"La Carta Esférica" - читать интересную книгу автора (Pérez-Reverte Arturo)II. LA VITRINA DE TRAFALGARDespués supo que fue como saltar al vacío; y eso resultaba singular en el caso de Coy, quien no recordaba haber tomado un rumbo precipitado en su vida. Era del tipo de gente que, en el cuarto de derrota de un buque, emplea el tiempo necesario en trazar a conciencia cualquier recorrido sobre la carta náutica. Antes de verse a la fuerza en tierra y sin barco, ésa había sido fuente de satisfacciones en una profesión donde tales cosas contaban a la hora de lograr un trayecto seguro entre dos puntos situados en distinta latitud y longitud geográfica. Había pocos placeres comparables a pasar largo rato entre cálculos de rumbo, abatimiento y velocidad, previendo que el cabo Tal o el faro Mengano aparecerían dos días más tarde, sobre las seis de la mañana y a unos treinta grados por la amura de babor, y luego aguardar a esa misma hora en la regala húmeda por el relente de la madrugada, con los prismáticos en los ojos, hasta ver aparecer, exactamente en el lugar previsto, la silueta gris o la luz intermitente que, una vez cronometrada su frecuencia de destellos u ocultaciones, confirmaba la exactitud de los cálculos. Siempre, al llegar ese momento, Coy modulaba una sonrisa para sus adentros; una sonrisa serena y satisfecha. Luego, recreándose en la confirmación de aquella certeza obtenida de las matemáticas, de los instrumentos de a bordo y de su competencia profesional, iba a apoyarse en un ángulo del puente, junto a la sombra silenciosa del timonel, o se ponía un café tibio del termo, contento de encontrarse allí, en un buen barco, en vez de formar parte de aquel otro mundo incómodo, hecho de tierra firme, por suerte reducido a un leve resplandor detrás del horizonte. Pero ese rigor a la hora de plantearse desplazamientos sobre el papel de las cartas náuticas que ordenaban su vida no lo había librado del error ni del fracaso. Decir tierra a la vista y comprobar después de modo táctil la presencia de esa misma tierra y sus consecuencias eran situaciones que no siempre se daban en ese orden. La tierra existía, en las cartas o fuera de ellas; y había decidido manifestarse de improviso, como suelen ocurrir tal tipo de cosas, penetrando en el frágil reducto -apenas un poco de hierro flotando en el inmenso océano- donde Coy creía sentirse a salvo. Seis horas antes de que el “Isla Negra”, un portacontenedores de la naviera Mínguez Escudero, varase a medio camino entre El Cabo y el canal de Mozambique durante su cuarto de guardia, Coy, primer oficial a bordo, había advertido al capitán de que la carta del Almirantazgo británico correspondiente a esa zona avisaba, en recuadro especial, de algunas imprecisiones en los levantamientos. Pero el capitán tenía prisa, y además había navegado aquellas aguas durante veinticinco años con las mismas cartas y sin problemas. También llevaba dos días de retraso por haber sufrido mal tiempo en el golfo de Guinea y por verse obligado luego a evacuar por helicóptero a un tripulante que se partió la espalda al resbalar por una escala frente a la Costa de los Esqueletos. Las cartas inglesas, había dicho durante la cena, son tan minuciosas que siempre se la cogen con papel de fumar. La ruta está limpia, doscientas cuarenta brazas en los veriles más altos y ni una cagada de mosca en el papel. Así que pasaremos entre los islotes Terson y Mowett Grave. Eso había dicho: papel de fumar, cagada de mosca y recto entre los islotes. El capitán era un gallego de sesenta y algún años, menudo, de frente rojiza y pelo gris. Además de confiar a ciegas en las cartas del Almirantazgo, se llamaba don Gabriel Moa, tenía cuatro décadas de mar en las arrugas de la cara, y en todo ese tiempo nadie lo había visto perder la compostura; ni siquiera cuando a principios de los noventa, se decía, anduvo día y medio escorado veinte grados tras perder once contenedores en mitad de un temporal del Atlántico. Era uno de esos capitanes por los que armadores y subalternos ponen la mano en el fuego: seco en el puente, serio en la camareta, invisible en tierra. Un capitán a la antigua, de los que hablaban de usted a los oficiales y a los agregados, y a quien nadie podía imaginar cometiendo un error. Por eso Coy mantuvo aquel rumbo en la carta inglesa que señalaba imprecisiones en los levantamientos; y también por eso, transcurridos veinte minutos de su cuarto de guardia, había oído rechinar sobre una piedra el casco de acero del “Isla Negra” estremeciéndose bajo sus pies, antes de que él volviera de su estupor y precipitándose sobre el telégrafo de órdenes parase las máquinas, y el capitán Moa apareciera en el puente en pijama y con el pelo revuelto, mirando la oscuridad de afuera con una expresión sonámbula y estúpida que Coy no le había visto nunca. El capitán sólo había balbuceado ‹no puede ser‹ tres veces, una detrás de otra, y luego, siempre tan desconcertado como si no estuviera del todo despierto, murmuró un débil ‹paren máquinas‹ cuando las máquinas llevaban ya cinco minutos paradas, y el timonel seguía inmóvil con las manos en la rueda, observándolos alternativamente a él y a Coy; y Coy miraba, con la certidumbre terrible de quien obtiene a su costa una revelación inesperada, a aquel honorable superior cuyas órdenes habría acatado sin vacilar media hora antes aunque lo condujesen con el radar apagado por el estrecho de Malaca, y que de pronto, sorprendido sin tiempo a endosarse la máscara de su falsa reputación, o tal vez -los hombres cambian en sus años y en su corazón- la máscara del marino eficiente que en otro tiempo había sido, se mostraba ahora tal y como en realidad era: un anciano aturdido y en pijama, sobrepasado por los acontecimientos, incapaz de dar una orden adecuada. Un pobre hombre asustado que de pronto veía esfumarse su pensión de retiro tras cuarenta años de servicio. La advertencia de la carta inglesa no era en vano: existía al menos una aguja sin determinar en el canal entre Terson y Mowett Grave, y un bromista cósmico tenía que estar riéndose a carcajadas en algún lugar del Universo, porque aquella roca aislada en el vasto océano se había puesto exactamente en medio de la derrota del “Isla Negra”, con la misma exactitud que el famoso iceberg del “Titanic”, durante la guardia del primer oficial Manuel Coy. De cualquier modo, ambos, capitán y primero, habían pagado por ello. El tribunal investigador, compuesto por un inspector de la compañía y dos marinos mercantes, tuvo en cuenta el historial del capitán Moa, solventando el asunto con una discreta jubilación anticipada. En cuanto a Coy, aquella carta del Almirantazgo británico había terminado por llevarlo muy lejos del mar. Ahora estaba en Madrid, inmóvil junto a una fuente de piedra donde un niño de hierática sonrisa estrangulaba a un delfín, y parecía un náufrago recién llegado a una playa ruidosa en plena temporada. Tenía las manos en los bolsillos, y entre la multitud de automóviles y el estrépito de feroces bocinazos miraba de lejos el galeón de bronce que presidía la entrada del número 5 del paseo del Prado. Ignoraba la precisión del levantamiento hidrográfico en la derrota que se proponía seguir, pero ya dejaba atrás de sobra, en su conciencia, el punto en que aún es posible virar de bordo y cambiar un rumbo. El sextante Weems amp; Plath, que su amigo Sergi Solans había adquirido por fin a un precio razonable, bastaba para pagarle el billete de tren Barcelona-Madrid usado la noche anterior, y para un fondo de supervivencia con flotabilidad garantizada por dos semanas; del que una parte abultaba en el bolsillo derecho de sus tejanos, y la otra se hallaba en la bolsa de lona que había dejado en la consigna de la estación de Atocha. Ahora eran las 12,45 de un soleado día de primavera, y el tráfico discurría abigarrado y ruidoso en dirección a la plaza de la Cibeles, junto al palacio de Correos que flanqueaba el cuartel general de la Armada y las dependencias del Museo Naval. Media hora antes, Coy había hecho una visita a la dirección general de la Marina Mercante, situada un par de calles más arriba, para comprobar si prosperaba su recurso administrativo. La encargada del departamento, una mujer madura de sonrisa amable que tenía una maceta con un geranio sobre la mesa, dejó de sonreír cuando, tras pulsar una tecla de su ordenador, el expediente de Coy apareció en la pantalla. Denegado el recurso, había dicho entonces con voz impersonal. Recibirá la notificación por escrito. Luego se desentendió de él, volviendo a sus asuntos. Quizá desde aquel despacho, a trescientas millas náuticas de la costa más próxima, la mujer alentaba un concepto romántico del mar, y no le gustaban los marinos que tocaban fondo con sus barcos. O tal vez sólo fuese lo contrario: una funcionaria objetiva, desapasionada, para quien una varada en el océano Índico apenas se diferenciaba de un accidente de carretera; y un marino suspendido de empleo y en la lista negra de los armadores no le parecía distinto de cualquier individuo privado del permiso de conducir por un juez riguroso. Lo malo, había reflexionado Coy mientras bajaba las escaleras camino de la calle, era que en tal caso la mujer no andaba del todo descaminada. En un tiempo en que los satélites marcaban rutas y waypoints, el teléfono móvil barría de los puentes a los capitanes habilitados para tomar decisiones, y cualquier ejecutivo podía gobernar desde un despacho transatlánticos o petroleros de cien mil toneladas, poco iba del marino que varaba un barco al camionero que se salía de la carretera por perder los frenos, o conducir borracho. Aguardó, concentrado en sus siguientes pasos, hasta que los pensamientos amargos quedaron lejos y a la deriva. Entonces se decidió por fin. Mirando a uno y otro lado esperó a que un semáforo cercano hiciera disminuir la intensidad del tráfico, y después caminó con decisión bajo los castaños cubiertos de hojas jóvenes, cruzó la calle y anduvo hasta la puerta del museo, donde dos infantes de marina con franja roja en el pantalón, correaje y casco blancos, miraron con curiosidad su chaqueta cruzada antes de hacerlo pasar bajo el arco detector de metales. Le hormigueaba el estómago cuando ascendió por la amplia escalera, torció a la derecha en el rellano, y al cabo se vio ante el mostrador de la librería del vestíbulo, junto a la enorme rueda doble del timón de la corbeta “Nautilus”. A la izquierda estaba la puerta de administración y servicios, y a la derecha la entrada a las salas de exposición. Había cuadros y maquetas de barcos en las paredes, un marinero de uniforme y expresión aburrida sentado tras un pupitre, y un civil al otro lado del mostrador donde se vendían libros, grabados y recuerdos del museo. Se pasó la lengua por los labios; de pronto sentía una sed espantosa. Luego se dirigió al civil. – Busco a la señorita Soto. La boca seca le enronquecía la voz. Echó un rápido vistazo a la puerta de la izquierda, temiendo verla aparecer allí, sorprendida o incómoda. Qué diablos haces aquí, etcétera. Había pasado la noche despierto, la cabeza apoyada en su reflejo de la ventanilla, meditando lo que iba a decir; pero ahora todo se le borraba de la cabeza como una estela en la popa. Así que, reprimiendo el impulso de dar la vuelta y largarse, se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro mientras el hombre del mostrador lo estudiaba. Era de mediana edad, con gafas gruesas y aspecto amable. – ¿Tánger Soto? Asintió con una suave sensación de irrealidad. Era extraño, pensó, oír aquel nombre en boca de una tercera persona. A fin de cuentas, concluyó, ella tenía una existencia real. Había gente que le decía hola, adiós y todas esas cosas. – Eso es -dijo. No era extraño sino absurdo, pensó de pronto, aquel viaje, y su bolsa en la consigna de Atocha, y su presencia allí para encontrarse con una mujer a la que sólo había visto un par de horas una noche, en toda su vida. Una mujer que ni siquiera lo esperaba. – ¿Ella lo espera a usted? Se encogió de hombros. – Tal vez. El del mostrador repitió ese ‹tal vez‹, el aire pensativo. Lo observaba con suspicacia, y Coy lamentó no haber tenido ocasión de afeitarse esa mañana: la barba, rasurada la noche anterior a punto de ir a la estación de Sants, empezaba a oscurecerle el mentón. Alzó la mano para tocárselo, conteniendo el ademán a medio camino. – La señora Soto ha salido -respondió el hombre del mostrador. Casi aliviado, Coy asintió. Por el rabillo del ojo vio que el marinero del pupitre, medio inclinado sobre una revista, miraba su calzado y los raídos tejanos. Por suerte, pensó, había cambiado las zapatillas blancas por unos viejos mocasines de suela náutica. – ¿Volverá hoy? El hombre le echó un rápido vistazo a la chaqueta marina, intentando establecer si aquel paño oscuro garantizaba algo respetable en su interlocutor. – Puede que sí -dijo, tras considerarlo un poco-. No cerramos hasta la una y media. Coy miró su reloj y luego indicó la primera sala. Al fondo se veían dos grandes retratos de Alfonso XII e Isabel II, a los lados de una puerta que mostraba vitrinas, modelos de barcos y cañones. – Entonces esperaré ahí adentro. – Como guste. – ¿La avisará cuando llegue?… Me llamo Coy. Ahora sonreía. La ausencia de ella significaba un aplazamiento oportuno, y eso lo tranquilizaba. El del mostrador pareció relajarse ante aquella sonrisa fatigada, sincera, producto de seis horas de tren y seis cafés. – Claro. Cruzó la sala, amortiguados sus pasos por las suelas de goma sobre la tarima de madera. El miedo que le había atenazado las tripas dejaba sitio a una incertidumbre incómoda, parecida a sentir que el barco da un bandazo, alargar una mano en busca de asidero, y no hallarlo donde se supone que debe estar; de modo que procuró tranquilizarse prestando atención a los objetos que tenía alrededor. Pasó junto a un cuadro enorme: Colón y sus hombres en tierra junto a una cruz, gallardetes al fondo y azul caribeño con los indígenas inclinándose ante el descubridor, ignorantes de lo que les esperaba, y torció a la derecha, deteniéndose ante las vitrinas con instrumentos náuticos. La colección era estupenda, y admiró la ballestilla, los cuadrantes, los cronómetros Arnold y la extraordinaria colección de astrolabios, octantes y sextantes de los siglos XVIII y XIX por los que, sin duda, alguien estaría dispuesto a pagar mucho más de lo que él había obtenido por su modesto Weems amp; Plath. Había pocos visitantes en el museo, más amplio y luminoso de lo que creía recordar. Un anciano estudiaba minuciosamente un gran mapa apaisado de Gibraltar, un matrimonio joven con aspecto extranjero miraba las vitrinas de la sala de los Descubrimientos, y un grupo de colegiales escuchaba las explicaciones de su profesor en la estancia del fondo, dedicada al rescate del galeón “San Diego”. La claridad cenital de las grandes lumbreras del techo iluminó a Coy mientras deambulaba por el patio central. De no obsesionarlo el recuerdo de la mujer que lo había llevado allí, habría disfrutado de veras con los modelos de navíos de línea y fragatas, completamente aparejados o en secciones de medio casco, que mostraban la compleja arquitectura interior de los buques; no había vuelto a verlos desde su última visita al museo, veinte años atrás, cuando se accedía al recinto por la calle Montalbán y él aún era estudiante de náutica. A pesar del tiempo transcurrido, reconoció en el acto y con placer su favorito de entonces: un navío dieciochesco de tres puentes y 150 cañones, de casi tres metros de eslora, conservado en una vitrina gigantesca; el modelo de un barco que no llegó a surcar los mares porque no se construyó nunca. Aquéllos eran marinos, se dijo como tantas otras veces se había dicho, estudiando la jarcia, el velamen y la arboladura del barco a escala, admirando las largas gavias por las que hombres duros y desesperados debían avanzar manteniendo el equilibrio sobre inestables marchapiés, aferrando la lona en mitad de temporales y de combates, con el viento y la metralla silbando y el mar implacable abajo, junto a la cubierta que oscilaba bajo los palos. Por un momento Coy se dejó llevar junto al navío, abstraído en el ensueño de largas cazas al amanecer, entre dos luces, de velas fugitivas en el horizonte. Cuando no existían el radar, ni los satélites, ni la sonda electrónica, y los barcos eran cubiletes danzando en la boca del infierno, y el mar un peligro mortal; pero también, todavía, un refugio inexpugnable frente a todas las cosas, los problemas, las vidas ya vividas o por vivir, muertes pendientes o consumadas que se dejaban atrás, en tierra. ‹Llegamos demasiado tarde a un mundo demasiado viejo‹, había leído una vez en algún libro. Llegamos demasiado tarde, por supuesto. Llegamos a barcos y a puertos y a mares que son demasiado viejos, cuando los delfines moribundos huyen de la proa de los barcos, Conrad ha escrito veinte veces “La línea de sombra”, Long John Silver es una marca de whisky, y Moby Dick se ha convertido en la ballena buena de una película de dibujos animados. Junto a la réplica a escala natural de un trozo de mástil del navío “Santa Ana”, Coy se cruzó con un oficial de marina: vestía uniforme impecable de la Armada, tenía buen aspecto, y lucía sobre las bocamangas la coca en el tercer galón dorado de capitán de fragata. El marino se fijó detenidamente en Coy, que le sostuvo la mirada hasta que el otro apartó la vista y sus pasos se alejaron hacia el fondo de la sala. Luego transcurrieron veinte minutos. Al menos una vez cada minuto intentó concentrarse en las palabras que iba a pronunciar cuando ella apareciera, si es que lo hacía; y las veinte veces terminó bloqueado, entreabierta la boca como si de veras la tuviera delante, incapaz de hilvanar el arranque de una frase coherente. Estaba en la sala consagrada a la batalla de Trafalgar, bajo un óleo que representaba una escena de combate naval -el “Santa Ana” contra el “Royal Sovereign”-, y de improviso el hormigueo volvió a recorrerle el estómago, asestándole, y ésa era la palabra exacta, una acuciante necesidad de huir de allí. Pica el ancla, imbécil, se dijo; y con eso pareció despertar de un sueño y quiso salir despavorido escaleras abajo, para meter la cabeza bajo un grifo de agua fría y sacudirla hasta despejar la confusión que reinaba dentro. Maldita sea mi estampa, se increpó. Maldita sea mi estampa veinte veces pares. Señora Soto. Ni siquiera sé si vive con un hombre, o está casada. Se volvió, retrocediendo indeciso. Sus ojos se detuvieron al azar en la inscripción de una vitrina: “Sable de abordaje que ciñó don Carlos de la Rocha en el combate de Trafalgar, siendo comandante del buque Antilla…” Entonces alzó la vista y vio a Tánger Soto a su espalda, reflejada en el cristal. La vio allí inmóvil, callada, sin haberla oído llegar, mirándolo con una expresión entre sorprendida y curiosa, lo mismo de irreal que la primera vez. Tan imprecisa como una sombra que estuviese encerrada en la vitrina, y no fuera de ella. Coy no era un hombre sociable. Y ya dijimos que eso, junto con algunos libros y una visión precozmente lúcida de los ángulos oscuros del ser humano, lo había llevado desde muy temprano al mar. Sin embargo, ese punto de vista, o posición, no era del todo incompatible con cierto candor que a veces descollaba en sus actitudes, en su forma de quedarse quieto o silencioso mirando a los otros, en el modo algo torpe con que se desenvolvía en tierra firme, o en el punto sincero, desconcertado, casi tímido, que tenía su sonrisa. Había embarcado muy joven, empujado más por intuiciones que por certezas. Pero la vida no maniobra con la precisión de un buen buque, y las amarras fueron cayendo al mar poco a poco, enredándose a veces en las hélices, o arrastrando consecuencias. Respecto a eso, hubo mujeres, por supuesto. Y también hubo un par de ellas que llegaron más allá de la piel, hasta la carne y la sangre y la conciencia, realizando en el conjunto las operaciones físicas y químicas pertinentes, bálsamos analgésicos y destrozos de rigor. LPPI: Ley del Pago Puntual de su Importe. A esas alturas, aquel rastro era ya sólo eso: punzadas indoloras en la memoria del marino sin barco. Recuerdos precisos y también indiferentes, más parecidos a la melancolía de los años lejanos -habían transcurrido ocho o nueve desde la última mujer importante para Coy- que al sentimiento de verdadera pérdida material, o de ausencia. En el fondo, aquellas sombras sólo continuaban ancladas en su memoria porque pertenecían al tiempo en que para él todo estuvo en los inicios; cuando en su flamante chaqueta de paño azul y en las palas de las hombreras de sus camisas relucían galones nuevos, y pasaba largo rato admirándolos del mismo modo que admiraba el cuerpo de una mujer desnuda, y la vida era una carta náutica nueva y crujiente, con todos los avisos a la navegación actualizados, tersa superficie blanca aún no marcada por el lápiz y la goma de borrar. Cuando él mismo, ante la vista de la línea de tierra en el horizonte, experimentaba todavía, en ocasiones, el vago deseo de personas o cosas que esperaban allí. Lo otro, el dolor, la traición, los reproches, las noches interminables despierto junto a espaldas silenciosas, eran en ese tiempo sólo piedras sumergidas, bajos asesinos que acechaban su momento ineludible, sin que ninguna carta informase en recuadro aparte de la eventualidad de su presencia. Lo cierto es que no añoraba en concreto esas sombras de mujer, sino que se añoraba a sí mismo, o más bien al hombre que él mismo era entonces. Tal vez aquélla fuera la única razón por la que esas mujeres o esas sombras, últimos puertos conocidos en su vida, acudían a veces, muy difuminadas en el contorno de la memoria, a fantasmales citas al atardecer, cuando él daba largos paseos junto al mar, en Barcelona. Cuando remontaba el puente de madera del Puerto Viejo mientras el sol poniente enrojecía las alturas de Montjuic, la torre de Jaime I, los muelles y las pasarelas de embarque de la Trasmediterránea, y Coy buscaba en los antiguos muelles y norays las cicatrices dejadas sobre la piedra y el hierro por miles de estachas y cabos de acero, por barcos hundidos o desguazados hacía décadas. A veces pensaba en aquellas mujeres, o en su recuerdo, al caminar por fuera del centro comercial y los cines Maremagnum, entre otros hombres o mujeres solitarios, aislados, absortos en el atardecer, que dormitaban en los bancos o soñaban mirando el mar, con las gaviotas planeando sobre la popa de pesqueros que cruzaban por el agua roja bajo la torre del Reloj; junto a una viejísima goleta sin velas ni jarcia que Coy recordaba siempre en el mismo sitio, año tras año, con sus maderas agrietadas, descoloridas bajo el viento, el sol, la lluvia y el tiempo. Y que a menudo le hacía pensar que barcos y hombres deberían hundirse y desaparecer a su hora, en mar abierto, en vez de pudrirse amarrados a la tierra. Ahora Coy hablaba desde hacía cinco minutos, sin apenas interrupción. Estaba sentado junto a una ventana del primer piso del Museo Naval, y cuando se volvía un poco abarcaba las ramas verdes de los castaños extendiéndose a lo largo del paseo del Prado, hacia la fuente de Neptuno. Dejaba caer las palabras como quien llena un vacío que sólo es incómodo si se prolongan demasiado los silencios. Hablaba despacio y sonreía ligeramente cuando callaba un momento antes de hablar de nuevo. Su incertidumbre se había esfumado apenas entrevisto el rostro en el cristal; hacía sus comentarios en tono tranquilo, de nuevo dueño de sí, con objeto de eludir las pausas y retrasar posibles preguntas. A veces desviaba la vista al exterior y luego se volvía de nuevo hacia la mujer. Un asunto en Madrid, decía. Una gestión oficial, un amigo. Casualmente el museo estaba allí. Decía cualquier cosa, lo mismo que había hecho la primera vez en Barcelona, con la franca timidez que le era propia; y ella escuchaba y callaba, un poco inclinada la cabeza y las puntas asimétricas del cabello rubio rozándole el mentón. Y los ojos oscuros con reflejos pavonados parecían de nuevo azul marino, fijos en Coy; en la sonrisa leve, sincera, que desmentía lo casual de sus palabras. – Y eso es todo -concluyó. Eso no era nada, pues nada había dicho ni hecho todavía, salvo acercarse a la dársena con mucho cuidado, las máquinas en avante poca, mientras esperaba que el práctico subiese a bordo. No era nada, y Tánger Soto lo sabía tan bien como él. – Vaya -dijo ella. Estaba apoyada en el borde de la mesa de su despacho, cruzados los brazos, y seguía mirándolo reflexiva, con la misma fijeza que antes; pero ahora también sonreía un poco, como si quisiera gratificar su esfuerzo, o su calma, o su manera de encararla sin esquivarle los ojos, sin alardes presuntuosos ni evasivas forzadas. Como si apreciara aquel modo de ponerse ante ella, pronunciar las palabras imprescindibles para justificar su presencia, y luego quedarse quieto con la mirada y la sonrisa limpias, sin pretender engañarla ni engañarse, aguardando el veredicto. Y ahora fue ella la que habló. Lo hizo sin apartar sus ojos de los de él, interesada en comprobar el efecto de las palabras, o tal vez del tono en que iba pronunciándolas una tras otra. Habló con naturalidad y un vago reflejo de afecto, o de agradecimiento, rozándole los labios. Habló de la extraña noche de Barcelona, del placer que le causaba verlo de nuevo. Y al fin se quedaron observándose, dicho todo cuanto era posible decir hasta ese momento. Y Coy supo otra vez que había llegado el momento de irse, o de buscar un tema, un pretexto, alguna maldita cosa que le permitiera prolongar la situación. O de que ella lo acompañara a la puerta dándole las gracias por la visita, o le dijese que no se fuera todavía. De modo que se puso lentamente en pie. – Espero que no volviera a molestarte aquel individuo. – ¿Quién? Había tardado un segundo más de lo necesario en responder, y él se dio cuenta. – El de la coleta y los ojos bicolores -alzó dos dedos hasta la cara, señalándose los suyos-. El dálmata. – Ah, ése. No aclaró nada más de momento, pero Coy vio endurecerse las líneas de su boca. – Ése -repitió ella. Lo mismo podía estar reflexionando sobre aquel individuo, que ganando tiempo para salir por la tangente. Coy metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó un vistazo alrededor. El despacho era pequeño y luminoso, con un pequeño rótulo junto a la puerta: “Sección IV. T. Soto. Investigación y adquisiciones”. Había un grabado antiguo con paisaje marino colgado en la pared, y un gran tablero en un caballete con grabados, planos y cartas náuticas. También un armario acristalado lleno de libros y archivadores, carpetas con documentos sobre la mesa de trabajo, y un ordenador cuya pantalla estaba rodeada de pequeñas hojas autoadhesivas, anotadas con escritura redonda, de colegiala aplicada, que Coy identificó fácilmente -llevaba su tarjeta en el bolsillo- por los grandes círculos que puntuaban las íes. – No ha vuelto a molestarme -concluyó por fin ella, como si hubiera necesitado hacer memoria. – No parecía resignarse a perder el Urrutia. Observó que entornaba los ojos. Su boca todavía era dura. – Ya encontrará otro. Coy le miraba la línea del cuello, que descendía hacia la camisa abierta de color hueso. La cadena de plata seguía reluciendo allí adentro, y él se preguntó qué pendía a su extremo. Si se trata de metal, pensó, estará endiabladamente cálido. – Todavía no sé -dijo- si el atlas era para el museo, o para ti. La verdad es que aquella subasta fue… Se calló de pronto, pues había visto el Urrutia. Estaba con otros libros de gran formato, dentro del armario acristalado. Reconoció con facilidad sus tapas de piel con adornos dorados. – Era para el museo -respondió ella; y al cabo de un segundo añadió-: Naturalmente. Había seguido la dirección de los ojos de Coy y también miraba ahora el atlas. La luz de la ventana contorneaba su perfil moteado. – ¿A eso te dedicas?… ¿A conseguir cosas? Observó cómo se inclinaba un poco hacia adelante, oscilándole las puntas del cabello. Llevaba sobre la camisa un chaleco de lana gris, desabotonado, y bajo la falda, amplia y oscura, zapatos negros de tacón muy bajo y medias también negras que la hacían parecer aún más delgada y alta de lo que era. Una chica de buena casta, confirmó él, cayendo en la cuenta de que la veía con luz natural por primera vez. Manos fuertes y voz educada. Sana, correcta. Tranquila. Al menos en apariencia, pensó al mirarle los bordes romos e irregulares de las uñas. – En cierto modo ése es mi trabajo -asintió ella tras un instante. Mirar catálogos de subastas, controlar el comercio de antigüedades, visitar otros museos y viajar cuando aparece algo interesante… Después hago un informe y mis superiores deciden. El patronato dispone de un fondo muy limitado para investigación y nuevas adquisiciones, y yo procuro que se invierta de modo conveniente. Coy hizo una mueca. Recordaba el áspero duelo en la subasta de Claymore. – Pues tu amigo el dálmata murió matando. El Urrutia os salió por un ojo de la cara… Vio que suspiraba, el aire entre fatalista y divertido, y luego asentía con la cabeza, volviendo las palmas de las manos hacia arriba para indicar que había volado hasta el último céntimo. Con el gesto, Coy reparó de nuevo en el insólito reloj de acero masculino que llevaba en la muñeca derecha. No había nada más, ni anillos ni pulseras. Ni siquiera llevaba los pequeños pendientes de oro de tres días antes, en Barcelona. – Nos costó carísimo. No solemos gastar tanto… Sobre todo porque en este museo tenemos ya mucha cartografía del siglo XVIII. – ¿Tan importante es? De nuevo se inclinó ella desde el borde de la mesa, y por un brevísimo instante permaneció así, cabizbaja, antes de alzar el rostro con una expresión distinta. La luz matizó otra vez las marcas doradas de su rostro; y Coy pensó que si daba un paso adelante podría, tal vez, descifrar el aroma de aquella geografía salpicada y enigmática. – Lo imprimió en 1751 el geógrafo y marino Ignacio Urrutia Salcedo -explicaba ella ahora-, después de cinco años de trabajos. Fue la mejor ayuda para los navegantes hasta la aparición del “Atlas Hidrográfico” de Tofiño, mucho más preciso, en 1789. Quedan pocos ejemplares en buen estado, y el Museo Naval no tenía ninguno. Abrió la puerta acristalada del armario, extrajo el pesado volumen y lo puso abierto sobre la mesa. Coy se acercó y lo estudiaron juntos, y pudo confirmar lo que había intuido desde el primer momento. No había rastro, estableció, de colonia ni perfume. Olía sólo a carne limpia y tibia. – Es un buen ejemplar -dijo ella-. Entre los libreros de viejo y los anticuarios abunda la gente sin escrúpulos, y cuando dan con uno lo destrozan para vender sus láminas sueltas. Pero éste se encuentra intacto. Pasaba las grandes páginas con cuidado, y crujía entre sus dedos el papel, grueso, blanco y bien conservado pese a los dos siglos y medio transcurridos desde su impresión. “Atlas Marítimo de las Costas de España”, leyó Coy en el frontispicio minuciosamente grabado con un paisaje marino, un león entre las columnas con la leyenda “Plus Ultra” y diversos instrumentos náuticos: “Dividido en dieciséis cartas esféricas y doce planos, desde Bayona en Francia hasta el cabo de Creux…” Se trataba de un conjunto de cartas de navegación y planos de puertos, impreso todo en gran formato y encuadernado para facilitar su conservación y manejo. El volumen estaba abierto por la carta que abarcaba el sector entre el cabo de San Vicente y Gibraltar, trazado con detalle, que incluía sondas medidas en brazas y una minuciosa señalización de indicaciones, referencias y peligros. Coy siguió con el dedo el perfil de la costa entre Ceuta y cabo Espartel, deteniéndose en el lugar marcado con el nombre de la mujer que tenía al lado. Luego subió al norte, hasta la Punta de Tarifa, y prosiguió hacia el noroeste para detenerse de nuevo en el bajo de la Aceitera, mucho mejor definido, con sus crucecitas marcando peligros, que el paso entre los islotes Terson y Mowett Grave en los levantamientos modernos del Almirantazgo británico. Conocía bien las cartas del estrecho de Gibraltar; casi todo coincidía con bastante exactitud, y no pudo menos que admirar lo riguroso del trazado, más que razonable para los trabajos hidrográficos de la época: tan lejos todavía de la imagen por satélite, e incluso de los avances técnicos de finales del XVIII. Observó que cada carta tenía las escalas de latitud y longitud detalladas en grados y minutos, la primera a derecha e izquierda del grabado y la segunda graduada cuatro veces en relación a cuatro meridianos diferentes: París y Tenerife en la parte superior, Cádiz y Cartagena en la inferior. En aquel tiempo, recordó, aún no se había adoptado como referencia universal de longitud el meridiano de Greenwich. – Está muy bien conservado -se admiró. – Está perfecto. Nadie navegó con este ejemplar a bordo. Coy pasó unas páginas: “Carta esférica de la costa de España que comprende desde Águilas y el monte Cope hasta la torre Herradora u Horadada con todos sus bajos, puntos y ensenadas…” También conocía de memoria aquel escenario, que era el de su infancia: una costa escarpada, hostil, de estrechas calas rocosas con escollos entre pequeños acantilados. Recorrió las distancias sobre el recio papel: cabo Tiñoso, Escombreras, cabo de Agua… El trazado resultaba casi tan perfecto como en la carta del Estrecho. – Hay un error -dijo de pronto. Lo miró, más interesada que sorprendida. – ¿Estás seguro? – Claro. – ¿Conoces esa costa? – Nací allí. Hasta buceé en ella, sacando ánforas y cosas del fondo. – ¿También eres buzo? Coy chasqueó la lengua, negando con la cabeza. – Nada profesional -sonreía un poco, a modo de disculpa-. Sólo trabajos de verano y vacaciones. – Pero tienes experiencia… – Bueno…-encogió los hombros-. De joven, quizás. Pero hace mucho que no me tiro al agua. Ella tenía inclinada la cabeza a un lado, observándolo pensativa. Luego volvió a fijar la vista en el punto de la carta que todavía señalaba con el dedo. – ¿Y cuál es el error? Se lo dijo. El levantamiento de Urrutia situaba el cabo de Palos dos o tres minutos de meridiano más al sur de lo que estaba en realidad; Coy había doblado tantas veces aquella punta que recordaba muy bien su situación en las cartas. Los 37º 38’ de latitud real -no podía precisar en ese momento los segundos exactos- se convertían en la carta en 37º 36’, más o menos. Sin duda se había ido corrigiendo en trazados posteriores, más detallados y con mejores instrumentos, hasta llegar a la precisión actual. De cualquier modo, añadió, un par de millas náuticas de diferencia no suponían nada importante en una carta esférica de 1751. Ella guardaba silencio, los ojos fijos en el grabado. Coy se encogió de hombros: – Supongo que esas imprecisiones le dan encanto… ¿Tenías un tope para pujar en Barcelona, o podías seguir sin límite? Seguía apoyada con las dos manos en la mesa, a su lado, mirando la carta. Parecía absorta, y tardó en responder a la pregunta. – Había un tope, por supuesto -dijo al fin-. El Museo Naval no es el Banco de España… Por suerte el precio entraba en lo posible. Coy rió un poco, quedo, y ella alzó los ojos inquisitiva. – En la subasta -dijo él- pensé que lo tuyo era algo personal… Me refiero a la tenacidad con que pujaste. – Claro que era personal- ahora parecía irritada. Volvía a mirar la carta como si algo allí retuviera su atención-. Éste es mi trabajo -sacudió ligeramente la cabeza, para alejar algún pensamiento que no expresó en voz alta-. La adquisición del Urrutia la recomendé yo. – ¿Y qué haréis con él? – Una vez lo haya revisado del todo y catalogado, obtendré unas reproducciones para uso interno. Luego pasará a la biblioteca histórica del museo, como todo lo demás. Sonaron unos golpecitos discretos en el marco de la puerta, y Coy vio al capitán de fragata con quien se había cruzado antes en una sala. Tánger Soto se disculpó, fue al pasillo y estuvo unos instantes hablando con él en voz baja. El recién llegado era maduro y apuesto, y los botones dorados y los galones le daban aspecto distinguido. De vez en cuando se volvía para observar a Coy, con curiosidad no exenta de recelo. A éste no le gustaban esas miradas, ni la sonrisa excesiva con que aderezaba la conversación. Así que suspiró amargamente para sus adentros. Como buena parte de los marinos mercantes, no apreciaba a los de guerra: le parecían demasiado estirados, practicaban la endogamia casándose con hijas de otros marinos de guerra, atiborraban la iglesia los domingos y solían tener demasiados hijos. Además, ya no hacían abordajes ni batallas ni nada, y se quedaban en casa con mal tiempo. – Tengo que dejarte unos minutos -dijo ella-. No te vayas. Se fue por el pasillo en compañía del capitán de fragata, que antes de irse dirigió a Coy un último y silencioso vistazo. Permaneció éste en el despacho, mirando alrededor, primero otra vez la carta del Urrutia y luego los objetos que había sobre la mesa, el grabado de la pared -”Vista 1 del combate de Tolón”- y el contenido del armario. Iba a sentarse cuando le llamó la atención el gran caballete con documentos, planos y fotografías que estaba junto a la mesa. Se acercó, sin otra intención que matar el tiempo, descubriendo que bajo unas láminas puestas en la parte superior asomaban planos de barcos de vela: todos eran bergantines, comprobó tras echar una ojeada a las arboladuras. Debajo había fotos aéreas de lugares costeros, reproducciones de cartas náuticas antiguas y también una moderna: la número 46A del Instituto Hidrográfico de la Marina -de cabo de Gata a cabo de Palos-, que correspondía en parte con la que estaba en el atlas abierto sobre la mesa. La coincidencia hizo sonreír a Coy. Un minuto más tarde ella estaba de vuelta, disculpándose con una mueca resignada. Mi jefe, dijo. Consultas de alto nivel sobre los turnos de vacaciones. Todo muy top secret. – Así que trabajas para la Armada. – Ya lo ves. La observó, divertido. – Eres una especie de soldado, entonces. – Nada de eso -el cabello dorado se le movía a un lado y a otro al negar con la cabeza-. Mi rango es de funcionaria civil… Después de licenciarme en Historia hice una oposición. Estoy aquí desde hace cuatro años. Tras decir aquello se quedó pensativa, mirando por la ventana. De nuevo entornaba los ojos. Después, muy despacio, como si tuviera algo en la cabeza que no terminaba por írsele del todo, volvió a la mesa, cerró el atlas y fue a meterlo en el armario. – Mi padre sí era soldado -añadió. Había una nota de desafío, o tal vez de orgullo, en sus palabras. Coy asintió para sus adentros. Eso explicaba un par de cosas: cierta forma de moverse, algunos gestos. Incluso esa disciplina serena, algo altiva, por la que parecía regirse en ocasiones. – ¿Marino de guerra? – Militar. Se retiró de coronel, tras pasar casi toda su vida en África. – ¿Vive todavía? – No. Hablaba sin rastro de emoción. Era imposible saber si la incomodaba o no comentar aquello. Coy estudió los iris azul marino y éstos sostuvieron el escrutinio, inexpresivos. Entonces él sonrió. – Por eso te llamas Tánger. – Por eso me llamo Tánger. Pasearon sin prisas frente al Museo del Prado y la verja del Jardín Botánico antes de subir a la izquierda por la cuesta de Claudio Moyano, dejando atrás el ruidoso tráfico y la contaminación de la glorieta de Atocha. El sol iluminaba las barracas grises y los tenderetes de libros escalonados calle arriba. – ¿Qué has venido a hacer a Madrid? Él miraba el suelo ante sus zapatos. Ya había respondido a esa pregunta nada más verla en el museo, antes de que ella la formulara. Todos los lugares comunes y pretextos fáciles estaban enunciados, así que dio unos pasos sin decir nada, y al cabo se tocó la nariz. – He venido a verte. Tampoco ahora pareció sorprendida, ni curiosa. Llevaba un chaquetón ligero de pana abierto sobre la blusa, y antes de salir del despacho se había anudado en torno al cuello un pañuelo de seda de tonos otoñales. Vuelto a medias, Coy observó su perfil impasible. – ¿Por qué? -se limitó a preguntar ella, en tono neutro. – No lo sé. Anduvieron un trecho sin más comentarios. Al fin se detuvieron al azar, ante un mostrador donde se apilaban novelas policíacas de lance como restos de naufragios en una playa. Los ojos de Coy resbalaron por encima de los viejos volúmenes, sin prestar mucha atención: Agatha Christie, George Harmon Coxe, Ellery Queen, Leslie Charteris. Tánger cogió uno de ellos -”Era una dama”-, lo miró un poco con aire ausente y volvió a dejarlo en su sitio. – Estás loco -dijo. Siguieron adelante. La gente paseaba entre los puestos, buscando libros u hojeándolos. Los libreros dejaban hacer, ojo avizor detrás de sus mostradores o de pie en la puerta de las barracas. Vestían guardapolvos, jerseys o chaquetones, y tenían la piel curtida por años bajo la lluvia, el sol y el viento; a Coy se le antojaron rostros de marinos varados en un puerto imposible, entre escolleras de tinta y de papel. Algunos leían ajenos al público, sentados entre montones de ejemplares usados. Un par de ellos, los más jóvenes, saludaron a Tánger, que respondió llamándolos por sus nombres. Hola, Alberto. Adiós, Boris. Un muchacho con trenzas de húsar y camisa a cuadros tocaba la flauta, y ella puso una moneda en la gorra que tenía a sus pies, lo mismo que Coy la había visto hacer en las Ramblas, ante el mimo cuyo maquillaje desteñía la lluvia. – Cada día paso por aquí, camino de casa. A veces compro algo… ¿No es curioso lo que ocurre con los libros viejos?… A diferencia de los otros, éstos te eligen a ti. Escogen a su comprador: hola, aquí estoy, llévame contigo. Se diría que están vivos. Dio unos pasos y se detuvo ante “El cuarteto de Alejandría”: cuatro volúmenes de ajadas cubiertas, a precio de saldo. – ¿Lo has leído? -preguntó. Coy hizo un gesto negativo. Aquel Durrell con apellido de pilas alcalinas no le daba frío ni calor. Era la primera vez que se fijaba en libros de ese fulano. Norteamericano, supuso. O inglés. – ¿Tiene algo sobre el mar? – preguntó, más cortés que interesado. – No, que yo sepa -ella reía, bajo y suave-. Aunque de algún modo Alejandría no deja de ser un puerto… Coy había estado allí, y no recordaba nada de especial: el calor de los días sin brisa, las grúas, los estibadores tumbados a la sombra de los contenedores, el agua sucia chapaleando entre el casco del barco y el muelle, las cucarachas que pisabas de noche al bajar a tierra. Un puerto como cualquier otro, excepto cuando el viento sur traía nubes de polvo rojizo que se colaban por todas partes. Nada que justificase cuatro tomos. Tánger tocaba el primero con el índice y él leyó el título: “Justine”. – Todas las mujeres inteligentes que conozco -dijo ella- han querido ser Justine alguna vez. Coy miró el libro con aire estúpido, considerando si debía comprarlo o no, y si el librero lo obligaría a adquirir los cuatro. En realidad los que le llamaban la atención eran otros que había cerca: “El barco de la muerte”, de un tal B. Traven, y la trilogía de la “Bounty: El motín, Hombres contra el mar” y “La isla de Pitcairn” en un solo volumen. Pero ella seguía adelante; la vio sonreír de nuevo, dar unos pasos más y entretenerse hojeando distraída otra maltrecha edición en rústica -”El buen soldado”, leyó Coy; aquel Ford Madox Ford sí le sonaba, porque había escrito “La aventura” a medias con Joseph Conrad-. Al cabo Tánger se giró a mirarlo, fijamente. – Estás loco -repitió. Él volvió a tocarse la nariz y no dijo nada. – No me conoces -añadió ella un momento después-. Lo ignoras todo sobre mí. De nuevo tenía un punto de dureza en la voz. Coy miró a un lado y luego a otro. Curiosamente no se sentía intimidado, ni fuera de lugar. Había ido a verla, haciendo lo que creyó debía hacer. Y habría dado cualquier cosa por ser un hombre elegante, suelto de palabra; con algo que ofrecer, aunque fuese el dinero justo para comprar los cuatro tomos del cuarteto e invitarla a cenar esa misma noche en un restaurante caro, llamándola Justine o como ella quisiera que la llamase. Pero no era su caso. Por eso callaba, y estaba allí plantado con la mayor sencillez de que era capaz, y se limitaba a sonreír un poco, de aquel modo que era a un tiempo sincero y ausente, casi tímido. Y eso no era mucho, pero era todo. – No tienes ningún derecho a presentarte así. A ponerte delante de mí con cara de buen chico… Ya te di las gracias por lo de Barcelona. ¿Qué pretendes que haga ahora?… ¿Llevarte a casa como uno de estos libros? – Las sirenas -dijo él, de pronto. Lo miró, sorprendida. – ¿Qué pasa con las sirenas? Coy alzó un poco las manos y las dejó caer de nuevo. – No sé. Cantaban, dice Homero. Llamaban a los marinos, ¿verdad?… Y ellos no podían evitarlo. – Porque eran idiotas. Iban derechos a los arrecifes, destrozando el barco. – Ya estuve allí -la expresión de Coy se había ensombrecido-. Ya estuve en los arrecifes, y no tengo barco. Tardaré algún tiempo en volver a tenerlo, y ahora no encuentro nada mejor que hacer. Se volvió hacia él con brusquedad, abriendo la boca como para decir algo desagradable. Sus iris relucían, agresivos. Aquello duró un momento, y en ese espacio de tiempo Coy se despidió mentalmente de su piel moteada y de todo el singular ensueño que lo había llevado hasta ella. Tal vez debí comprar lo de esa Justine, se dijo tristemente. Pero al menos lo intentaste, marinero. Lástima de sextante. Luego se dispuso a sonreír. Sonreiré en cualquier caso diga lo que diga, hasta cuando me mande al infierno. Al menos, que lo último que recuerde de mí sea eso. Ojalá pudiera sonreír como su jefe, ese capitán de fragata al que le relucen los botones. Ojalá no me salga una mueca muy crispada. – Por el amor de Dios -dijo entonces ella-. Ni siquiera eres un hombre guapo. |
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