"El Huerto De Mi Amada" - читать интересную книгу автора (Echenique Alfredo Bryce)

IV

Con los diecinueve años cumplidos, a Carlitos Alegre le había salido, o se le había puesto, o le había quedado, y esperemos que no para siempre, una impresionante cara de quince, que realmente torturaba a Natalia, a la vez que le encantaba, porque además el tipo estaba cada día más niño de mirada y de actitud ante el mundo y de despistes y de todo, cada día más entrañable y ocurrente en las escenas de sala, terraza, baño y comedor, cada noche más fogoso, y también ocurrente y entrañable, en las escenas de alcoba y piscina apenas iluminada, cuando todo y todos dormían en el huerto, o se hacían los dormidos hasta los perros, y la señora y su amante parecían un solo fantasmón corriendo por el jardín, rumbo al agua, metido él calatito entre el albornoz blanco de su gran amor, hasta que llegaban al borde de la piscina y ella se levantaba el faldón de toalla blanca y lo dejaba escapar de ahí adentro, de esa total oscuridad, y él exclamaba, ante el borde tentador de la piscina iluminadita, que literalmente lo acababan de dar a luz, y con estas felices palabras se arrojaba muerto de risa a la pileta bautismal erótica.

– ¿Quién soy, amor? ¿Cuál es el nombre de pila y pipí que has escogido para mí? -le preguntaba, luego, chapoteando feliz, ahí en el agua.

– Eternamente Carlitos, Carlitos. Jamás te podría llamar de otra manera, mi amor, mi gran amor niño.

– Imagínate tú todo lo que se imaginarían los discípulos de Freud, si se enteraran de esto. ¡Qué cogitaciones!

– Gigantescos complejos recíprocos de Edipo.

– Y el parto de los montes.

– Eco. El parto de los montes, tú lo has dicho.

– E imagínate si me apellidase Montes…

– Pues todo un caso de predestinación fálico-clitórico-vaginal, o algo por el estilo, qué sé yo.

– Lo de Alegre tampoco debe de parecerles nada mal, a esos tipos.

Todas estas escenas terminaban siempre en la alcoba, a la cual accedían también siempre con un pasaporte falso que Natalia le había conseguido a Carlitos. En fin, cuestión de irse habituando al asunto, de irse acostumbrando, sí, porque Natalia andaba en eso y también en aquello. Y aquello era el arreglo muy importante que estaba efectuando con poderosos hombres de París, para que Carlitos obtuviera además una documentación francesa, francesa y completita, revalidara su primer año de estudios y hasta lo que llevaba del segundo, y continuara su carrera en la Facultad de Medicina de París. Y, en cuanto al Perú, ni una sola falsificación, ni nada, o, bueno, sólo esos veintiún añitos de mentira, y la mayoría de edad también, claro, en un pasaporte extendido con todas las de ley por el propio Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú.

Natalia, sin embargo, se aterraba a veces al mirar a Carlitos y ver la cara de quince años cada día más quince con que regresaba de su misa de seis. Y le daba rabia, a la vez, porque el tipo, cuando abandonaba la camota y la alcoba, era todo un hombre, un hombre hecho y derecho, con sus diecinueve años bien cumplidos, sus orgasmos, de llamar a los bomberos, bien acumulados en la mirada aún ardiente y deseosa, a pesar del sueño y el despertador, con todo su amor a cuestas y el peso de su fogosa virilidad, que incluso lo hacían caminar rumbo al baño como se camina rumbo a los veinte años de edad, y de ahí, de un saltito más, ya ni siquiera doce meses más, a la súper mayoría de edad, hombre hecho y derecho, macho y varón y mi amor. Y se duchaba con esa misma actitud mayor, cantando pésimo, eso sí, destrozando día a día su ya muy alterada versión de Siboney -todo parecido con la realidad era pura coincidencia, la verdad-, aunque cantando con la misma voz ronca y sin gallitos con que luego destrozaba cualquier otra canción mientras se secaba y se vestía. Si, incluso, a veces, cuando del baño regresaba a la cama, bien hombrecito, tarareando el nombre de Natalia para despedirse de su amor, ella hasta sospechaba que había pronunciado el nombre de una china, por qué no, y se ponía como loca de celos, mas sólo hasta que él le daba el beso de despedida de Carlitos Alegre, cuya característica fundamental era la de no tener cuando acabar, por lo distraído y fogoso que era el tipo, incluso a esas horas en que ni las gallinas daban aún señales de vida, pero él ya partía a su misa diaria y lo hacía bien varón y muy dueño de tu dueña, amor mío.

No, si aquello a veces hasta parecía Charlton Heston en la película Marabunta, despidiéndose de su mundo y Eleanor Parker, en la casona aquella en tecnicolor y como demasiado Beverly Hills para tan feroz selva virgen, porque Charlton, resulta, se había construido todo un mundo a la medida de sus hombros inconmensurables y sus espaldas y puños ídem, y sus bíceps y tríceps y pectoralazos sin medida ni clemencia, pero mala pata, porque la plantación iba de lo más bien, y justo entonces le ruge la marabunta al de Hollywood, la maldita plaga de hormigas, de todas las hormigas del mundo unidas, de varios continentes, rurales y urbanas, hormiguitas viajeras y hormigones, batallones romanos de hormigas, hormigas Napoleones y hormigas Julio César, hormigas prehistóricas y hormigas atómicas, todas, todas las hormigas del mundo le querían arrebatar hasta la dentadura postiza, al inmenso Charlton, y también sus botas, esas que brillaban perfectamente bien shoe shine, como lustradas por los limeños Magos del Trapo, otra marabunta, y hasta peor, incluso, que la hormiguera, como la de los que te cuidan el auto en Lima, también, trapo inmundo en mano marabunta, y no bien te descuidas te lo dejan perdido, ni qué decir del parabrisas, perfectamente le brillaban sus botazas de cuero Gucci, incluso mientras don Charlton iba dando trancazos bien Heston, bien amo y señor, por el barro y los pantanos de una selva inmisericorde, para enfrentarse, llanero solitario y pelo en pecho, con su maldita suerte color hormiga. Pues así, también, partía Carlitos Alegre a su misa de seis, o así lo veía su Natalia, colmada de amores y feliz, por una vez en la vida, retozando leonamente bajo esas cálidas sábanas llenas de secretos, mudos testigos de hilo de Holanda, en fin, tan feliz y colmada y cálida y leona y sábanas y amores, que, sólo ella, eso sí, era capaz de ver a Charlton Heston en Carlitos Alegre, con el único atenuante de que, por supuesto, con tan sólo un candil de gas encendido, y además con la mechita al mínimo, en aquella alcoba cerrada sólo los enamorados locos y los albinos lograban ver algo.

Pero lo atroz venía después. Y era que Carlitos, en vez de regresar como se fue, al borde de los veintiún años, bien varón, y con siquiera un toquecillo Charlton Heston, regresaba de misa chino de felicidad, lo cual está muy bien y nadie, y Natalia menos que nadie, le iba a criticar, como tampoco le criticó jamás que regresara habitado por Dios y que a veces tardara un poquito en irse vaciando de contenido y se tropezara con todo y se refiriera a la mesa del desayuno como el altar, o que dijera que él ya había desayunado, confundiendo sin duda las tostadas con la transubstanciación, aunque ya luego con la mantequilla, y, sobre todo, con la mermelada, que le encantaba, y de cualquiera de los sabores, «Made in El huerto de mi amada, Surco, Lima, Perú, Trade Mark», por Marietta y las chicas operarias, sí, con la mantequilla, y, sobre todo, con la mermelada, por fin se deshabitaba Carlitos, se mundanizaba y se sensualizaba, nuevamente, y a Natalia le pegaba unos besos tan brujos e interminables, entre sorbo y sorbo de café con leche, que había que volver a calentar el café y la leche, a cada rato, pero qué rico, caramba, y con aroma de café de Colombia, además. Pero, bueno, hasta ahí llegaba el encanto, porque el problema más grave que planteaba la misa diaria de Carlitos, problema atroz, para Natalia, era la carita de chico de quince años con que regresaba de la iglesia. ¿Le había agarrado ella celos a Dios o al curita anciano y sordo que decía la misa? ¿Se estaba volviendo loca? ¿Estaba empezando a observar a Carlitos desde una óptica maternal y psicoanalítica? Bah… Babosadas, hombre, ya quisieran tú, Freud, tú y tus charlatanes de secuaces y discípulos, tirarse a su mamá con el fuego y la felicidad, con la desenvoltura total con que lo hace Carlitos. Tanda de acomplejados… Pero, bueno, ¿qué tenía entonces de tan atroz ese rostro quinceañero que Carlitos se había echado al diario, justo ahora que había cumplido los diecinueve? Natalia se desesperaba pensando que Carlitos estaba haciendo una regresión, que día a día se le reflejaba más en su rostro el deseo de volver a casa de sus padres y hermanas, de ser un hijo educado y bueno y dócil, de recibir y disfrutar los últimos años de amor casero adolescente, paternal, maternal, filial, fraternal… Carajo, pobre Natalia, era tremendo hembrón, por supuesto, pero su amor, por inmenso que fuera, y por humano y leonino y divino, era un sólo amor contra cuatro amores distintos y encarnados nada menos que por cuatro personas diferentes, padre, madre, y dos hermanas que Carlitos adoraba. Se desesperaba, Natalia de Larrea, con esa idea, se obsesionaba, se mesaba los cabellos, se pedía su copaza, y dos, y tres, de champán, se ponía su bata de seda, la de la noche, pero a las ocho de la mañana, justo cuando Carlitos se aprestaba a embarcarse con Molina rumbo a casa de los mellizos y de ahí con ellos seguir hasta la Escuela de Medicina, se desnudaba íntegra y se bañaba en Chanel n.° 5 y se volvía a poner su bata de seda de noche, y, cuando Carlitos terminaba de ordenar sus libros y apuntes para el día de clases, ella se aferraba a su beso distraído e interminable de despedida y terminaba el pobre faltando a clases, aunque cumpliendo, eso sí, con su deber de amante de diecinueve años, que Natalia le había exigido a título de prueba, casi, como toda una demostración, oye tú, ven aquí, y veamos si es verdad tanta belleza…

Pero el muy cabrón volvía a salir de la cama y a ducharse Charlton Heston, y con ese rostro varonil y mayor partía a clases de marabunta, incluso, pero de noche nuevamente regresaba con la estupidez esa de los quince años marcada en el rostro, maldita sea. Natalia se hartaba y todo, y especialmente cuando él se reía de semejante babosada, mi amor, y ella por dentro se picaba tanto que hasta le hería la sensación atroz de que el tiempo para ella corría hacia adelante, hacia los treinta y cinco años de edad, ya, mientras que para él corría hacia atrás, bebé de mierda, yo a éste me lo meto en la cartera y me lo llevo a Europa antes incluso de tener los papeles listos, y después que el cretino de su papi me mande al poder judicial y al ejército enteros, si quiere.

Y fue precisamente una de esas noches en que Carlitos regresó excesivamente quinceañero, cuando ella, picadísima y herida, se inventó casi un viaje a Europa, para dentro de tres días. Era cierto que se trataba de un importantísimo y determinante viaje de negocios que Natalia venía preparando desde hace mucho tiempo, a escondidas de medio mundo, y que pronto iba a tener que hacer, de todos modos, pero aquella inesperada y hasta precipitada decisión de partir con tanta urgencia la tomó sólo porque Carlitos regresó más regresivo que nunca, esa noche, no puede ser, no, si el bebecito mío cualquiera de estos días se me aparece meado y en pañales.

– El viaje es urgente, mi amor, sí. Y se ha precipitado, es cierto. Pero bueno, es sumamente importante para los dos y tengo que hacerlo. No me queda más remedio.

Carlitos le puso una cara de cuarenta y cinco años de tristeza, y le preguntó:

– ¿Y cuánto dura el viaje, esta vez?

– Tres semanas, mi amor -le respondió ella, fascinada por la edad perfecta de su amante, y muy triste, a la vez, porque, seguro, si le decía que no viajaba, se le ponía de quince años nuevamente.

– Tres semanas es bien largo, caray…

– Sí, mi amor. Y una cosita, ahora, ¿ya? No te me muevas. Quédate bien paradito ahí, y ni respires, por favor, que voy a traer mi máquina de fotos.

– ¿Máquina de fotos? ¿A santo de qué?

– Me voy a gastar rollos enteros en ti, esta noche, amor mío. Y es que, te lo juro, te acaba de salir una perfecta cara de cuarenta y cinco años.

– Te vas, y tan feliz, mira tú. Mientras que yo, la verdad, no entiendo nada, Natalia. ¿Y a qué santo tanta foto en un momento como éste, se puede saber?

– Cada loco con su tema, mi amor. Y como te muevas, te mato.

Natalia partió aterrada, partió arrepentidísima, y partió sumamente preocupada. Pero qué podía hacer ya. Había adelantado sus citas en Londres, París, y Roma, había forzado las agendas de muchísimas personas, había cambiado los días y horas de tantas citas de trabajo, de consultas con abogados, notarios y cónsules del Perú, de almuerzos y comidas de negocios y de amistad. Ya no podía alterarlo todo nuevamente, sin que creyeran que se estaba volviendo loca. Y la pobre sí que se estaba volviendo loca con lo de la misa por el año de la muerte de doña Isabel, la abuela de Carlitos, porque la verdad es que el tipo regresó con una impresionante cara de trece años, rayana ya en la insolencia, el desafío, en la tomadura de pelo, maldito imberbe, míralo tú hasta con el bozo ese incipiente, se diría, me provoca decirle a Julia que, en vez de hojas de afeitar nuevas, le ponga en el baño un lápiz con borrador, o es que estoy perdiendo el control de la situación y me está faltando la cordura necesaria para enfrentarme a todo lo que me espera en el corto y mediano plazo. Natalia se descubrió tomándose un tranquilizante tras otro y hasta descolgó el teléfono para marcar el número de Olga Henstridge y desahogarse hablando un buen rato con ella, preguntándole por ejemplo si lo suyo no sería como lo de Juana la Loca y lo de Carlitos como lo de Felipe el Hermoso, tremendo desgraciado, cochino infiel, que no supo atesorar a esa mujer superior, condenada a amar y a no reinar… Pero justo en ese momento entró Carlitos y, al ver las maletas de Natalia a medio hacer sobre la camota, le salió de muy adentro aquella tristeza de cuarenta y cinco años de edad que ya ella había inmortalizado con su Kodak. Y a Natalia le salió paralelamente la mujer que amaba a Carlitos, cualquiera que fuera la edad motivada por las circunstancias, la mujer segura de su amor, confiada en su belleza y en la transparencia total que guiaba cada pensamiento, cada sentimiento y hasta el más mínimo acto de su maravilloso amante.

– Qué mala pata, Carlitos, esta coincidencia de mi partida y la misa por tu abuela.

– Ya pasará, Natalia. Tú haz tu viaje tranquila, que yo, ya sabes, voy a estar ocupadísimo entre mis clases y los nuevos planes sociales de los mellizos. El padrón de contribuyentes importantes lo tienen ya completito y…

– Pobres diablos. Si supieran que en este país nadie paga sus impuestos.

– La lista, según ellos, es una sabia, sí, ésa es la palabra que emplean, una sabia mezcla de contante y sonante y apellidos lustrosos. Tal cual.

– Ya me lo contarás todo al regreso, soberbio alcahuete.

– Me distraigo, Natalia, la verdad. Y, aunque ya te lo he contado, ese desayuno después de la misa con mis padres y hermanas…

– Ven aquí, mi amor…

– Marisol y Cristi son una joya de hermanas, que sólo enfurecen cuando les tocas el tema de los mellizos y sus anteojos negros para penas obligatorias en entierros significativos. Le han tomado verdadera tirria a los mellizos, ellas, que sin embargo tienen tanto sentido del humor.

– Igual que tu mami a mí, claro que por otras razones. Parece que también a mí me agarró tirria ya para siempre, Antonella.

– Tiene algo muy fuerte contra ti, sí…

– Pero lo realmente extraño es la aparente pasividad de tu padre.

– Le tiene pavor al escándalo, eso es todo. Al menos eso deduzco yo, por las cosas que me dice y la manera en que se comporta conmigo. Como que me presenta breves informes del estado de cosas y punto. Pero después me trata bien, aunque al mismo tiempo me suelta frases que parecen dirigidas a otra persona. Dirigidas a cualquiera, menos a mí. Aunque de pronto te dice que es deber de un padre mantener a su hijo informado acerca de determinados asuntos. Y añade que él sigue muy atentamente la evolución legal del caso, por supuesto. Pero, después, le mete incluso su requintada al mayordomo por no haber pensado en la mermelada preferida del niño, sí, del niño Carlitos, que cómo no iba a estar con sus padres un día como éste, oiga usted, cómo no va a estar en la misa de aniversario por mi madre, Víctor, y, a ver, dígale usted a Miguel que se dé un saltito al chino de la esquina y vea si encuentra esa mermelada. ¿O no la compramos siempre en esa bodega? En fin, Natalia, que papá, como siempre, está en todo, pero al mismo tiempo crea esa especie de territorio de nadie, entre él y yo.

– Y te parte el alma, por supuesto.

– No puedo negarlo, Natalia. Me parte el alma, sí. ¿Y contigo, cómo van las cosas?

– Atascadas, y con una gran desconfianza mutua, pero entre abogados sumamente discretos, por ambas partes, porque es verdad que tu papá le tiene verdadero pavor a un escándalo. Y no sólo por el escándalo en sí, y toda la chismografía que desataría, sino porque está convencido de que puede resultarle muy perjudicial para su clínica, y para toda la gente que depende de él, en un momento, además, en que se está planteando ampliarla e incluso abrir algunas nuevas filiales en determinadas zonas de Argentina, Bolivia y Ecuador, para estimular la investigación del Mal de Chagas, entre otras enfermedades. Esto me lo han asegurado mis propios abogados, y los suyos no lo niegan, aunque prefieren hacernos creer que tu padre es un hombre muy moderno, abierto y tolerante, que logra ponerse en tu pellejo y prefiere esperar que las cosas finalmente se arreglen solas, con el transcurso del tiempo. O sea que tú, Carlitos Alegre, regreses a casita con el rabo entre las piernas y convertido en la última y más actualizada versión de la parábola del hijo pródigo. Así están las cosas, mi amor, aunque ello no impide que a la policía la tengan vigilándonos día y noche, lo cual prueba que tu papá también teme que su hijito sea todo menos el hijo pródigo, y que le salga respondón si él se lanza a un ataque frontal contra ti y contra mí. Hoy, por ejemplo, nuestros vigilantes deben de andar particularmente saltones pensando que te voy a meter en mi equipaje. Y, hablando de equipajes, tengo que acabar con todo esto, mi amor. ¿Me ayudas a hacerlo todo pésimamente mal?

– Encantado, je, je…

– Y no se te vaya a pasar lo de tu clase de francés, mi amor, ¿eh? Molina sabe perfectamente dónde es.

En efecto, esa misma tarde, de regreso del aeropuerto, Carlitos tenía que empezar sus clases de francés para irse a Francia menor de edad con Natalia y con aquellos documentos que sí, que sí progresan, Carlitos, tanto en Lima como en Francia progresan y justo ahora en París tengo una cita clave, por lo de tus documentos, precisamente, sí, aunque tú, por favor, ni una sola palabra a nadie, ¿me oyes, mi amor? O sea que un poco dramático el asunto aquel de la lengua de Molière, Corneille y Racine, para el pobre Carlitos, pero a Natalia le habían recomendado a la señorita solterona y muy bonita y sumamente culta y fina, Herminia Melon, sin acento en la «o», porque su apellido era de origen francés y este idioma lo hablaba como si ella misma lo hubiera inventado. La señorita Melon, cuyos padres eran peruanos y fueron muy ricos, aunque antes que nada fueron siempre muy huraños, se había graduado en montones de cosas en la Sorbona, antes de que la fortuna familiar menguara y terminaran viviendo, ellos y ella, en un chalecito ya bien al final de la avenida Pedro de Osma, prácticamente en el límite entre Barranco y Chorrillos, o sea, que no tan lejos del huerto, para que Carlitos pudiera asistir cómodamente a sus clases vespertinas, tres veces por semana, de regreso de la Escuela de San Fernando. Además, Molina lo llevaba, Molina lo traía, y Molina lo esperaba, feliz nuevamente, porque los mellizos Céspedes Salinas no tardaban en entrar en acción y, con doña Natalia ausente, también él no tardaba en entrar en contemplación, siempre en calidad de testigo cruelmente satisfecho de todos los errores tácticos y estratégicos que iban llevando a los ases de la calle de la Amargura de amarga en amarga derrota.

Atardeció brutalmente en Lima, no bien despegó el avión en que viajaba Natalia, y sabe Dios cuántos años de tristeza tendría Carlitos en el rostro cuando llegó al chalecito desgarrador de la señorita solterona Herminia Melon, sin un mísero acento en la «o», siquiera. Porque así de negativo había quedado Carlitos tras la partida de Natalia y, por más esfuerzos que hizo el pobre Molina por sacarle siquiera una palabra, el joven Carlitos simple y llanamente no estaba por la labor de vivir, aquella tarde. Demasiado repentina, la partida de Natalia, y demasiado corto el beso de despedida en el aeropuerto, cuando él en realidad se había lanzado sobre ella con la intención de quedarse de alguna manera con el calor de su deslumbrante belleza, y con el olor, el gusto y el tacto, de habitarse de ella, de robarle su fuego divino, sólo por estas tres semanas, mi amor, salpicándome con el brillo de tus ojos y esa cosita que también te brilla siempre en la húmeda carnosidad de los labios, de quedarme con algo ondulado en las manos, introduciéndolas ambas con tan intensa ternura entre tus cabellos crespos que hasta se me moldeen las palmas, al menos, aunque de ser posible también los dedos, Natalia, mujer de mi corazón, que fue cuando ella le dio casi un empellón, le dijo que no soportaba un instante más la mirada de esos tipos que nos han venido siguiendo todo el camino, y se metió casi corriendo a la sala de embarque. Desde ahí le mandó un inmenso beso volado y le dibujó con los labios que lo adoraba, bien lentamente, tres veces, pero, aunque él le respondió con un adiós medio tonto y algo risueño, todo su impulso vital continuaba fluyendo hacia el momento anterior, hacia el cuerpo de Natalia, hacia sus labios, sus ojos, sus muslos, sus cabellos, hacia su nombre completo y así otra y otra vez, vertiginosa, profundamente, incontenible, brutal.

Después regresó tristísimo, Carlitos, y proyectando su pena sobre todo el camino del aeropuerto a Barranco, mientras el pobre Molina luchaba por comunicarse con él. Inútil. Y hasta se asustó el chofer, en una de ésas, porque él nunca le había visto esa mirada al joven Carlitos, y jamás le he visto ese temblor en las piernas y manos, pero si son convulsiones, casi, maldita sea… Casi… Y ahora que habían llegado al chalecito de la profesora de francés, ¿qué hacer? A lo mejor el joven no está para clases de nada, hoy, pasado mañana, tal vez, yo creo que lo podríamos dejar para pasado mañana…

– ¿Quiere que sigamos hasta el huerto, señor Carlitos? -le preguntó Molina, serio, preocupado, asustado.

– Muchas gracias, Molina, pero aquí me quedo. ¿Y quiere que le diga una cosa?

– Dígame, joven…

– Dentro de tres semanas, cuando doña Natalia esté de vuelta, yo ya sabré hablar francés a la perfección.

– ¿No le parece muy poco tiempo?

– ¿Quiere que apostemos?

– No, señor, nada de apuestas. De muchacho, mi mamá siempre me dijo que discutiera, y mucho, pero que nunca apostara.

Lo que Molina vio, instantes después, fue algo realmente increíble, aunque tratándose del joven Carlitos… Tratándose de él… Bien. Carlitos tocaba un timbre. Transcurría un breve momento y se iluminaba un farolito del pequeño chalet barranquino, a la derecha de la puerta de entrada, humildilla pero correcta y limpia y con su jazmín en flor intentando cubrirla. Al otro farolito, sin duda, se le había quemado el foco, o a lo mejor era cuestión de ahorro. Carlitos ni cuenta se daba y seguía apretando el timbre con toda su alma, apoyadísimo en él, y de cuerpo entero, como si en eso se le estuviera yendo la vida. Se abría la puerta y le sonreía una señorita bien bonita y bien fina, para qué, y eso que tirando ya a los cincuenta. Carlitos continuaba tocando el timbre y la señorita se lo hacía notar, con cierta dificultad.

– Dígamelo usted en francés, señorita Herminia -le sonrió, por fin, Carlitos, sí, porque Molina lo oyó todo clarito.

– La sonnette…

– La sonnette suena precioso -opinó Carlitos, y su brazo derecho pasó del timbre al cuello de la señorita profesora, mientras el izquierdo la tomaba por el talle.

No le ofrecieron resistencia y fue un beso interminable, que, parece ser, sólo parece ser, además, porque Carlitos jamás hizo mención alguna de aquel asunto tan extraño, era tan sólo una prolongación de algo que había empezado ya en el aeropuerto, inconteniblemente, impostergablemente, y que, aunque él mismo lo ignorara, tenía que continuar aquí en Barranco, salvo que hubiera continuado con Molina, claro, en el trayecto desde el aeropuerto, y entonces por supuesto que ya habría sido cosa de locos y a lo mejor hasta se estrellan y se matan. Ahora, sin embargo, el chofer ni siquiera sospechaba todo lo que estaba ocurriendo, ante su muy atenta mirada y sus oídos de cazador al acecho. La señorita Herminia Melon, en cambio, era un dechado de ternura e inteligencia y poseía además aquella exquisita sensibilidad. Estaba enterada de que el nuevo alumno regresaba del aeropuerto, de despedirse de un ser querido, pero de nada más, porque ella era tan huraña como sus padres y, de Lima, sólo sabía que quedaba muy lejos de París. En fin, que por más que le contaran muchas cosas y le chismeara más de una alumna, lo suyo era enseñar el idioma francés y punto, aunque de este chico que la estaba asfixiando, aparte de tener anotado el nombre y apellidos, sus horarios de clases, los honorarios, etcétera, algo más le parecía recordar, ahora… Pero no, puesto que era de ella misma de quien se estaba acordando, de golpe, la señorita Herminia Melon, al cabo de tantos y tantos años, y por ello sin duda alzó de pronto sus brazos y, aunque tarde y bastante mal, pero delicioso, a su antigua manera, empezó también a besar a Carlitos, o a devolverle su beso, al menos, primero, aunque ya después se empinó un poquito para devolverle su beso un poquito mejor, y al final terminó volcándose totalmente en los brazos del gran amor de su vida, cuando éste partió a la guerra, en un tren, nunca jamás volvió, y ella optó por ser lo que era hasta el día de hoy, en que este chico tan simpático se me ha aparecido con el tiempo perdido casi completo, porque hasta el aroma es el mismo, mira tú, qué delicia, y son las siete, y aquel tren también partió oscuro y a las siete, anocheciendo ya… Un buen rato de aroma después, la señorita Herminia Melon, que jamás se arrepentiría de nada, estaba sentada en un sofá de terciopelo azul bastante gastado, hasta el cual se había llevado a Carlitos Alegre, poquito a poco, para terminar aquel beso tan prolongado, ahí, cada uno con su propia pena y con su propia emoción a cuestas, cada uno en lo suyo y cada uno por su lado, en fin, aunque se diría que, también, en cierta medida, bastante satisfechos, en medio de tanto silencio y oscuridad, y ella, además, con aroma incluido.

– Perdóneme -le dijo Carlitos-. Por favor, señorita, perdóneme. Soy la persona más distraída del mundo, y me parece que…

– Creo recordar que ya me habían contado algo de lo distraído que es usted -le dijo ella, encendiendo una lámpara para ver cómo era, en realidad, una persona tan poderosamente distraída.

Y cuando lo miró como quien intenta reconocerlo entre la niebla del tiempo, y finalmente le sonrió, era todavía más bonita y más fina, la señorita solterona Herminia Melon. Y además ya había encendido todas las luces, porque, bueno, también tenemos que pensar en el idioma francés, ¿no le parece, señor Alegre?

– Sí, claro.

– Pues entonces, manos a la obra.

– ¿Podré aprenderlo en tres semanas? No sé cómo explicárselo, señorita Melon, pero digamos que me resulta imprescindible aprender este idioma en tres semanas. Me urge, señorita.

– Bueno, la verdad es que no lo veo muy fácil. Pero, en fin, si no se distrae usted más, tal vez…

La señorita Herminia Melon daba sus clases en el comedor del chalecito, y las sillas sí que eran una vaina. Una mezcla de hule y cuero y caucho, o lo que fuera, pero el pantalón de Carlitos, el fundillo del diablo, sobre todo, y un buen trozo de ambas piernas, también, se le pegaban al asiento, casi desde el comienzo, por lo cual él arrancaba una temprana y secreta lucha contra esa tremenda vergüenza con su sonidito sospechoso y todo, y la clase entera se la pasaba levantando muy lentamente un muslo y una nalga, posándolos de nuevo tras darles tiempo para que se deshumedecieran, arrancando luego la misma maniobra con la otra nalga y el otro muslo, y aquello era como un lento y permanente sube y baja incomodísimo y para morirse de vergüenza, sobre todo porque Carlitos vivía con la convicción plena de que la señorita Herminia, ese dechado de todo lo fino y sensible que hay en este mundo, le daba a su conducta dos interpretaciones, a cuál más bochornosa para él. La primera: como Carlitos quiere aprender francés en sólo tres semanas, se hace el que se queda pegado al asiento para que las clases no se acaben nunca. La segunda: está tomando impulso y pasión, el muy perverso, para despertar en mí el mismo impulso y pasión que me volcó en aquel beso que me llegó de sabe Dios dónde y por qué, aunque del cual no reniego, no, y mucho menos de su aroma. Y, encima de todo, por despegarse y despegarse y seguirse despegando lo menos vergonzosamente posible, Carlitos se olvidaba de pagarle a la señorita Melon, que ni siquiera un acento en la «o» tenía, la pobrecita, y seguro que de sus clases viven ella y sus ancianos padres. Y, más encima de todo, todavía, como la señorita Melon era finísima, se moría de vergüenza de cobrarle y, sin duda llevada por la necesidad y sólo así, se atrevía a hacerlo, pero para ello cerraba antes todas las cortinas y apagaba las luces, de tal manera que ambos pudieran morirse de vergüenza por su lado, uno por no pagar y la otra por cobrar, pero en una habitación tan oscura que el asunto dinero imposible verlo ya, y así ambos evitaban presenciar el descalabro moral del otro y ella no lo veía ponerse rojo como un tomate y él se perdía ver lo bonita y finísima que se ponía ella cuando se ruborizaba y sus mejillas sonrojadas se convertían en una verdadera delicia tipo melocotón bien madurito y colorido.

Pero al cabo de tres lecciones, el francés de Carlitos seguía igual o hasta peor que el primer día, si se puede, o sea, espantoso, dificilísimo de aprender, y pegajosísimo. El francés era el idioma pegajoso, por excelencia, según Carlitos, que, sin embargo, logró su prometida proeza de recibir a Natalia en francés, a su regreso de Europa -el viaje, felizmente, a este nivel, se alargó una buena semana más-, y de mantener una conversación bastante correcta, aunque con algunas ayuditas de parte de ella, claro, durante el camino feliz de regreso del aeropuerto al huerto.

Lo que no supo Natalia, hasta un prudencial tiempo después, es que el verdadero mérito didáctico no había sido de la señorita Herminia Melon, aunque ciento por ciento por culpa de las sillas, por supuesto, sino de Melanie Vélez Sarsfield. Desesperado por el problema de esos asientos pegadizos que le impedían concentrarse y progresar con su francés, Carlitos pensó en ella. Melanie, recordaba él, le había contado alguna vez que su francés era tan bueno como su inglés y que ambos los sabía ella casi mejor que su castellano. Y, como la pobre Melanie vivía pegada en aquel sofá gigantesco, sólita con lo de su menstruación ignorada, Carlitos optó por correr donde ella en busca de ayuda, no bien lograba despegarse de las sillas de la señorita Melon.

– Me imaginé que era una visita interesada, malvado -le dijo, el primer día, Melanie -, pero bueno, cómo te voy a negar yo nada a ti, si vivo esperando que la veterana de tu amante se vuelva vieja y bruja, para yo, a mi vez, haber crecido algo, y hasta que la muerte nos separe, después, Carlitos, porque uno aprende a quererte mucho, sentada siempre aquí y sin hacer nada. Y, en lo que a esperar se refiere, pues digamos que estoy esperando ya el día en que me lleves al altar con un anillo y con mi papi sobrio, por una vez en la vida.

– Melanie, si me dijeras todo eso en francés, al menos serviría de algo…

– Venga ese francés, Carlitos Alegre. Ponte aquí, ven, vamos.

– Pero sin tocarme, por favor, Melanie.

– ¿Y si te toco en francés? Te tengo en mis manos, ¿eh, Carlitos?

– Te lo ruego, Melanie.

Noches enteras se quedaron estudiando francés Carlitos y Melanie. Se amanecían, ahí en la sala gigantesca aquella, y Carlitos progresaba, y mucho, sí. Tanto que, al final, iba donde la señorita Herminia Melon y se pegaba crujientemente en las sillas detestables, pero ni cuenta se daba hasta el final de la clase, mientras que la señorita no salía del asombro de ver lo mucho que progresa este muchacho, claro, se ha abstraído del mundo, con lo del francés, su mente entera sólo retiene el mundo si éste está en francés, es un distraído total para todo lo que no sea ese idioma, y así, cómo no, el escándalo de despegada con que se levanta de la silla, aunque ahora sí muy puntualmente y sin olvidarse de pagar y sin que le importe nada más que el francés, en este mundo. Y cada clase sabe como doce clases más y pronuncia mejor, ce grand distrait…

Aunque había sido testigo mudo -pero vaya sonrisas comentariosas, las del hombre- de varios papelones y de más de una amarga derrota de los mellizos Céspedes, en sus incursiones en el mundo de los contribuyentes lustrosos [sic] de la república, Molina odió a Carlitos por contárselo todo en francés a Natalia, en el camino del aeropuerto al huerto. Pero bueno, en francés, en castellano, o en chino, lo primero que les sucedió a los pobres Arturo y Raúl fue algo bastante similar a lo de las descendientas del Almirante Miguel Grau, que más finas y descendientas no podían ser, pero que no sólo no tenían fortuna sino que además no usaban dinero. Y ellos, que tan acostumbrados estaban a que, año tras año, don Luciano Quiroga volviera a ocupar el primer lugar entre los más importantes contribuyentes de la república, esta vez se encontraron con que había surgido uno que lo superaba con creces, que lo humillaba, casi, pero que, en cambio, como que había surgido de la nada, de la noche a la mañana, con el espantoso apellido de Quispe Zapata, el inefable nombre de Rudecindo, y con el atroz lugar de nacimiento de Chimbote. En fin, que Rudecindo Quispe Zapata era casi un caso clínico-social para los mellizos, una verdadera anomalía, una de esas excepciones que, lejos de confirmarlas, arruinan todas las reglas y cómo lo joden a uno, además, Raúl, ¿a mí me lo vas a decir, Arturo?, tremendo padrón y tanto empeño y un millón de averiguaciones para que, al final, el número premiado salga en Chimbote.

– Bueno, nuestro padre era de Chiclayo, que tampoco anda tan lejos y…

– Nuestro padre fue de Chiclayo, murió, y, antes, hizo todo lo posible por casarse con una limeña y, después, para que sus hijos nacieran en esta ciudad.

– Y lo logró.

– No así el tal Rudecindo ese, cuya esposa e hijas también son chimbotanas y, lo que es peor, lo parecen, según me cuentan.

La verdad, el contribuyente número uno de la república nadie sabía muy bien de dónde había salido, allá en Chimbote, ni si al mundo llegó ya con su pan bajo el brazo, si terminó su secundaria, si realizó algún estudio superior. Pero, en cambio, de golpe y porrazo había resultado ser poseedor de toda una colección de haciendas, fundos y chacras, en el norte del país, construía carreteras en el sur del país, poseía una fábrica de gas y otra de ladrillos en la capital del país, y hasta había amanecido un día siendo accionista importante del Banco Internacional del Perú, pero, por ejemplo, aún no era miembro del Club Nacional, ni lo había intentado siquiera, tampoco había viajado a Europa en el Reina del Pacífico, ni lo había intentado siquiera, y sus hijas, medio impresentables, según dicen, habían llegado de un colegio de Chimbote al británico San Silvestre, de la capital. Y, aunque hacía cuatro o cinco años que el tal Rudecindo Quispe Zapata venía metiéndose por los palos, en la carrera de los contribuyentes importantes, jamás nadie sospechó que un año la iba a ganar por varias cabezas, ni mucho menos que la avenida Javier Prado amanecería un día con el primer caserón en la ciudad de tres pisos y ascensor principal, ascensor de servicio, y ascensor de servicio culinario (uno chiquito en que se suben las comidas rápido, para que no se enfríen, o los tragos con su hielo bien compacto, entre otras cosas, o también para que nadie tenga que traerte nada hasta tu cuarto, si estás calato en la cama, por ejemplo, habían averiguado los mellizos), y que el arquitecto era un inglés de fama mundial, aunque en Lima los caprichos de la familia Quispe Zapata le arruinaron bastante su proyecto y, de paso, su fama, y que la esposa del tal Rudecindo se llamaba Greta Zetterling, que era de origen austrohúngaro, un lomazo, y qué ojos azules, y que adoraba a su marido y lo respetaba y hasta le llevaba las cuentas sin ayuda de nadie, como cuando recién empezaron su vertiginosa ascensión económica.

Y ahora, llegado ya el momento de lo social, el matrimonio Quispe Zapata Zetterling y sus hijas Lucha y Carmencita, que, desgraciadamente, muchísimo tenían del papá y casi nada de doña Greta, habían aterrizado en Lima y a lo grande. Por lo pronto, se comentaba ya que en la gigantesca casona de Javier Prado, en la que lo aerodinámico se daba la mano con lo neocolonial y con algún toque bávaro-selva negra, los tres ascensores no paraban de subir y bajar, día y noche y semana tras semana, y que el fiestón con que las dos muchachas habían sido presentadas en sociedad, antes de tiempo, es cierto, pero, de ser necesario, la fiesta la podemos repetir, a su debido tiempo, habrían afirmado doña Greta y don Rudecindo, aunque lo cierto es que hasta ahora nadie había encontrado un solo invitado a aquel fiestón al que no le faltaran palabras para contarte lo que fue aquello, hija. Y, pocos meses después, las chicas terminaron el colegio y, bueno, para qué te cuento, realmente todavía no se ha escrito lo que fue aquello, de fábula, de cuentos de hadas, de otros tiempos, hija mía.

O sea que los mellizos ya no pudieron más de curiosidad, de ansiedad, de inquietud, en fin, de todo lo que eran ellos, quintaesencialmente, cuando de la sociedad limeña se trataba. Y Carlitos Alegre andaba suelto en plaza, porque Natalia de Larrea acababa de partir en uno de sus modernísimos viajes a Europa, o sea, en avión y por negocios, y no en el Reina del Pacífico y por placer, ni tampoco con el maletón especial para pamelas, y además fotografías en las páginas de sociedad de los diarios limeños. Sí, Carlitos andaba suelto en plaza, justo ahora que los mellizos volvían a necesitarlo para que se descolgara telefónicamente en la casa de unas desconocidas, gracias a su simpatía y espontaneidad innatas, haciéndose pasar por Raúl, primero, luego, por Arturo, y presentándose así, nomás, de puro simpático o de puro loco, tremendo aventado, en todo caso, el tal Carlitos, y arrancando una cita y otra más, sin incurrir jamás, por supuesto, en el uso y hasta el abuso de un vocabulario que escapaba a su control, o inconscientemente sublime hasta lo ridículo o lo mediopelero. Era un genio para descolgarse, el gran Carlitos, sin duda de lo puro distraído y como ausente de los códigos de comportamiento y de las normas sociales que vivía, y en cambio los mellizos cada día parecían más acróbatas de circo pobre, por la habilidad que habían adquirido para colgarse de aquel viejísimo teléfono, siempre pendiente de la misma húmeda y titubeante pared de adobe y quincha, a pesar de que ya más de una vez el aparatote negro ese se había venido abajo, dejando un buen agujero y hasta alguna tubería o cable de electricidad colgando horrorosos y muy peligrosos, y a ellos dos patas arriba en el piso del corredor de los cuarenta vatios y su tristeza correspondiente.

Pero, por más que lo intentó y por más divertido que estuvo, en su improvisada metida de letra, Carlitos fracasó ciento por ciento con las hermanas Lucha y Carmencita Quispe Zetterling, que sencillamente no lograban captarle la gracia al loquito este del teléfono, y más bien consideraron que ya se estaba poniendo pesado con tanta chachara y tanta broma totalmente incoherente. La verdad, ahí el primero en darse cuenta de que el asunto no funcionaba, ni iba a funcionar nunca, fue el propio Carlitos, que hasta empezó a perder la paciencia y a hartarse de lo brutas que eran las pobres hermanas, qué bárbaras, no pescan ni una, no aciertan con ninguna, y a mí no me entienden ni me entenderán jamas.

– ¿No será que son excesivamente chimbotanas? -les dijo, por fin, a los mellizos, poniendo precavidamente una mano sobre el inmenso auricular, para no ofender a nadie, allá en el caserón de los múltiples ascensores y estilos. Y, como los mellizos continuaban intensamente colgados y mirándolo sin saber muy bien qué hacer, añadió-: ¿Y por qué no lo intentan ustedes, que tienen algo de chiclayanos? Todo eso es por allá, por el norte, y, a lo mejor, ustedes cuatro nacieron para entenderse a las mil maravillas. De cualquier manera, yo hace ya como una hora que lo intento todo con esas dos chicas y, la verdad, como si les hablara en chino. Y miren que les he contado la historia de las sillas que te atrapan para siempre, en Barranco, de cómo el francés es el idioma más pegajoso del mundo, y de cómo Melanie, que es casi una niña, es quien me está enseñando francés a mí, en tiempo récord sudamericano, cuando menos, y no la señorita solterona Herminia Melon, sin acento en la «o», que es una profesora genial y de fama mundial, y que es la que me da clases tres veces por semana, oficialmente, pero siempre pegado a una silla atroz, por decir lo menos. En fin, ustedes son testigos. Lo he probado todo, creo, ya, pero las hermanas Lucha y Carmencita Quispe Zetterling, como quien oye llover.

– A ver -dijo, por fin, Arturo, descolgándose, y haciéndole una seña a Carlitos, para que le entregara el auricular.

– ¿Aló? -dijo éste-. No, no se ha colgado. Fui un instante en busca de un traductor, al ver que… Bueno, al comprobar lo mismo que tú y tu hermana estaban comprobando, también…

– ¿Cómo…?

– Nada, nada. Y mira, aquí te paso nuevamente a Raúl Céspedes, pero en versión norteña, ahora.

Acertó, Carlitos, y el mundo se llenó de cumbres del estrellato y mecas del firmamento, pero hasta tal punto que ahora era Carlitos el que colgaba peligrosamente del teléfono de la calle de la Amargura, mientras que las dos hermanas Quispe Zetterling colgaban, una de un teléfono rosado, y la otra de un teléfono verde, para felicidad de los mellizos. Y también para su gran desesperación, porque, a ver, tú, Raúl, y tú, Arturo, ¿adivinen de cuál de estos dos teléfonos estoy hablando yo? ¿Del rosado, del azulito? ¿Y de cuál está hablando mi hermana? ¿Del rojo, del verde?

– Pregúntenles que si están colgando del amarillo -les soplaba Carlitos, cual apuntador teatral, y los muy brutos no le entendían ni papa.

– ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Y por qué? -le preguntaban, una y otra vez, los mellizos, con unas gargantas operadísimas de algo atroz en las cuerdas vocales, para que ellas no se fueran a enterar, no vaya a ser… ¿Y para qué, Carlit…?

– Par de animales -se desesperaba éste-. Pues para irse enterando de toda la inmensa gama de teléfonos que hay en ese caserón, del gigantesco arcoiris de teléfonos que poseen ese par de chicocas.

– ¿El verde y el azul y el rojo y el celestito? -les gritaban, casi, entonces, los mellizos a las hermanas.

– Así no vale -les coqueteaban ellas, multicolormente felices, con su arsenal de teléfonos-. No, así no vale. Tienen que responder, por ejemplo: Tú, Carmencita, estás en un teléfono de tal color, mientras que tú, Luchita, estás…

– ¿En el firmamento y en el arcoiris…?

– Ah, no. Así tampoco vale…

La conversación telefónica más larga, intensa y feliz que hubo en Lima, en la década de los cincuenta, duró hasta que Carlitos Alegre se vino abajo con un buen trozo de pared a cuestas y entre los desafortunados gemiditos y gemidillos de la pobre Consuelo, a la que sus hermanos casi matan a insultos por el solo hecho de tener que pasar por ahí en ese momento, justo cuando ellos acababan de llegar a un casi histórico acuerdo con las hijas del primer contribuyente de la república, qué muchachas tan encantadoras, qué sencillez, cuánto firmamento en su horizonte y cuánta meca en su cumbre, y ni hablar del gigantesco y multicolor arcoiris de teléfonos que poseen en la casa de los ascensores para todo y para todos, sí, señores, hay que ver, y que viva el lujo y quien lo trujo, y antigüedad es clase, aunque la verdad, Arturo, mejor lo de antigüedad lo dejamos, por ahora, ¿no te parece?, no vayamos a embarrarla, sí, Raúl, aunque dime, tú, ese gigantesco arcoiris multicolor de teléfonos…

– No se puede decir que el arcoiris es multicolor -los corrigió Carlitos, feliz de poder humillarlos, ahí delante de su pobre hermana, feliz de poder defenderla así de la mirada de poquita cosa y tú no vales nada y como te atrevas a pasar de nuevo, que le acababan de pegar ese par de cretinos-. Es una redundancia, pedazo de ignorantes… Están en segundo año de universidad y aún no saben que un arcoiris sólo puede ser multicolor. Par de redundantes. Es como si yo dijera que los hermanos mellizos son dos. ¿O todavía no me han entendido…?

Sí. Ya le habían entendido, claro que sí, Carlitos. Es que estaban tan emocionados con lo de Carmencita y Luchita.

– ¿Sólo porque han logrado hablar por teléfono con dos chimbotanas, par de chiclayanos?

Carlitos estaba realmente furioso con lo del maltrato a Consuelo. Y como que había salido en defensa de su dama y todo, ante ese par de cretinos. Pero los pobres también… Tenían sus motivos para haberse sobreexcitado de esa manera, los Céspedes Salinas. Lo que pasa es que Carlitos ni se había enterado, primero por concentrarse en el paso desangelado de Consuelo, justo en ese momento, justo por ese lugar, justo en aquella maravillosa circunstancia. Y justo, también, cuando él, cataplum, se les vino abajo con tremendo trozo de pared y otra vez habría que arreglarle con creces a su mamá lo de ese agujeróte y lo de la tubería del agua y el cable eléctrico colgantes y cada vez más peligrosos de incendio o inundación, no, qué horror, qué espanto, Dios no lo quiera, y apiádate, Señor, de nuestra pobre madre. En fin, que, con todas estas cosas y él desbarrancándose, además, Carlitos ni se había enterado de que las hermanas Quispe Zetterling, maldito primer apellido, acababan de decidir que el próximo sábado organizaban tremendo fiestón, en honor a sus teléfonos multicolores, en fin, esto es una broma, en honor a ustedes, Raúl y Arturo, y para tener el gusto de conocerlos personalmente, y que ellos estaban dándoles todas las gracias del mundo, para que les llegaran por el gigantesco arcoiris multicolor de teléfonos, perdón, arcoiris no redundante, Carlitos, y estaban colocando ya el auricular en su lugar, estaban poniéndole punto final a esa conversación tan colorida y feliz, cuando al mismo tiempo te viniste tú abajo y apareció Consuelo, como fuera de temporada o algo así, la tipa, Carlitos, pero ya pasó, tú bien sabes que Consuelito es nuestra hermana y que, en nuestra familia, unidad y amor son palabras sinónimas…

– Pues que sea la última vez -les dijo Carlitos, aceptando sus disculpas, finalmente, despidiéndose, luego, y corriendo encantado de la vida, esta vez sí que sí, a contarle a Molina todo lo ocurrido aquella tarde. A contárselo con lujo de detalles y sin importarle que el hombre, feliz al volante del Daimler, poco a poco, y como quien no quiere la cosa, empezara a soltar los comentarios más ácidos y pertinentes acerca de los mellizos Céspedes Salinas. Era un hecho que el veterano chofer odiaba cada día más a los hermanitos esos, aunque sin que este atroz sentimiento lo llevara a perder jamás la compostura perfecta que debe guardar siempre un chofer uniformado y de lujo, servidor sin patrones, ya, y proveniente de un mundo casi desaparecido, pero, eso sí, hombre sin par a la hora de decirlo todo acerca de los mellizos, con tan sólo una sonrisa o una filuda mirada, y, de un tiempo a esta parte, verdadero especialista en la materia Céspedes Salinas y hasta en la calle de la Amargura y su resonancia magnética, si se quiere.

Pero esa noche, al desvestirse para acostarse, Carlitos descubrió en un bolsillo de su saco el papelito aquel. Lo leyó muy atentamente y fue muy grande su pena, al terminarlo. Lo firmaba Consuelo y la letra era de mujer. Sí, era su letra, sin duda alguna, pero él estaba seguro, segurísimo, de que Consuelo no le había escrito esas líneas por iniciativa propia, y mucho menos se las había metido en el bolsillo sin que él se diera cuenta. Aquello era obra y gracia de Arturo y Raúl, qué duda cabe, y lo que sí comprendía ahora Carlitos era el porqué de la breve serie de gemiditos y gemidillos que le había oído a Consuelo esa tarde, cuando él se cayó con su trozo de pared y todo, y los mellizos le ponían punto final a su norteña conversación con Lucha y Carmencita Quispe Zetterling. «Este par de desgraciados», pensó Carlitos, mientras se metía en la cama e imaginaba fácilmente a Raúl y Arturo forzando a su hermana a invitarlo a una fiesta del Rosa de América, su colegio de siempre, en el que este año se graduaba ya. Carlitos había apagado todas las luces, pero ahí, en medio de esa oscuridad, aunque ya sin el relojazo aquel del tictac y su tremenda crisis, cuando el anterior viaje de Natalia a Europa, ahí, en esa oscuridad, veía claramente cómo los mellizos le dictaban esas ridiculas palabras de invitación a la pobre Consuelo, obligándola en seguida a firmarla con esa caligrafía como debilucha y arrastrada, tremendamente tímida e incluso asustada. Carlitos encendió una lámpara, con el impulso de llamar inmediatamente a Consuelo y decirle que sí, que claro, que feliz, que por supuesto que él la acompañaría a su fiesta, que era un honor para él, Consuelo, jamás Martirio ni Soledad ni Concepción ni nada, esta vez, es una gran alegría para mí, querida amiga… Pero era ya demasiado tarde ya, para llamar a nadie, y Carlitos esperó al día siguiente para marcar el número de la calle de la Amargura y decirle a Consuelo que la acompañaría ese sábado a su fiesta, encantado de la vida.

– Yo le juro que yo no lo invité -le dijo Consuelo, avergonzadísima, llorando casi.

– ¿Entonces, no podré ir? -le preguntaba Carlitos-. ¿No tendré la gran suerte y el gusto de poder acompañarla?

– Yo le juro que sí tendrá la suerte, Carlitos.

– Así me gusta, Consuelito, pero yo creo que mejor nos tuteamos, ¿no?

– Sí, Carlitos, yo le juro que sí.

– El sábado a las ocho, en punto, paso a recogerla, Consuelito. Ah, y de paso, dígales a sus hermanos, y ríase, o ríete, mejor dicho, bastante, de mi parte, cuando se lo digas, que este sábado sí que ni sueñen con mi chofer y mi Daimler. Diles que ambos están súper reservados para ti y para mí.

– Súper reservados, sí, Carlitos -repitió, casi, Consuelo, pero sonriéndose y tuteándolo, esta vez, por fin.

Carlitos colgó, sonrió, pidió el desayuno, sonrió mucho más al imaginar a Consuelo dándoles la noticia del Daimler no disponible, a sus hermanos, y luego se aterró cuando se dio cuenta de que también él tendría que darle la noticia del Daimler a Molina. ¿Molina llevándolo a una fiesta con una chica que, encima de todo, era hermana de los mellizos? ¿El eterno chofer de la familia de Larrea y Olavegoya manejando el Daimler con Consuelo y él, sentados ahí atrás, en el saloncito posterior rodante, sin tener la absoluta certeza de que lo que estaba haciendo no le molestaba a la señora Natalia? ¿A su venerada doña Natalia?

Carlitos no soportó más tanta tensión, y, mientras desayunaba, como siempre en compañía de Luigi y Marietta, y atendido por Julia, pidió que llamaran a Molina y también a Cristóbal, el mayordomo, les soltó el largo cuento de sus temores y angustias sabatinos, y, para su gran sorpresa, fue nada menos que Molina el que les explicó a todos que el joven Carlitos estaba cumpliendo con un deber de generosidad y sensibilidad al acompañar ese sábado a una señorita que se merecía eso, y mucho más, y que, seguramente, también, ni había soñado siquiera con invitarlo a fiesta alguna, porque la señorita Consuelo era tímida de solemnidad, y, con toda seguridad, habían sido sus hermanos, ese par de…, ese par de…, los autores de esa carta. En fin, él ya les contaría, más tarde, acerca de ese par de, porque ahora acababa de desayunar y no quería amargarse una agradable digestión, pensando en la calaña de gente trepadora que puede existir en esta ciudad, en estos tiempos de… En fin, me callo. Y ya irán saliendo las cosas, poco a poco, y a su debido tiempo, pero, eso sí, de algo estoy muy seguro, y es que, al igual que sus padres, y, antes que éstos, los padres de sus padres, la señora Natalia se sentirá muy contenta cuando regrese a Lima y se entere de la buena acción cumplida por aquí el joven Carlitos. Y, de más está decirlo, yo me enorgullezco, desde ahora, de estar al volante del Daimler, este sábado, rumbo a esa fiesta del colegio Rosa de América…

Molina obtuvo unanimidad y Carlitos se lo agradeció muchísimo, no bien estuvieron solos en el Daimler, rumbo a la calle de la Amargura, precisamente, aunque hoy, como todos los días de clases universitarias, sólo para dejar ahí a Carlitos y que siguiera rumbo a la Escuela de San Fernando y su peligrosidad medioambiental, ya en el robable y desvalijable cupé verde de los mellizos ésos.

Hechos puré andaban los mellizos con la noticia que les había dado su hermana Consuelo, acerca del Daimler y el sábado. Ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, lo cierto es que a la muchacha triste hasta se le había escapado su sonrisita de maligna felicidad, mientras les soltaba lo del carrazo y su chofer Molina, exclusivamente para ella, su amigo Carlitos, y la fiesta del colegio Rosa de América, este sábado por la noche. Pues sí, eso mismo le había dicho Carlitos a ella, que el Daimler y su uniformado con gorra y todo serían íntegros para ella y para él y que ni ruegos ni nada, ellos tendrían que aceptar que, para la fiesta de sus amigas telefónicas, no les quedaba más remedio que hacer uso de su viejo cupé, sí, señores, del carromato ese, y ya verán ahora que llegue Carlitos, él mismo se lo dirá, nones, este sábado sí que ni sueñen con llegar al caserón ese de la avenida Javier Prado con chofer y Daimler albiones.

– ¿O no es así, Molina? -le preguntó Carlitos al uniformado de gorra y bigote anglos, mientras bajaba del Daimler en la calle de la Amargura y se disponía a realizar el transbordo al Ford cupé de tercera mano que los internaría, a él y a los mellizos, en las movedizas y turbias aguas de la avenida Grau y el barrio de La Victoria, allá donde queda la Escuela de Medicina de San Fernando y el otrora bien botánico Jardín Botánico de Lima.

– Pero, señor Molina -dijeron, a dúo, Arturo y Raúl.

– Yo sólo obedezco órdenes de doña Natalia de Larrea, jovencitos.

– Pero, Carlitos -imploraron, casi, también a dúo, los mellizos.

– Y yo sólo obedezco las razones por las que obedece el señor Molina, muchachos.

Hechos puré, pues, quedaron los pobres Arturo y Raúl, y eso que no vieron a su hermana Consuelo asomadita, sí, asomadita por una vez en su vida a la ventana, allá en los altos de la casona demolible, y por una vez sonriente, también, y, a lo mejor, hasta feliz, un poquito malignamente feliz, quien sabe, podría ser, y qué bueno fuera, mellizos de mierda, para que aprendan a tratar a su hermana, y para que sepan lo que vale un peine, carajo, también.

O sea que, para que nadie los viera llegando en ese carromato de tercera mano, los mellizos optaron por estacionarse lejísimos del caserón inverosímil de la familia Quispe Zetterling, aquel sábado del fiestón y la presentación, que ahí todo el mundo tomó por presentación en sociedad de alguien, aunque, la verdad, nadie sabía muy bien de quién, porque a Lucha y Carmencita acababan de organizarles tremenda fiesta de debutantes, hacía apenas algunas semanas, y a los mellizos Céspedes Salinas esos, a santo de qué organizarles nada, si nadie sabía ni de dónde habían salido siquiera, pero lo cierto es que aquel sábado todos llegaban contando que bueno, que sí, que a mí me han llamado para presenciar una presentación y, de paso, eso sí, divertirnos como nunca y bailar hasta la madrugada, y, tú, Gonzalo, por ejemplo, cuéntanos con qué motivo te invitaron a ti.

– La verdad, ni me acuerdo, viejo. Pero, bueno, digamos que, por si acaso, yo ya vine presentado.

Y la gente se mataba de risa, y todos ahí se decían El gusto es entero, enterito mío, o eso te pasa por impresentable, Ramón, pero lo cierto es que el whisky corría en cantidades industriales y que dos españolones recién desembarcados en busca de América y un trabajito o un braguetazo, optaron aquella noche por clavar su pica definitiva en Lima, ¡coño!, porque aquí hasta los músicos beben whisky, ¡verdad!, ¡coño!, ¡y tan verdad como que yo aquí me quedo, joder!, ¡y a esto sí que le llamo yo descubrir América, coño!, pero dime, tú, Joaquín, ¿y qué serán esas jarras de líquido azul?

– Pues agua, compatriota, que otra cosa no es. Que yo ya la he probado y es agua. Y el hielo es de color rojo, rojo como la sangre, sí, señor. Y así parece que, en Lima, a la gente le da por beber las cosas de muchos colores. Y mira tú lo que es viajar e ir viendo mundo.

– ¿Y al agua le tocó el azul?

– Como que yo soy de La Mancha, sí, señor.

– ¡Cono! ¡A mí que me den una pica para clavarla aquí mismo, esta misma noche.

– ¡Salud!

– ¿De qué color?

Todo aquello de los colores era invento de doña Greta Zetterling de Quispe Zapata, malditos apellidos los del pobre primer contribuyente, una mujer hermosa hasta decir basta, de unos ojos azules muy grandes y duros como dos inmensas aguamarinas, de piel blanquísima, de pelo tirando a rojo y sin un toque de tinte, de buenas joyas, aunque demasiadas para una sola noche y como que muy grandazas, todas, también, aunque deben de valer su peso en oro porque falsas no son, definitivamente, ya que en el vocabulario de don Rudecindo Quispe Zapata, y también en su vida, la palabra «falso» sencillamente no existía, ni había sido ni iba a ser inventada jamás, pues lo suyo fue siempre el trabajo de sol a sol y la honestidad a toda prueba. Y Lima entera lo supo así, en muy poco tiempo.

Y, también, así como doña Greta era extrovertida, bailarina, botarate, multicolor y hasta multiascensor (lo de los mil teléfonos arcoiris y los tres ascensores multiusos era todo, absolutamente todo, cosa de ella; era idea, capricho, antojo, o lo que sea, de doña Greta y su exuberancia), don Rudecindo era todo gomina y cabello sumamente planchado, día y noche, para que no se le encabritara, el maldito pelo tipo cerda, cuando uno menos lo piensa, y todo un caballero ejemplar, eso sí, y hombre de muy pocas palabras, ningún baile, ni una sola querida, tampoco visita alguna a burdel ninguno, y puro trabajo y amor por su esposa e hijas, que, aunque con ríos de aguas azules y flores de plástico, de preferencia, y Danubios azules y verdes o rojos, al bailar, lo adoraban también, y le eran, las tres, de una fidelidad que, pronto, muy pronto, también Lima entera admitió y respetó, aunque, claro, eso del agua azul, el hielo color sangre y los postres teñidos andinamente, como que está de más, ¿no te parece?, bueno, sí, tal vez, aunque a mí me parece más bien que está muy a tono con la casa…

– Es que la casa, hija…

– Es que la cosa, mamá…

Era, el de los Quispe Zapata Zetterling, un mundo hecho a la medida de los mellizos Arturo y Raúl Céspedes Salinas, que, en efecto, aquel sábado no pararon de presentarse una y otra vez a las hermanas Lucha y Carmencita, y de representarse como los futuros muy próximos primeros médicos del Perú, y hasta como el Duque y el Oso, entre aguas de colores y patos rojos de hielo y gansos verdes de hielo y flores multicolores de plástico, multicolores mas no multiarcoiris, claro, porque eso ya sería una redundancia y…

– ¿Una qué, Duquecito? -le preguntó, algo inquieta, su Luchita a su Duque y señor, esa misma colorida noche.

– Mi papá no se llama Redundancia sino Rudecindo, Osito mío -le decía, paralelamente, a su Osazo, su Carmencita, esa misma colorida y florida y bailadísima noche. Y la pobrecita ya quería enfermarse, también, para que tú me cures, sólo tú, cuando me duela aquí, Osito mío…

– La cumbre en el estrellato -repetía Arturo, girando un vals.

– Y la meca en el firmamento -repetía Raúl, quebrando un tango.

Y en aquel jardín florido y musical, tan colorido, las hermanas Zetterling Quispe, que este gran par de pícaros de los mellizos ya habían empezado a alterarles los apellidos, porque el orden de los factores no altera el producto, mi amorcito, las hermanas Zetterling Q., sumamente conmovidas, lo encontraban todo ahí, tan… tan…

– Tan de plástico, sí, mi Duquecito.

En total había veintinueve teléfonos en la casa y ni uno solo del mismo color. Y, el paso del telefonote aquel viejo y negro de pared de la casona de quincha y adobe, en la calle de la calle Amargura, a este mundo en el que incluso había un teléfono a cuadritos, era, por consiguiente, para los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, un paso obligado, y un gran paso al frente, sí, señor, cómo no.

Mientras tanto, la fiesta del colegio Rosa de América, en casa de una alumna que vivía en una transversal de la avenida Brasil, tal vez en el distrito de Breña, tal vez en el de Pueblo Libre -en fin, por ahí, como dijo Molina- y que tenía un solo teléfono, y negro y cualquiera, era una mezcla de carnaval sin disfraces y clase media que mira al porvenir con relativo optimismo, y se apoyaba sobre todo en los ritmos muy alegres y los boleros sublimes que habían llevado entre varias muchachas y en la calidad bastante dudosa de un tocadiscos que, por momentos, daba alarmantes signos de fatiga. Distraidísimo como siempre, Carlitos Alegre no cesaba de preguntar de qué playa lejana o de qué veraneo tropical llegaba tanta gente tan bronceada, tan uniformemente quemadita y morena, en esta época tan gris del año, y la pobre Consuelo tuvo que vencer su inmensa timidez y explicarle, muy subrayadamente y muy al oído, que en el Perú «no todo el mundo es siempre rubio, Carlitos», segundos antes de que un fornido mestizo piurano, apodado Piano'e cola, le partiera el hocico de un bofetadón, por andarse burlando de la concurrencia, blanquinoso de mierda, y oñoñoy, y ni que fuera albino, el muy valiente puta este. En fin, que casi arde Troya, por lo bruto que había estado Carlitos, pero ya varias amigas de Consuelo se habían dado cuenta, felizmente, de que el pobre más bueno y noble y simpático no podía ser, y más despistado, también, sí, pero malintencionado jamás, y con un buen par de merengues la fiesta recobró su sana alegría y el bailongo se fue animando cada vez más, a pesar de los desmayos de un tocadiscos que varias veces estuvo a punto de entregar el alma, pero que finalmente aguantó hasta la madrugada con verdadero pundonor.

Para Consuelo y Carlitos, sin embargo, el problema se fue agravando con el paso de las horas, o, más bien, de los discos que intentaron bailar. En primer lugar, porque ella no tenía la menor idea de lo que era bailar, y porque él, ni en sueños, lograría aprender tampoco a bailar, jamás de los jamases, por lo cual, tras una etapa inicial de sinceros y hasta calculados y contados esfuerzos, uno, dos, tres, cuatro, uno, dos, tres, cuatro, y muy medidos y esmerados intentos de hacerlo bien, atravesaron otra etapa de forcejeos y pisotones mil, y entonces sí que pasaron a una tercera etapa de franca desmoralización y papelón general, ahí enmedio de tanto bailarín genial; y, en segundo lugar, por la maldita aparición de la serpentina verde aquella, que una compañera le lanzó a Consuelo, de lo más sonriente, para que ésta, de lo más sonriente, también, se la enrollara en el cuello a Carlitos, a manera de collar hawaiano, o algo así, aunque también con su componente de paloma mensajera, porque cada serpentina traía su mensajito impreso en letras bien negritas, y ahora era a Carlitos al que le tocaba leer en voz alta qué frase divertida o traviesa o qué piropo tan gracioso o picarón le había traído por los aires su serpentina verde. Y el pobre leyó, de lo más entusiasta, al principio, pero sólo al principio, lo siguiente: «Hágase tu voluntad.» Y, sí: «Hágase tu voluntad» era la frase que, voluntaria y sonrientemente, e inefablemente, también, y como demasiado humilde e implorantemente, también, y, bueno, como desastrosamente, por fin, le había hecho llegar un destino llamado Consuelo. Y a Consuelo, sentadita ahí a su lado y llorosita, ya, se la había tragado para siempre la tierra.

O sea que nada, absolutamente nada, ganó Carlitos con tener ideas geniales aquella noche, porque, la verdad, cada idea genial resultaba, al fin y al cabo, más patética que la otra. Y, así, la primera, notable, iniciativa, fue, nada más y nada menos, la de invitar a Consuelo a bailar, a sabiendas de que en aquel asunto ya habían fracasado estrepitosamente. Hay que reconocer, eso sí, que, al pobrecito, con aquello de la serpentina verde y su mensaje pavoroso, la memoria como que se le había evaporado. Un abrir y cerrar de ojos, pero eterno para ellos dos, duró esta feliz iniciativa. La segunda, por lo menos, duró hasta que el Daimler llegó a la avenida Javier Prado, con Molina sospechosamente desgarrado, ahí al volante, porque el buen hombre lo estaba sospechando todo y además escuchaba clarito cuando Carlitos le proponía a su pareja, sorda y muda, parece ser, un paseo por la casa de los Quispe Zapata Zetterling, a ver si aparecen tus hermanos y se mueren de rabia y de envidia al vernos paseando felices en este lindo automóvil. El fracaso de esta iniciativa fue rotundo, por el simple hecho de que ya ni el pobre Molina era feliz en ese maldito Daimler, más bien todo lo contrario, y porque de la fiesta en el caserón de los mil estilos, los coloridos líquidos y hielos, los ascensores para todos y para todo, salió hasta la última hormiga que se paseó aquella noche por la avenida Javier Prado, pero los mellizos se demoraron aún más en abandonar la casa que esa hormiga, aquella misma noche, extasiados como estaban en la contemplación, una y otra vez, y una última vez más, por favor, Luchita, por favor, Carmencita, de todo aquel arsenal telefónico, de todito aquel arcoiris multicolor y redundante de teléfonos, y éste, a cuadritos, éste, sí, éste, ¿por éste le vas a hablar a tu Duque, mi amor?

– Toda una vida, mi vida.

La última iniciativa de Carlitos fue recorrer Lima por sus zonas más bonitas, pero también estaba fatalmente condenada a un fracaso final, pues debía terminar obligatoriamente ante la fealdad de la casona demolible, en la oscura calle de la Amargura en que aquel calvario llegaría a su fin para la pobre Consuelo. Y así fue, claro, pero con un toque de añadida crueldad que sólo al destino se le ocurre admitir en un momento semejante. Aunque fueron palabras pronunciadas por Carlitos, simples palabras de esas que a veces uno suelta con la mejor intención del mundo, y que, mil años después, cuando uno menos lo piensa, reaparecen en tu memoria, se abalanzan sobre ti, como un feroz asaltante de caminos, y te hacen pegar tremendo respingo y nadie a tu alrededor comprende qué diablos te puede estar pasando, qué te pasa, ¿qué le sucede a este tipo, oye?

Y es que, al bajar del Daimler, ahí en la casona demolible de la calle de la Amargura, a la pobre Consuelo no se le ocurrió nada mejor que despedirse de Carlitos con las siguientes palabras de sumisión, y más gemiditas que pronunciadas:

– «Hágase tu voluntad.»

Y al pobre Carlitos no se le ocurrió nada peor, con la mejor intención del mundo, que:

– «Aquí sólo se hace la voluntad de Dios. Y así en el cielo como en la tierra.»

El pobre quiso desviar el tema ese tan triste de la serpentina verde, y todo eso, pero, bueno, esto fue lo que le salió, y aquella noche en el huerto sí que hubo serenata de lágrimas y amaneceres tan tristes, que Luigi hasta empezó a iluminar la piscina con cierta antelación, a ver si de alguna manera mágica al avión en que regresaba la señora Natalia se le ocurría anticipar su aterrizaje en Lima, con la señora adentro, por supuesto, para ponerles fin a tanta tristeza y melancolía, y sobre todo para levantarle el ánimo al poveretto giovane Carlitos, que anda como alma en pena, desde el sábado pasado.

Y así, en este deplorable estado llegaba Carlitos, tres veces por semana, a su clase de francés con la señorita Herminia Melon. Deplorablemente, también, tomaba asiento, y más deplorablemente aún se quedaba pegado horas y horas en su silla, aunque los progresos realizados desde la clase pasada la dejaban cada vez más turulata a la sabia, entrañable y finísima señorita solterona, porque este muchacho debe de pasarse las noches en vela, concentradísimo en la lengua de Racine, Corneille y Molière, porque, en efecto, ya vamos terminando nuestra tercera semana y cada día se expresa mejor y no hay palabra u oración que no entienda, ni complicadísimo subjuntivo que no domine. Asombrosos, realmente asombrosos los progresos de mi alumno Carlitos Alegre, comentaba la sabia maestra, ignorando por completo, claro está, que, no bien lograba despegarse de una de esas sillas atroces, Carlitos salía disparado en dirección a la avenida San Felipe, donde casi todas las noches lo esperaba Melanie Vélez Sarsfield, sentadita siempre en aquel gigantesco sofá del caserón tudor, llena de cuadernos y lápices de varios colores y con una excelente colección de libros para el estudio del francés.

Melanie lo primero que hacía era toquetear y volver loco a Carlitos, en francés, y bromearle y fastidiarlo, aunque en realidad lo que pretendía era enterarse de la razón por la cual, estas últimas noches, el pobre me llega con esa cara de pena infinita, con esa cara de…

– ¿Me puedes explicar, amorcito -le dijo una de esas noches, bastante en broma y bastante en serio, Melanie-, a qué se debe esa carita de desconsuelo que últimamente me has sacado al diario?

Casi lo mata al pobre Carlitos con la palabra desconsuelo, o, en todo caso, el hombre ya no pudo más con su triste secreto a cuestas y se lo soltó todo. Mejor dicho, se lo estaba empezando a soltar todo, cuando ella le dijo que nones, porque aquí vienes tú, Carlitos, para hablar en francés, o sea, que ahorita mismo me sueltas toda tu historia esa, porque yo también me muero de ganas de oírla, pero en francés. Y a Carlitos no le quedó más remedio que trasladarse nuevamente a aquella transversal de la avenida Brasil, tal vez en el distrito de Breña, tal vez en el de Pueblo Libre, en fin, por ahí, como había dicho Molina, y empezar a bailar con la pobre Desconsuelo, de la forma más torpe del mundo, primero, y a pisotones y forcejeos y papelón general, luego, para llegar en seguida al viacrucis de la serpentina y su patético mensaje, y así, a borbotones de pena, lanzarse a un recorrido tan triste y tan fracasado de antemano, y desembocar finalmente en todo aquello de «Hágase tu voluntad» y sus respuestas y variantes atroces, que, lejos de arreglar algo, sólo sirvieron para dejarme en el estado en que me ves, Melanie, y contando las horas y los minutos para que, por fin, regrese Natalia y se acabe tanto pesar.

Por supuesto que Carlitos, en su afán de contar muy bien su historia, en el más correcto francés posible para él, en aquel momento, ni cuenta se había dado de que Melanie lo estaba abrazando a mares. Pobrecita, lloraba como una Magdalena la entrañable Melanie con la historia tan bien contada por Carlitos y, claro está, también con el asunto aquel del pronto regreso de Natalia para solucionarlo todo.

– Ah, la veterana esa del diablo, mi Carlitos tan querido. Hoy le toca ganar a ella, lo asumo, pero espérate tú nomás a que pasen unos añitos y empiece a convertirse en una vieja bruja…

– Melanie, por favor.

– Tú haz lo que quieras, Carlitos, pero yo esperaré. Yo siempre te esperaré, vas a ver.

– ¿Y para qué? ¿Se puede saber?

– Para que no me llegues a cada rato en este estado tan deplorable y para que me lleves al altar con mi papi completamente sobrio, por una vez en la vida. Porque todos tenemos nuestro derecho a esperar y soñar, mi tan querido Carlitos Alegre.

– Al francés. Volvamos al francés, Melanie, por favor -le rogó Carlitos.


Todos fueron a recibir a la señora. Y ahí, en el aeropuerto, doña Natalia se entregó primero al beso interminable de Carlitos y luego los fue abrazando uno por uno, empezando como siempre por Marietta y siguiendo por estricto orden de antigüedad laboral en la familia. Molina habría dado la vida por ser el más antiguo, ahí, pero debía inclinarse ante la pareja italiana, que llevaba siglos en el huerto, y que también había sido contratada por los padres de doña Natalia, aunque, eso sí, ni Marietta ni Luigi habían servido jamás a los señores de Larrea directamente, es decir, en su propia casa, como él, lo cual no dejaba de producirle cierto desdeñoso malestar, del tipo una cosa es con guitarra y otra cosa es con cajón, y tentado estuvo más de una vez, el uniformado, de señalar este hecho y exigir un cambio en el orden de los abrazos, mas su afecto y respeto por la vieja pareja italiana, por el lado positivo de su carácter, y la certeza de que sería él quien finalmente conduciría a la señora y al joven Carlitos hasta el huerto, por el lado negativo y hasta vengativo, le permitían sobrellevar con la frente en alto el interminable asunto aquel de los abrazos y saludos y las primeras palabras, resignándose a su agraviante tercer lugar en la lista de antigüedades, porque, eso sí, luego vendría la puesta en práctica de su tremenda venganza, ya que doña Natalia emprendería el regreso al huerto en el Daimler, pero sólo con él y el señor Carlitos, y que se jodan los italianos, par de bachiches de eme. Aunque, claro, también, maldita sea, luego vendría la venganza del destino, que en esta oportunidad consistió en que el ahora muy afrancesado niñato este y su señora amante no sólo se pusieron al día, en francés, de la vida y milagros de los mellizos Céspedes Salinas, entre varios asuntos más, sino que hasta se besuquearon en este idioma durante todo el trayecto entre el aeropuerto y el huerto, como si uno fuera hijo de cura, oiga usted, habráse visto, cuando en realidad si uno no fuera todo un caballero y un profesional, ya habría encontrado la manera de hacerle saber a doña Natalia quién fue la verdadera profesora de francés de su adorado Carlitos y, muy a menudo, en unas condiciones tan especiales que hasta aparecían toditos llorosos cuando terminaban unas clases en las que también el toqueteo parece que fue en el idioma del Racine ese y el del Cornelio o qué sé yo, aquel, mas un tercero que nunca me entró, un tal Moli no sé cuántos…

Había cena en la terraza del huerto, con el inmenso jardín iluminado, y la piscina luciéndose con todo su poder de nocturna incitación. Luigi había terminado de cambiar el agua esa misma noche y Natalia no pudo ocultar la profunda emoción que le produjo darse cuenta, de golpe, que pronto, muy pronto, todo aquel mundo heredado de épocas coloniales, aquella casona, aquellas arboledas y viñas, aquellos frutales y aquellos campos y potreros, tantos animales y senderos y jardines, dejarían de pertenecerle para siempre. Sin embargo, el huerto era la única parte de su inmenso patrimonio en bienes inmuebles que Natalia no había vendido secretamente. Ni siquiera su casa de Chorrillos le pertenecía ya. El huerto había sido el gigantesco jardín animado de su infancia feliz y el lugar en el que, de alguna manera, se ocultó con Carlitos, el muchacho que le había devuelto la felicidad perdida en la adolescencia. Y fue también la chochera de su padre y el lugar preferido de su madre. El huerto, por lo tanto, era el único trozo de su ciudad y de su vida que Natalia siempre recordaría con amor. No estuvo, pues, nunca en venta. Ni lo estaba ni lo estaría, para ella. Y, aunque aquella noche nadie ahí lo sabía aún, el huerto acababa de pasar a manos de los cinco empleados que acababan de recibirla en el aeropuerto, en la que era también su última llegada a Lima. Natalia pidió champán y siete copas para brindar, pero para brindar como siempre que regresaba de Europa, eso sí. Por el momento, deseaba descansar unos días y disfrutar de su huerto, mientras, al mismo tiempo, se iban dando los toques finales a mil asuntos, pequeños y grandes. El más importante de todos, eso sí, ya estaba arreglado. Carlitos era mayor de edad, en el Perú y en Francia. Se lo iba a decir esta misma noche. Y después le iba a decir que era absolutamente libre para elegir.

Partirían juntos a París, para siempre, dentro de dos semanas, o partiría ella sola, para siempre, también, aunque por supuesto que no a París, sino al mismísimo infierno, si todo le fallaba, al final… Pero, bueno, para qué ponerse en el peor de los casos, si bastaba con ver y sentir la felicidad de Carlitos, ahí a su lado, rogándole que se apresurara con lo de sus papeles, haciéndole mil y una preguntas al respecto, firme como nunca en su convicción, tan firme como se había sentido ella en París, Londres y Roma, cada minuto, mientras arreglaba millones de asuntos sumamente difíciles con la más asombrosa facilidad y celeridad, sin pensarlo nunca dos veces, sin el más mínimo titubeo, y con la misma sonrisa de firmeza y satisfacción que tanto impresionaba a sus interlocutores más diversos.

Carlitos alzó su copa de champán antes que nadie, pero sabe Dios qué diablos hizo que ésta salió disparada de su mano y se hizo añicos sobre las lajas de la terraza, después de haber volado unos segundos por el aire. Y nadie ahí supo decir si eso traía suerte o, a lo mejor, todo lo contrario.

– Yo no sé qué diablos trae esto -dijo el pobre, rogando que lo disculparan, y mirándolos a todos, francamente aterrado.

– Pues yo sí que lo sé, mi amor -lo tranquilizó Natalia, inmediatamente-. A mí, por lo pronto, me trae diversión asegurada para el resto de la vida.

– Si, certo -comentó Luigi, terminando de arreglarlo todo con su ronco risotón, y comentando-: Perchè il signor Carlitos diventerà un grand' oumo, ma no cambierà mai…

Y, en efecto, Carlitos pidió que le trajeran su Coca-Cola, con una gotita de champán, en lugar de vino, esta vez, por favor, y ya no volvió a pulverizar copa alguna, aquella noche, felizmente.

Un par de horas más tarde, Natalia sometió a Carlitos a la prueba definitiva del amor incondicional, del amor sin reparo alguno, del amor a cualquier costo. Agotada por el trajín incesante y sumamente tenso de su estadía en París, Londres y Roma, donde en esta ocasión no adquirió ni vendió antigüedad alguna, y sólo visitó abogados, banqueros, poderosos políticos, notarios, cónsules, consejeros de negocios, y alguno que otro amigo realmente fiel, a Natalia le bastó con sentarse en el avión que la llevaba de regreso a Lima para quedarse profundamente dormida, incluso durante las tres escalas que hubo en el largo trayecto desde París. Pero le ocultó este hecho a Carlitos, y, al acostarse, lo dejó al pobre con todas sus ganas de comérsela a besos y caricias, de dormirla de amor y sexo, y fingió que le hablaba desde el más profundo de los sueños y un total agotamiento, aunque la muy viva dejó un candil bastante bien encendido y ubicado, de manera tal que le permitiera observar de tanto en tanto las reacciones de su amante ante los hechos consumados que se disponía a contarle. Tumbado junto a ella, Carlitos la escuchaba extasiado, sin enterarse para nada de la perfecta puesta en escena preparada por Natalia, y sin que candil alguno lo estorbara en absoluto, por supuesto.

– Me habría gustado tanto contarte todo mi viaje con lujo de detalles, lo que he hecho día tras día, y lo que he logrado para nosotros, contártelo todo, de principio a fin, esta misma noche, mi amor… mi… mi…

Éstas fueron las últimas palabras que pronunció Natalia, antes de ser devorada por la teatralidad de su sueño, aunque la verdad es que estuvo a un pelo de contradecirse, de pegar un salto leonino, o divino, que para el caso daba lo mismo, y de saltarse íntegro el texto que traía preparado, cuando no sólo sintió que las manos de Carlitos la acariciaban con renovada sabiduría, sino que éste, a su vez, le decía, desconsolado, y, sin duda alguna, gravemente herido en su amor propio:

– Maldigo al inventor del sueño. Lo recontramaldigo. Pero bueno, para otra vez será, mi amor. Y tú te lo pierdes.

Controlándose al máximo, Natalia se limitó a observar a Carlitos por el rabillo de un ojo profundamente dormido. Perfecto. Ni cuenta se había dado del truco del candil. Y ahí estaba el pobrecito, iluminadísimo, furioso, y tan despierto que no se le iba a escapar ni una sola de las palabras que se disponía a decirle desde el fondo de un sueño profundo, y desde el fondo de su corazón. La gran prueba del amor acababa de comenzar, y, poco a poco, sin omitir detalle alguno, Natalia empezó a contarle que ya era oficial y documentariamente mayor de edad, que partían a Francia dentro de dos semanas, que viajarían por tierra hasta Guayaquil, por precaución, que había vendido hasta el último de sus bienes en el Perú, con excepción del huerto, que pasaría a manos de sus cinco empleados predilectos, que él y ella ya disponían de un precioso departamento en París, que ahora las cartas las tenía él todas entre sus manos, que era libre de acompañarla o de retornar a casa de sus padres, que, eso sí, el viaje que emprenderían no tenía retorno, y que tienes exactamente una semana para darme una respuesta afirmativa o mandarte cambiar, mi amor…

Se había ido quedando dormido tan profundamente feliz, Carlitos, a medida que avanzaba el relato de Natalia, que ella incluso se fue incorporando poco a poco e iluminándole cada vez más la cara, para gozar hasta el último detalle de su aceptación incondicional, sin reparos ni preguntas, y sólo con ese entrañable comentario, sonriente y despreocupado, cuando ella le explicó por qué era mejor partir por tierra hasta Guayaquil, una medida de precaución, mi amor, y de ahí tomar un avión a…

– Así hubiera sido por tierra hasta Groenlandia, Natalia. Y también por aire y por mar y por precaución…

Después siguió durmiendo tan tranquilo y con esa cara de alegre y total aceptación que Natalia decidió ir besuqueando, de menos a más, para irlo trayendo nuevamente hasta sus brazos, hasta sus labios, hasta sus senos y sus muslos. Pero nada. Porque era Carlitos el que ahora dormía el más profundo y complaciente de los sueños, y sólo muy de rato en rato, cuando ella, desesperada en su ardor, le aplicaba uno que otro pellizco bastante canalla, la verdad, por toda respuesta obtenía palabras como Guayaquil o París, más una sonrisa proveniente de aquellos lejanos lugares, sin duda alguna, porque ni hablar de despertar, Carlitos, de puro feliz y dormido y convencido que andaba, y porque, seguramente, la gran prueba del amor había dado un resultado tan sobresaliente que ni la pobre Natalia, que ya había encendido todas las luces de la alcoba, a ver si Carlitos regresaba aunque sea un momentito de Groenlandia, captaba lo que realmente estaba ocurriendo ante su vista y ardor. No. No captaba nada, aquella leona anhelante, y es que a quién se le iba a ocurrir que, sin recurrir a truco alguno, Carlitos se había quedado dormido por una semana, para despertarse sólo entonces y soltarle por fin la respuesta que ella le había pedido. ¿O acaso ella no le había dicho que tenía una semana para darle su plena aceptación o mandarse cambiar? Y ahí seguía durmiendo Carlitos, obedientísimo y con la cara esa de nota sobresaliente y primero de la clase, mientras a su lado Natalia le repetía, desconsolada, y, sin duda alguna, muy herida, ahora ella, en su amor propio:

– Pues yo también maldigo al que inventó el sueño. Lo recontramaldigo. Pero, bueno, tú te lo pierdes, mi amor. Para otra vez será.

Y la otra vez fue exactamente dentro de una semana, para desesperación de Natalia, que realmente no entendía por qué andaba Carlitos hecho un sonámbulo satisfecho por el huerto, un solo de bostezos sonrientes y de siestas interminables, hasta que por fin al séptimo día despertó, le dio su plena aceptación, le dijo: «Vámonos», y se puso a esperarla doblemente. Mentalmente, la esperaba en el automóvil que debía conducirlos hasta Guayaquil, y, sobresalientemente, en la camota de la alcoba. Natalia era una mujer feliz, ahora que al fin había logrado entender hasta qué punto le había salido perfecta su arriesgada prueba de amor.

Y ahora, ¿qué les quedaba por hacer en Lima en los siete próximos días, los últimos que pasarían en esta ciudad? A Natalia, algunos arreglos más, la liquidación final de cinco asuntos de interés comercial, su firma estampada en mil y un documentos que la esperaban todos listos, la despedida de sus fieles empleados, y la entrega de las llaves del huerto. Y, a Carlitos, sabe Dios qué. ¿Ver a sus padres y hermanas, por última vez, sin que sospecharan nada? ¿Ver a los mellizos, por última vez, sin que se enteraran de nada? ¿Visitar a Melanie, con cualquier pretexto, menos el verdadero? Mañana, tal vez mañana. O tal vez pasado mañana. O, tal vez… ¿Tal vez ya nunca?

Finalmente, Carlitos optó por llamar un taxi y pedirle que lo llevara hasta la avenida Javier Prado, en San Isidro. Ahí se bajó, y por su casa pasó mil veces, aunque sin animarse a tocar el timbre y caminando siempre muy rápido, casi corriendo para que no lo fueran a ver. Y sólo se detuvo cuando vio a sus padres y hermanas saliendo juntos en el automóvil, su último miércoles, a eso de las seis de la tarde. Se acercó, como quien llega de visita, muy informalmente, y les preguntó adonde iban. Al cine. Iban al cine. Entonces les preguntó si podía ir él también. Le respondieron que sí, que subiera al carro y se sentara junto a Cristi y Marisol, en el asiento de atrás. La película resultó ser bastante mala y, en voz muy baja, todos estuvieron de acuerdo en salirse del cine antes de que terminara y en ir a comer a la calle. El doctor Roberto Alegre sugirió dar una vuelta antes, por el centro de Lima, porque aún era bastante temprano, y finalmente terminaron comiendo en el restaurante Donatello, del jirón Quilca, y luego tomando una copa en el hotel Crillón. Erik von Tait estaba sentado ante el órgano, pero no se acercó a saludar a Carlitos. Ni siquiera le hizo un adiós en la distancia, aunque no tardó en ponerse a cantar: «Cross the ocean on a silver plane…», mirando indiferente, mirando a cualquier parte menos a la mesa en que estaban él y su familia.

Erik era uno de los mejores amigos de Natalia. ¿Estaba al corriente de todo? Era probable, sí, aunque lo único cierto es que nunca nadie ha observado tanto de reojo a cuatro personas, casi al mismo tiempo, como Carlitos a sus padres y hermanas. No estaban al tanto de nada, ni tenían la más mínima sospecha. Y qué mejor prueba que el momento en que Carlitos sugirió bailar. Su madre se negó, Cristi y Marisol se negaron, y todos ahí le recordaron una vez más lo pésimamente mal que bailaba él.

– Siempre se me olvida -les dijo Carlitos.

En el órgano, Erik von Tait lo despidió de sus padres y hermanas, aquella noche en que él habría dado la vida por abrazarlos a todos, incluso a su padre, con el pretexto de un baile, de unos cuantos pisotones más, los últimos pisotones de mi vida, eso sí, se lo juro. Momentos después, Carlitos volvió con ellos hasta la casa de Javier Prado, conversó un momento con los mayordomos, se despidió como si nada, llamó un taxi, y regresó al huerto tranquilamente.

A la calle de la Amargura llegó en otro taxi, la mañana siguiente, su último jueves, y le hizo muchísima gracia que, precisamente ahora que disponían de veintiún teléfonos, los mellizos no lo hubieran llamado hace varios días ni hubieran mostrado la más mínima inquietud al no verlo aparecer últimamente por la Escuela de Medicina. Los mellizos, sin lugar a dudas, estaban colmados. Y la casona seguía tan fea y mal pintada, pero no tanto, la verdad, y seguía tan demolible y de quincha y vejestorio, pero no tanto, la verdad. ¿O era que él había terminado por acostumbrarse a todo aquello, por encariñarse con todo aquello? Y en la casona de la calle de la Amargura se quedaban para siempre la señora María Salinas, viuda dé Céspedes, y la pobre Consuelo de las más tristes palabras y gemidillos… Y también Colofón, por supuesto. Pero seguro que no para siempre, la verdad. Indudablemente, los mellizos se iban a encargar de arreglar todo aquello con creces, pero tampoco tanto, la verdad. ¿O, a lo mejor, sí? En fin, por ahora Arturo y Raúl vivían en un arcoiris y ya se vería con el tiempo. Aunque él, claro, de qué se iba a enterar ya… Conservaba la dirección, eso sí, pero, cuando Carlitos le pidió al taxista que lo llevara nuevamente a Surco y sacó el brazo para hacerle un ligero adiós a la casona de sus disparatados amigos, se dio cuenta de que también se estaba despidiendo para siempre de esa calle, de ese segundo piso, de ese número, en fin, de esa dirección y de todo. Y regresó al huerto tranquilamente.

Al día siguiente, viernes, su último viernes, Carlitos salió nuevamente en un taxi. Se recorrió íntegra la ciudad de Lima, desde los lugares que había frecuentado hasta aquellos en los que jamás había puesto un pie. Llevaba un plano de Lima, incluso, para pedirle al chofer que lo llevara de un lado a otro, aunque siguiendo determinados itinerarios. Pero la ciudad conocida y la desconocida le resultaban igualmente extrañas. Jamás había vivido en la avenida Javier Prado, jamás había estudiado en el colegio Markham, jamás había ingresado a la Escuela de San Fernando. ¿Un mecanismo de defensa totalmente inesperado, totalmente independiente de su voluntad? Para qué, si se sentía profundamente tranquilo y dueño de cada uno de sus actos. Aunque sí tenía que reconocer que algo muy extraño le estaba ocurriendo con los planos de las ciudades, por lo menos. El plano de la ciudad de París, que nunca antes había consultado y mirado atentamente, le resultaba cercano y familiar, mientras que el de Lima empezaba a resultarle tan ajeno como las calles y avenidas que en ese mismo instante recorría en ese taxi azul, aburrido ya, y con ganas de regresar al huerto tranquilamente. Se lo dijo al chofer, pero indicándole que emprendiera el camino de regreso pasando primero por la plaza Dos de Mayo, la avenida Alfonso Ugarte, la plaza Bolognesi, la Colmena, Wilson, el Campo de Marte, y enrumbando luego hacia San Isidro, para atravesar después los distritos de Miraflores, Barranco, y Chorrillos, cuando divisó a Melanie, a caballo, en la avenida Salaverry. Ella no lo vio, a pesar de que Carlitos le pidió al taxista que disminuyera mucho la velocidad para observarla detenidamente. Iba sola, como siempre, pero nada desgarbada, esta vez, y más bien todo lo contrario. Gorra negra, entallado saco negro de jinete -los mellizos dirían de amazona, por supuesto-, pantalón impecablemente blanco, botas relucientes, sus divertidas pecas de siempre, y la cola de cabello pelirroja que le colgaba sobre la espalda muy erguida y se agitaba con el trote de un precioso caballo blanco. Melanie iba serísima, totalmente ensimismada, y al mismo tiempo muy consciente de su dominio total sobre el caballo y, en general, sobre el arte todo de la equitación. A Carlitos le hizo tanta gracia verla así, que a punto estuvo de pedirle al taxista que se detuviera y de darle la voz. Pero sabe Dios qué cosa lo retuvo, qué lo hizo desistir, y regresó al huerto tranquilamente.

– ¿Y tú de dónde vienes? -le preguntó, sonriente, Natalia, que en ese momento acompañaba hasta la puerta de la casa a dos generales de la policía, y lo vio llegar.

– De haberlo visto todo -le respondió Carlitos.

– ¿Y qué tal, mi amor?

– Pues ya sólo me falta hacer mis maletas, creo.

– Tienes tiempo para eso hasta el lunes, Carlitos. O sea que cuéntame un poco qué has visto. Y perdona que te tenga tan olvidado, pero si supieras todo lo que me queda por hacer, en sólo tres días.

– He visto una ciudad abandonada y a Melanie Vélez Sarsfield a caballo, yo diría que también abandonada.

– Conque tu verdadera profe de francés, ¿eh? Felizmente que la pobrecita es tan feucona.

Pero a Carlitos, que últimamente andaba con su mejor expresión de quinceañero, estas palabras parece que le sentaron como un tiro, porque su rostro adquirió de golpe ese aire de cuarenta y cinco años que a Natalia le gustaba tanto, pero que al mismo tiempo era señal de disgusto y tristeza. Ella comprendió que realmente había metido la pata, al referirse de esa manera a la pobre Melanie, y le rogó que la perdonara.

– Estoy muy cansada con tanto trajín, mi amor, y a veces ya no sé ni lo que digo. ¿Y, además, no es lógico que una señora de mi edad le tenga celos a una chiquilla que te quiere tanto?

– No. No es lógico, Natalia -le dijo Carlitos, abrazándola y besándola hasta recuperar la expresión de quinceañero de los últimos días, y agregando-: Es lo más irracional que te he oído decir en mi vida, y punto final.

– Gracias, caballero. Un millón de gracias, y perdone si tengo que dejarlo solo un momento más, pero aún me queda tanto que hacer…

Carlitos decidió perderse un buen rato por el huerto, antes de ver nuevamente los patéticos rostros de Luigi y Marietta, de Molina, de Julia y de Cristóbal, los nuevos, infelices propietarios de esa florida joya. Y al pensar en ellos se dio cuenta de que había una persona más en Lima a la que su partida con Natalia también había afectado profundamente, ya. Sabe Dios cómo, pero Melanie seguro que se lo imaginaba todo, desde hace días. De puro intuitiva, sin lugar a dudas. O de puro miedo a perderlo a él del todo. Porque, ¿no era también patética la figura de Melanie, cabalgando tan ensimismada y erguida por la avenida Salaverry? Melanie… Era cierto: había sido su verdadera profesora de francés, pero de pura casualidad, y la única amiga que tuvo en Lima, pero también de pura casualidad… Carlitos pensó en ir a buscarla, realmente sintió ganas de ir a buscarla o, cuando menos, de llamarla por teléfono, aunque finalmente optó por seguir caminando tranquilamente por el huerto. Ya había sido un verdadero atrevimiento, una temeridad, y además un desastre, pensándolo bien, la despedida de sus padres y hermanas. Para qué ir a buscarle tres pies al gato, nuevamente.

Todo estuvo listo el día lunes al atardecer, incluyendo las despedidas, que fueron muy personales, eso sí. Luego se sirvió una apetitosa comida, como siempre ahí en el huerto, un buen rato antes de acostarse, y como si nadie se hubiera despedido de nadie, nunca. Y partieron en un automóvil de la policía, manejado por un capitán uniformado que se iba a turnar en el volante con un copiloto también uniformado. En la puerta del huerto no había un alma y la reja estaba abierta de par en par. Ésas eran las instrucciones. Al salir, Carlitos miró el letrero que decía «El huerto de mi amada» y Natalia le apretó fuertemente la mano. Era la madrugada del martes 24 de octubre de 1959.

El escándalo empezó una semana más tarde, a pesar de los esfuerzos por impedirlo del doctor Roberto Alegre. Empezó mientras Natalia y Carlitos almorzaban serenamente en un restaurancito cualquiera, completamente ajenos a todo. Ajenos, simple y llanamente ajenos a todo.

Claro que dicen que el cardiólogo argentino Dante Salieri visitó Lima, con este motivo, y se ofreció a lo que fuera, con tal de. Y cuentan que don Fortunato Quiroga juró, pistola en mano, que. Y aseguran que a los mellizos Céspedes Salinas les quedaron cortos miles de teléfonos colorinches para llamar a la familia Alegre di Lucca y ofrecerse a. Y afirman que a la entrada del huerto hay un letrero que. Se dicen tantas cosas, en fin, que se dice, también, que ya no saben qué decir. Pero a Natalia de Larrea y Carlitos Alegre la palabra que mejor los define es precisamente la palabra ajenos.