentimientos y dirigida nada menos que por Dios, con lo La felicidad reinaba en aquel gran baile en el que los caballeros llevaban todos esmoquin y las señoras traje largo. La única excepción era la pareja homenajeada, ya que él llevaba la misma camisa azul y el mismo pantalón caqui que en la realidad y Natalia el mismo traje color salmón y muy alegremente florido cuya finísima tela no sólo resaltaba cada maravilloso instante de su cuerpo sino que, además, lo exaltaba hasta dejarlo convertido en visión divina. – Gracias, querido Dios -le dijo Carlitos al Todopoderoso Director de tal maravilla, y, con esa fabulosa capacidad de ir adelante y atrás que tienen los sueños, añadió-: No he recogido mi rosario, que se me cayó al suelo delante de ti y de tu Madre, la Virgen, como bien sabrás por bajar en busca de un amor que me llamaba a gritos; y ahora adoro a Natalia, que es de carne y hueso y además tiene unos huesos que también parecen de carne; y, a más tardar, mañana, estaré durmiendo, también de carne y hueso, a su lado y en su huerto de Surco. Pero bueno cómo explicarte, cómo decirte que ella es divorciada y yo todo sexo; sí, yo, Dios, que fui todo oración… ¿Es pecado lo mío? ¿Me castigarás? ¿Arderé en el infierno, Dios mío y Señor Todopoderoso? ¿Me expulsarás del paraíso? Por favor, no, Señor mío. No le pongas FIN a esta película tan maravillosa que, se ve a la legua, sólo tú podías dirigir. – No temas, Carlos Alegre. Dios no castiga nunca a los amantes. Y mucho menos en tu caso, aunque la verdad es que esa diferencia de dieciséis años que hay entre Natalia y tú no Me parece nada conveniente. Pero, bueno, Natalia ha sufrido tanto y tú Me has sido siempre tan fiel, que, al menos por un tiempo, voy a hacerMe el de la vista gorda. Y mira tú hasta qué punto. La película se va a acabar, pero sólo para que despiertes en otra de carne y hueso. Porque Natalia ha aprovechado que tú dormías para pegarse un duchazo, ponerse una bata de seda realmente divina, para usar un adjetivo bastante terrenal, y en este instante la tienes saliendo del baño y, con el pelo aún mojado, está… – No reconozco del todo -dijo Carlitos, abriendo inmensos los ojos, y mirando a Natalia con la bata que Dios le había puesto… – Carlitos… ¿Te sientes bien? – Perfecto y feliz -le dijo él, reaccionando e incorporándose con alguna dificultad, para apoyarse en el respaldar de aquella hermosa cama-. Tengo autorización divina para todo. – ¿Cómo? – Un sueño de esos que te hace pensar muchísimo y entenderlo todo, en un instante. Ven, ven, acércate. Y quítate esa bata. – ¿No te parece un poco rápido? – Necesito ver, Natalia… Cómo decirte… Dios me ha mandado ver y tocar. – ¿Qué? – He soñado. Y he comprendido miles de cosas. Pero tú tienes que estar completamente desnuda para que yo te lo pueda explicar. Natalia se quitó la bata lentamente, hasta quedar por completo desnuda. Un cuerpazo. Un pelo melena castaño oscuro ondulado y ahora húmedo, además, y hasta rizado, una piel sumamente blanca, y qué hombros, qué senos, qué piernazas perfectamente torneadas, qué caderamen, qué tafanario divino, para emplear una palabra que Dios acababa de usar, y los ojos inmensos, incitantes y tiernos, a la vez, los labios carnosos y húmedos, puro deseo, como también la mirada… Demasiada hembra, siempre, y Carlitos ahí, como teniendo que opinar, o al menos que piropear, desde su gravedad y su aparente enclenquitud. – Me pasa lo mismo que con tu huerto y tu casa, mi amor. No sé si lograré acostumbrarme jamás -dijo Carlitos, turulato y erecto, mientras Natalia se tumbaba a su lado en cámara lenta, con toda la suavidad y ternura, pero también con toda la sensualidad y la carne de quien ha esperado demasiado y sin embargo sabe que nada odiaría tanto como causar dolor, cualquier tipo de dolor. Y es que sabía perfectamente que para ese muchacho beato de diecisiete años, esto era inmenso y podía ser terrible. – Siempre estaré aquí a tu lado y esperando -le dijo, mirándolo apenas y besándole muy suavemente la frente. – Mañana es domingo, día de guardar. – Te llevaré a misa, mi amor. – De eso se trata precisamente, Natalia. Porque yo creo que, precisamente mañana, Dios nos ha exonerado… – ¿Qué dices? – Quedamos en que iba a contarte el sueño que tuve mientras te duchabas. Hay en él un par de opiniones de Dios que merecen mucha atención… – ¡Carlitos! ¡Qué haces, Carlitos, ayyyy! – Tengo que volver a meterme en mi sueño, para poder… – ¡Pero Carlitos, aayyyy, mi amor…! – Dios me habló de una película de carne y hueso, Natalia… – Te amo, Carlitos, y esto parece un sueño, sí, sí… – ¡Divino, Dios mío…! Amanecer aquel primer domingo de su amor fue toda una novedad para Carlitos, que abrió y cerró varias veces el ojo que le funcionaba, o sea, el izquierdo, antes de convencerse de que aquel dormitorio de virrey en vacaciones formaba parte de este mundo, aunque, por precaución, también fue depositando, poquito a poco, y con intensidad de menos a más, gran cantidad de besitos bastante hinchados y dolorosos y caricias mil sobre diversas zonas aún dormidas del cuerpo de su amada. Acurrucada y desnuda, a su lado, o, más bien, calatita y acurrucadota, Natalia se dejaba disfrutar, feliz, y cada vez más entregada a aquella infinidad de mimos tan torpes como deliciosos, tan primerizos, casi siempre, mas también, de golpe, y seguro que de pura chiripa, técnica y demoledoramente riquísimos, porque acertaban de lleno en un punto de alto contenido erógeno. Pero, pobrecito, mi amor, debe de dolerle mucho tanto esfuerzo y qué hora será. – Nuestro primer amanecer juntos aquí, y nuestro primer domingo -dijo Natalia, desperezándose riquísimo, abriendo por fin los ojos y sonriéndole gratitud y amor. Pero el rostro muy hinchado de Carlitos la hizo voltear rápidamente en busca de un reloj. Iban a ser las dos de la tarde, qué horror, y el pobre no había tomado sus calmantes, ni sus sulfas ni nada. Natalia se incorporó y corrió al baño en busca de un vaso de agua. Continuaba desnuda, y Carlitos la vio tan deliciosamente cuerpona, así, por detrás, que, una vez más, abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo. En fin, por si acaso. – Debe de dolerte mucho -le dijo ella, ya de regreso del baño. Carlitos le respondió con un solo de guiños de ojo izquierdo. – ¿No me digas ahora que ese ojo también te está doliendo, mi amor? – No, no… Es que venías por delante, esta vez y… Nada. No te preocupes… Pero… – ¿Pero qué…? – Es domingo, ¿no, Natalia? – ¿Qué otro día puede ser, mi amor? – Claro… claro… Sólo necesitaba tu confirmación. – Bueno… Pero tú cuéntame ahora cómo te sientes, que es lo más importante de todo. Por fuera, ya lo ves. Debo de seguir tan hinchado como ayer, al salir de la clínica, pero eso es natural y sólo cuestión de paciencia y de esperar que me quiten los puños. Además, no me preocupa nada, créeme, amor. Y créeme también que lo único realmente importante es que hayamos despertado juntos y que sea verdad. Que tú seas verdad y que esta casa y este huerto sean reales. ¿Entiendes ahora por qué te he preguntado si hoy era domingo? – Entiendo, Carlitos, entiendo… Fue viernes de verdad y me pegaron, y fue sábado y desperté en una clínica, roto, cosido, parchado y contigo. Y fue verdad. Y en la medida en que también hoy sea domingo… – Te juro por mi amor que es cien por cien domingo Carlitos. – Es que el sueño ese con Dios y el cielo, y tú misma desnuda, todavía tienden a confundirme, Natalia. Tal vez dentro de unos días, o incluso unas semanas. – Días, semanas, meses, años… De eso, precisamente tenemos que hablar, mi amor. Qué mejor prueba quieres de que todo es verdad. Tenemos que hablar del futuro. – Por ahora sólo tengo hambre, Natalia. – Luigi y Marietta nos deben de tener algo casi listo, en la cocina. Basta con que les dé la voz. – Deben de pensar que nos hemos muerto. – También Julia y Cristóbal. – ¿Y ésos quiénes son? – La empleada y el mayordomo de mi casa de Chorrillos. ¿Te acuerdas de que los mandé llamar? – Vagamente. Muy vagamente. – ¿Almorzamos aquí o nos vestimos un poco y vamos al comedor? Carlitos abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo y optó por el comedor. Era un poco arriesgado salir de ese formidable dormitorio, entre campestre y palacio del Marqués de la Conquista, pero también era cierto que, en la medida en que existieran una sala y un comedor, por ejemplo, y Natalia sentada y comiendo, por ejemplo, y él saciando el hambre que tenía, por ejemplo, la teoría aquella de que hoy era domingo y verdad… En fin, que Carlitos optó por el comedor, por si acaso. Y lo cierto es que tuvo mucha, muchísima razón, porque antes Natalia lo invitó a meterse en la ducha con ella, para intercambiar jabonaditas y esas cosas que ella hacía como Dios manda, y que a él tanto lo afectaban, aunque en el mejor de los sentidos, porque hoy domingo y sin misa, o sea, tal como el Todopoderoso le explicó divinamente bien, justo cuando Carlitos regresó nuevamente de su sueño celestial, para pasar a otro bien de carne y hueso, aunque esta vez se trataba de una ducha modelo bacanal y de un jabón que olía a París, más una real delicia de curvas que jabonar, mientras a él lo enjuagaban con una esponjita de lo más sexual, agua bien templadita tan cuidosa como experta y aplicadamente, y cual reposo de guerrero herido. Carlitos confesó que, para él, todo era y sería siempre por primera vez, contigo, cuerpona, y Natalia le replicó que para ella también era la primera vez, porque ahora sí que era con amor, y que, en todo caso, en su vida había visto a nadie progresar a pasos tan agigantados como a tiiiiii… Al comedor llegaron bien bañados, casi a las cinco de la tarde, luciendo dos maravillosas batas de seda, ambas de mujer, y realmente muertos de hambre, ahora sí, aunque la expresión de sus rostros continuaba exhalando tal ardor de estío que sonrojó de pies a cabeza a Luigi, Marietta, Julia y Cristóbal, que llevaban horas esperándolos. – ¿Vino tinto, mi amor? -le preguntó Natalia a Carlitos, con voz de almohada sentimental, para que los cuatro sonrojados terminaran de enterarse, de una vez por todas, de la situación y sus circunstancias. A Carlitos le guiñó bastante el ojo izquierdo mientras respondía que sí, y que el mismo tinto de siempre, Natalia de mi corazón, aunque a todos los aquí presentes les puedo jurar que ésta es la primera vez en mi vida que tomo vino. Pero bueno, como es domingo y verdad, ¿no?, mi nombre es Carlos Alegre di Lucca, y realmente encantado, Para serles sincero. El gusto es todo nuestro, señor… – ¿Ah, sí? Pues entonces escríbanme cada uno de ustedes, por separado, y en un papelito secreto, qué día es hoy por favor. Natalia tuvo que intervenir: – Y ahora una melodía para día domingo, Luigi. Y la pasta de los domingos, Marietta. Y usted, el mismo gran vino de todos los domingos, Cristóbal, mientras Julia arregla el dormitorio y el baño, que están hechos un desastre porque Los cuatro empleados reaccionaron, por fin, y minutos después llegaban la pasta y el vino y, de sabe Dios dónde, llegaba – ¿Tenías el disco? -preguntó Carlitos. – No, lo mandé comprar ayer, mientras dormías. Pero, en cambio, me olvidé de lo más importante. Me olvidé de la bata, mi amor, perdóname. – ¡O sea, que hoy no es – Por supuesto que es este domingo, amor mío. No te asustes, por favor. – ¡Y entonces! – ¿No te das cuenta de que lo que llevas puesto es una bata de mujer? – ¡Qué mujer ni qué ocho cuartos, Natalia! ¡Ya yo sabía que estaba soñando, maldita sea! ¡Si ésta fuera una bata de mujer me quedaría igual que a ti! – Carlitos, mi amor. Por favor, abre los ojos. Y reflexiona un poco. Un poquito siquiera. Dos batas pueden ser exactas, pero jamás dos personas. Y mucho menos de distinto sexo. – ¡Diablos! ¡Tienes toda la razón! Se ve que me dieron duro en la cabeza, el viernes. Y ademas mi abuela Isabel lo dice siempre: «¿Cuándo llegará el día en que Carlitos se fije en las cosas más elementales?» Perdóname, por favor, Natalia. – Salud. – Estos espaguetis están realmente deliciosos, oye. – Perdona, pero se brinda con el vino, Carlitos. – Verdad. Salud por primera vez en mi vida. Salud por ti, por mí, y por nosotros, siempre. – También yo soy una volada, caray. He olvidado por completo que tu camisa quedó destrozada y tu pantalón completamente manchado de sangre. – Dije salud, por primera vez en mi vida. – Salud, mi amor. Pero no puedo dejar de pensar en tu ropa. Algo para mañana, aunque sea. ¿No crees que se podría llamar a tu casa sin que se enteraran tus padres? – Excelente idea. Porque en mi casa siempre contesta el teléfono un mayordomo, Natalia. Tú envía a Luigi o a Cristóbal, y yo encargo que le entreguen una muda de ropa limpia. Y, de paso, les doy las gracias a Víctor y a Miguel por haberme ayudado a enfrentarme con esos cuatro malhechores. Y les cuento que estoy vivito y coleando, comiendo pasta y brindando contigo. Y por primera vez en mi vida. – Y mañana, cuando vayas a estudiar, yo te compro más ropa. ¿De acuerdo? – Bueno, pero le pasas la cuenta a mi papá. – ¡Cómo! ¿Qué has dicho, Carlitos…? – Caray, qué bruto. Perdóname. Ya ves, se me escapan las cosas más elementales. Perdóname, por favor. Nunca rnás… – Salud, mi tan querido Carlitos Alegre di Lucca. – Salud, Natalia de Larrea y… ¿Y qué? Me parece que todavía no me has dicho tu apellido materno. – Y Olavegoya. – Caray, parece que uno estuviera hablando con la historia de este país. – Olvidemos esa historia y concentrémonos en la nuestra, Carlitos. ¿Tú qué piensas hacer? – Facilísimo. Quererte toda la vida y ser un gran dermatólogo, como mi padre y mis abuelos… Y bueno, claro, seguir siendo un buen cristiano. – ¿Tan fácil lo ves? – Pues sí. Y además tenemos permiso de Dios, no lo olvides. – Eres tú el que olvida que aquello fue un sueño. Un lindo sueño, Carlitos, pero nada más. – No entiendes ni jota, Natalia. – No, la verdad es que no. – Pues te lo pondré de otra manera. Cuando se trata de un gran amor, Dios es absolutamente comprensivo. – Perdona mi falta de respeto, pero creo que éste es el momento de recordar un dicho muy aplicable a nuestra limeña realidad y a nuestro entorno: «Y vinieron los sarracenos, y los molieron a palos. Porque Dios ayuda a los malos, cuando son más que los buenos.» – No sabía que eras tan pesimista, Natalia. – ¿Pesimista, yo? No me digas que has olvidado el escándalo que se armó el viernes? ¿Olvidaste ya que casi te matan? – Eran cuatro contra uno, y aun así… – Pues ahora será todo Lima contra nosotros dos. Un muchacho de diecisiete años y una divorciada de treinta y tres… ¿También te parece que aun así? – Claro que sí. ¿O no me quieres? – Te quiero mucho más de lo que tú crees. Te amo, Carlitos. – ¿Y tienes miedo, aun así? – Ven aquí, loquito maravilloso. Bebe de mi copa y besame. – Pero antes júrame que ésta es la última vez que dudas de que hoy es domingo. – Le haces honor a tu apellido paterno, Carlos Alegre. Pero bebe de mi copa y bésame. – Allá Casi no durmieron, la noche de aquel primer domingo de su amor, y para Carlitos fue realmente horroroso arrancarse de los brazos de aquella mujer hermosa y anhelante que, desde el amanecer, le fue haciendo notar que más real no podía haber sido cada instante de lo vivido, y que por ello precisamente ahora navegaban hacia una nueva orilla llamada lunes, complicada, temible, abrupta. – Pesimista -le decía él. – Créeme que algo entiendo de todo eso, mi amor. – Y tú cree en lo que dice mi abuela Isabel, que así se vive mucho mejor. – Esta ciudad, Carlitos. – Se diría que naciste en la calle de la Amargura, donde viven los hermanos Céspedes, je… – ¿Sabes que he decidido hablar con tu mamá? ¿Y con tu padre, también, si es necesario? – Me parece muy bien, Natalia. Mira que yo también había pensado contarles todita la verdad a los mellizos. Me verán con esta cara, y por supuesto que querrán saber qué me pasó. – Amanece lunes, Carlitos. Durmamos un poquito, siquiera, para que no llegues tan cansado donde tus amigos, anoche le dije a Cristóbal que llamara al chofer para que te lleve en el otro automóvil. Te puede llevar todos los días, si quieres. – ¿Viviré aquí, mi amor? – Ya lo creo, siempre que tú lo desees. – ¿Y tú? – ¿Adónde, si no? Ésta es nuestra fortaleza. La tuya y la mía. Y para siempre, si tú lo deseas. – Sí, este huerto maravilloso y esta casona cinematográfica serán nuestra fortaleza. Nuestra perfecta fortaleza árabe: muralla de piedra por fuera y jardín por dentro. – Te amo, te admiro, y me gustas tanto… – Yo creo que está amaneciendo domingo otra vez, Natalia de mi corazón… – A ver, prueba guiñar el ojo izquierdo, Carlitos… – No creo que salga bien, por ahora. Las cortinas están cerradas y aún no logro ver claramente… Por más que guiño y guiño… – ¿No? ¿No ves nada? – Absolutamente nada. Pero, en cambio, a ti basta con tocarte un poquito por aquí, otro por allá, otro más por acullá, para que veas qué bien hablo, y eres puritito domingo, cuerpona… – Lo tuyo sí que se llama pasos agigantados, miiiiii… Pero fue aquel primer lunes de su amor el que realmente se les agigantó a ambos. ¡Y cómo! Primero fue Natalia, porque jamás creyó que la madre de Carlitos, su gran amiga Antonella, iba a cerrar filas con su esposo y con todo Lima. Increíble, cómo podía cambiar una persona en esta ciudad. Natalia la había conocido cuando llegó de Italia, recién casada con Roberto Alegre, y desde entonces ambas mujeres habían congeniado mucho. Además, Antonella había sido su gran confidente, durante su infeliz matrimonio, y hasta ese día, y prácticamente había sido la única persona que siempre quiso escucharla, que siempre la entendió, y que desde el primer momento estuvo cien por ciento de su parte. A aquella Antonella había acudido ese lunes Natalia, confiada en su comprensión, en su inteligencia y generosidad proverbiales, pero de golpe se encontró con una mujer cerrada y hostil, llena de prejuicios, y que tomaba en cuenta únicamente lo que la sociedad podía decir o pensar. De su amiga italiana, abierta e inteligente, sensible, cosmopolita y culta, aquel lunes por la mañana no quedaba absolutamente nada. Además, Antonella ni siquiera le habló en singular, y en ningún momento le dijo quee ella pensaba o creía o sentía algo. Habló siempre de su marido y de ella, en plural, y con un tremendo plural la puso prácticamente de patitas en la calle. – Roberto y yo hemos decidido que nuestra amistad ha terminado. Y a Miguel, el segundo mayordomo, le indicó que acompañara a la señora hasta la calle. Hasta la Natalia de Larrea abandonó la casa de la familia Alegre con lágrimas en los ojos, profundamente triste, decepcionada, y herida, y con la convicción plena de que su gran amiga Antonella, su ex amiga y hasta su gran enemiga, a partir de entonces, había cambiado del todo en algún momento del sábado o el domingo. Sin duda su esposo y sus amigos la sometieron a un tremendo cargamontón y le exigieron un cambio radical de actitud. Y ella cedió ante tanta rabia y cerrazón y, lo que resultaba mucho peor, ella comprendió, no sólo tuvo que ceder. No, Antonella había comprendido, finalmente, y a partir de ahora era una limeña mas, un satisfecho y convencido miembro de aquel mundillo que Natalia tanto despreciaba y, en el fondo, temía, aquel mundillo cerrado y gris que se creía eterno y se sentía dueño de la verdad y también del gendarme. También el pobre Carlitos salió escaldadísimo de su conversación con los mellizos Céspedes. Ni Raúl ni Arturo tuvieron una sola palabra de afecto o comprensión para él y su detalladísima crónica, contada entre los sollozos que le producía una felicidad que, de rato en rato, irrumpía a borbotones, y entre las carcajadas que le producía recordar al doctor Salieri volando por los aires o al ilustre senador Fortunato Quiroga gritándoles a los cuatro auquénidos que lo estaban despellejando vivo, que él era el primer contribuyente de la república, indios de mierda, carajo, mientras Víctor, a su vez, le replicaba que él era el pr Pobre Carlitos, su historia la terminó con dos buenas quemaduras en los brazos, y, recién cuando regresó al huerto, esa noche, cayó en la cuenta, al cabo del interminable interrogatorio al que lo acababa de someter una desmoralizadísima Natalia, que sí, que en efecto, alguien había fumado en sus brazos horas antes. Y que le ardía. Y que le ardía muchísimo, caray, esto es atroz, mi amor, con lo cual Natalia tuvo que llevarlo nuevamente a la clínica Angloamericana para gran satisfacción del médico, porque era el mismo joven doctor que había estado de guardia la noche del viernes, y porque el escándalo ya había llegado a oídos del todo Lima, y él era uno de los primeros en haber visto y atendido a los pecadores, y, eso sí que sí, yo soy el primero que los vio meterse mano de lo lindo, porque besarse apenas podían con ese labio del tal Carlitos, todito partido, y a ella la vi escandalosamente desnuda, sí, señores, porque lo que es la Nataliota esa, mucho de Larrea y mucho de Olavegoya y que este virrey y que el otro presidente, también, más todos los billetes del mundo, además, estoy de acuerdo, señores, pero hay que oírla cuando te suplica con esa voz tan suya, genial, sensual, así de medio la'o, y sexi hasta decir basta, un favorcito, doctor, para su Carlitos, hay que verla ondularse y hasta retorcerse de amor, señores, porque entre una cosa y otra como si se fuera quitando prenda tras prenda y hasta con música de ambiente, y uno ahí paradito, sudando y cediendo en todo, cómo no, doña Natalia, claro que sí doña Natalia, no faltaba más, y con muchísimo gusto, además es mi obligación, doña Natalia, porque el juramento de Hipócrates, doña Natalia, usted me desespera, me mata, me enloquece… Señores: yo les juro por lo más sagrado que se le pone a uno la verga al palo con sólo verla y escucharla, por lo que más quieran, yo se lo juro, señores. Pero a otros que también habría valido la pena ver y escuchar, aquel lunes por la noche, es a los mellizos Céspedes Salinas, aunque en este caso son ellos los que se tuercen y se retuercen, y también los que sudan, y la gota gorda, además, qué asco, y los que se desnudan, o más bien se calatean, pero social y calculadoramente, ya lo sabemos, de qué otra manera podría ser, tratándose de ellos. Y por supuesto que no hay música de ambiente alguna, en este caso, sino una suerte de sonido y de furia, y todo debido a que un shakespereano Carlitos Alegre acaba de demostrarles, con hechos y con palabras, que la vida sí que es un cuento contado por un idiota. ¿O son ellos, Arturo y Raúl, los verdaderos idiotas? Y ahora como que se había levantado el telón en el segundo piso de la casona más triste y desconcertada de la calle de la Amargura, calle del diablo, valgan verdades, y la vida era, además de todo lo contado por el muy cretino de Carlitos, una verdadera mierda. En fin, sobre todas estas cosas, aunque situadas en un contexto limeño bien determinado, conversan los hermanos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, que, como bien sabemos, además de ser mellizos y exactos son almas gemelas, por más que uno se sienta muy a la altura de su apodo, que es El Duque, y crea poseer de nacimiento excelentes modales en la mesa y finísimas maneras en los salones, y por más que el otro, que no tiene ni apodo siquiera, sienta que el hombre cuanto más parecido al oso, mas hermoso, y presuma de ello ante el espejo y en todas las demás ocasiones en que la presencia de una señora o una chica bien se lo exigen. El Duque pretende ser el mellizo educado y el otro el mellizo de oro, pero hasta su propia madre dice que sus hijos son desconcertantemente parecidos y, además, almas gemelas. De tal manera que cuando habla uno, bien podría ser el otro, y viceversa qué importa cuál de los dos dijo tal cosa y cuál tal otra ya que siempre lo que afirma o niega Raúl es el eco de lo afirmado o negado por Arturo. Con lo cual, ahora, por ejemplo, se les oye decir que Carlitos Alegre es un verdadero cretino, aunque hay que reconocer que tiene huevos, lo que realmente tiene es que está loco de remate, creo yo, ¿pero tú no crees que todavía puede sernos útil?, bueno, a lo mejor, sí, porque esa Natalia, por más puta o loca que sea, no deja de ser toda una De Larrea y Olavegoya, e hija única, además, y además ya heredó a su padre y a su madre, pues sí, claro, y ya qué le puede faltar en esta vida, si posee alta cuna y fortuna, ¿qué?, ¿cómo?, que yo pienso que no deberíamos decir alta cuna y fortuna, ¿te suena mal?, yo creo que sí, pues entonces tenemos que irlo probando por ahí y a ver qué pasa, buena idea, sí, aunque soltémosla con mucho cuidado, porque yo el otro día le dije al cretino de Carlitos que el tenista Alejandro Olmedo había alcanzado la cumbre del estrellato, al ganar la Copa Davis, y el muy huevón repitió Olmedo ha alcanzado la cumbre del estrellato y soltó la carcajada, casi lo mato, carajo, pero en cambio sólo le pregunté de qué se reía y él por toda respuesta dijo Me río de lo de la cumbre del estrellato, y alcanzada, además, porque estoy viendo a mi abuela Isabel reírse de todos los que han alcanzado todo tipo de cumbres, o, mejor dicho, de todos los que afirman que alguien ha escalado tanto estrellato… – ¿Y qué más, Carlitos? – Pues seguro que mi abuela Isabel se ríe sólo porque su abuela, que también se llamaba Isabel, se rió a carcajadas hace siglos porque ni sé quién dijo que alguien había escalado hasta alguna cumbre sublime, ¿me entiendes? Como que eso de tanta cumbre y tanto estrellato resulta medio huachafo, o algo por el estilo, digamos que demado sublime y por lo tanto medio ridículo, también, ¿me entiendes, Raúl? – Cuántas veces tengo que decirte que yo soy Arturo, carajo… – Perdón, je, pero ya te he contado que a mí siempre se me escapan las cosas más elementales, según mi abuela Isabel, la de la cumbre del estrellato y Alejandro Olmedo… Y el telón se alzó aún más en aquel segundo piso de casona triste y calle de la Amargura, cuando esa noche, no mucho después de que el idiota de Garlitos les contara la historia de su vida y se largara con ambos antebrazos quemados, y como si nada, trayéndose abajo sus más profundas convicciones, demoliéndoles hasta la última certidumbre, mas no su casa, carajo, este imbécil pudo haber aprovechado, de una vez por todas, los mellizos Arturo y Raúl oyeron los mismos pasos cansados de siempre subiendo la misma escalera crujiente y lastimosa de siempre y pensaron en el pan nuestro de cada día y hágase, Señor, tu voluntad, y muchas cosas así de duras y de tristes, porque su madre continuaba subiendo, silenciosa, resignada, igualito que ayer y que cuando éramos niños, y continúa subiendo, desde que tenemos memoria, una tras otra, todas las noches, de la misma manera en que, todas las mañanas, baja y baja y continuará bajando y subiendo y llénelo igualito porque hace un millón de años que murió nuestro padre, maldita sea, y… |
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