"El Huerto De Mi Amada" - читать интересную книгу автора (Echenique Alfredo Bryce)

III

Siempre las cosas pasan así. Mañana sábado por la noche llegaba Natalia, o más bien ya en la madrugada del domingo, sobre la 1.30, y Carlitos Alegre habría dado la vida porque llegara hoy, porque estuviera llegando justito en este momento, o, lo que es mejor, mucho mejor aún, porque hubiera llegado anoche y juntos estuvieran desayunando ahora, pero no en el comedor, sino en la terraza que da al inmenso jardín posterior de la casa, florido, lleno de árboles y enredaderas, y con la hermosa piscina allá al fondo, que Luigi iluminaba todas las noches, desde hace unos días, como para hacerle señales al avión en que regresaba la señora y que no se les fuera a seguir de largo, sobre todo al pavero Carlitos, que según parece no duerme nunca, la Marietta y yo lo hemos oído llorar a oscuras, más de una vez, y la otra noche, poveretto, debió de vencerlo la soledad al tictac, como la llama él mismo, cada vez más nerviosa, más rabiosamente, hasta que de pronto todos oímos aquellos golpes secos y feroces, y yo empuñé la escopeta y convoqué a los canes, pero resulta que era él, y que, entre las tinieblas, se la había agarrado a patada limpia con l'orologio, poveretto, anche lui, y poveretto el bolsillo de la signora, porque creo que la joya de la relojería svizzera de pie se ha quedado sin tictac ni campanadas para siempre, aunque el joven Carlitos, tan acertado siempre para los golpes, debió de recibir anche lui la sua parte y ahora doña Natalia lo va a encontrar no sólo bastante demacrado y flaco, sino algo cojo, además… Pero es que se le hacían eternas las horas a Carlitos, aunque fuera mucho el tiempo que cada mañana y tarde y hasta noche le consagraba ahora al estudio con los mellizos, ante la proximidad de los exámenes de ingreso, y en las tinieblas de esa alcoba que, además, sin Natalia, había descendido a la categoría de dormitorio, e iba en camino de convertirse en camarote, por qué no, cualquier cosa es posible sin Natalia en esta camota, que me lo digan a mí, si no, que fue cuando Carlitos empezó perder un poco los estribos, ya, y empezó a sentir la necesidad cada vez menos controlable de incorporarse y salir corriendo del helado camarote veraniego, se sintió también cada vez más confundido, empezó a no lograr diferenciar entre el Ártico y el Ecuador, recordó aquella canción en que alguien sueña que la noche ardía y el fuego se helaba, y decidió que si aquello seguía igual él iba a poner las cosas a patadas en su sitio, porque definitivamente ese tictac, que, cuando Natalia estaba aquí, no se atrevía ni a chistar, ahora se pasa la vida impidiéndome siquiera soñar imposibles, como en la canción esa en que todo anda al revés, y estar ahorita mismo desayunando con ella a las nueve en punto de una mañana maravillosa, habiendo ingresado ya en la universidad, por supuesto, y sin un solo mellizo en millas a la redonda, en esa maravillosa terraza y con la piscina al fondo entre tanto árbol y enredadera y Natalia con una toalla blanca de sultana en la cabeza y su albornoz blanco y esa esbeltez única, rozagante, casi arrogante, ese talle largo que hace juego con todo lo demás, por donde uno la mire, caray, y que no tiene rival, me consta, porque el otro día los mellizos me enseñaron una revista de artistas de Hollywood en que ambos están estudiando ahora nada menos que ropa para montar a caballo, ellos y ellas, no pierden la esperanza este par de mulas, o, mejor dicho, jamás aprenderán, y con estos mismos ojos vi toda una galería de estrellas del firmamento y la meca del cine y Beverly Hills -palabras éstas, todas, que tienen fascinados a los mellizos, pero que yo les he aconsejado controlar a fondo, antes de empezar a soltarlas por calles y plazas- y bueno, pues, ninguna de esas estrellas, ni una sola, ni Ava Gardner siquiera, resulta comparable a Natalia tomando el desayuno conmigo en el firmamento del huerto, recién salidita de la cama y tal como a ella le gusta, calatita por debajo y dispuesta en cualquier momento a quitarse toalla y albornoz, arrojarse como Eva, no Perón, claro, qué ramplonería, a la piscina, y ponerse nuevamente su albornoz antes de que incluso los perros se enteren de lo que ha pasado ahí, pero yo sí, je, je, y otra vez enrollarse su toallota de sultana empapada sobre la cabellera mejor rizada de nacimiento -«ondulación permanente», aseguran los mellizos que se dice, qué horror- que hay en el mundo. Sí, así le gusta a ella levantarse de la cama, y ése es el momento en que más incomparable se vuelve, qué mujer competiría con esa majestuosa salida de la cama, con sus andares rumbo a la terraza o a la piscina, qué mujer se le acercaría, siquiera, a esas horas de la mañana, quién se metería con esa piel, y ese, cómo decirlo, pues sí, con unos términos un tanto médicos, qué le voy a hacer, con ese derroche de salud inquebrantable que es toda una fiesta para cualquiera, menos para el tictac de este reloj del diablo, por supuesto, que a uno lo confunde todo y no tarda en volverlo loco, que fue cuando Carlitos empezó a gritar que ni la aurora se atrevería a compararse con Natalia, siempre y cuando, claro, tú, tictac de mierda… Y Luigi empuñó la escopeta y convocó a los canes y todos ahí notaron que parecían patadas, más bien, y que, a ver, sí, parecen venir de la sala grande o de la sala del piano o tal vez del bar, sí, de por ahí, enciende todas las luces, Cristóbal, que yo en estas tinieblas non vedo niente, pacco di merda… Sí. Siempre las cosas pasan así. Carlitos había quedado en estudiar también aquel día sábado, y definitivamente esa cojera no se lo iba a impedir, como tampoco le iba impedir asistir a su diaria misa matinal, ni devolver la llamada de Melanie Vélez Sarsfield, que, anoche, antes de que él regresara de la calle de la Amargura, le había dejado un recado pidiéndole hablar un momentito con él, y, ahora que se acordaba, también tenía que llamar a Erik von Tait, que en eso habían quedado con Natalia, en que él invitaría a Erik a comer al huerto para que lo acompañara hasta la hora de partir a recogerla al aeropuerto con Molina. Carlitos regresó de misa, desayunó, marcó el número de Erik, primero, y el de Melanie, luego, y en ambas casas fue invitado a consultar con su reloj antes de volver a llamar a esta casa, jovencito, porque una niña en vacaciones veraniegas jamás está despierta a estas horas de la mañana, joven, y porque un músico que toca todas las noches hasta altas horas de la madrugada en su puta vida se levanta antes del mediodía, so cojudo.

Pues sí. Las cosas siempre pasan así. Y ahora Carlitos acababa de tocar el timbre en casa de los mellizos Céspedes y clarito había oído el funcionamiento del primitivo mecanismo para abrir una hoja de la puerta de doble batiente, desde el segundo piso. Se trataba de un largo cordón atado con un simple nudo a la manija lateral de la cerradura, que luego corría muy mal oculto bajo el pasamanos de la escalera, y que alguien jalaba desde los altos para no tener que bajar cada vez que tocaban. ¿Por qué, entonces, alguien bajaba ahora tan rápido? ¿Por qué con tanto ruido y como a borbotones? ¿Por qué, si además el picaporte de la puerta ya había obedecido y ésta está ya entreabierta? Carlitos empujó, y estaba abriendo, cuando una especie de costalón repleto de papas o algo así se estrelló contra el batiente y se lo clausuró de un porrazo en la nariz, que ahora le sangraba profusamente, mientras que, adentro, del otro lado del accidente, alguien gemía muy suavecito a la altura del suelo, como si no quisiera molestar a nadie con su muerte. ¿Qué hacía, tocaba de nuevo o no? Molina se había marchado sin enterarse de nada y él felizmente llevaba un buen pañuelo en el bolsillo posterior del pantalón. Carlitos se tapó la nariz, reconoció que el gemido era femenino, lo encontró muy dulce y realmente precioso, pero sobre todo sobrecogedor, y miró la hora en su reloj porque parece que esta mañana me ha dado por molestar por donde sea que llamo o toco. Pero eran las nueve de la mañana y él últimamente siempre había llegado a esa hora, puntualísimo.

– Soy yo, que llego a las nueve en punto -dijo Carlitos, pero claro, el pañuelo como que emitió muy mal aquel mensaje nervioso y urgente.

Y también los gemidos que le llegaron del otro lado de la puerta eran de una falta de claridad total, aunque su dulzura y belleza fueran in crescendo y empezaran a inquietarlo sumamente, pero también a conmoverlo sobremanera. Y es que, la verdad, quien fuera que gimiera, ahí atrás de la puerta, era incomparable en lo suyo, hasta el punto de que Carlitos había asociado la abundancia cada vez mayor de sangre que fluía de su nariz, a pesar del pañuelo tan rojiblanco ya como los colores patrios, con una mágica capacidad de aquel gemir para hacerlo a él manar y manar sangre, entrañablemente, como si la suya, además, no fuera sangre manada sino derramada por una causa noble. Carlitos volvió a mirar su reloj, y habían pasado nada menos que siete minutos, desde la primera mirada. Y como al octavo minuto el gemidillo se adelgazó, agónico y tristísimo, casi tísico, o, en todo caso, de un romanticismo entre alarmante, por real, porque golpazo sí que había habido, díganmelo a mí, si no, y sublime, porque nadie se golpea tan fuerte y después se queja tan lindo, como al octavo minuto, que ya iba para noveno, el hilo de voz se adelgazaba hasta extinguirse, él no pudo más, de lo que fuera, porque de amor si que no iba a ser, ya que ni idea de quién podría ser el costalote de papas, además, y emitió otro mensaje a través del pañuelo bañado en sangre: ¿Era usted, doña María? Pues parece que esta vez sí le entendieron, porque ni qué decir de la manera en que el gemidito le respondió que no, como reclamando derechos de autor, y volvió a gemir más enternecedor y romántico que nunca, como quien reclama además una mayor atención y finura de oído y percepción, y, cómo no, mejor gusto, también. Con el rabo entre las piernas, ahora, él se atrevió a preguntar, esta vez: ¿Eres tú, Martirio?, y la que se armó de gemiditos al otro lado del accidente. ¿Soledad, eres tú…? Esta vez ni le contestaron. ¿Concepción…? Pues el gemidillo ahora sí parecía haberse evaporado, desvanecido, muerto, mientras él se desesperaba porque ya iban a ser las nueve y cuarto y tanto silencio empezaba a resultarle insoportable. Y a las nueve y veinte, ya con las lágrimas en los ojos, Carlitos emitió su último mensaje: Siempre supe que esto me ocurriría, por no recordar bien tu nombre, sea quien sea la que está ahí detrás, aunque doña María no es y la chica que viene a limpiar no puede ser, porque ella llega más tarde. Siempre supe que esto me ocurriría, pero si eres la hermana de los mellizos, tú también deberías saber que yo soy la persona más distraída del mundo y que siempre me confundo con tu nombre, para mi desesperación, sobre todo ahora. A Carlitos le pareció haber oído un gemidillo placentero, y repitió: Sobre todo ahora, sí, ¿sobre todo ahora…? Y clarito oyó que el gemidillo como que despertaba de lo más complacido, y ello le dio el valor para agregar: Pero, cómo decirlo, porque todavía no he terminado, ¿sabes? Bueno, sí, ya: Pero también yo sangro, y, de hecho, estoy sangrando hace veinte minutos y ya se me acabó de empapar el pañuelo… El gemidillo como que recorrió su propio hilo de voz, al revés, y de pronto se convirtió claramente en gemidito, otra vez, y se puso cantarín como sólo él. Y Carlitos se alegró infinitamente y anunció que iba a tocar el timbre de nuevo. Y tocó… Alguien le abrió desde los altos, al cabo de buen momento de silencio total, cuya duración, él, en su ansiedad, no logró controlar, pues olvidó de mirar su reloj. Luego, empujó la puerta, con gran cuidado, pero ahí no había absolutamente nadie y arriba estaba Arturo, aunque algo o alguien, sí, eso lo logró ver él muy claramente, pero con un efecto retardado por la sorpresa, algo o alguien gateó junto a la pierna de Arturo, allá arriba, justo cuando Carlitos miraba y empezaba a subir, un bulto o algo, una falda gateando de espaldas o un costal blanco se escabulló entre la pared y la pierna de Arturo, que, por supuesto, no había visto absolutamente nada y lo atribuyó todo a las distracciones de Carlitos, también el cabezazo que te has dado, claro que sí, más de una vez te ha ocurrido, recuerda, por tocar pensando en las musarañas y entrar antes de que alguien te abra, sólo a ti te pasan esas cosas, hermano, y por supuesto que Carlitos ya no insistió en que ni el hombre más despistado del mundo, ni el más borracho, se tropieza y desencadena con ello todo un mundo de ternura, de cariño, de silencio, de ansiedad y de…

Pues ya lo creo. Las cosas siempre pasan así. Y a la hora de almuerzo, Carlitos volvió a llamar a Erik von Tait y a Melanie. Con Erik quedó para comer, esta noche, y con Melanie en que pasaría a verla a eso de las seis, o siete, porque con los mellizos hemos quedado en estudiar unas horas también por la tarde, aunque hoy sea sábado. Carlitos almorzó muy rápido, y le pidió a Molina que lo llevara también muy rápido a Lima, donde los Céspedes, y que a eso de las seis regresara por él.

– El día como que se me ha empezado a complicar -le comentó Carlitos al chofer, mientras regresaban esa tarde a la calle de la Amargura.

– Bueno, pero al menos parece que los mellizos nos han devuelto el Daimler -le replicó Molina, agregando, al ver que el joven Carlitos permanecía mudo como una tapia-: Por lo menos hasta su próxima salida. Y qué nueva genialidad se les ocurrirá, entonces.

– Prefiero no imaginarlo -le dijo, por fin, Carlitos, aunque con un tono de voz que realmente lo invitaba a cambiar de tema.

– ¿Y cómo van esa pierna y esa nariz? No me había fijado en que el reloj también le dio su testarazo…

– Molina, con su perdón, ¿podría no hablarme de mellizos ni de relojes? Ni mellizos ni trillizos ni nada, por favor. Y en cuanto a los relojes, ni siquiera de pulsera. Porque créame que ésos también golpean, cuando quieren. Muy a su manera, pero también golpean. En fin, yo me entiendo.

Estas últimas palabras del joven Carlitos dejaron sumamente preocupado a Molina, pues las encontró tan descabelladas que pensó que, sin duda, el exceso de estudio más el insomnio de la soledad al tictac, como la bautizó él mismo, lo andan desquiciando al pobre, como a don Quijote. Mucho libro y mucho pensar. La receta le parecía fatal a Molina, que poco a poco se había ido encariñando con el joven amigo de doña Natalia, y que ahora se alegraba de que ella regresara esta misma noche, para poner un poquito de orden en todo este extraño asunto. Como siempre en los casos complicados, y éste lo era, y mucho, para el alto y rubio Molina de años y años en esa familia, sus pensamientos y nostalgias desembocaron rápidamente en el recuerdo sagrado de don Luciano y doña Piedad. Cómo habían sufrido ese gran caballero y esa gran dama con todos los problemas que les acarreó la inmensa belleza de su hija. Y si la vieran ahora, ah, si bajaran del cielo y la vieran ahora, bella como siempre, y con un muchachito de diecisiete años. Bella como siempre, y más, tal vez… Porque para don Luciano, sobre todo, los horrores vividos por esa hija adorada, pero que lo llevó por la senda de la amargura, se debían todos a su belleza incomparable. Molina siempre recordaba una conversación que tuvo lugar en el asiento posterior de otro cochazo de los señores, uno muy anterior a éste. La señorita Natalia tendría unos quince años, entonces, y estaba sentada ahí atrás, junto a sus padres, cuando el padre Nicolás Villalba, un jesuita español que visitaba a menudo la casona de Chorrillos, dijo:

– ¡Cuánta belleza te ha dado Dios, hijita!

– Pues ruéguele usted a ese mismo Dios que ya no le dé más belleza, padre Villalba -como que lo contuvo en sus halagos, casi proféticamente, don Luciano.

Y ahora Molina metido en este nuevo enredo de doña Natalia, o de la niña Natalia, porque la conoció siendo una niñita, o de la señorita Natalia, porque también condujo el coche que la llevó, vestida de blanco, pero llorando a mares, rumbo al altar. Un enredo mucho más moderno, el actual, sin duda alguna, o es que él se estaba haciendo viejo, pero en todo caso en esta oportunidad nadie era malo en la historia, salvo, claro está, los mellizos estos Céspedes, pero bueno, lo suyo en este caso es un papel totalmente secundario y, además, con lo brutos que son, no creo que la maldad les alcance para mucho… Pero ya estaban en la calle de la Amargura y el joven Carlitos está servido y a la seis en punto me tiene usted aquí de nuevo para llevarlo donde su amiga, la señorita Melanie.

Eran las seis y cuarto de la tarde cuando los mellizos dijeron basta por hoy y cerraron los libros, porque ya desde la mañana, además, Carlitos no había logrado concentrarse bien, y esa tarde, sobre todo, no había cesado de incorporarse para ir al baño un ratito, como si algo se le hubiera perdido por ahí. Y los mellizos se miraban entre ellos, no sin cierta complicidad e inquietud, pensando sin duda que el tipo este sabe muy bien quién se rodó la escalera al abrirle la puerta por la mañana. Pero esto era lo más extraño de todo, precisamente porque Natalia llegaba esta noche, y porque en los meses que llevaba viniendo a estudiar a casa de ellos, Carlitos con las justas se había fijado en Consuelo, casi nunca acertó con su nombre, e incluso en más de una oportunidad pensó que se había equivocado nuevamente con el vecino de los bajos, se disculpó ante Consuelo por haber tocado un timbre que no le correspondía, o por haberse metido ya en otra casa, dio media vuelta, se confundió aún más, y terminó metido por el corredor de la anémica bombilla que llevaba al comedor, cocina y dormitorios, de donde ellos mismos habían tenido que rescatarlo rápidamente, porque un poco más y el pesado éste termina en el techo inmundo y descubre incluso el cuartucho de Colofón, maldita sea. Y maldita sea, ahora también, porque golpeada y herida como estaba, tirada ahí ante la puerta de la calle, Arturo había logrado ejercer su habitual terror sobre su hermana, obligándola a gatear escaleras arriba antes de abrirle la puerta a Carlitos, esa mañana, para que no viera el bochornoso espectáculo de Consuelo rodándose una escalera de amor, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, qué gran vaina, mierda, pero el tipo parece que alcanzó a ver algo, sin embargo. Bueno, bastaba con seguírselo negando, y que Carlitos se dejara de compasiones y esas huevadas, aunque tampoco estaba mal que empezara a fijarse un poquito, siquiera, en Consuelo, cuando ellos hace rato que no se hacían mayores ilusiones al respecto, y hasta las habían perdido ya casi del todo, por más buenazo e ingenuo que fuera Carlitos, o, en todo caso, a Consuelo se la reservaban para tiempos aún lejanos, para el fin de la carrera médica y el momento en la vida en que los jóvenes empiezan a casarse y eso, porque los mellizos Céspedes habían concebido la vida como una inmensa sucesión de partidas de póquer, y también Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni nada, mierda, la misma vaina de siempre, y para siempre, carajo, era una carta marcada que ocultaban para una partida de mayor envergadura, aunque de gran riesgo, por supuesto, de la misma manera en que Cristi y Marisol formaban parte de una apuesta de mucho mayor calibre, sumamente arriesgada y con las últimas cartas sobre la mesa, para la cual aún les faltaban muchos años de roce social, de experiencia, de preparación y de aprendizaje permanentes, en fin, un largo y a veces espinoso camino, malditas hermanas Vélez Sarsfield, conde Lentini de mierda, Molina jijuna la gran pepa, olvida ya, Raúl, lo intento, Arturo, pero jode, y a ver ahora qué le pasa a este Carlitos que ya dos veces esta tarde como que se ha ido del todo de los libros y nos ha empezado a preguntar por el gemidito ése, ¿a qué gemido del diablo se puede referir este loco del diablo, si yo mismo he encerrado con cuatro llaves en su dormitorio a Consuelo y su pata luxada y el codo ese todo lastimado…?

– Bueno, ya debes de haber meado hasta el alma, compadre, creo -le dijo Raúl Céspedes a Carlitos, cuando regresó del baño por enésima vez.

– No nos jodas con que la próstata a los diecisiete años, ahora…

Por toda despedida, Carlitos se dirigió a la escalera, jaló el cordón que la pobre… La pobre… Y se la jugó el todo por el todo con lo del nombre, cuando dijo: Rezaré mucho por ti, Consuelo… Después bajó entre unos gemiditos con sordina, pero muy hermosos y tiernos, aun así. Y claro que eran de Consuelo y que la sordina era la puerta de su dormitorio cerrada con cuatro llaves, porque esa carta marcada llevaba un traje muy feo, esa mañana, y para su partida de póquer faltaban años, todavía.

– Rezaré mucho por ti, Consuelo -le repitió Carlitos, mientras empezaba a bajar cuidadosamente la escalera, aunque también en su encierro adolorido a la pobre Consuelo aquella voz le parecía que era, pero también que no era, y claro, ni ella ni él cayeron en cuenta en ese momento que también los mensajes de Carlitos habían sido emitidos sin el pañuelo de esta mañana, y se prestaban a serias dudas.

Hay que ver la manera en que las cosas siempre pasan así. Porque ahora Carlitos estaba sentado con Melanie en una suerte de gigantesca corte del rey Arturo o en una perfecta reconstrucción de interiores de una película de Robín Hood, pero en los buenos momentos de este personaje, o sea, cuando, con insolencia y porque la hija del rey medieval de turno, o incluso su esposa, enamoradas de él, tan bandolero y todo, pero Errol Flynn, al fin y al cabo, lo habían invitado a cenar al castillo de la Metro Goldwin Mayer, o sea, con todas las mejoras de la técnica moderna y de las películas de gran presupuesto. Melanie, más niñita que nunca, parecía un añadido de porcelana de Sévres, o de cristal de Bohemia, poco o nada a tono con el decorado obligatoriamente tudor, de espadones, lamparones, vasijas y jarrones de metal, copones de vino, y hasta algunos arcos y flechas y varias cabezas de jabalí, realmente en franco contraste con tanta fiereza, con tanta piedra, ladrillo, metal forjado. Melanie, estaba pensando Carlitos, sentado junto a su amiga, resulta demasiado frágil entre tanto caserón y la chimeneota esa de piedra, por ejemplo, Melanie se puede romper en cualquier momento, aunque la verdad es que fue ella quien casi lo rompe a él con las primeras palabras de una conversación tristísima.

– Hace dos años que tuve mi primera menstruación y nadie se ha enterado. Ni mi mamá, ni mis hermanas, ni mis tías, ni nadie, Carlitos.

– ¿Pero tú se lo has contado?

– Lo intenté, y hasta colgué calzones manchados de sangre por toda la casa, pero como que no se dieron por aludidos. Y tú no sabes, Carlitos, lo duro que es vivir en una familia en la que nadie se da por aludido.

– ¿Y te duele?

– La menstruación, para nada. Pero lo otro…

– Ya…

– ¿Dónde vives tú, Carlitos?

– Bueno, últimamente en una, cómo decirte, en una casona tan gigantesca como ésta, pero, digamos, que en forma de huerto.

– Y por supuesto que no quisieras venirte a vivir aquí, conmigo.

– Bueno…

– Bueno, ¿qué? Yo no te pido que vengas como Carlitos Alegre, sino como Charlie Sylvester. Aunque ya sé que Charlie Sylvester no existe, o que en todo caso no eres tú, pero, cómo decirte, yo a Charlie Sylvester lo quiero un montonazo. Ay, si supieras cuánto me gusta repetir el nombre de Charlie Sylvester. Me encanta Charlie Sylvester, realmente…

– Pero si no existe.

– ¿Y el que venía con los mellizos?

– Fue un invento de ustedes, las tres hermanas. O tal vez fue Susy, la de la idea, no lo recuerdo muy bien…

– ¿Sabes que extraño hasta a los mellizos?

– ¡Cómo!

– Bueno, digamos que la época…

– Cómo que la época, si eso sucedió hace apenas unos días.

– Es que después no me ha pasado nada más que estar aquí…

– ¿Y tus hermanas?

– Con sus caballos y dos chicos nuevos.

– ¿Y por qué no sales tú también, con ellas, por ejemplo?

– Porque yo me he acostumbrado muy cariñosamente a ti.

– Este… este… Mira, Melanie, esta noche llega Natalia y, antes de Natalia, Erik von Tait…

– Erik, ¿qué?

– Von Tait. Viene a comer y a tocar el piano, mientras llega la hora de ir al aeropuerto.

– Me estás hiriendo mucho, Carlitos Alegre. A mi Charlie Sylvester jamás me hirió. Por eso lo prefiero tanto.

– Melanie…

– ¿Qué? ¿Me vas a preguntar por mi mamá?

– ¿Tu mamá?

– Mi mamá no sabemos dónde está. Y mi papá siempre está en los altos, borracho, pero daddy le daba de comer a los patos en el Hurlingham Club, eso sí. Y nosotras no sabemos por qué ahora vivimos en el Perú, ni hasta cuándo… ¿Quieres tomar una copa de vino? Debe de haber algún mayordomo por alguna parte.

– Este…

– O sea que ya te tienes que ir…

– Este…

– Vamos, Carlitos Alegre. Te acompaño hasta la puerta y te veo subir como un viejo prematuro a tu Daimler.

– No es mío.

– Es de tu Lady Chatterley, tu amante, ta-ta-ra-rá… Pues más viejo prematuro, todavía, pero te quiero mucho, Charlie Sylvester… Y, te lo repito, la de los mellizos esos fue una buena época, sí…

– Te llamaré…

– No. Mejor, no. Porque ahora te toca hundirte en los confortables asientos de cuero de chancho de una carroza fúnebre. Muy confortables, Carlitos. Te vas hundiendo poco a poco como entre arenas movedizas, ya verás. Hasta resulta rico.

– Rezaré mucho por ti, Melanie.

– Ay, no, por favor. Todo, menos ponerte tan pesado, Charlie Sylvester…

Tomaron por la avenida Salaverry, hasta la Javier Prado y, por más que hacía por incorporarse, por sentarse muy derecho e incluso en el borde del asiento, Carlitos se hundía cada vez más. O es que se sentía hundido, más bien, por más tieso que se pusiera. Y por ahí, por la Javier Prado, iban Molina y él, cuando de pronto surgió la casa de sus padres, de paso, por la ventana lateral tan amplia del Daimler, la casa fugitiva, inesperada, insólita, tremenda, la casa de siempre, la de Cristi y Marisol y la abuela Isabel, que ahora, sin embargo, ya no era la misma casa de siempre sino esa que pasó por la ventana y que él no se atrevió a voltear y mirar por el gran vidrio posterior del automóvil, desde esa especie de saloncito rodante en el que no encontraba la manera de no hundirse. Y, de golpe, se descubrió diciendo: Cada uno se confiesa como puede, aunque es verdad, también, que algunos lo hacen más tristemente que otros. Consuelo se confiesa con gemidos, gemiditos y gemidillos, y Melanie… Melanie… Aunque tú no lo quieras, Melanie, yo voy a rezar mucho por ti, y algún día, vas a ver, ya no te confesarás tan tremendamente.

– ¿Me hablaba, joven? -le preguntó Molina, a quien Carlitos había olvidado por completo.

– No. Sólo comentaba que acabamos de pasar por la casa de mis padres y hermanas, y la abuela Isabel…

– Ajá…

Carlitos agradeció la discreción del buen Molina. Porque le habría sido imposible responderle a cualquier pregunta, o a todas habría respondido que nadie sabía ni sabría jamás hasta qué punto él acababa de descubrir que tenía diecisiete años, justo ahora que empezaba a acercarse a los dieciocho, justo ahora que estaba a punto de cumplir los dieciocho. Pero aunque cumpliera veinte, o treinta, o cuarenta, el asunto de los diecisiete años ya no tenía cómo quitárselo de encima, con toda su tristeza, su abandono, su acidez, con todo ese tremendo dolor cuya intensidad crecía por el hecho mismo de ser ésta la primera vez… La primera vez que todo, y la primera vez en que todo… Y aunque siempre las cosas pasan así.

Carlitos Alegre no tenía datos objetivos, no. No tenía prueba alguna de que las cosas siempre pasen así, por supuesto, tampoco. ¿Por qué, entonces, presentía tantas cosas? ¿Por qué se había asomado, de cierta manera, al dormitorio de Consuelo, clausurado por Arturo? El de los gemiditos esos, sí. ¿Por qué, a través de las paredes vetustas, de quincha, había intuido una cama de somier de resortes que se quejan por uno y una muchacha tumbada, golpeada, resignada, lo que fuera, pero triste y postergada? ¿Y por qué ahora sentía que, en sus confusiones, en los errores que todo el mundo le atribuía a sus distracciones, a su carácter siempre positivo, tremendamente alegre, a su falta de sentido práctico y de realismo, había, de pronto, grandes aciertos, patéticos apuntes de una cruel exactitud, como el de llamarle Martirio a Soledad, por ejemplo? O como el de prolongar, por vericuetos que ni el más atento observador habría intuido jamás, su visita al alma en pena de Melanie Vélez Sarsfield, ese atardecer de un día de marzo, en un caserón absurdo…

– Tan inmensa como es, esta casa debe de estar llena de rincones, Melanie. Dime, ¿qué haces tú con tantos rincones, por ejemplo?

– Me asomo, Charlie Sylvester.

– ¿Y una vez asomada?

– Regreso corriendo aquí, y pienso en mi daddy, que anda por allá arriba, tumbado, seguro…

– Bien. Y después, ¿qué?

– Te llamo por teléfono, me siento, y espero.

– Pero ¿y tus hermanas?

– Pasan por ahí, exactamente por ahí, pisando esa alfombrota, y se van. Pero son buenísimas conmigo, no te vayas tú a creer que no. Súper buenas, oye…

– De oír, te oigo, Melanie. Pero digamos…

– ¿Quieres una copa de vino?

– No, mil gracias. Pero si yo quisiera esa copa, suponte, ¿a quién se la pedirías tú?

– Ah, ni sé. Se pide y basta.

– Ya.

– ¿Y qué más, ahora?

– Bueno, digamos, ¿quién limpia esta inmensidad de salas y salones y billares y comedores, y ese bar? A ver, cuéntame. ¿Te imaginas que debe de haber como un millón de vasos y copas y ceniceros y adornos en ese bar, solamente?

– Qué bruto eres, Charlie.

– ¿Bruto? ¿Por qué?

– Bueno, cuando las cosas son carísimas, de nacimiento, por decirlo de alguna manera… ¿Pero tú me entiendes, o no…?

– A ver, termina, para ver si te entiendo o no, maldita sea.

– Pues cuando las cosas son carísimas, de nacimiento, se mantienen limpias siempre. Y no es necesario limpiarlas, a ver si logro expresarme correctamente. Si tú compras las cosas limpias y carísimas, se mantienen así para toda la vida. Eso está garantizado, te lo juro.

Como las cosas son así, siempre, Carlitos estaba a punto de preguntarle a Melanie, que era casi una niñita, y que seguía sentada en el sofá de un inmenso salón de dos pisos de altura, pero que bien podían ser tres, porque aquello era altísimo, además, si ella también se mantenía limpia siempre, en vista de que parece que a ti también te compraron así de cara, y, sin embargo…, cuando, gracias a Dios, Molina tocó como loco el claxon ante la reja de «El huerto de mi amada», todo escrito en una tabla a la que el joven Carlitos como que quiso aferrarse, alzando desesperado los brazos en el saloncito posterior del Daimler, o saloncito rodante, como él mismo lo llamaba, haciendo gala de un sentido del humor y realismo que casi nadie le reconocía, porque eran casi las nueve de la noche y hace rato que el señor músico don Erik von Tait debe de estar esperando, seguro que sonriente y ya en el piano, entonando o tarareando bellas melodías, conversador y con su consabida copa de Hennessy, más su sabiduría de trotamundos experto y generoso, para calmarle los nervios y la angustia a este muchacho, que, eso sí, desde niña pensó en todo y en todos, doña Natalia, y a don Erik quién más puede haberle pedido que, por favor, venga a acompañar a Carlitos, va a estar hecho un saco de nervios, Erik, la espera lo puede volver loco, hazme ese gran favor: come con él y convérsale, y dile, dile con tu música que yo también lo quiero muchísimo, que lo adoro, Erik. Lo encontrarás todo listo, querido amigo, todo iluminado con velas, sí, solamente velas, y Marietta y Luigi y Cristóbal y Julia a tu entera disposición, y si el avión se atrasara, no, Dios mío, el avión no puede atrasarse…

«Your eyes are the eyes of a woman in love…», le tarareó, muy comprensivamente, Erik von Tait, en el teléfono de larga distancia. Y ahora Carlitos como que había pasado de un hundimiento a otro, del asiento del Daimler al sofá de la sala del piano, en la casona del huerto. Le habían sugerido una copa de vino, pero él había respondido que, mejor, una copa de champán de Coca-Cola con una gotita de vino, je, je, no vaya a ser que me aparezca en estado etílico en el aeropuerto, no vaya a ser, je, je, que… Pero, Erik, me encanta eso del avión de plata que cruza el océano, tócalo de nuevo, por favor, y Erik dale con «Cross the ocean on a silver plane, see the pyramids and all… But remember, darling, 'till you're home, you belong to me…», y Luigi furibundo y celoso porque ni el Erico este ni el cojo di merda del Carlitos le habían dicho cuan buena estaba su polenta, ni mucho menos se fijaban en que nunca en la vida había estado tan iluminada la piscina del huerto, el avión llegaba por el mar e iba a pasar por allá arriba y la señora Natalia va a saber cuánto la esperamos todos aquí, e mai, mai, quell'aereo se va a seguir de largo hasta Chile, oh, no, signora Natalia, la prego… Hasta Molina se iba a quedar a dormir en el huerto, esa noche, no vaya a ser que después doña Natalia no entienda muy bien que las cosas siempre pasan así, cuando lo vea a su Carlitos tan nervioso, y quiera consultarme algo, por ejemplo…

Pero como las cosas siempre pasan así, finalmente, y Carlitos también era tan especial, de pronto los sorprendió a todos, ahí en huerto, con una suerte de confesión, o declaración de principios, o con una prueba más de esa capacidad que tenía, de pronto, de captarlo todo incluso mejor que un detective intuitivo y asociador de ideas, de deducciones y conclusiones, y les dijo que, por favor, no se alarmaran, que siguieran disfrutando de la música ahí en la sala del piano, y así, mientras tú tocas un ratito más lo del avión de plata, Erik, mis diecisiete años y yo nos vamos a llorar a mares, allá por el fondo del jardín, porque al aeropuerto quiero llegar ya bien desahogado, por decirlo de alguna manera, para luego no tener que estar temblando y reteniéndome todo cuando me meta entre el cuerpo de Natalia y más parezca un bebe de pecho que el fogoso amante que ella dice que soy, ay, perdón…

Carlitos salió disparado.


Más que a llamarlo, al amante fogoso hubo que ir a recogerlo en pedacitos por los rincones, porque el avión de la señora Natalia estaba en hora, y, si no partían inmediatamente, la pobre podía encontrarse sólita su alma en el aeropuerto, de madrugada, y de ahí a imaginar que en el huerto se habían olvidado por completo de ella… No, de eso ni hablar. Molina opinó que en un Daimler de siete asientos podían caber todos, pero Luigi no estuvo de acuerdo, y además le recordó que de estos viajes de negocios la señora solía regresar sumamente cargada, por más que la mayor parte de su equipaje lo trajera como carga aérea o marítima. O sea que Luigi aconsejaba llevar también la camioneta del huerto, pero Marietta le recordó, bajito al oído, la privacidad de los amantes, que sin duda alguna prefieren volver solitos del aeropuerto en el Mini Minor para travesuras de la señora. O sea que finalmente fue toda una comitiva la que abandonó el huerto, aquella noche: Daimler, camioneta y Mini Minor.

Y, como siempre que regresaba de uno de esos viajes, Natalia tuvo que enfrentarse a una verdadera ola de incomprensión, por parte de los empleados de aduanas y migraciones del aeropuerto de Lima, en cuyas mentes estatales sencillamente no cabían ni su sexo femenino, viajando solo por el mundo, ni su belleza, viajando sola por el mundo y regresando de madrugada, además, ni su exceso de equipaje, que más parecía un exceso de confianza y de arrogancia que viaje de negocios, ni mucho menos su pasmosa serenidad, basada en la resignada costumbre de ser vista como alguien que usurpa papeles que en esta vida les están destinados exclusivamente a los varones. Natalia soportaba sabia y serenamente todo tipo de pequeños vejámenes, inherentes a su condición de mujer que trabaja y no debería, o no parecería que tuviese que trabajar y trabaja, y, cuando notaba que las cosas estaban a punto de extralimitarse, mandaba llamar al responsable de la aduana o al jefe de migraciones y, mientras los esperaba, se dejaba caer en un sillón con el aplomo que le daban diez años pateándose las principales ciudades de Europa gastando millones.

Todo se arreglaba siempre, al final, cuando algún alto empleado del aeropuerto la reconocía o le echaba un simple vistazo a un pasaporte que, con esos apellidotes, más su portadora, cómo no, valía su peso en oro, y Natalia abandonaba las secciones migración y aduana entre saludos, venias, reverencias, buenos deseos, y todo tipo de inmundas sobonerías de esas, que, minutos antes, más de algún empleaducho presupuestal hubiese sustituido, feliz y cabrón, por un buen susto, por alguna mala jugada, o por exigencias que nada tenían que ver con las leyes y reglamentos en vigor. Y así ocurrió esta vez, también, en que el señor Buanonova, eficiente y amabilísimo director de aduanas, se estaba deshaciendo en disculpas, explicaciones y cargaditas de maletines, y en recuerdos para amigos comunes, cuando, al desembocar en la sala de llegada de pasajeros, vio a la comitiva que esperaba a Natalia y, tras una rápida miniserie de carrasperitas, optó por retirarse, por fin, qué pesadilla de tipo, caracho, al ver que a Natalia de Larrea, nada menos que a Natalia de Larrea y Olavegoya, la esperaba una comitiva sumamente extraña, por no decir otra cosa, Dios mío, no vaya a ser que a toda una dama como ésta le haya dado ahora por el contrabando, porque mira tú que ésos, ésos, ésos lo menos que son, es, Dios mío, yo me las pico…

Ésos eran un elegante flautista de raza negra, porque ahora Erik había sacado de un bolsillo su preciosa armónica alemana, para celebrar melódicamente que el avión de plata hubiese aterrizado, por fin, para mí que este moreno se trae algo entre manos, un altísimo rubio de ojos azules uniformado de chofer en la playa, o sea algo que, en el Perú, por lo menos, no suele verse muy a menudo que digamos, dos italianos viejos, varón y hembra, con pinta de campesinado siciliano y tufillo a mafia, al rey de las aduanas con cuentos, a estas alturas, dos autóctonos de mediana edad, varón y hembra, asimismo, éstos suelen ser los peores, y un muchachito al que se le ve de buena familia, pero, Dios mío, ni Natalia ni él deberían dejarse ver besándose así, y menos aún de madrugada en el aeropuerto… Dios mío, a mí esto me suena a contrabando, yo de veras me las pico… Y ahora sí que sí, tras llamar a un subordinado y decirle: Oiga usted, ahí le dejo mi despacho, ocúpese, por favor, que me acaban de llamar urgente de mi casa, el amable señor Buonanova realmente se las picó, y que mañana ocurra lo que tenga que ocurrir, cuando se revise a fondo la carga aérea de la hija de don Luciano de Larrea y, a lo mejor… No, ni cojudo, yo me retiré del aeropuerto temprano, anoche, y por la mañana amanecí con un catarro de padre y señor mío…

En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, cuando Natalia y Carlitos se despertaron para desayunar a la hora del almuerzo. Porque debían de ser como las dos de la tarde, cuando, sentados ambos en la terraza de aquel inmenso jardín, ella con su albornoz blanco y la toallota de sultana, todo húmedo porque acababa de pegarse su remojón Eva, en la piscina, y él con una piyama de seda a la que aún le colgaba la etiqueta del precio y unas zapatillas ad hoc, también con la etiqueta del precio arrastrándose, Carlitos decidió contarle a Natalia la razón de esta leve cojera y cómo, cuando estabas tú, mi amor, ese reloj jamás molestó a nadie, y entonces, yo, la otra noche, o más bien madrugada, porque el muy canalla y su sádico tictac…

– Ven -le dijo ella, abriendo los brazos adorablemente-. Ven, Carlitos, siéntate aquí sobre mis muslos.

Y él fue y se instaló incomodísimo y tambaleante, por intentar abrazarse a tantas cosas al mismo tiempo.

– ¿Te dolió mucho que me fuera?

– Bueno, al principio, no… Bueno, al principio, también, claro… Pero, no sé bien cómo decírtelo, me dolió sobre todo ayer, cuando sin darme cuenta, siquiera, pasamos con Molina por la casa de mis padres y, mira, qué raro, casi ni la vi, la casa, pero, en cambio, por primera vez desde que nos conocimos me di cuenta de verdad de que tenía unos diecisiete años atroces, y justito ahora que estoy a punto de cumplir los dieciocho, mira tú. Yo sabía que iba a ser un día muy largo, con lo del insomnio y el reloj y todo eso, para empezar, ¿sabes?, pero además ocurrieron un montón de cosas muy extrañas y tristes, que te tengo que contar, porque de ellas depende mucho, creo yo, el terrible desasosiego que se apoderó de mí al pasar por la casa de mis padres y de golpe sentir tan duro todo esto de los diciesiete años. Jamás lograré explicármelo bien, estoy seguro, porque te juro que si hubiera tenido quince años, o dieciséis, habría sido completamente distinto. Y ni hablar de dieciocho. Con dieciocho ya no pasa nada, estoy requeteseguro. Pero son estos malditos diecisiete años, Natalia, entiéndeme, por favor, estos terribles y malditos diecisiete años y, aunque tú creas que estoy rematadamente loco, el tictac de tu reloj ese es el responsable de todo, tu reloj se metió en este asunto, tu reloj se burlaba día y noche de este asunto, tu reloj, sobre todo de noche…

– No era mi reloj, Carlitos, por favor. O sea que te ruego encarecidamente que no te sigas refiriendo a él como mi reloj, porque me estas arruinando el regreso a Lima. Y porque probablemente ya estaba en el mismo lugar el día que yo nací. Entonces, ¿me prometes que vas a llamarle el reloj, y punto, desde ahora?

– Claro que sí. El reloj. El reloj ese. El reloj ese de… Perdón, Natalia, pero al menos deberían haberme avisado de que el reloj ese del diablo…

– ¿Y por qué no pediste que lo quitaran de ahí, que se lo llevaran al depósito, por ejemplo?

– Yo creo que por lo de mis diecisiete años, mi amor, que ya se me estaba viniendo encima. Sí. Yo creo que el reloj y yo como que habíamos entrado en reñida competencia y que yo no tenía armas para aquel tremendo desafío.

– Pues precisamente de eso se trata, Carlitos. ¿O ya te olvidaste de que también yo tenía diecisiete años, cuando aquel carnaval?

– Es cierto. Muy cierto. Tienes toda la razón, mi amor.

– Entonces, anda, cuéntamelo todo. Desde el primer hasta el último detalle. Y ya verás cómo, por más loco que suene, por más irracional e inverosímil, por más duro e íntimo, yo te acompañaré cuidadosamente por cada paso de tu historia.

– Empieza a las nueve en punto de la mañana de ayer, claro, en la calle de la Amargura. Yo toco el timbre, y…

En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, pero la mesa del desayuno la encontraron puesta con mantel de hilo de Holanda, con todo listo y precioso y de porcelana inglesa, con cada cosa en su lugar, con cada bebida a su debida temperatura, con la mantequilla como debe estar, y ni una sola mosca sobrevolando la variada y colorida provisión de mermeladas francesas e inglesas, cuando se despertaron para desayunar, siendo ya la hora del almuerzo. Y ahora, mientras Natalia besaba una y otra vez a Carlitos y éste le iba contando una historia mandada hacer para ciertos casos agudos de diciesiete años, a ella de pronto le apeteció una copa de champán, que llegó heladita, volando, calladita e invisible, mientras que él, no, yo prefiero seguir brindando con una copa de champán de Coca-Cola con una gota de vino tinto, por favor. Esta copa también vino en alfombra mágica, y qué delicia era tener todo aquel maravilloso y soleado huerto exclusivamente para ellos y, ¿sabes que, Carlitos?, me encantaría que me siguieras contando esta historia en la piscina, me provoca horrores otro bañito, pero más largo, ahora, mientras me sigues explicando lo de los gemiditos de Consuelo, no, Consuelo, no, Martirio, Natalia, pero ¿en qué quedamos, Carlitos?, es cierto, mi amor, Consuelo y no Martirio ni Concepción ni Soledad, siempre tan volado, yo, incluso en los momentos cruciales, Natalia, era justo lo que yo estaba pensando, Carlitos, bueno, pero después por la tarde pasaste por casa de Melanie Vélez Sarsfield…

– ¿No te da vergüenza bañarte desnuda, mi amor? Podría pasar un helicóptero del ejército, no sé… ¿No queda West Point o algo así por ahí, por Chorrillos?

– ¿Y a ti no te da vergüenza empapar así la linda piyama de seda que te acabo de traer?

– Ah, sí, fíjate: aquí hay una etiqueta.

– Ven, déjame que te quite todo eso…

– Termino rápido mi historia, te lo prometo…

– De acuerdo, pero sin piyama, y aquí, entre mis brazos…

Claro que así, abrazados, a él le era imposible fijarse en los lagrimones que Natalia iba soltando ahí en la piscina, primero en el episodio Consuelo, y luego en casa de Melanie, tan llenecita de rincones y la pobre chiquilla esa, Natalia, si la vieras, de porcelana de Sèvres o de cristal de Bohemia entre los muros como de castillo y con arcos y flechas como de guerra y aquel techo, mi amor, aquel techo, sobre todo, altísimo, y ya era de noche y la pobrecita tan sola, siempre, en esa inmensidad, y sus hermanas Susy y Mary, que pasan por la alfombrota, justito ahí, delante de ella, pero se van y la dejan en su sofá y tan, tan…

– Tanda de mocosas cojudas -se le escapó, por fin, a Natalia.

Y estaba a punto de deshacerse en disculpas, de explicar que había perdido el control, que eran celos, puros celos sin sentido, mi amor, cuando oyó a Carlitos secundarla, con plena convicción:

– En efecto, mi amor. Toda una tanda de mocosas cojudas, nada más.

Pero, claro, era que el tipo andaba tan metido en su itinerario de diecisiete años que ni cuenta se había dado de las palabras de Natalia, o sea que en absoluto tuvo que disculparse ella, tampoco, por haberlo interrumpido, por sus celos, por sus apreciaciones, por nada, y más bien le alegró la inmensa confianza que Carlitos estaba depositando en ella, a pesar del riesgo que corría de matarla de pena, claro está, el muy bruto. Pero la certeza de que esta historia de unos diecisiete años muy especiales, entrañables para ella, la iba a pescar bastante bien pertrechada, a pesar de los celos y la inquietud, y llena también de amor, de deseos de comprender, de ayudar, y además con esa capacidad tan suya de disfrutar como nadie con las cosas de Carlitos y con la forma en que sólo Carlitos le contaba las cosas…

– Porque fue terrible, te lo juro, mi amor, lo del saloncito rodante posterior del Daimler. El muy inoportuno del saloncito acababa de pasar por casa de mis padres, y yo recién estaba cayendo en la cuenta y decidiéndome también a no mirar por la ventana de atrás, cuando otra vez me metí de cabeza, te lo juro, en casa de Melanie, aunque ya andábamos por Barranco y tú sabes que su casa queda por el bosque de Matamula, miles de kilómetros en la otra dirección, pero ahí aparecí sentado de nuevo, con saloncito posterior y rodante y todo, y manteniendo una conversación sumamente dolorosa con una chica que, que, que…

– ¿Que ni te gusta?

– Que ni me gusta, sí, no, sí…

– ¿En qué quedamos, por fin, mi amor?

Estaban por el lado para niños de la piscina y, claro, ahí Natalia, de pie, destacaba, estatuaria y empapadita, de las caderas para arriba, y hasta un poquito más, y además lo que andaba por debajo del agua se delineaba y se desdelineaba y Carlitos en su afán de fijar todo aquello en un solo cuerpo encima y debajo del agua empezó a marearse de amor y deseo y, bueno, ahí fue a dar un rato largo, como quien busca un cambio de piel, o de una vez por todas de personalidad y hasta de nombre y apellido, o en cualquier caso quitarse de encima el atroz pellejo de los diecisiete años e instalarse para siempre en un mundo mejor. Natalia lo dejaba aventurarse, perderse, regresar feliz de sus renovadas búsquedas y su constante meter la cabeza en el agua para que las líneas del cuerpazo que se le ondulaban debajo de la superficie correspondieran exactamente con las que estaban en el mundo mejor y, de esta manera, alcanzar lo que él mismo llamó el mejor de los mundos, mientras ella se limitaba a seguir de pie, amándolo, castigándolo, exhibiéndosele, dándole la espalda, volviéndole a dar la espalda, y volviéndole a dar la espalda, que fue cuando el pobre Carlitos, que ya ni veía cuando le daban el frente, intentó piropearla y le habló de sus cabellos vaporosos bajo la luz de la luna, eternamente empapados de ondulación permanente, que deberían permanecer para siempre bajo la luz de la luna…

– ¿Y el solazo que hace, mi amor?

Carlitos soltó la carcajada mientras le contaba que había tratado de imitar a los mellizos Céspedes piropeando a alguien con unas expresiones que aún no controlan, y que ahora el par de locos esos andaba estudiando la ropa de montar y desmontar a caballo de las estrellas del firmamento y la meca del cine…

– No me vas a hablar ahora también de los mellizos, Carlitos, por favor -le dijo Natalia, feliz, en el fondo, con el total cambio de giro de la conversación. Por primera vez en la vida le alegraba oír hablar de los mellizos, y es que ya no soportaba ni un minuto más los mil nombres de la tal Consuelito ni nombre alguno de las hermanitas Vélez Sarsfield-. Pero, bueno, ¿cómo piropean los mellizos, Carlitos? Sigúeme contando, a ver, porque, la verdad, sonaba divertido…

– Tus cabellos vaporosos deben permanecer siempre bajo la luz de la luna en un día de sol…

– ¿Y lo del firmamento en la meca?

– Para otro día, mi amor -le dijo Carlitos, mientras Natalia observaba, realmente encantada, su renovada copa de champán y la extraña mezcolanza de bebidas que tomaba Carlitos en una misma copa de vino. Reposaban ambas y un cubo de hielo sobre el borde de la piscina y habían llegado en la alfombra mágica. Carlitos, por supuesto, no estaba como para enterarse de nada, ya. Era aquel muchacho feliz y sin edad que nunca jamás volvería a temerle al tictac de un reloj.


Estaban celebrando el ingreso de Carlitos a medicina, con notas sobresalientes -los mellizos también ingresaron, pero, como quien dice, entre el montón, y parece que Arturo copió, además, aunque también su mamá celebró y fue feliz con desmayo incorporado, tremenda subida de presión, muchísimos pagos adelantados y con más creces que nunca, unos sanguchitos de pollo, otros de palta, vasitos de Inca Kola y de chichita morada hecha en casa, algún pariente de Chiclayo, dos alegres y bromistas vecinos que reclamaban un pisquito, un copetín, un alguito para que parezca fiesta y no sólo ingreso, doña María, ande, pues, un único brindisito, más que sea, y Consuelo -ni bonita ni feíta ni inteligente ni no-, cuando una llamada anónima, que Cristóbal respondió, pidió que le avisaran a Carlitos que su abuela Isabel acababa de fallecer de un repentino derrame cerebral. Natalia se aterró.

– Desgraciadamente, tengo que ir solo -le dijo él, abrazándola, besándola, dejando caer su mano suave y lenta entre los cabellos vaporosos ondulados permanentemente bajo la luz de la luna, adorándola.

– Tengo miedo de que no regreses nunca, mi amor. Para qué te lo voy a ocultar. Mucho miedo.

– Y yo tengo mucho miedo de ir. Tampoco te lo oculto.

– ¿Me llamas, si puedes?

– Te llamo, sí. De todas maneras.

– Que te lleve Molina, ¿no?

– Sí, bueno. Pero que no se quede ahí. Ya yo veré, después.

Le resultó tan extraño volver a su casa. Cruzar el jardín delantero. Enfrentarse a la fachada, observar el balcón de la abuela Isabel, allá arriba. El balcón desde el cual era ella quien solía verlo llegar, ausente, tropezándose, cuándo te enterarás tú de algo, bobalicón adorado. Tocar el timbre fue rarísimo. Y entrar así, entre esas voces de duelo, que, por supuesto, eran por la muerte de la abuela Isabel, pero que perfectamente podían ser también por él. Víctor y Miguel, los mayordomos, contuvieron al máximo su saludo, pero aun así, en aquellos abrazos y apretones de mano, forcejeaban todo un inmenso cariño y una alegría que ahora estaba prohibido manifestar. Cristi y Marisol aparecieron, de repente, demasiado rápido como para que él pudiera esbozar siquiera una sonrisa, y le dijeron que lo querían muchísimo, que lo extrañaban muchísimo, que no estaban molestas, para nada, que lo comprendían al máximo, que nosotras no te juzgamos, Carlitos, sólo te queremos, y que la abuela, no te preocupes, siempre te quiso también y se murió dormidita, sin sufrir ni nada, como ella siempre quiso, de golpe y sin molestar a nadie.

– Está arriba. La están velando en su cuarto. Ven, que ahí están mamá y papá. Nosotras te acompañamos, Carlitos, ven.

Carlitos, la verdad, jamás les había oído decir tal cantidad de cosas bonitas a sus hermanas. No así, en todo caso, todas juntas y tan seguiditas y cariñosas e importantes. Lo cierto es que se puso feliz y que, al entrar al dormitorio en que velaban a la abuela, lucía una sonrisa de oreja a oreja, que, además, al pacífico y católico cadáver, cuya alma seguro que andaba ya en el reino de los cielos, como que le encantó. Porque aunque muertos y cerrados, los párpados de la abuela yacente algo le dijeron y también su boca, con esa sonrisita fallecida, claro, él no lo iba a negar, pero tan contenta de verlo, como contagiada por esa encarnación del amor fraternal que eran Marisol y Cristi acompañándolo a ir a visitarla, llegas un poquito tarde, gran picaro, porque ya me morí, pero bueno, llegas a tiempo todavía para darme un beso, ven, acércate aquí, pedazo de distraído, hasta cuándo se te escaparán a ti las cosas más elementales de la vida, te van a matar tu mami y tu papi por la cara de felicidad que pones al verme muerta, pero qué otra cosa se podía esperar de ti, mi nieto adorado, y ni creas que yo, desde aquí, desde esta inmejorable posición, te voy a juzgar ni nada, al menos debo reconocer que por una vez en la vida te fijaste bien en algo, o en alguien, mejor dicho, porque yo a esa niña, a esa señora, ahora, la encontré preciosa siempre, pero, ¿cómo se llama?, Natalia, abuelita, ¿no la habrás traído a verme, justo hoy, no, muchacho?, ¿no se te habrá ocurrido tan peregrina idea…?

Era impresionante la cara de felicidad de Carlitos, parado ahí y besa que te besa a la abuela, pero además a pedido de ella, mientras que sus padres realmente no sabían qué actitud tomar, y mucho menos algunos de los familiares o grandes amigos que pasaban un ratito a despedirse de la piadosa señora y lo primero que veían era a Carlitos con una sonrisa de oreja a oreja y se diría que en profundo diálogo con ella, alguna gente podría interpretar esto muy mal, Dios no lo quiera, pero Dios sí lo quiso porque por ahí pasaron nada menos que don Fortunato Quiroga y los doctores Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez y encontraron inconcebible, por supuesto que con la mirada, solamente, hipócritas de mierda, cobardes, resentidos, que el mequetrefe ese estuviera como siempre dando el espectáculo y que, cuanto más rato permanecía al lado del lecho mortal, más, carajo, más feliz parece estar el tipo, porque mírenlo, obsérvenlo, carajo, el muy… Y además contagiando a sus hermanas y ni siquiera de luto ninguno de los tres, pero ¿qué les pasa a sus padres?, ¿a Antonella y a Roberto se les pasea el alma, acaso?, ¿de cuándo aquí estos tres mocosos?, él, sobre todo, el mal ejemplo lo tiene que dar él, por supuesto, que para algo es el mayor, oiga usted, pero mírenlo, esto es el colmo, carajo, este huevonazo parece que volviera de la playa, zapatillas blancas y todo, ¿habráse visto cosa igual?, y ¿de dónde vendrá, el muy reverendo cretino…?

Don Fortunato Quiroga casi mata de un miradón al doctor Alejandro Palacios, por bruto, carajo, por animal, ¿porque acaso no sabes, soberano cojudo, de dónde viene el gran cretino éste?, ¿o me estás tomando el pelo y, entonces sí, esto se arregla en la calle, carajo…? Pero Carlitos continuaba ahí, chino de felicidad, tanta paz en el rostro de la abuela, que encima de todo estaba tan bonita y tan relajada, tan pacífica, tan muerta sin haber sufrido un instante, tan ida ya al cielo y tan ajena a todos nuestros trajines, tan en la gloria del Señor, y con esos rayitos de sol que justo ahora se están colando por entre las cortinas un poquito mal cerradas, el mínimo indispensable, mira tú, y espantan la estudiada tristeza del velorio, la macabra puesta en escena de una convención, y ahuyentan por unos instantes la luz sucia de esas velotas humeantes, y se posan sobre el rostro de abuelita muerta, ya tranquilita de este mundo…

– Sería mejor que fueras a tu dormitorio y descansaras un rato -se acercaron a decirle sus padres, al principio seca y fríamente, graves, parcos, muy molestos, pero después, cuando le indicaron que para esta noche y mañana escogiera algo más oscuro, en tu clóset siempre tienes tus cosas, hijo, tanto doña Antonella como el doctor Roberto aceptaron con todo cariño sus besos y saludos y hasta que durmiera en casa, por supuesto, y le dijeron que siempre sería bienvenido y que también tu abuelita, hijo, lo quiso siempre así, ella siempre nos lo decía, a ese muchacho hay que dejarlo vivir, eran demasiados rosarios al día para ser normal, se lo dice esta vieja beata, sí… En fin, que Carlitos Alegre tenía derecho a quedarse al menos por una noche en su dormitorio de toda una vida.

Y diablos, cómo cambia una habitación, aunque nadie haya movido un solo mueble y sólo hayan recogido el rosario que se me quedó tirado por el suelo, seguro… Habituales, tan poco estudiadas como sean las cosas, y Carlitos lo estaba constatando en silencio, siempre se las arreglan para impresionarte, aunque tan sólo las hayas abandonado hace unos meses. Y no porque las hayan movido de su sitio, sino, digamos, más profundamente aún, sobre todo cuando hay algún ser adorado y muerto por los alrededores. Las cosas sencillamente poseen su manera muy especial de penetrarnos más tristemente, más profundamente y más tiernamente que antes, que cuando vivíamos con ellas. Las cosas, caray, como que se funden y confunden con la muerte de la abuela Isabel y la visita que uno les hace, y que tiene ese también de muerte que todos llevamos dentro, y que parece crecer día a día en nosotros, como si cada vez nos defendiéramos con un poquito más de miedo de ellas que la víspera. Estos mismos muebles de mi dormitorio son, mira tú, la vida misma, la vida misma y los mismos muebles a los diecisiete años y la abuelita muerta y uno defendiéndose bastante menos valientemente que hace un tiempo, como si desde que me hubiera ido con Natalia, sido tan feliz, soy tan feliz con ella, la vida entera se arrugara ante mis ojos, por culpa de las mismas cosas que uno abandonó banales, más un rosario tirado en el suelo, claro, impresionantes, sin embargo, incluso temibles en determinados momentos, ahora por ejemplo. Qué horror, Natalia, mi adorada Natalia, el miedo que tuve al irme contigo, al irme de mi casa y Cristi y Marisol, el miedo de haber perdido todo aquello, Natalia de mi corazón, que no te lo digo hace años, por temor a que suene ramplón, ha marcado todo en mi dormitorio con sus arrugas mientras yo galopaba por la vida entre nuestro huerto y nuestro amor… Y bueno, también, claro, los mellizos aspirantes que también se han colado entre las cosas, ridiculamente mortales o qué sé yo…

Carlitos corrió a llamar a Natalia, le contó lo linda que estaba la abuela, ahora ya de muerta, le dijo que la noche la pasaría acompañándola, que acababa de estar largo y tendido con ella, poniéndose al día, y que ahora iba a aprovechar un rato para estar también con sus hermanas y después meterse en la repostería como quien va a buscar algo en la refrigeradora, una Coca-Cola, por ejemplo, que era cuando Víctor y Manuel y los demás empleados de la casa se acercaban por ahí, y, desde que él era chico, se armaba la gran conversa y eso. Y mañana al cementerio, sí, el Presbítero Maestro, sí, y de ahí te juro por lo más sagrado, Natalia, que regreso a «El huerto de mi amada». ¿Me oíste bien? ¿Me crees, verdad? ¿Cómo…? Pues sí. Por lo menos la abuela Isabel está totalmente a favor y hasta me preguntó hace un momento nomás si te había traído… «Atroces diecisiete años, pero sabe hacer feliz a una señora de treinta y tres», pensó Natalia, tratando de recordar cómo era aquello de su cabellera vaporosa y ondulada bajo una luna permanente… No, no lo lograba… Eran cosas de Carlitos… Sólo suyas… Sólo… Entonces cruzó los dedos y fue a ocuparse de sus papeleos y demás trámites aduaneros.

En el cementerio todo el mundo andaba con cara de qué horror, qué pena, pero nadie ahí sabía qué hacer cuando se topaba con los deudos de otro entierro, porque hay tristezas y tristezas, oiga usted, respetando, eso sí. Y entre tanto nicho y panteón y las alamedas, que resultaban ya estrechas de tan concurridas, el luto y el húmedo calor veraniego eran la tónica general, incomodísima, por cierto, y los hombres a cada rato se metían íntegro el dedo índice en el cuello de la camisa, como si éste fuera elástico, y le daban toda una vuelta por dentro, retorciendo al mismo tiempo el pescuezo, en busca de ventilación, y odiando la maldita corbata negra, la gente debería morirse sólo en invierno, caray, qué falta de sensatez, qué falta de todo, y ya me dirás tú qué hago yo aquí y no en mi casa de playa en Naplo.

Carlitos permanecía siempre al lado de su padre, porque así se lo indicaron su mamá y sus hermanas, y pensaba en lo mucho que su abuela había detestado los grandes ceremoniales, sus fórmulas y usos, a pesar de ser una persona tan enchapada a la antigua, y en cómo su ferviente catolicismo estuvo siempre acompañado de una actividad desbordante, de una práctica constante y de una energía perfectamente bien canalizada hacia la ayuda al prójimo. La abuela Isabel rezaba poco, porque lo suyo era la acción y no la contemplación ni la pedigüeñería, ni siquiera la divina, tenía su fortaleza y su carácter endiablado, la abuela, y a veces decía las cosas con tal claridad que hasta duras resultaban, o parecían, en todo caso. Por eso, seguro, la abuela Isabel habría querido todo menos este entierro y, no me cabe la menor duda, pensaba Carlitos, se hubiese llevado mil veces mejor con los albañiles que ahora agitan precisos sus badilejos, desparraman el cemento sin chorrear ni una sola gota, y colocan esa placa con eficacia y profesionalidad, sí, mil veces mejor se habría llevado la abuela Isabel con esos hombres que con este cura aobispado y como fuera de temporada, con tanta vestimenta medio catedralicia, como para la ocasión y eso, y con tanta oración fúnebre que, apostaría lo que sea, aquí más de uno de estos señores que tanto se mete el dedo en el cuello y odia la corbata y a la humanidad con ella, de un patadón en el culo lo metería al señor cura de cuerpo presente y enterito en el mismo nicho y taparía, pobre abuela Isabel, pero bueno, ya se acabó todo, por fin, abuelita.

¿Acabarse todo? Ja. Si los había ahí para quienes, en realidad, la función recién empezaba ahora con los abrazos y las palmadas en el hombro y los saludos con beso y sin beso, con una formulilla de mierda que apenas se oía, pero que servía para cumplir y picárselas ya y quitarse saco y corbata, al toque, carajo, al fin, y qué tal cura de mierda, nos metió a todos al baño turco, compadre, mira cómo estoy yo, viejo, empapadito todo, o con sentidas frases abrazadas y pésames absolutos y demás demostraciones de acompañamiento en el dolor y aquí me quedo con los verdaderos amigos para compartir al máximo el dolor y que se vea también lo dolido que ando yo, qué gran mujer, la difunta, qué señora, su señora madre, don Roberto, don doctor, mis respetos, y aquí nos tiene usted para lo que pueda serle útil, que Dios la tenga en su gloria a su señora progenitora, porque en la meca del firmamento no hubo estrella, doctor Alegre… Carlitos paró la oreja cual perrito rapidísimo de hocico puntiagudo y ojitos saltones y penetrantes, y casi suelta su ladridito, también, porque, ¿acabarse todo?, ¿pero, quién dijo semejante disparate, por favor?

Porque todo acababa de empezar, más bien. Y por supuesto que eran ellos y que Carlitos Alegre casi los muerde, pero ahora lo urgente era que se los sacara a su padre del cogote, que suficiente tenía el pobre ya con la progenitora muerta y el terno negro y hasta la corbata almidonada. Los mellizos Céspedes, definitivamente, daban el pésame igualito a como hablaban por teléfono con Estrella del Firmamento Vélez Sarsfield, por ejemplo. Se colgaban con desesperación social del teléfono negro de pared, que ya más de una vez se había venido abajo, dejando un hueco de yeso y quincha en el corredor de cuarenta vatios, y ahora, claro, nadie los iba a descolgar de su papá mientras él no los presentara, pues para eso habían venido, el tal Arturo y el tal Raúl, lo tenían escrito en su agenda-cálculo-programa de vida, los entierros son un lugar ideal para hacer relaciones públicas, para darse a conocer, y ellos todas las mañanas, ahora que por fin habían ingresado a la universidad y tenían tiempo, no bien se despertaban, se tragaban íntegra la sección «Necrológicas» del diario El Comercio, para ver quiénes no desayunan en Lima, esta mañana, y para luego correr a colgarse de un doctor llamado Roberto Alegre, por ejemplo, e irse descolgando como amigos de su hijo, muy amigos, íntimos amigos, don Roberto, hemos ingresado a la universidad por la misma puerta, la dermatológica, nada menos, y tras intensos meses de encierro y estudio y esfuerzo y ahínco y la patria… En fin, cualquier cosa, aunque también es verdad, con estos tipos inefables, que al mismo tiempo hacían notar la distancia crítica y moral que los separaba de Carlitos, ya que por ahí andaba nada menos que don Luciano Quiroga, y tanto que al final no sabían bien en qué parte de la cancha jugar, ni con qué delantero, ni siquiera en cuál equipo, pero bueno, había que correr y combinar y atacar y, aunque recurrieron mucho al juego sucio, los mellizos ya estaban, al menos por un momento, en la cancha debida, aquella mañana.

– Todo es verdad, papá -intervino Carlitos, presentándolos con nombres y apellidos completos, antes de que se trajeran abajo a su papá, también, telefónicamente.

– Ah, los muchachos de la calle de la Amargura…

– Bueno, sí, señor, por esa zona, sí, la Lima histórica y el damero de Pizarro…

Los mellizos, pobres mellizos, tal vez no la cagaran tanto, habida cuenta de los cálculos que habían hecho antes de debutar en su vida de entierros, asistiendo nada menos que al funeral de la abuela del amante de Natalia de Larrea, todo un riesgo, por supuesto, pero bien calculado, muy bien estudiado y conversado entre ellos, el de debutar en este asunto tan efectivo y social de los entierros, creo yo, Arturo, totalmente de acuerdo, Raúl, porque mira tú, sí, te escucho, el dolor de todos ahí será tan grande, porque además son bien católicos y cultivan a los muertos, ¿se dice así?, Arturo, ¿crees?, y a mí qué me preguntas, so cojudo, y doña Isabel fue una dama muy Pío XII, ¿o se dirá muy pía…? Pero, bueno, si a ti te duele el alma, o la muela, que para estos efectos es lo mismo, nadie te va a tomar por un impostor, y ya verás cómo don Roberto Alegre se deja abrazar pésamemente por más amigos que seamos del amante de Natalia de Larrea y por menos vela que tengamos en este entierro, que, no lo olvides, seguro después será un encierro en la casa dolida con gente como don Luciano Quiroga, ¿te imaginas?, claro que me lo imagino, Raúl, pero ¿y Carlitos y nosotros?, pues precisamente de eso se trata, Arturo, de marcar también en el domicilio nuestras distancias con respecto a él, aunque hilando muy fino, claro que sí, porque del inmoral ese qué culpa tenemos nosotros, al fin y al cabo, y además es sólo nuestro ex compañero de estudios para el ingreso a la universidad, nada más que nuestro ex, ¿o no me entendiste, carajo?

– Circulen, circulen -dijo alguien en la cola negra-, que también nosotros queremos expresar nuestro dolor.

Y es que los mellizos realmente se estaban adueñando de la situación y ya estaban a punto incluso de sacar una tarjeta de visita.

– El dolor no es igual para todos, ni el calor tampoco -dijo el borrachito Elias, que arruinó un gran porvenir de médico, de copa en copa, pobre hombre, porque bueno era, y mucho-. No, señores, no son iguales para todos, el dolor y el calor, o sea que avancen porque también hace sed…

A Carlitos le estaba entrando un ataque de risa, cuando los mellizos, que llevaban anteojos de sol para ocultar las lágrimas, sí, hermanito, decidieron emprenderla con su dolor y su pena y acompañarlo hasta la muerte, bueno, hasta la muerte, hoy, no, claro, pero, digamos que… Porque lo de la señora Isabel Santolaya, viuda de Alegre, tu abuelita paterna, Carlitos, tiene que… tiene que… Lo que tiene que haber sufrido esa gran dama de la caridad y la religión…

– La verdad -les soltó Carlitos, y esto jamás se sabrá si fue distracción o la única manera que encontró de taparles la boca a ese par de animales y salir de ellos-, la verdad es que no saben cuánto me alegra que mi abuela ya llegara muerta, hoy: con lo mucho que detestaba ella los entierros y cementerios…

Carlitos regresó con su padre hasta la casa de la avenida Javier Prado. Volvieron solos, y se dijeron alguna que otra cosa con afecto y respeto subrayados, pero fundamentalmente los acompañó un profundo silencio, que don Roberto sólo interrumpió al llegar a la puerta de ingreso de automóviles. El había preferido que ni su madre ni sus hermanas fueran al cementerio, entre otras cosas porque en Lima es muy excepcional que las mujeres asistan a los funerales, aunque se trate del de una mujer, como ha sido el caso. Pero bueno, lo que quería decirle su padre es que, si lo deseaba, podía quedarse en la casa y pasarse unas horas con su madre y sus hermanas y unos cuantos parientes y amigos muy íntimos. Y después tú mismo verás lo que haces, Carlitos, pero lo que no voy a ocultarle a un hijo mío es que estoy recurriendo a cuanto abogado y ley existen en este país para ponerle punto final a una relación que considero nefasta para él.

– Y no se hable más, hijo.

– No, claro, papá…

Don Roberto había regresado manejando muy despacio, como para alargar ese triste trayecto con la única finalidad de decir las cosas que Carlitos acababa de escuchar. Y ahora la abuela Isabel, su madre, no estaba en casa, y él se daba cuenta de ello por primera vez, se daba cuenta de ese vacío, y de que había regresado tan despacio también para alejarse lo más lentamente posible de su madre para siempre en un cementerio. Pero bueno, había que entrar por primera vez sin la abuela y todo había acabado y ahora un rápido duchazo, ropa ligera y limpia, y una buena copa, por Dios…

Pero todo no había acabado ni acabaría nunca, parece ser, porque lo primero que vieron el doctor Roberto Alegre y su hijo Carlitos, al entrar en la casa, fue a Cristi y Marisol sentadas con los mellizos Céspedes, que, por supuesto, eran tan, tan amigos de tu hermano, hasta dermatológicamente hablando, Marisolcita, que ni siquiera en la sala se habían quitado los anteojos de sol, por lo de las lágrimas que a uno se le escapan, como es natural…

Los tipos llegaron en su cupé, los mayordomos los reconocieron, los tipos contaron que Carlitos y ellos acababan de ingresar a la universidad, los mayordomos, que aún ignoraban que Carlitos había ingresado, se alegraron mucho, los tipos aprovecharon para entrar y presentarse más y más y más, y luego, por una suerte de selección natural de las especies, fueron a dar al sofá dónde Marisolcita y Cristinita realmente no sabían qué hacerse con la parejita esta tan increíble y melosa, que, gracias a Dios, de pronto se incorporó y corrió para acompañar en su dolor también a Carlitos, no bien éste apareció por la sala, pero erraron en sus cálculos los inefables y tuvieron que sentarse de nuevo, porque, al verlos, el amigo dolido sí que salió disparado, ya no corriendo sino literalmente disparado, a llamar a Natalia para contarle las novedades que había en el frente…

Definitivamente, los mellizos Céspedes Salinas habían ingresado a esa casa porque nadie los largó a patadas, habían entrado aplicando su teoría del dolor de muelas o la pérdida de un ser querido, ¿quién se va a fijar en ti cuando le duele todo, hermano?, pero, además, el éxito obtenido y el estar ya incorporados a ese selecto grupo de parientes y amigos compungidos, Arturo, sí, selecto grupo, sobre todo, Raúl, como que hizo que el par de tipos se crecieran un poquito con anteojos negros, o sea, el colmo, lo que se dice el colmo, caray. Carlitos llegó disparado al teléfono, que no corriendo, porque esto lo menos que es, es increíble, esto es realmente notable, Natalia…

– Y lo menos que te puedo decir, mi amor, es que tenemos un nuevo Waterloo a la vista…

– No te entiendo nada, mi amor…

– ¿Molina está ahí?

– Sí, creo que sí. Porque yo no sé qué hiciste tú con ese tipo, mientras estuve en Europa, pero ahora se ha trasladado al huerto con Daimler y todo.

– Pues tú cuéntale a Molina lo que acabo de decirte y, con toda seguridad, no sólo lo harás feliz sino que él te lo aclarará todo de pe a pa. Molina odia a los mellizos, Natalia. Y viceversa. Es divertidísmo el asunto. Porque en este mismo instante los mellizos están sentados en la sala con mis hermanas y unos falsos anteojos Ray-Ban para llorar, por si acaso…

– ¿Y tú?

– Me quedo a almorzar con mamá y mis hermanas, pero a más tardar a las cinco estoy allá. ¿Okay?

– Por supuesto, señor.

Y mientras tanto, en la sala, Cristinita, que nunca había tenido pelos en la lengua, le dijo a Marisolcita, que tampoco los tenía, que ya estaba hasta la coronilla de tanto anteojo negro, y ésta le respondió: ¿Y a mí qué me vas a decir? Un minuto más y vomito.

O sea, que un resorte autoexpulsó a los mellizos del sofá, con bote y todo, porque claro, y cuánto optimismo, caray, había llegado el momento de incorporarse, en calidad de miembros de algo y de todo y de nada, que así es la vida, al menos por ahora, al selecto grupo de gente decente y multimillonaria y bien relacionada que nos trajo aquí, sí, señor, porque para algo vinimos, ¿no? Y bueno, por pasar, no estaban pasando ni café en ese selecto grupo, ni nadie se había puesto a hablar de política ni nada, pero ellos igual se incorporaron cada uno con un whisky gestual en la mano, un interés general por el estado de la nación, y hasta un cierto patriotismo y dígame usted, si no. Y claro, nadie los sacaba a patadas ni nada, o sea que ahí permanecían, confundidos con la élite, lo cual casi los mata de placer, hasta que, de pronto, apareció Carlitos buscando a sus hermanas, y tan campante les soltó que acababa de hablar con Natalia y que uno de estos días vengo con Molina, el chofer de un Daimler con salita posterior rodante, je, je, a buscarlas, para llevarlas a «El huerto de mi amada», que así se llama el lugar donde vivo ahora con Natalia, que sería feliz conociéndolas…

– Nunca habría pensado que fueras tan distraído, Carlitos -le dijo Marisol, al ver que el selecto grupito literalmente se desintegraba, ante tales palabras, y que don Fortunato Quiroga de los Heros se declaraba excedido por los acontecimientos y como que se daba a la fuga o algo así, mientras la señora Antonella y don Roberto, su esposo, daban las gracias al cielo porque, por fin, ya todo esto se acabó, pobre abuela Isabel, ella que odiaba tanto protocolo y ceremonia, por fin ya se fueron todos, que fue cuando los mellizos, que ni siquiera eran considerados o tenidos en cuenta en calidad de todos, se entregaron alma, corazón y vida a conversar con los muebles y los cuadros, y hasta con la casa, y, como nadie tampoco los expulsó ni los expulsaba, decidieron hacer mutis por el foro con una inmensa sensación de acierto completo y anteojos negros apropiados y hasta se despidieron de nadie con la convicción plena de haber estado superiores, precisos en nuestro hablar, e inolvidables, creo, Arturo, bueno, yo no diría tanto, yo diría que recordables, al menos, eso sí, pero ojo, que ése es don Antonio Santolaya y no vaya a ver que el cupé del 46 verde somos nosotros, ¿cómo?, quiero decir que el Ford de mierda viejo este es nuestro, espera que se vaya, espera, carajo…

Carlitos regresó a las cinco en punto y Natalia le ocultó, nada menos, que Fortunato Quiroga acababa de estar ahí y de presentarse ante ella convertido ahora en la voz de la razón y en un inmenso y muy generoso perdonavidas. Porque don Fortunato Quiroga de los Heros ya no podía seguir ocultándole su amor, tampoco, y que no tengo nada contra el chico, Natalia, un caballero olvida y, es más, perdona, pero tú, mujer, tienes que entrar en razón, tú tienes que dejarte de babosadas y yo de solterías y juntar nuestros destinos, hermosa, e incluso nuestros dineros, para no parecer presumido y hablarte de nuestras fortunas, aunque lo son, y muy grandes y reales, y juntar también nuestros reales apellidos, ¿me entiendes, baby?, porque mira tú que yo voy a ser el próximo presidente de este país y, aunque divorciada, pequeña desventaja, claro, pero nimia para ti y para mí, baby, mi nombre, mis legítimas ambiciones y mi destino me destinan…

– Pero si Manuel Prado acaba de ser elegido hace año y pico, Fortunato…

– ¿«El teniente seductor»? Ese caballerito no dura un año más en palacio de gobierno, baby… ¿Me sirves un whisky, por favor?

– Fortunato, querido, escúchame bien. Yo a ti no te sirvo un whisky, ni te sirvo tampoco para nada.

– ¿Y se puede saber por qué?

– Porque en esta ciudad una puta feliz no sirve absolutamente para nada, ¿y no me digas que no lo sabes?

– ¡Hija de…!

– Eso mismo, Fortunato. Anda. Atrévete al menos a decirlo, por una vez en tu triste vida…

Pacco di merda, estaba diciendo Luigi, a las cinco en punto de la tarde, mientras el Mercedes de don Fortunato Quiroga abandonaba el huerto a cuatro mil kilómetros por hora, derrapando en la curvita y todo, y, paralelamente, un viejo taxi de estación se ocultaba casi entre los rosedales para que el bólido loco este no me deje sin trabajo ni carcocha, joven, mire usted qué bárbaro, salir de una hacienda a esa velocidad…

– Huerto, señor. Esto es sólo un huerto -le explicaba Carlitos al taxista, mientras buscaba sonriente y confiado unas monedas que jamás había tenido en ningún bolsillo.

Natalia oyó llegar a Carlitos, miró las cinco en punto de la tarde en su reloj, y corrió a recibirlo como al amante pródigo, porque hijo habría sido incesto, claro, aunque se diría que hasta con incesto lo había esperado, tan grande había sido su temor de que todo y todos en su casa lo retuvieran, por más que, encima de puntual, su amante de los diecisiete años atroces hubiera cumplido con llamarla hasta en dos ocasiones, para darle lo que él mismo llamaba partes de campaña, probablemente por el enfrentamiento interno, intenso y hasta hiriente que había mantenido con ese entorno familiar unido por un duelo, pero que tan cariñosamente lo había recibido, sin embargo, contra todos sus cálculos y expectativas.

Pero Carlitos estaba de vuelta y no sólo había comulgado hasta con los muebles tan impresionantes de mi dormitorio, Natalia, cuando fui a vestirme de luto, después de visitar por primera vez el velorio de la abuelita, tan contenta con su muerte, tan sonriente y ya mirándonos a todos desde la gloria, qué duda cabe, sino que además había mantenido una larga conversación, muy parecida a la que tuve también con Dios, ¿te acuerdas?, cuando aquellos señorones enloquecidos me molieron la cabeza a palos, o algo muy similar, y, previo paso por la clínica Angloamericana, debuté en tu camota y alcoba, con tu perdón, y tuve aquellos como trances eróticos combinados con ensueños celestiales y con calmantes que los propiciaban, también, me imagino, tanto como mi fe en Dios y en nuestro amor y en su confianza y apoyo, o llamémosle solidaridad, cuando menos…

– Pero, mi amor, ¿con quién conversaste en el taxi, parecido a lo de Dios, que sí recuerdo perfectamente bien y me encanta? ¿Con quién, Carlitos?

– Con la abuela Isabel, que, la verdad, ya había empezado a conversarme durante el velorio, y continuó ahora en el taxi en que vine. Y mira tú que, con lo beata que era ella, compartía las opiniones de Dios acerca de nuestra relación y del sexo y de todo. De todo, sí, mi amor, porque yo la interrogué a fondo y sus respuestas eran igualitas a las de Dios, aquella vez. Y tanto, que era como si nuevamente me hubieran molido a golpes la cabeza y saliera llenecito de calmantes de la clínica y pasara contigo a una alcoba… Algo bien extraño, eso sí, porque la conversación ha durado horas, días y semanas y, sin embargo, lo único que me hacía temer que no iba a ser puntual contigo, que era dificilísimo llegar a las cinco en punto, a más tardar, era el taxi tan viejo en que venía, ¿o no viste la carcocha en que llegué y lo viejo que era también el chofer, tan viejos él y su carcocha que hasta pensó que un Mercedes que salía normalmente del huerto iba de supersónico por el mundo…?

Y mientras Carlitos continuaba con su entrañable discurso, Natalia se decía que ella, ni cojuda, cómo iba a preferir la presidencia de la república con el calzonudo de Quirogón, encima de todo, a un instante más, sólo un instante más, con un loco tan entretenido y entrañable como Carlitos Alegre, que, además, me prometió llegar a las cinco, a más tardar, y a las cinco en punto llegó en el automóvil más viejo de Lima, puntualísimo y feliz porque venía de sacarle lo único bueno que puede tener un entierro: conversar con su adorada muerta.


Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, hay que reconocerlo, actuaron con verdadero coraje y astucia, y también con entera solidaridad, cuando, de acuerdo a viejas prácticas estudiantiles, al empezar las clases de medicina en la escuela de San Fernando un grupo de alumnos de años superiores apareció, betún y tijeras en mano, para embadurnarlos a gusto y raparlos, a ellos dos y a Carlitos. Y a patearlos también y hasta a mearles encima, muy probablemente, antes de llevárselos un día entero por bares de Lima, obligándolos a servirles y pagarles la borrachera. Aquél iba a ser un día de esclavitud, de órdenes absurdas y matonescas, de empellones, coscorrones, escupitajos, y quién sabe cuántas salvajadas más, a medida que el consumo alcohólico fuera en aumento y el afán de venganza por los maltratos sufridos en carne propia, cuando a ellos les tocó ingresar a la universidad y verse convertidos en cachimbos, los fuera convirtiendo en verdaderas hienas entregadas con grosero deleite e inmundo furor al cumplimiento de aquel rito iniciático universitario.

– Tú ponte detrás de nosotros y ni se te ocurra asomarte -le dijo Arturo a Carlitos.

– Ni siquiera la punta de la nariz, Carlitos -le recalcó Raúl.

– Pero ellos son como diez…

– Son doce, exactamente, Carlitos.

– Entonces ustedes dos necesitan mi ayuda.

– Sólo necesitamos que hagas exactamente lo que te decimos y que no te distraigas ni un solo instante.

– Y que te pongas aquí atrás, de una vez por todas, y no te muevas más, carajo.

– No sé… Yo creo que también debería participar con mi granito de arena, aunque sea…

Carlitos no había terminado de hablar, ni de ponerse detrás de los mellizos, cuando vio cómo dos de los doce contrincantes se iban de bruces al suelo con la cabeza rota. Y bien rota, parece ser, porque los diez que permanecían de pie y que tan presumida y corajudamente se habían dirigido a los mellizos y a él con sorna y amenazas como que de golpe ya no sabían muy bien qué hacer, ni siquiera qué podía estar ocurriendo en ese patio de estudios, repleto de muchachos que iban de un lado a otro o que se disponían a ser testigos carcajeantes del rito.

– ¿Otra pedradita más? -les preguntó Arturo.

– ¿Otro hondazo más? -les precisó Raúl.

Y como los otros no respondieron ni afirmativa ni negativamente y más bien continuaron ahí, bastante en pie de guerra, todavía, algo mágico pasó porque un tercer miembro del grupo se vino abajo, medio despalancado, y hasta rodó un poquito hacia la derecha con la mano bien pegada a la frente.

Y ahora eran nueve los que quedaban de pie, pero siempre bien compactos y como queriendo pelear todavía. Y los mellizos ni se movían ni nada, sólo los miraban cara a cara, bien machotes, eso sí, y jugándosela, cuando el cuarto miembro del grupo recibió un impacto total en la mocha y, plum, al suelo también y como rodando.

– Yo lo más parecido a esto que he visto es el bowling -dijo Carlitos, asomadísimo, a pesar de los buenos consejos recibidos.

O sea que del grupo de los ocho salió un pedrón que le acertó en pleno pecho y lo escondió de nuevo, ahí atrás, todo asfixiado, pero nada grave, felizmente, aunque sí lo hizo perderse la feroz respuesta de los inmóviles mellizos, bastante dueños de la situación, siempre y cuando al huevas triste este de Carlitos no se le ocurra asomarse de nuevo. Cuatro hondazos que sabe Dios de dónde salían ni quién los disparaba tan certeramente, en aquel patio de estudios, realmente diezmaron al grupo de las tijeras y el betún, reducido a tres, ahora, porque hubo un desertor y todo. Y entonces sí que cachimbos e iniciantes quedaron en tres por bando, la idea de un largo y alcohólico recorrido inmundo y rapado por calles y bares de Lima quedó descartada, de mutuo acuerdo, y ahora lo que iba a armarse era una trompeadera más o menos de igual a igual, aunque no tanto, la verdad, porque Carlitos no había vuelto a asomarse debido a las dificultades respiratorias que lo tenían doblado en dos ahí detrás de los mellizos.

– Una tregua para llevar a nuestro amigo hasta esa banca, para que haga unos ejercicios de inhalación-exhalación -les dijo, entonces, Arturo, a los tres contrincantes.

Pero éstos se miraron entre sí y respondieron que nones, con la cabeza, de puro brutos, la verdad, porque un nuevo hondazo voló desde algún punto secreto y muy bien escogido, en los altos de ese patio, e infaliblemente el grupo contrincante se quedó con un embetunador-peluquero menos, que se retorcía ahora en el suelo, como un palitroque de caucho y no de madera.

Y ya estaba a punto de arrancar el primer asalto del combate de box a ocho manos, que, indudablemente, no tenía arbitro alguno ni iba a tener tampoco reglas ni guantes, ni asaltos sucesivos ni nada, salvo enfermería, claro, por tratarse de una facultad de medicina, cuando un pedrón tan furibundo como inesperado impactó con científica exactitud el sistema respiratorio completito, se diría, probablemente del mismo tipejo que dobló al ya recuperado y reasomado Carlitos, quien ahora les rogaba además a los mellizos que se pusieran detrás de él, porque, la verdad, yo no sé si fue el que acaba de tumbarme el que me lanzó a mí el mismo pedrón, primero, y el único que en realidad que se ha utilizado aquí abajo, esta mañana, o sea que, por si las moscas, me gustaría enfrentarme con el otro también, aunque limpiamente, esta vez, sí, con usted, con quién más va a ser, so cojudo, no se me haga el loco, entonces, y ya métase su betún al culo y cuádrese de una vez por todas, oiga usted. Lo malo es que en el otro grupo, que diezmado y reducido al máximo se retiraba lenta y tambaleantemente en dirección a la enfermería, parece que nadie estaba acostumbrado a hacer absolutamente nada limpio ni muy valiente, tampoco, nunca, y menos aún cuando me quedan tres al frente y yo he pasado de doce a ser yo solito, razón por la cual, mejor… Y el pobre diablo ese restante levantó los brazos, primero, luego les enseñó que en las manos no le quedaban ni fuerzas ni ganas, sólo pánico, y que de betún y tijeras ya ni el recuerdo, y hasta habría sacado pañuelo blanco, seguro, pero qué pañuelo iba a tener, y mucho menos blanco, además, en su inmunda vida, el pobre diablo ese.

Conmiserativos, los mellizos aceptaron el apretón de manos en paz que les propuso su ex rival, y al final el propio Carlitos le dijo que bueno, que él también estaba dispuesto a estrecharle la mano, pero siempre y cuando me jures por tu madre que tú no fuiste el que me tiró ese pedrón cobarde, sino el tumbado ese de ahí.

– Fue él, sí.

– Bien. Mi nombre es Carlos Alegre. Mucho gusto. Y ahora ayuda a tu amigo a inhalar y exhalar lento y profundo, que yo acabo de pasar por lo mismo, casi.

Los mellizos, Carlitos, y cuatro honderos cusqueños de comprobada puntería, que habían estado estratégicamente apostados en los altos del patio, cada uno por su rincón pero sincronizados al máximo, los cuatro, con tan sólo una miradita, un silbidito o un guiño de ojos, y sumamente útiles en ocasiones como ésa, terminaron celebrando su impresionante victoria con varias ruedas de cerveza en el D'Onofrio de la avenida Grau, extraña y muy limeña mezcla de fina heladería, pésima o correcta licorería, según fuese nacional o importado el producto, pastelería con activa mosca justo en los alfajorcitos que yo quería, qué asco, caracho, mira, exquisita chocolatería casi sin uso, salón de té y simpatía para tres señoras despistadas o en pleno venimiento a menos, y cantina de mala muerte, según las horas del día, además. El amplio local abría bien amplio, bonito y limpio, por las mañanas, y luego, a medida que avanzaba el día, como que iba abdicando de su calidad de apto para todos los públicos y empezaba a convertirse en alborotado punto de encuentro de artistas sin arte y bohemios con tos, de algunos peñadictos y criollos guitarristas y cantantes de bufanda y emoliente, y, ya después, por la noche bien entrada y cubierto el piso de aserrín, en lugar de aterrizaje para chicos de familia todoterreno que iban o volvían de los burdeles de la Victoria, algún posible Colofón agonizante desde muy joven, policías y ladrones, en franca confraternidad, más gente que estuvo en cana prontuariada y todo. Era un sitio abierto a infinitas posibilidades, el D'Onofrio de la avenida Grau, y por supuesto que también había tenido su belle époque, la semana que lo inauguraron, uf, hace ya la tira de años, qué sé yo…

– ¿Y esos tipos, además de ser cusqueños y honderos, qué hacen? -les preguntó Carlitos a los mellizos, en una de las muchas oportunidades en que los cuatro se dirigieron al baño para achicar la bomba, en vista de que ningún peruano mea solo.

– Cobran y festejan cuando ganan, como ahora, o si no, pierden y se joden unos días, me imagino.

– ¿Y ustedes de dónde los sacaron?

– Nos pasaron el dato.

– ¿Y por qué no me avisaron nada?

– ¿Habrías aprobado nuestros métodos?

– Bueno, eran doce contra tres…

– Y pudieron ser veinte, también.

Hacia las nueve de la noche, Carlitos ya ni siquiera sabía si lo que quería era achicar la bomba o no. Los amigos cusqueños, por su parte, cobraron, mearon de una vez pa' todo el año, porque el asunto duró como mil horas, esta vez, se despidieron con abrazos andinos y costeños, se cagaron en la selva, eso sí, muy probablemente porque entre los aborígenes la cosa es con flechas y cervatanas envenenadas y la incomparable puntería selvátiva se las arregla hasta para reducirle a uno la cabeza, tras haberse devorado el cuerpo, todo a traición, por supuesto, chunchos chuchas de su madre, les dejaron tarjetitas publicitarias del negocio, para que las repartieran e ir así haciendo empresa, tarjetitas con los colores patrios y un mapita del Perú sin Amazonía, por supuesto, y se lanzaron autóctonos a la noche y sus consejos.

Muy distinto fue el rumbo histórico que tomaron los mellizos y Carlitos, o lo que quedaba de él. Iban en el cupé verdecito de los mellizos, rumbo a la calle de la Amargura, donde Molina debía estar esperando a Carlitos, como cada día, cuando regresaba de clases, aunque ésta era la primera vez que el joven novio de doña Natalia no tenía cuándo llegar, qué le habrá pasado, caray, pero yo de aquí no me puedo mover. Molina y el Daimler, ambos por rubios Albión, por carísimos y hasta por uniformados y nunca jamás vistos ni imaginados, siquiera, por aquella avenida Grau en la que quedaba la Escuela de Medicina de San Fernando, muy cerquita ya al límite entre el bien y el mal, o el rojo, pero de burdel, y el negro, pero de raza esclava importada del África, más una clase media ya sin medios y unos prostíbulos de a dos por medio, un proletariado y su lumpen y, en fin, de todo, como en botica, pero really made in Perú, Molina y el Daimler, a cuál más caro en lo suyo, jamás deberían ni siquiera acercarse por esa jungla de asfalto y navajas, porque ipso facto serían asaltados, golpeados, desvalijados y revendidos, cada uno a su manera, por supuesto, de la misma forma en que a los mellizos y a Carlitos les habían preparado una comisión de bienvenida, que sí, que sí correspondía a una vieja práctica estudiantil, pero que no, que no era exactamente la práctica habitual, sino, digamos, algo especialmente hecho a la medida, blanquinosos de mierda. Y, por lo demás, si el noble y fiel Molina hubiese decidido que su deber era llevar y recoger al joven Carlitos de sus clases, lo más probable es que se hubiese quedado sin automóvil, de entrada, porque un señor Daimler jamás hubiese aceptado recorridos de tan baja calidad y hasta hubiese optado por el suicidio, estamos convencidos.

Pero bueno, las cervezas y el peligro a veces pueden tener notables, históricas y hasta patrióticas consecuencias. Porque, mientras Carlitos ya no acertaba ni a achicar la bomba, expresión que, por lo demás, jamás había oído en su vida, hasta ese día, entre copa y copa a los mellizos se les había ido subiendo a la cabeza la gran victoria obtenida esa mañana ante doce tipos, que, a lo mejor, ni estudiantes eran, o son resentidos apristas o rabanitos comunistas, estudiantes profesionales, huelguistas y camorreros, carajo, una gran victoria obtenida nada menos que en el barrio de La Victoria, o en el límite, que da lo mismo porque todo se está yendo a la mierda en la Lima antigua, y ahora, nuevamente por la avenida Grau, pero en el sentido contrario y como quien regresa a la civilización, se toparon nada menos que con el Caballero de los Mares, el Héroe Máximo, el almirante Miguel Grau, esperando ahí de pie, en su estatua, siempre ahí arriba y alerta en la defensa de la patria, caballero, señor, hombre, varón, y macho, mirando al horizonte en busca de aquel barco enemigo y, bueno, también de aquellos barcos peruanos que le fueron a traer de Europa con colecta nacional de joyas, piedras y metales preciosos, o sea, de la gente decente y blanca y bien, y no los cholos de mierda de esta mañana, porque a ésos no les da ni para un diente de oro, a los que nosotros tres, sí, carajo, tres contra todos, espantamos como moscas, esta mañana, y así también el Caballero de los Mares, que al final se quedó sin joyas y sin barcos y sólo a punta de huevos, el pobre héroe… En fin, lo de los mellizos Céspedes era ya toda una proclama en la que se mezclaban la historia con la trompeadera, y la plaza del almirante Miguel Grau la cruzaron realmente inflamados, los tipos, hazaña tras hazaña, mientras Carlitos, todo despatarrado en el asiento posterior del cupé del 46, lograba meter su cuchara, de rato en rato, cada vez más aguafiestas y borracho, eso sí, y cuantas más batallas y broncas y entreveros se jactaban de haber vencido los mellizos, más les recordaba que, bueno, qué valientes estuvimos todos, creo yo, pero jamás tanto como el almirante Caballero y además con la ayuda de cuatro honderos cusqueños.

– ¡El almirante dejó familia! -exclamó Arturo, de repente, como quien descubre América y sus consecuencias.

– ¡Hay descendientes del Caballero de los Mares! -gritó Raúl.

– ¡Seguro que hay nietas o biznietas! -se pasó una luz roja Arturo.

– Ojalá sólo sean dos -gargarizó Carlitos, incomodísimo con tantas piernas propias en el asiento de atrás, pero lo suficientemente lúcido aún para añadir-: Hemos llegado al momento culminante del estrellato del día de hoy. El climax, que le dicen.

– ¿No te das cuenta, Carlitos?

– Ya dije que ojalá sean dos, no más, por amor a Dios.

– ¿Pero tú nos ayudarías? ¿Tú las llamarías por teléfono, por ejemplo? Recuerda lo bien que llamaste a las chicas Vélez Sarsfield.

– Las amazonas, sí… Siempre recuerdo a Melanie… Y francamente no creo que ustedes puedan olvidar jamás la equitación, je, je…

– ¿Nos ayudas, Carlitos?

– No. Llamen a los honderos cusqueños.

– No jodas, pues, hermanito.

– Piénsenlo bien… El polo y la equitación y todo eso… Recuerden… Porque esta vez, a lo mejor, los llevan a la guerra en altamar y eso también requiere sus disfraces…

– Uniformes de la patria, Carlitos. Te estás cayendo de la borrachera.

– Me estoy cayendo al mar, sí, y no sé cómo voy a flotar con la cantidad de piernas que me han brotado… O es que este carro de… de… de mier novecientos cuarenta y seis no está preparado para llevar un ciempiés en el asiento de atrás…

– Ya llegamos, Carlitos. No te duermas. Estamos en esta casa en la que tanto estudiamos…

– ¿Y Molina?

– ¿No lo ves, parado ahí?

– ¿Y Martirio?

– Consuelo, Carlitos.

– Colofón.

– …

– Colofón, carajo…

– …

– Que conste que yo no he preguntado: ¿Y Colofón? Yo sólo he dicho Colofón.

– Bájate de una vez por todas, Carlitos…

– Colofón: Buenas noches, Molina.

– Hola, joven Carlitos… Viene usted…

– Este es el colofón de un gran día, Molina, aunque sinceramente le digo que, Dios quiera, entre la descendencia de don Miguel Caballero no haya señoritas que navegan, por ejemplo… En fin, usted me entiende…

– ¿O sea que hay moros en la costa, joven?

– Y cuatro honderos cusqueños, oiga usted, Molina, pero aquí a los pobres como que, poco a poco, los hemos ido dejando sin gesta ni pasado imperial incaico alguno… Por robarles, creo que hasta les hemos robado sus hondas, ya.

– Me lo contará usted en el camino, joven, pero vamos, que la señora Natalia debe de estar bastante inquieta…

– Recuerdo haberla llamado hasta en dos ocasiones para explicarle que iba al baño a achicar la bomba…

– Eso fue hace ya bastante rato, le señalo.

– Pero mire usted. Para serle muy sincero, he pasado un hermoso día con los mellizos. El primero de mi vida, creo, ahora que ya no pueden oírnos. Y lo único que me preocupa, eso sí, es cómo odian los honderos cusqueños a los cervataneros amazónicos. Y todo esto mientras hablan de un amor inmenso por el Perú.

– No me cuenta usted nada nuevo, joven.

– Pues si quiere que le cuente algo novísimo, Molina, déjeme que le diga que también me preocupa inmensamente la posible descendencia femenina del almirante Miguel Caballero.

– Miguel Grau, Carlitos.

– Ése es el nombre de la plaza, pero no el de la estatua, Molina…

Carlitos dormía profundamente cuando llegaron al huerto.


Pues parece que existían muchas descendientas del Caballero de los Mares, de acuerdo a las exhaustivas averiguaciones que realizaron los mellizos Céspedes, a lo largo de varias semanas. Y todas pertenecían a estupendas familias limeñas, aunque no todas, eso sí, poseyeran una fortuna que mantuviera el lustre que debe acompañar a un nombre que los peruanos de buena y mala pro llevamos grabado con letras de oro y cañonazos en lo más hondo de nuestro corazón.

¿Qué hacer, pues? Bueno, por lo pronto enterarse bien de cómo eran esas descendientas, esperarlas en las salidas de sus casas, de sus colegios, de sus misas y cines dominicales, e ir anotando en la lista de nombres y direcciones que ya poseían los pros y los contras, para luego irlos sopesando poco a poco e ir procediendo finalmente por eliminación. La gran condición, el requisito sine qua non, para no caerse de esa lista, era, por supuesto, ser descendienta directa del Caballero de la Mar Alta y el ensangrentado océano Pacífico. Y había que ver a los mellizos entregados a su labor, estacionados estratégicamente en esta o aquella esquina, en distintas bancas y asientos de muy distintas iglesias y cines, en todo tipo de barrios, o corriendo de la salida de un colegio a la salida de otro, lápiz y papel en mano, preparando el primer borrador de descendientas, tachando, suprimiendo, volviendo a anotar, decidiendo que, claro, la gran ventaja en este caso es que no necesariamente tenían que ser hermanas, las descendientas, como Carlitos imaginaba, aferrado a la esperanza de que ellos no encontraran tres hermanas más de edad conveniente, como las Vélez Sarsfield, ya que en este caso todas tenían que ser primas, cuando menos, y en la selección final podían entrar, por qué no, alguna descendiente muy rica y otra que podía incluso vivir en una calle como la de la Amargura, en vista de que, aunque apenas se conocieran o frecuentaran, el profundo vaso comunicante que era el héroe las movilizaría a todas y las llevaría a comportarse con el debido respeto por la pariente pobre, a la rica, y con total familiaridad y desenvoltura, a la menos afortunada, aunque claro, también es cierto que eran ellos los que estaban dispuestos a taponear cualquier vaso comunicante que llevara desde los Céspedes Salinas de la calle de la Amargura hasta una descendíenta heroica cuyo padre no fuera un contribuyente importante de la república, cuando menos.

Ésta era una larga etapa en que los mellizos ni le tocaban el tema de las descendientas a Carlitos, salvo alguna pequeñísima consulta sobre los padres de alguna de ellas, cuando no lograban encontrar los datos necesarios acerca de una mayor o menor solvencia económica, por ejemplo, o cuando alguna información obtenida de segunda mano no parecía cuadrar en aquel verdadero padrón heroico al que Arturo y Raúl se habían entregado con científico rigor y altísima desesperación social. Carlitos, que jamás se había enterado de quién es quién en la ciudad en que vivía, recurría generalmente a Natalia, que sí que estaba perfectamente bien enterada de todo aquello, pero que en cambio habría dado íntegra su fortuna por haberlo ignorado siempre.

– Esos amigos tuyos nunca dejarán de sorprenderme, mi amor.

– A mí tampoco, la verdad. Y es que son realmente increíbles. Ahora, por ejemplo, asisten a clases puntualmente, toman sus notas y estudian, eso sí, pero yo creo que ni duermen pensando en el asunto de las descendientas del almirante. Por ahora, lo sé, me lo están ocultando, y es que no me necesitan para nada, o apenas, pero ya verás tú cuando hayan elegido a sus candidatas…

– Y ya verás tú también cuando hayan elegido a sus candidatas, si te eligen una para ti también… Te mato, Carlitos.

– Pero si alguna vez hablamos de que podía resultar positivo para nosotros que yo fuera visto con otras chicas. Podía calmar un poco tanta tensión con mi familia, y eso…

– Nada va a calmar ya esa tensión, desgraciadamente, Carlitos. Yo conté con que ahora que ya has cumplido los diecicho años y, digamos, has dejado de pertenecer a la categoría bebe raptado por vieja corrompida, algo podía cambiar. Pero no. Sigues siendo un bebe, ahora de dieciocho años, raptado por una vieja corrompidísima, que además mató a sus padres a disgustos, y que continúa feliz en su loca carrera delictiva, esta vez con un menor de edad.

– ¿Y si Cristi y Marisol vinieran a vernos? Ellas estaban bastante dispuestas a venir, te lo conté, y yo creo que sería sólo cuestión de animarlas un poquito más.

– Ni se te ocurra, Carlitos. Ni se te ocurra, por favor. Luigi asegura que hay policías de civil y detectives vigilándonos día y noche.

– ¿Y si nos fugáramos a tu casa de Chorrillos?

– Tú vas y vienes todos los días de la escuela, mi amor… Eso no duraría ni una semana.

– ¿Entonces?

– Yo podría…

– ¿Tú podrías, qué?

– Tengo amigos poderosos dentro y fuera de este país y podríamos largarnos a vivir en París o en Londres. Estudiarías toda tu carrera allá.

– Pero si apenas poseo un carné universitario…

– Ésa es la parte que yo puedo arreglar, Carlitos.

– ¿Entonces, cuál es la que no puedes arreglar, Natalia?

– No sé si te va a doler o no, mi amor, lo que te voy a decir…

– Pues dilo, y veremos.

– Si supieras el trabajo que me cuesta, Carlitos. Pero la verdad es que yo, yo, a veces, me pongo en el pellejo de tus padres. Y te miro y eres un niño…

– ¿Y tú eres una vieja corrompidísima…?

– No, mi amor. Yo te juro que eso no lo he sido jamás en mi vida.

– Y yo soy un niño que te cree.

– Entonces créeme también que el mejor amante del mundo, o sea, Carlitos Alegre di Lucca, el más fogoso, original, noble y entretenido, es un niño.

Natalia se había puesto de pie y se disponía a correr y encerrarse en su escritorio, para tumbarse a llorar ahí horas y horas. ¿En qué momento se le escapó el control de esa conversación? ¿En qué momento se les desvió la conversación sobre los mellizos y su inefable padrón de descendientas históricas? ¿Por qué, en contra de lo que se había jurado hacer siempre, acababa de soltarle a Carlitos unas verdades y una información que sólo podían desconcertarlo y herirlo, y que sólo podían dejarlo más desarmado que nunca, psicológicamente. Natalia ya se estaba alejando precipitadamente de la sala, ya había dejado escapar sus primeros lagrimones, cuando de golpe el amante niño como que creció, o se creció, o, lo que es más aún, se agigantó y la contuvo con una presencia de ánimo que ya habría querido ella poseer en momentos como aquél. Pero Natalia, que podía ser tremenda, era también una mujer tremendamente herida y el amante niño a veces era capaz de juguetear con tan poderosa e importante dama como una fiera con su cachorrita.

– La mayoría de edad a los dieciocho años ya existe en otros países, Natalia, y además quiero que sepas que estoy dispuesto a canjear mi carné estudiantil por un pasaporte falso. Y cuanto más falso, mejor, para que veas que tampoco pierdo mi sentido del humor y del amor, dicho sea de paso…

Natalia se dejó caer en el sofá, ahí a su lado, y se lo iba a comer a besos, pero él le dijo: Pues bien, mi amor, como decíamos ayer, y vete tú a saber en qué momento nos alejamos de los mellizos y su padrón de descendientas heroicas, porque las pobres nietas o bisnietas, o lo que sea, del almirante, realmente van a tener que sacar a relucir todo el valor y la casta, toda la suprema elegancia y hasta el respeto por el enemigo, toda la grandeza, en fin, que caracterizó a don Miguel Grau, para tragarse sin que se note y sin indigestarse, y sin humillarlos, tampoco, todos los lugares comunes y las frases sublimes que este par de locos les van a soltar, una tras otras, sobre su glorioso antepasado, qué horror, qué ensalada de huachaferías, y cuántas mecas y cumbres y firmamentos estrellados, y cuántas veces no habrá de teñir el Pacífico de rojo con su sangre azul el Caballero de los Mares, a mala hora, a pésima hora se nos ocurrió pasar por la plaza Grau con tanta cerveza en el cuerpo. ¿Y a que no sabes la última, Natalia? Pues déjame contarte que el par de locos estos, para inflamarse más con la grandeza de nuestra historia y la gesta del almirante, y, además, como la calle de la Amargura no les queda nada lejos, se instalan en plena plaza y sacan su padrón y lo van corrigiendo y perfeccionando ante la mirada histórica de don Miguel, para que éste los ilumine con su ejemplo, y luego, cuando el trabajo esté terminado, es también el héroe quien les va a aconsejar cuáles son las descendientas que debo yo llamar por teléfono, sí, porque el de las llamadas soy yo, nuevamente, lo cual no deja de ser una prueba de confianza en mí y de desconfianza en sí mismos. Y por último te cuento que el héroe parece que el otro día tuvo una desavenencia con ellos, te lo juro, Natalia, me lo confesaron, en lo poco, muy poco, que hemos hablado del tema, pero resulta que el héroe los dejó turulatos cuando les dijo que, al elegir, no tomaran para nada en cuenta el dinero, que el desinterés por los bienes materiales de este mundo es fundamental cuando se quiere emprender grandes hazañas, que toda una vida de privaciones fortalece el alma y forja el carácter heroico, y que, paralelamente, los bienes espirituales y el ascetismo franciscano suelen resultar fundamentales para el cumplimiento de los más altos ideales…

– Pero es que nosotros tenemos que pagarle con creces miles de cosas a nuestra santa madre, almirante…

– ¿Les ha pedido algo, acaso, vuestra santa madre, a cambio de sus desvelos?

– Bueno, la verdad es que, así, muy directamente, señor héroe, no, nunca, pero… -le argumentaba Arturo a la estatua.

– Pero es que uno quisiera, señor héroe… -metía su cuchara, también, Raúl, abundando en las razones tan metalizadas de su hermano.

– Señores, piénsenlo bien y sigamos conversando otra noche. Esta estatua está cansada y aún tiene que vigilar muchos siglos de historia en el horizonte patrio.

– ¡Viva Miguel Grau! -exclamó Raúl.

– ¡Eternamente! -lo secundó Arturo.

Pero después los mellizos pusieron en marcha el motor del cupé y para nada estuvieron de acuerdo con la austeridad del héroe y cada uno le abrió su alma al otro, que era como un juego de espejos cantando a dúo, además, y no, no podía ser, pues Arturo, que todo un señor héroe se contentara con un cupecito del 46 y no le pagara con creces a mamá, no, ni hablar, claro, pero bueno, tampoco tenemos que contárselo nunca, para qué, y en cambio al que sí tenemos que contárselo todo, ya, creo yo, es a Carlitos, para que, no bien tengamos a las finalistas del Miss Patriotismo, nos preste el Daimler y al Molina ese también y se venga también con nosotros algunas veces…

– ¿Y Natalia de Larrea, Arturo?

– Nadie le ha pedido a Carlitos Alegre que le saque la vuelta a tremendo hembrón, Raúl. De lo que se trata es de que nos sirva de director técnico y nada más.

Natalia de Larrea había pedido una copa de champán para brindar por la historia de Carlitos y olvidar sus lágrimas de hace un rato. Luego pidió una copa más, para brindar porque en algunos países la mayoría de edad era a los dieciocho años, y la tercera copa de champán la pidió para brindar por el pasaporte falso que no tardaban en utilizar para llegar a la alcoba de su amor y también por esta ciudad de Lima, cuyo príncipe y amante máximo era, indudablemente, un niño, pero qué niño, santo cielo, yo me lo como vivo…

Pésimas noticias había, en cambio, para los mellizos Arturo y Raúl. Porque, oh, horror, las más pobres de todas las descendientas pobres del pobre héroe, resulta que llevaban un segundo apellido de esos que en la Lima de los cincuenta sonaban a mucho más que a la crema y nata. Y el padrón ya estaba terminado y los mellizos ahí, estacionados frente a la estatua, en plena plaza Grau, y presa de mil contradicciones, porque además los hermanos Henstridge, que éste era el apellido, simple y llanamente no usaban dinero, porque dinero no tenían ni tuvieron ni tendrán, pero vivían con creces y no sólo en Lima, qué va, sino también en costas como la Azul y la Amalfitana, invitadísimos siempre por alguna familia real o realmente multimillonaria, y una de las Henstridge, la única mujer, en realidad, era nada menos que la madre con creces de dos descendientas del almirante, que lo tenían todo, cuando estaban invitadas, y que no tenían absolutamente nada, salvo un genuino refinamiento, cuando no estaban invitadas. Y bueno, así eran los Henstridge: todo estaba siempre bien para ellos, y, cuando nadie los invitaba, se resignaban, y cuando alguien los invitaba, también se resignaban, aunque el anfitrión fuera por ejemplo el barón Rothschild, descendiente directo de Meyer Amschel Rothschild, fundador de la banca que lleva su nombre y administrador de la fortuna del elector de Hesse, Guillermo I. El barón siempre había sentido un afecto muy especial por los Henstridge de Lima, y en especial por Matthias y Olga, la entrañable, linda y finísima esposa del nieto mayor del Caballero de los Mares.

Les dieron las cinco de la madrugada a los mellizos Céspedes, ahí en la plaza Grau, abrumados por semejantes informaciones internacionales y porque ellos ya habían inspeccionado la modestísima vivienda de la Magdalena Vieja en que vivían aquellas dos descendientas de la estatua. Y, sin embargo, aquellas dos hermosas muchachas -también las habían visto a la salida de misa y en un cine- frecuentaban nada menos que a la familia Rothschild y sus padres y sus tíos eran recibidos por príncipes y hasta por reyes.

– ¿Cómo, entonces, se puede ser tan pobre?

– ¿Tú no crees que entre tanto rey y barón algo les tiene que salpicar? ¿Unos dolarillos? ¿Unas libras esterlinas?

– Yo sólo sé que ya no sé nada, Arturo.

– Y a mí se me han roto todos los esquemas, Raúl. Se me han hecho añicos.

– Uno tras otro, sí. A mí también. Añicos.

– Ésas dos fueron las primeras que tachamos para siempre.

– Pues ahora ponlas en el primer lugar y tacha a todas las demás.

– El héroe se va a poner feliz cuando sepa que hemos terminado por darle la razón.

– Y con creces, Raúl.

– Pero yo insisto en que un barón Rothschild tiene que salpicar, Arturo.

– ¿Qué hora es?

– Las cinco y media, casi.

– A las ocho en punto llamamos a Carlitos.

– Se va a aferrar a que son sólo dos hermanas y nos va a mandar al diablo.

– No. Carlitos es buena gente en eso. Nos hará el bajo. Él las llamará y se hará pasar por ti y por mí, en el teléfono. Además, la primera vez que vayamos tiene que acompañarnos.

– ¿Pero con qué pretexto?

– Es loco, es buena gente, es nuestro íntimo amigo, su chica lo dejó plantado, estaba tristísimo y nos dio tanta pena que lo dejamos colarse. Y además el Daimler…

– ¿Y si nos falla lo del Daimler, como con las cretinas de las Vélez Sarsfield? Recuerda el consejo del propio Carlitos, creo: A unas chicas pobres las impresionas con un Daimler y a unas ricas con un cupecito carcochón.

– Pero estas descendientas no son ni ricas ni pobres sino todo lo contrario. En fin, ni sé lo que son.

– Dicen que son muy genuinas.

– ¿Y eso cómo se come, carajo?

– Pregúntale al almirante.

– No, vamonos, mejor.

– Con todo el respeto, con todo el amor patrio, y con todo el honor, si supiera usted, Caballero de los Mares, el lío en que nos ha metido…

– Pero viva el almirante Miguel Grau, de cualquier forma, Arturo.

– Por los siglos de los siglos, hermano, palabra de honor. Y a pesar de los pesares.

– Aunque ojalá salpique algo, siquiera, el barón de Rothschild, carajo, Arturo.

– Ya habría salpicado, Raúl.

– ¿Cómo lo sabes?

– Piensa en la casita de las heroínas… Ahí nació su padre y ahí nacieron ellas. ¿Eso no te dice nada? Son demasiados años sin moverse de Magdalena Vieja.

– ¿O sea, que ni una sola salpicadita del barón?

– Carajo, Arturo, si por lo menos las hubiera salpicado hasta Magdalena Nueva.

– Gente muy genuina. ¿Qué querrá decir eso de la genuinidad?

– Ni idea, Raúl. ¿Y tú crees que se puede decir genuinidad?

– Bueno, al menos mientras no nos oiga nadie.

– En fin, pronto nos enteraremos, Raúl.

Todo era un dechado de genuinidad en el mundo de Silvina y Talía Grau Henstridge y en su conmovedora casita de la Magdalena Vieja. Ellas eran bien bonitas, genuinamente bonitas y finas y esmeradas y como llevadas ya por el viento, y la casita en sí no era tan chiquita como parecía, medio perdida ahí al fondo del jardín, sino que la familia en general tenía un genuino gusto por las plantas y las flores y éstas habían crecido tanto y eran tan abundantes que prácticamente lograban que la vivienda desapareciera encantadoramente en medio de millones de colores combinados con genuino buen gusto y un real conocimiento del arte de la jardinería, salpicado probablemente por la cantidad de jardines tipo Finzi Contini o Rothschild o Duque de Anjou que el matrimonio Grau Henstridge acostumbraba frecuentar en sus visitas a Europa, África y Oriente. No adinerados como eran, más que pobres, Olga Henstridge y Jaime Grau poseían sin embargo una genuina capacidad para contagiarse de todas las cosas hermosas que iban viendo por el mundo, cada vez que alguien los invitaba a Italia o a Etiopía, por mencionar tan sólo dos de sus últimos viajes, y, aunque jamás regresaban cargados de maletas ni de nada, más bien todo lo contrario, sus retinas, en cambio, parecían almacenar toneladas de belleza que, luego, tanto ella como él, desembarcaban en el primer objeto o rincón en que posaban su mirada, o en aquel punto del jardín, o sobre ese viejo aparador, o sobre el piano heredado de la abuela, o en el dormitorio de Silvina y Talía, que también parecían haber heredado este genuino don de sus padres, aunque sobre esto, en fin, será el tiempo quien nos dé a conocer su veredicto, pero probable es, sí, señor, cómo no. ¿Cuál era la magia, cuál la sabiduría, de Olga y de Jaime? Pues simplemente cambiar una plantita de lugar, o colocar esta sencilla porcelana allá, en vez de aquí, o subir el florerito este al cuarto de las chicas. El resultado, en todo caso, era siempre genuino, y como viajaban tanto y posaban la mirada sobre tantas maravillas de la humanidad, lo suyo era, por un sencillo y nada calculado efecto de acumulación, un real y verdadero dechado de genuinidad, para emplear, una vez más, este neologismo Céspedes Salinas.

Y nada menos que ahí fueron a caer los mellizos Arturo y Raúl, con su neologismo y todo, aunque lo menos genuinamente que darse pueda, para que nos vayamos entendiendo de entrada. Por supuesto que fue Carlitos el que llamó a Silvina y a Talía, con los mellizos colgadísimos de su teléfono y hasta atreviéndose a meter su cuchara, de vez en cuando, y nada menos que bajo el nombre de Carlitos Alegre, con lo cual las pobres chicas se confundían una y otra vez, pero es que los tipos no lograban retenerse y simple y llanamente tenían que soltar lo de su admiración total por el Caballero de los Mares e incluso soltaban disparates tales como que ellos dos últimamente habían dialogado mucho con el héroe, creando un desconcierto mayor aún, y hasta alguna confusión, aunque sin faltar a la verdad, es verdad, pero lo que pasa es que a los pobres Raúl y Arturo como que se les había secado un poquito el cerebro con tanta conversación heroica y parece ser además que tantas horas pasadas ahí a solas con la estatua, madrugando noche tras noche, en la plaza Grau, los había trastornado un poquito, y ahora, a todo trapo, lo que querían era que Silvina y Talía se enteraran de que ellos eran dos caballeros a carta cabal, dos auténticos patriotas, dos… dos…

– Soy dos algo más, Talía -dijo Carlitos, bastante harto y confundido, también, y agregándoles ahí a los mellizos colgantes-: Sigan soplando, pues, idiotas, porque yo he perdido completamente el hilo… Son… Son… Son dos dechados de virtudes con creces, Talía, me informan, aquí.

– Y yo ya lo adiviné todo -le dijo ella.

– ¿Cómo?

– Ya Silvina lo había sospechado. Y, claro, tenía razón, ella.

– ¿Cómo?

– Y yo acabo de adivinarlo.

– ¿Cómo?

– Mira, Carlitos Alegre. Nosotras somos bien amigas de Susy y Mary Vélez Sarsfield…

– ¿Y de Melanie?

– No, ella es muy chiquilla, todavía. Pero, bueno, Susy y Mary nos invitan todos los años a Europa y…

– ¡Dios mío! ¡En qué trampa he caído! Y, perdóname un instante, por favor, Talía, pero es que, de paso, los mellizos también se han caído, aunque de espaldas, en su caso…

– Bien hecho. Eso les pasa por tramposos, a los tres.

– Entonces, chau. Y te juro que yo sólo estaba tratando de ayudar a unos amigos.

– Pues ahora ayúdalos a que se pongan de pie.

– Chau, Talía… Y, por favor, perdóname. No, no intentes comprenderme. Tanto no te pido. Sólo que me perdones cristianamente, y que lo olvides todo, si puedes.

– Carlitos, escúchame un instante.

– Debo parecerte un pobre diablo… Una alca… Perdón…

– Te he pedido que me escuches, Carlitos, por favor. Y créeme que no me pareces ningún alcahuete, y que tanto Silvina como yo queremos conocerlos a los tres. Y mi mami y papi, que acaban de regresar de Italia, me ruegan que los invite a los cuatro a tomar té mañana.

– ¿Los cuatro?

– Sí, con la señora Natalia de Larrea, también.

– ¡Natalia y nosotros tres somos cuatro, claro!

– Exacto. Y mis papis me encargan decirte que ellos quieren mucho a Natalia, que a menudo se encuentran en París o en Londres cuando ella viaja a Europa, y que, por favor, no les vaya a fallar mañana. Y, además, Carlitos, por cuestiones de buena educación, y punto, ten la absoluta seguridad de que mis papis ya llamaron a la señora De Larrea, y que, a lo mejor, ella todavía no te ha dicho nada o es que prefiere hacerles alguna bromita a ti y a los mellizos esos, tan poco genuinos, por lo que voy viendo y oyendo…

Hacía rato que Carlitos hablaba desde un teléfono desprendido de una pared, que había dejado un hueco de quincha y adobe, en su lugar, ante dos mellizos sentados en el suelo con unas impresionantes caras de cojudos, pero, en fin, los cables parece que continuaban funcionando correctamente y que mañana, en efecto, los cuatro tenían té en casa de los Grau Henstridge y que vaya coincidencias y sorpresas y tecitos…

– Me despido, Talía. Y debo confesarte, humildemente, que yo soy Carlitos Alegre, sí, pero que al menos no me estoy arrastrando por los suelos como el dechado de virtudes este, que me pidió que te metiera letra.

– Lo haces bastante bien, Carlitos. Lo que pasa es que ya las Vélez Sarsfield le habían contado a Silvina, y ella a mí…

– ¡Yo me pego un tiro, Talía! ¡Y es que parece que además de todo nos estamos volviendo famosos! ¡Y qué tal famita, caray, para qué te cuento!

– Ya mañana veremos, Carlitos…

– ¿Cómo?

– Pues, por lo pronto, tú tienes una famota, campeón…

O sea que fue Natalia la que puso orden en la expedición bipartita que partió al día siguiente rumbo a la Magdalena Vieja. Para empezar, ella optó por su Mini Minor para travesuras, el rojito, y por viajar sólo con Carlitos, desde Surco. Olga y Jaime Grau eran como dos hermanos para Natalia, y jamás la habían juzgado ni nada, sólo querido, o sea, que ni protocolo ni formalismos ni nada, con ellos. O se optaba por la sencillez o no se asomaba siquiera la nariz donde esa gente tan natural. Y por eso, también, a los mellizos los optó, sí, los optó por salir nada menos que de la calle de la Amargura, y así, con todito su nombre completo, calle de la Amargura venida a menos, los optó también por el cupé del 46 y la verdad de la mermelada, y al pobre Molina y su Daimler los dejó sin más opción que la de permanecer en el huerto, a la espera de noticias del nuevo Waterloo de los amigos del señor Carlitos, doña Natalia, me hubiera gustado tanto asistir, francamente, señora…

– Está usted irreconocible desde que regresé de Europa, Molina-le dijo Natalia, haciendo grandes esfuerzos para no soltar la carcajada, ahí no más.

– A Molina le da por reírse de mis amigos. ¿O no, Molina…?

– ¿Sólo a él? -se le escapó a Natalia, que realmente ya no aguantaba más.

Pues no sólo a él, por supuesto, aunque la verdad es que, en casa de los Grau Henstridge, los pobres mellizos se lucieron bastante poco el día dé su debut, aunque todos los ahí presentes realmente no supieron cómo tomarse una suerte de declaración de principios, o algo similar -pero que, eso sí, debía pintarlos de cuerpo entero, y de alma entera, también, claro-, que los pobres soltaron simultáneamente mientras admiraban un retrato del almirante, que, además, calificaron de anónimo, porque jamás lo habían visto antes y sin duda también por lo acostumbrados que estaban al retrato del héroe de los manuales escolares o -y ellos más que nadie, podría decirse- a la estatua de la plaza Grau. En fin, lo cierto es que nadie estaba hablando del héroe ni de heroísmo ni de nada, cuando los mellizos se dirigieron al retrato anónimo del almirante, lo miraron, se inflamaron, y voltearon donde unos descendientes sin duda alguna finísimos, pero que, la verdad, el barón Rothschild no parecía haber salpicado ni tener la intención de salpicar jamás. Pero bueno, la inflamación continuaba y los mellizos se decharon como nunca de virtudes, al comentar:

– Nosotros hablamos a menudo con don Miguel, don Jaime, doña Olga…

– Yo creo que se refieren al don Miguel de la plaza y la estatua -metió las cuatro, Carlitos, en un desesperado y totalmente fracasado afán de arreglarla, motivo por el cual doña Olga Henstridge de Grau optó por servir el té antes de tiempo y continuar contándole a Natalia su último viaje por los Abruzos, tan abruptos siempre, sobre todo en las provincias de Chieti, Aquila, Pescara y Teramo, aunque no te puedes imaginar lo lindo que se pone todo cuando llegas al borde del mar y te encuentras con unos pescadores que, o son encantadores y te prestan sus sombrillas, por ejemplo, o son unas fieras que ni caso te hacen cuando quieres comprarles unas simples sardinitas.

– Y me contabas de una comida…

– En San Silvano, sí, con el duque de Anjou, Louis de Bourbon, que no te imaginas cuánto se parece a Tyrone Power, pero en más bello y refinado, por supuesto. Pero tú también lo conociste, ¿no?

– Y lo recuerdo muy bien, sí, con ese parecido a Tyrone Power. ¿Cómo está, el buen Louis?

– Iba camino de Notre Dame de Lorette, pero siempre encontró tiempo para invitarnos y contarnos la increíble odisea del corazón de Louis XVII, antes de encontrar paz y reposo finalmente en Saint Denis…

– ¿Un infar…? -empezaba a preguntar Arturo Céspedes.

– Un hecho infausto, más bien, y ocurrido a finales del siglo dieciocho -lo interrumpió don Jaime Grau, rogándole a sus hijas que aceleraran un poquito lo del té, porque… Bueno, porque muero de ganas de tomarme una taza de té…

Carlitos llevaba con los dedos ocultos la contabilidad de las carcajadas que se estaba perdiendo el pobre Molina, cuando por fin llegó el juego de té más y menos lindo del mundo, al mismo tiempo, algo que, por lo demás, empezaban ya a notarlo los mellizos, ocurría también con el jardín de la casa y con la casa misma y con esa tetera que no era ni siquiera de plata, pero que, con sólo mirarla, o tocarla, parece, los Grau Henstridge convertían en oro, o el aro de alpaca de esa servilleta que, con tan sólo bañarlo en el contenido de su retina viajera, convertían en platino, qué maravilla de genuinidad, caramba, ahora sí que ya sabemos qué es ser genuino, y qué no, y callémonos el resto de nuestra vida y sigamos frecuentando a Silvinita y Taliíta para que nos retinicen a nosotros también, y, a lo mejor, algún día, como en los cuentos de hadas, nosotros las bañamos a ellas en oro y en plata y, como las teteras y esa loza tan linda que ya se me convirtió en porcelana y así todo en nuestra vida con la varita mágica de esta gente…

– ¿Qué tal el té, muchachos? -les preguntó don Jaime.

– Me ha agradado -respondió Raúl Céspedes, que toda su vida había dicho que las cosas le gustaban, o no.

– Ha sido de mi entero agrado, sí, don Jaime -completó Arturo, al que también toda su vida las cosas le habían gustado, o no.

– ¿Y la mantequilla? -les preguntó Carlitos, jamás nunca se supo si en uno de sus famosos despistes, o si contabilizando ocultamente para el repertorio de Molina.

– Muy agradable también, sí.

– De mi entero agrado, también, sí.

– Y la mermelada.

– Sumamente agradable, Carlitos.

– Me sumo al agrado, Carlitos.

– ¿Y todo lo demás?

– De lo más agradable.

– ¡Carlitos! -le pegó un pellizcón, por fin, Natalia, para hacerlo volver a la realidad, pero desgraciadamente la realidad se convirtió en una carcajada.

– ¡Carlitos!

– ¡Presente!

Por supuesto que nadie, ahí, creyó en ese pellizcón, aunque la verdad es que también los hermanos Céspedes Salinas eran sencillamente increíbles. Pero, aun así, anocheció de lo más bonito en aquella sala, a medida que las retinas de aquella finísima familia iban posando sus caudales y raudales de buen gusto sobre las cosas de este mundo y los pobres mellizos se debatían entre el tener y el no tener, entre los austeros consejos del almirante heroico y las salpicaduras Rothschild, y a todo, eso sí, le aplicaban una tras otra las mil variantes del uso y abuso de la palabra agradable, ante la siempre divertida mirada de Silvina y Talía, que al final le confesaron a Carlitos que para ellas había sido muy entretenido conocer a los mellizos Céspedes Salinas, a los genuinos, claro está, porque tú los imitas pésimo en el teléfono.

Y, aunque parezca mentira, los mellizos se convirtieron en amigos de verdad de Silvina y Talía Grau Henstridge, y parece ser que también don Jaime y doña Olga les tomaron cariño. Doña Olga, en todo caso, le había comentado a Natalia la pena que le causó lo traumatizados que quedaron, la tarde de aquella primera visita, con el largo recuento que ella hizo de su viaje por los Abruzos y la comida aquella en San Silvano con el duque de Anjou, más la historia increíble aquella del corazón de Louis XVII, por supuesto.

– Los pobres chicos esos como que no estaban preparados, Natalia -le comentó Olga Henstridge, una mujer sensible, exquisita y bondadosa como pocas, agregando-: Tal vez debería haber dejado aquella historia para otra oportunidad.

– No te preocupes, Olga -le dijo Natalia, que andaba furiosa con los mellizos, porque acababan de terminar un nuevo padrón, pero de los primeros contribuyentes de la república, esta vez, para no verse envueltos en más líos de refinamientos genuinos, y más bien elegir a sus parejas en dinero contante y sonante. Y a Carlitos lo tenían loco con lo de las llamadas telefónicas.

– Son cosas de chicos, Natalia.

– De acuerdo, pero, sin querer queriendo, a mi Carlitos me lo van a convertir en un alcahuete profesional.

– Qué cosas dices, por favor, Natalia…

– No se. A veces me pongo muy nerviosa con esos tipos. Y es que Carlitos no tiene más amigos que ellos.

– Y a mí, ellos, en cambio, me dieron pena desde el primer día.

Se notó, sí, y a gritos, que a Olga le habían dado mucha pena los mellizos Céspedes y su desesperado arribismo. Natalia lo recordaba. A Olga le dio tanta pena lo del té tan agradable y la mantequilla tan de mi agrado y la mermelada me sumo al agrado, que aquella tarde posó larga e intensamente sus retinas sobre los mellizos, pero el asunto no surtió efecto alguno, y los tipos, ay, siguieron siempre exactos a sí mismos y sumamente agradados.

Todo lo contrario sucedía en cambio con Silvina y Talía, que eran dos chicas muy bonitas, sí, pero que cada vez que su papá las miraba devenían en realmente preciosas, ante la atónita mirada de los mellizos, que tontos no eran, la verdad, porque esa misma noche de la primera cita en casa de don Jaime Grau, mientras regresaban a la calle de la Amargura, e, incluso, a escondidas uno del otro, le posaron una intensa mirada a todo lo largo y ancho, y, muy en especial, al sector en que quedaba su casa, con la vana y vaga ilusión de un rápido y genuino contagio, de alguna partícula de belleza contraída en la casa de la Magdalena Vieja, a fuerza de observar esas retinas posadas sobre el mundo, llegando a la metalizada conclusión, totalmente equivocada, por supuesto, de que algo, una ñizca, aunque sea, de salpicadura Rothschild, tenía que haber en aquel asunto de los ojos Grau Henstridge, sus retinas, y sus miradas.

– Es que esos cojudos miran con ojos que han visto al barón Rothschild, Arturo.

– No me cabe la menor duda, Raúl.

Pues Dios y el almirante Grau, sin duda alguna, castigaron a los mellizos, por andar pensando en tanto bien terrenal y ninguno espiritual, ya que el tiempo hizo que Silvina y Talía heredaran lo Grau de don Jaime y lo Henstridge de doña Olga, pero, aunque Arturo y Raúl llegaron a ser amigos genuinos de aquellas muchachas, jamás una mirada de nadie los retinizó de manera alguna, salvo, claro está, la de las chicas Vélez Sarsfield, tan amigas de ellas, que, año tras año, las invitaron siempre a Europa, y que, bueno, sí, y a regañadientes, aceptaron que en el fondo los mellizos eran excelentes estudiantes y que podían llegar a convertirse en grandes médicos, con lo cual dejaron de mirarlos y tratarlos como a un par de cretinos, mas no por efecto de retina alguna, sino porque eran amigas de Silvina y Talía y nosotras somos sumamente respetuosas del parecer de cada cual, y allá nuestras amigas y esos cretinos, finalmente, aunque de mis labios jamás saldrá la palabra cre, Mary, ni de los míos tampoco, Susy…

– Pero si el único cretino en ese trío es Carlitos Alegre -soltó Melanie, sentadita ahí en su sofá gigantesco y de pésimo humor por el asunto aquel de su menstruación ignorada.