"La Carta Esférica" - читать интересную книгу автора (Pérez-Reverte Arturo)III. EL BARCO PERDIDODetestaba el café. Había bebido miles de tazas calientes o frías en guardias interminables de madrugada, en maniobras difíciles o decisivas, en horas muertas entre carga y descarga en los puertos, en momentos de hastío, tensión o peligro; pero le desagradaba aquel sabor amargo hasta el punto de que sólo podía soportarlo cortado con leche y con azúcar. En realidad lo usaba como estimulante, del mismo modo que otros toman una copa o encienden un cigarrillo. Pero él no fumaba desde hacía mucho tiempo. En cuanto a las copas, muy rara vez había probado el alcohol a bordo de un barco; y en tierra casi nunca sobrepasaba la marca de Plimsoll, la línea de carga de un par de ginebras azules. Sólo bebía de forma deliberada y a conciencia cuando las circunstancias, la compañía o el lugar prescribían grandes dosis. En esos casos, como buena parte de los marinos que conocía, era capaz de ingerir cantidades extraordinarias de cualquier cosa, con las consecuencias que ello acarreaba en lugares donde los maridos velan por la virtud de sus esposas, los policías mantienen el orden público, y los matones de club nocturno procuran que los clientes se comporten como es debido y no se esfumen sin abonar la cuenta. Esa noche no era el caso. Los puertos, el mar y el resto de su vida anterior estaban muy lejos de la mesa junto a la que se hallaba sentado, en la puerta del hostal de la plaza de Santa Ana, mirando a la gente que paseaba por la acera o charlaba en las terrazas de los bares. Había pedido una ginebra con tónica para borrar el sabor del café de la taza pegajosa que tenía delante -siempre lo derramaba, torpe, al remover la cucharilla-, y permanecía recostado en la silla, las manos en los bolsillos de la chaqueta y las piernas extendidas bajo la mesa. Estaba cansado, pero demoraba el momento de irse a la cama. Te llamaré, había dicho ella. Te llamaré esta noche, o mañana. Déjame pensar un poco. Tánger tenía un compromiso ineludible aquella tarde, y una cena por la noche; así que tendría que esperar hasta verla de nuevo. Se lo dijo a mediodía, después de que la acompañase hasta el cruce de Alfonso XII con el paseo Infanta Isabel y ella se despidiera allí mismo, sin dejarlo llegar hasta su puerta. Lo había plantado vuelta hacia él bruscamente, alargándole aquella mano firme que él recordaba bien, en un apretón vigoroso. Coy le preguntó adónde diablos pensaba llamarlo, si no tenía en Madrid casa, ni teléfono, ni nada, y su equipaje estaba en la consigna de la estación. Entonces vio a Tánger reír por primera vez desde que la conocía. Una risa franca que le rodeaba los ojos con pequeñísimas arrugas que, paradójicamente, la rejuvenecían mucho, embelleciéndola. Una risa simpática, como la de un chico al que sientes deseos de acercarte, intuyendo que puede ser buen compañero de juego, o de aventuras. Se había reído de ese modo, la mano de Coy en la suya, y luego pidió perdón por el despiste y lo miró pensativa durante un par de segundos, con el último trazo de aquella risa desvaneciéndosele en la boca. Después dijo el nombre del hostal de la plaza de Santa Ana donde ella había vivido dos años cuando era estudiante, frente al teatro Español. Un sitio limpio y barato. Te llamaré, dijo. Te vea o no te vea nunca más, te llamaré hoy, o mañana. Te doy mi palabra de honor. Y allí estaba él, ante la taza de café y mojando ya los labios en la ginebra con tónica -no la encontró azul en el bar del hostal- que la camarera acababa de ponerle delante. Esperando. No se había movido en toda la tarde, y cenó allí mismo, bocadillo de ternera demasiado hecha y botella de agua mineral, tras decir dónde iban a encontrarlo si sonaba el teléfono. También era posible que ella apareciera en persona; y esa eventualidad lo hacía vigilar el extremo de la plaza, para verla llegar por la calle Huertas, o por cualquiera de las que ascendían desde el paseo del Prado. Al otro lado de los automóviles aparcados en la calzada, entre los bancos de la plaza, unos mendigos charlaban en corro, pasándose una botella de vino. Habían estado pidiendo por las mesas de las terrazas y ahora cuadraban cuentas de la noche. Eran tres hombres y una mujer, y uno de ellos tenía un perrillo a los pies. Desde la puerta del hotel Victoria, un guarda jurado travestido de Robocop no les quitaba ojo, las manos cruzadas a la espalda y las piernas abiertas, plantadas en el lugar exacto del que un rato antes había echado a la mujer que pedía limosna. Alejada por Robocop, ésta vino zigzagueando entre las mesas hasta donde estaba Coy. Dame algo, colega, había dicho en tono apagado, mirando ante ella sin ver. Dame algo. Aún era joven, pensó ahora viéndola hacer la contabilidad con sus compañeros y el chucho. Al darle la moneda, a pesar de su piel llena de marcas, el cabello rubio ceniciento y los ojos absortos en la nada, Coy había advertido rastros de una antigua belleza en la boca bien delineada, la curva de las mandíbulas, la estatura, las manos enflaquecidas, rojizas, con uñas largas y sucias. La tierra firme pudre a los seres humanos, se dijo una vez más. Se apodera de ellos y los devora, igual que la goleta abandonada del Puerto Viejo. Miró sus propias manos apoyadas sobre los muslos, acechando en ellas los primeros síntomas de descomposición; la lepra inevitable que traían consigo la contaminación de las ciudades, el suelo engañosamente sólido bajo los pies, el contacto con otra gente, el aire desprovisto de sal. Espero encontrar pronto un barco, se dijo. Espero encontrar algo que flote y subirme encima para que me lleve lejos mientras esté a tiempo. Cuando todavía no haya contraído el virus que corrompe los corazones, y les desorienta el compás, y los arroja sin gobierno contra la costa a sotavento, y los pierde. – Lo llaman al teléfono. Saltó de la silla con una celeridad que dejó estupefacta a la camarera, y recorrió a grandes zancadas el pasillo que llevaba al vestíbulo del hostal. Uno, dos. Contó mentalmente hasta cinco antes de responder, a fin de serenar el pulso acelerado. Tres, cuatro, cinco. Dígame. Ella estaba al teléfono, y su voz educada y tranquila se disculpaba por llamarlo tan tarde. No, respondió él. No era tarde en absoluto. Había estado esperando su llamada. Un bocadillo en la terraza, y justo ahora empezaba con la ginebra. Ella se excusó un poco más, él insistió en que era tan buena hora como otra cualquiera, y luego hubo un breve silencio al otro lado de la línea telefónica. Coy apoyó una mano en el mostrador, mirando el trazado de sus tendones y nervios, ancha y chata, los dedos muy abiertos, cortos, fuertes -una mano poco aristocrática-, y esperó a que ella hablara de nuevo. Estaba tumbada en un sofá, pensó. Estaba sentada en una silla. Acostada en la cama. Estaba vestida o desnuda, en pijama o en camisón. Estaba con los pies descalzos, con un libro abierto o con la tele encendida enfrente. Estaba boca abajo o boca arriba, y su piel moteada tenía tonos de oro viejo bajo la luz de una lámpara. Se me ha ocurrido algo, dijo por fin ella. Se me ha ocurrido algo que quizá te interese. Tengo una proposición que hacerte. Y he pensado que tal vez puedas venir a mi casa, ahora. Una vez, navegando de tercer oficial, Coy se había cruzado con una mujer en un barco. El encuentro duró un par de minutos, el tiempo exacto que el yate -ella tomaba el sol en la popa- tardó en pasar junto al “Otago”, un buque en cuyo alerón Coy miraba el mar. Por toda la cubierta se oía el repiqueteo monótono de los marineros martilleando el casco para quitar el óxido antes de repasar con minio y pintura. El mercante estaba fondeado entre Malamocco y Punta Sabbioni; al otro lado del Lido podía ver el resplandor del sol en la laguna veneciana, y al fondo, a tres millas de distancia, el Campanile y las cúpulas de San Marcos, y los tejados de la ciudad oscilantes en la reverberación de la luz y de la arena. Soplaba un poniente suave, de ocho o diez nudos, que rizaba un poco la mar llana haciendo bornear las proas de los barcos en dirección a las playas punteadas de sombrillas y casetas multicolores de los bañistas; y esa misma brisa trajo del canal la goleta, amurada a estribor con toda la blanca elegancia de sus velas desplegadas arriba, haciéndola deslizarse a medio cable de Coy. Requirió éste los prismáticos para verla mejor, admirando la finura de líneas del casco de madera barnizada, el lanzamiento de la proa, la jarcia y los herrajes relucientes bajo el sol. Había un hombre a la caña, y tras él, junto al coronamiento de popa, una mujer sentada leía un libro. Dirigió hacia ella los prismáticos: era rubia, con el pelo recogido sobre la nuca, y su aspecto evocaba a mujeres vestidas de blanco que uno podía imaginar fácilmente en ese mismo lugar o en la Riviera francesa, a principios de siglo. Mujeres bellas e indolentes, protegidas bajo el ala amplia de un sombrero o una sombrilla. Esfinges que entornaban los ojos contemplando el mar azul, leían o callaban. Coy siguió con avidez aquel rostro a través del doble círculo de las lentes Zeiss, estudiando el perfil, el mentón inclinado, los ojos bajos concentrados en la lectura, el cabello tirante en las sienes. En otro tiempo, pensó, los hombres mataban o arruinaban sus fortunas, vidas y reputación por mujeres como ésa. Quiso ver las facciones de quien tal vez la merecía, y buscó al que iba al timón; pero éste se encontraba vuelto hacia la otra borda, y sólo pudo apreciar un confuso escorzo, un cabello gris y una piel bronceada. La goleta se alejaba; y temeroso de perder los últimos instantes, volvió a encuadrar a la mujer. Un segundo más tarde ella alzó el rostro y miró directamente a través de los prismáticos, a Coy, a través de las lentes y la distancia, clavando sus ojos en los de él. Le dirigió una mirada ni fugaz ni detenida, ni curiosa ni indiferente. Tan serena y segura de sí que no parecía humana. Y Coy se preguntó cuántas generaciones de mujeres eran necesarias para mirar de ese modo. En aquel momento sintió una confusión terrible y bajó los prismáticos, azorado, por estar observándola tan de cerca; hasta que, ya a simple vista, comprobó que la mujer se hallaba demasiado lejos para mirarlo a él, y que aquellos ojos que había sentido penetrar hasta sus entrañas no eran sino un vistazo casual, distraído, que ella dirigía de paso al buque fondeado que la goleta dejaba atrás, adentrándose en el Adriático. Y Coy se quedó allí, acodado en el alerón viéndola irse. Y cuando por fin reaccionó y volvió a enfocar los prismáticos, sólo pudo ver ya el espejo de popa y el nombre de la embarcación pintado con letras negras en un listón de teca: “Riddle”. Enigma. Coy no era en extremo inteligente. Leía mucho; pero sólo del mar. Sin embargo, había pasado su infancia entre abuelas, tías y primas, a orillas de otro mar cerrado y viejo, en una de esas ciudades mediterráneas donde durante miles de años las mujeres enlutadas se reunían al atardecer para hablar en voz baja y observar a los hombres en silencio. Todo eso le había dejado cierto fatalismo atávico, un par de razonamientos y muchas intuiciones. Y ahora, frente a Tánger Soto, pensaba en la mujer de la goleta. A fin de cuentas, se dijo, tal vez una y otra eran la misma, y la vida de los hombres gira siempre en torno a una sola mujer: aquella donde se resumen todas las mujeres del mundo, vértice de todos los misterios y clave de todas las respuestas. La que maneja el silencio como nadie, tal vez porque ése es un lenguaje que habla a la perfección desde hace siglos. La que posee la lucidez sabia de mañanas luminosas, atardeceres rojos y mares azul cobalto, templada de estoicismo, tristeza infinita y fatiga para las que -Coy tenía esa extraña certeza- no basta una sola existencia. Era necesario, además y sobre todo, ser hembra, mujer, para mirar con semejante mezcla de hastío, sabiduría y cansancio. Para disponer de aquella penetración aguda como una hoja de acero, imposible de aprender o imitar, nacida de una larga memoria genética de vidas innumerables, viajando como botín en la cala de naves cóncavas y negras, con los muslos ensangrentados entre ruinas humeantes y cadáveres, tejiendo y destejiendo tapices durante innumerables inviernos, pariendo hombres para nuevas Troyas y aguardando el retorno de héroes exhaustos; de dioses con pies de barro a los que a veces amaba, a menudo temía y casi siempre, tarde o temprano, despreciaba. – ¿Quieres más hielo? -preguntó ella. Negó con la cabeza. Hay mujeres, concluyó casi asustado, que ya miran así desde que nacen. Que miran como en ese momento lo miraban a él en el pequeño salón de la casa, cuyas ventanas se abrían al paseo Infanta Isabel y al edificio iluminado de ladrillo y cristal de la estación de Atocha. Voy a contarte una historia, había dicho ella apenas abrió la puerta, cerrándola a su espalda antes de conducirlo al cuarto de estar escoltado por un perro labrador de pelo corto y dorado que ahora estaba cerca, fijos en Coy los ojos oscuros y tristes. Voy a contarte una historia de naufragios y barcos perdidos -estoy segura de que te gusta ese tipo de historias-, y tú no vas a abrir la boca hasta que termine de contártela. No vas a preguntarme si es real o inventada o ninguna otra cosa, y vas a estar todo el tiempo callado, bebiéndote esta tónica sola porque lamento comunicarte que no tengo ginebra en mi casa, ni azul ni de ningún otro color. Después haré tres preguntas, a las que responderás sí o no. Luego te dejaré hacerme una pregunta, una sola, que bastará por esta noche, antes de que regreses a tu hostal a dormir… Y eso será todo. ¿Hay trato? Coy había respondido sin titubear, hay trato, quizás un poco desconcertado pero encajando el asunto con razonable sangre fría. Luego fue a sentarse donde ella le indicó: un sofá tapizado en tela beige sobre una alfombra de buen aspecto, en el salón de paredes blancas ocupado por una cómoda, una mesita moruna bajo una lámpara, un televisor con vídeo, un par de sillas, un marco con una fotografía, una mesa con ordenador junto a un aparador lleno de libros y papeles, y una minicadena de sonido en cuyos altavoces Pavarotti -a lo mejor no era Pavarotti- cantaba algo parecido a “Caruso”. Echó una ojeada a los lomos de algunos libros: “Los jesuitas y el motín de Esquilache”. “Historia del arte y ciencia de navegar”. “Los ministros de Carlos III”. “Aplicaciones de Cartografía Histórica”. “Mediterranean Spain Pilot”. “Espejos de una biblioteca”. “Navegantes y naufragios”. “Catálogo de Cartografía Histórica de España del Museo Naval”. “Derrotero de las costas de España en el Mediterráneo…” También había novelas y literatura en general: Isak Dinesen, Lampedusa, Nabokov, Lawrence Durrell -el del “Cuarteto” de la cuesta Moyano-, algo llamado “Fuego verde”, de un tal Peter W. Rainer, “El espejo del mar” de Joseph Conrad, y varios más. Coy no había leído absolutamente nada de aquello, salvo lo de Conrad. Le llamó la atención un libro en inglés titulado igual que la película: “The Maltese Falcon”. Era un ejemplar usado, viejo, y en la cubierta amarilla había un halcón negro y una mano de mujer mostrando monedas y joyas. – Es la primera edición -dijo Tánger, al ver que se detenía en ella-… Publicada en Estados Unidos el día de San Valentín de 1930, al precio de dos dólares. Coy tocó el libro. “By Dashiell Hammet”, decía en la cubierta. “Author of The Dain Curse”. – Vi la película. – Claro que la viste. Todo el mundo la ha visto -Tánger señaló un anaquel-. Sam Spade tuvo la culpa de que por primera vez yo fuese infiel al capitán Haddock. En el anaquel, un poco aparte del resto, estaba lo que parecía una colección completa de “Las aventuras de Tintín”. Junto a los lomos de tela de los volúmenes, estrechos y altos, vio una pequeña copa de plata abollada, y una postal. Reconoció el puerto de Amberes, con la catedral a lo lejos. A la copa le faltaba un asa. – ¿Los leíste de niño?… Él seguía mirando la copa de plata. “Trofeo de natación infantil, 19…” Era difícil leer la fecha. – No -dijo-. Los conozco, y tal vez hojeé alguno, me parece. Un aerolito que cae en el mar. – ”La estrella misteriosa”. – Será ése. El piso no era lujoso pero andaba por encima de la media, con cojines de cuero de buena calidad y un cuadro auténtico en la pared, un óleo antiguo en marco ovalado con un paisaje de un río y una barca bastante aceptable -pese a llevar, estimó, poca vela para aquel río y aquel viento-, y cortinas de buen gusto en las dos ventanas que daban a la calle; y la cocina de la que ella había traído la tónica y el hielo y un par de vasos tenía aspecto limpio y luminoso, con un microondas a la vista, un frigorífico, una mesa y taburetes de madera oscura. Iba vestida casi como por la mañana, suéter de algodón ligero en vez de blusa, y no llevaba zapatos. Los pies, enfundados en las medias negras, se movían silenciosos por la casa, como los de una bailarina, con el labrador pendiente de cada paso. La gente no aprende a moverse así, pensó Coy. Eso no puede aprenderse de modo consciente, nunca. Uno se mueve, o no se mueve, de un modo o de otro. Una mujer se sienta, habla, camina, inclina la cabeza o enciende un cigarrillo de tal o cual forma. Unas formas se aprenden, y otras no. Modos y modos. Nadie puede superar determinados límites aunque se lo proponga, si no lo lleva dentro. Modales determinados. Gestos. Maneras. – ¿Sabes algo de naufragios? La pregunta cambió sus pensamientos y lo hizo reír sordamente, la nariz dentro del vaso. – No he naufragado nunca del todo, si a eso te refieres… Pero dame tiempo. Ella fruncía el ceño, ajena a la ironía. – Hablo de naufragios antiguos -seguía mirándolo a los ojos-. De barcos hundidos hace tiempo. Se tocó la nariz antes de responder que no mucho. Había leído cosas, claro. Y buceado junto a alguno de ellos. También conocía la clase de historias que suelen contarse entre marinos. – ¿Alguna vez has oído hablar del “Dei Gloria”? Hizo memoria un instante. El nombre le era desconocido. – Un barco de vela de diez cañones -apuntó ella. Se hundió frente a la costa sudeste española el 4 de febrero de 1767. Coy dejó el vaso en la mesita baja, y el movimiento hizo que el perro viniera a lamerle la mano. – Ven aquí, “Zas” -dijo Tánger-. No molestes. El perro ni se inmutó. Siguió junto a Coy, dándole lametones, arf, arf, y ella creyó necesario disculparse. En realidad no era suyo, dijo. Era de una amiga con la que compartía piso; pero la amiga tuvo que irse a otra ciudad dos meses atrás, por motivos de trabajo, y ahora viajaba todo el tiempo. Tánger había heredado su media casa y a “Zas”. – No importa -medió Coy-. Me gustan los perros. Era cierto. En especial los de caza, que solían ser leales y silenciosos. Durante un tiempo, en su infancia, poseyó un setter color canela que miraba igual que ése; y también hubo un chucho que había subido al “Daggoo IV” en Málaga, quedándose a bordo hasta que se lo llevó un golpe de mar a la altura de cabo Bojador. Acarició a “Zas” tras las orejas, distraído, y el perro se mantuvo cerca de su mano, moviendo alegremente el rabo. Arf. Entonces Tánger contó la historia del barco perdido. Se llamaba “Dei Gloria”, y era un bergantín. Había salido de La Habana el 1 de enero de 1767, con veintinueve tripulantes y dos pasajeros. El manifiesto de carga declaraba algodón, tabaco y azúcar con destino al puerto de Valencia. Aunque oficialmente pertenecía a un armador llamado Luis Fornet Palau, el “Dei Gloria” era propiedad de la Compañía de Jesús. Según se comprobó más tarde, aquel Fornet Palau era testaferro de los jesuitas, que dirigían por su mediación una pequeña flotilla mercante encargada de asegurar el tráfico de personas y el comercio que la Compañía, muy poderosa entonces, mantenía con sus misiones, reducciones e intereses en las colonias. El “Dei Gloria” era el mejor barco de esa flota: el más rápido y el mejor armado para un tráfico amenazado por los corsarios ingleses y argelinos. Lo mandaba un capitán de confianza llamado Juan Bautista Elezcano: vizcaino, experimentado, cercano a los jesuitas hasta el punto de que su hermano, el padre Salvador Elezcano, era uno de los principales asistentes del general de la Orden, en Roma. Tras avanzar los primeros días dando bordos contra un viento contrario del este, el bergantín encontró pronto los del tercer y cuarto cuadrante, que lo ayudaron a cruzar el Atlántico entre fuertes rachas y chubascos. El viento refrescó al sudoeste de las Azores hasta convertirse en temporal que causó daños en la arboladura, e hizo que las bombas de achique trabajaran sin descanso. De ese modo el “Dei Gloria” alcanzó el paralelo 35º y siguió navegando sin otra novedad hacia el este. Luego dio una bordada en dirección al golfo de Cádiz a fin de resguardarse de los levantes del Estrecho, y sin tocar ningún puerto se halló al otro lado de Gibraltar el 2 de febrero. Al día siguiente dobló el cabo de Gata, navegando hacia el norte a la vista de la costa. A partir de ese punto empezaron a complicarse las cosas. La tarde del 3 de febrero se había avistado una vela por la popa del bergantín. Avanzaba con rapidez aprovechando el viento sudoeste, y pronto fue identificada como un jabeque que les daba alcance. El capitán Elezcano mantuvo el andar del “Dei Gloria”, que navegaba con foque y velas bajas; pero hallándose el jabeque a poco más de una milla observó algo sospechoso en su comportamiento, por lo que hizo largar más vela. En ese momento el otro arrió la bandera española, y revelándose como corsario prosiguió sin disimulo la caza. Era un barco con patente argelina, habitual de esos parajes, que de vez en cuando cambiaba de pabellón y utilizaba Gibraltar como base. Según pudo establecerse más tarde, su nombre era “Chergui”, y lo mandaba un antiguo oficial de la Armada británica, un tal Slyne, también conocido por capitán Mizen, o Misián. En aquellas aguas, el corsario gozaba de una triple ventaja. Por una parte tenía más andar que el bergantín, al que las averías sufridas en la arboladura y en la jarcia limitaban la velocidad. También navegaba con el viento a favor, forzando el barlovento de su presa para interponerse entre ella y la costa. Pero lo más decisivo era que se trataba de un barco de guerra de porte superior al “Dei Gloria”, con una numerosa tripulación de combate y al menos doce cañones frente a los diez del bergantín, éstos de menor calibre y servidos por marineros mercantes. Aun así, la desigual caza se prolongó durante el resto del día y la noche. Según todos los indicios, al no poder ganar el resguardo de Águilas por cortarle esa derrota el “Chergui”, el capitán del “Dei Gloria” intentó alcanzar Mazarrón o Cartagena, buscando la protección de la artillería de sus fuertes, o la fortuna de un barco de guerra español que lo socorriese. Pero lo cierto es que al amanecer el bergantín había perdido un mastelero, tenía al corsario encima, y no le quedaba otra opción que arriar bandera o entablar combate. El capitán Elezcano era un marino duro. En vez de rendirse, el “Dei Gloria” abrió fuego en cuanto el corsario se puso a tiro. El duelo artillero tuvo lugar pocas millas al sudoeste del cabo Tiñoso: fue breve y violento, casi penol a penol, y la tripulación del bergantín, pese a no ser gente de guerra, se batió muy resuelta. Algún disparo afortunado hizo que a bordo del “Chergui” se declarase un incendio; pero el “Dei Gloria” había perdido el palo trinquete, y el corsario buscó el abordaje. Sus cañones causaron grandes daños en el bergantín, que con muchos muertos y heridos hacía agua sin remedio. En ese momento, por uno de los azares que se dan en el mar, el incendio hizo que el “Chergui”, casi abarloado a su presa y con los hombres listos para saltar desde la borda, volara de proa a popa. La explosión mató a todos sus tripulantes y derribó el otro palo del bergantín, acelerando su hundimiento. Y aún humeantes sobre el mar los restos del corsario, el “Dei Gloria” se fue al fondo como una piedra. – Como una piedra -repitió Tánger. Había contado la historia de forma precisa, sin inflexiones ni adornos. Su tono, pensó Coy, era tan neutro como el de un informativo de la tele. No pasaba por alto el hecho de que ella hubiera seguido sin vacilar el hilo de la narración, relatando los detalles sin una sola duda, ni siquiera al mencionar fechas. Incluso la descripción de la persecución del “Dei Gloria” era técnicamente correcta. Así que estaba claro: por el motivo que fuese, tenía esa lección bien aprendida. – No hubo supervivientes del corsario -prosiguió. En cuanto al “Dei Gloria”, el agua estaba fría y la costa lejos. Sólo un pilotín de quince años pudo nadar hasta un esquife echado al agua antes del combate… Quedó a la deriva, empujado al sudeste por el viento y las corrientes, y fue rescatado un día más tarde, cinco o seis millas al sur de Cartagena. Tánger hizo una pausa para buscar una cajetilla de Players como la de Barcelona. Coy vio que deshacía minuciosamente el envoltorio y se ponía un cigarrillo en la boca. Le ofreció el tabaco y él negó con un gesto. – Conducido a Cartagena -ella se inclinaba para encender su cigarrillo con una cajita de fósforos, protegiendo la llama en el hueco de las manos-, el superviviente contó lo ocurrido a las autoridades de marina. Pero no fue mucho más lo que pudo averiguarse: estaba afectado por el combate y el naufragio; y al día siguiente, cuando iba a ser interrogado de nuevo, el chico desapareció… De cualquier modo, había dado claves importantes para esclarecer lo sucedido. Precisó además el lugar del hundimiento, pues el capitán del “Dei Gloria” había ordenado situarse con las primeras luces, y el mismo muchacho fue encargado de anotar la posición en el libro de bitácora. Incluso llevaba en el bolsillo de la casaca, y pudo mostrarlo, el papel donde había tomado a lápiz los datos de latitud y longitud… También dijo que las cartas usadas a bordo, sobre las que el piloto del barco había efectuado los cálculos desde que estuvieron a la vista de la costa española, eran las de Urrutia. Se detuvo de nuevo mientras expulsaba el humo, una mano aguantando el codo del otro brazo, erguido para sostener entre los dedos el cigarrillo. Lo hizo como si pretendiera dar tiempo a Coy para calcular el alcance de aquella última referencia, hecha en tono tan desapasionado como el resto. Y él se tocó la nariz, sin decir nada. Así que era eso, pensaba, lo que había detrás de aquella historia: un barco hundido y un mapa. Luego movió la cabeza y estuvo a punto de echarse a reír en voz alta, no por incredulidad -esos cuentos podían tener dentro tanta verdad como quimera, sin que la una excluyese la otra-, sino de puro y simple placer. La sensación era casi física: un mar, un misterio. Una mujer hermosa contándolo como si nada, y él allí sentado, escuchando. Lo de menos era que la historia del “Dei Gloria” fuera o no lo que ella creyese que era. Para Coy se trataba de otra cosa: un sentimiento que lo enternecía por dentro, igual que si de pronto aquella mujer extraña hubiese alzado un extremo del velo; un hueco por el que asomaba algo de la materia singular con que se tejen ciertos sueños. Eso tal vez tenía mucho que ver con ella y con sus intenciones, que desconocía; pero sobre todo tenía mucho que ver con él. Con lo que hace que ciertos hombres pongan un pie ante otro y recorran los caminos que llevan al mar, y allí deambulen por los puertos mientras sueñan con ponerse a salvo tras el horizonte. Por eso Coy sonrió sin decir nada, y vio que ella entornaba un poco más los ojos, como si la molestara el humo de su propio cigarrillo; pero supo que lo que la desconcertaba era justamente aquella sonrisa. Él no era un intelectual, ni un seductor, y carecía de las palabras adecuadas. También era consciente de su físico tosco, sus manos rudas y sus maneras. Pero se habría levantado en ese momento, yendo hasta ella para tocarle el rostro, para besarle los ojos, la boca, las manos, de no suponer que el gesto sería pésimamente interpretado. Para tumbarla sobre la alfombra, acercar los labios a su oído y darle las gracias en voz baja por haberlo hecho sonreír como cuando era pequeño. Por ser una mujer hermosa y fascinarlo de aquel modo. Por recordarle que siempre existía un barco hundido, una isla, un refugio, una aventura, un lugar en alguna parte al otro lado del mar, en la línea difusa que mezcla los sueños con el horizonte. – Esta mañana -dijo ella- comentaste que conocías bien esa costa… ¿Es cierto? Lo miraba interrogante, inmóvil, todavía una mano sosteniendo un codo y el cigarrillo entre dos dedos, en alto. Quisiera saber, pensó él, cómo se recorta ese pelo para que le quede tan asimétrico y tan perfecto a la vez. Quisiera saber cómo diablos lo hace. – ¿Es ésa la primera de las tres preguntas? – Sí. Alzó un poco los hombros. – Claro que es cierto. Cuando era niño me bañaba en sus calas, y después navegué ese litoral cientos de veces, barajándolo muy de cerca y también mar adentro. – ¿Sabrías determinar una posición con cartas antiguas? Práctica. Ésa era la palabra. Aquélla era una mujer práctica: sota, caballo y rey. Cualquiera diría, consideró divertido, que estaba a punto de ofrecerle un empleo. – Si te refieres al Urrutia, cada posible imprecisión de un minuto en latitud o en longitud supone el error de una milla… -alzó una mano moviéndola ante sí, como si tomara referencias en una carta imaginaria-. En el mar siempre es algo muy relativo, pero puedo intentarlo. Se quedó meditando sobre eso. Las cosas empezaban a situarse, al menos algunas de ellas. “Zas” volvió a darle un lametón cuando alargó la mano hacia el vaso que tenía sobre la mesita. – A fin de cuentas -bebió un sorbo- es mi profesión. Ella había cruzado las piernas y balanceaba uno de sus pies descalzos, cubiertos por las medias negras. Inclinaba un poco la cabeza a un lado, mirándolo; y a tales alturas Coy sabía que ese gesto indicaba reflexión, o cálculo. – ¿Trabajarías para nosotros? -seguía observándolo intensamente entre el humo del cigarrillo-. Quiero decir pagándote, por supuesto. Él llevaba cuatro segundos con la boca abierta. – ¿Te refieres al museo y a ti? – Eso es. Dejó el vaso, cerró la boca, contempló los ojos leales de “Zas” y luego paseó la vista por la habitación. Abajo, en la calle, al otro lado de una gasolinera Repsol y de la estación de Atocha, se distinguía, iluminado a trechos, el complejo trazado de numerosas vías de tren. – Pareces indeciso -murmuró ella, antes de sonreír despectiva-… Lástima. Se inclinaba para dejar caer la ceniza en un cenicero, y el movimiento le tensó el suéter, moldeándole la figura. Dios del cielo, pensó Coy. Casi duele mirarla. Me pregunto si también tendrá pecas en las tetas. – No es eso -dijo-. Lo que estoy es atónito -torció la boca-. No creo que ese capitán de fragata, tu jefe… – Es asunto mío -lo interrumpió ella-. Puedo elegir colaboradores. – No creo que la Armada ande falta de eso. Gente competente que no encalla sus barcos. Lo observó largamente, y él se dijo: hasta aquí has llegado, compañero. Ponte en pie y abróchate la chaqueta, porque la dama va a largarte de patitas a la calle. Cosa que te mereces, por gracioso y por bocazas. Por subnormal y por imbécil. – Escucha, Coy -era la primera vez que pronunciaba su nombre mirándolo a los ojos, y él comprobó que le gustaba oírlo de ese modo en aquella boca-. Yo tengo un problema. He investigado, controlo la teoría, poseo los datos… Pero carezco de lo necesario para resolverlo. El mar es algo que conozco por los libros, el cine, la playa… Por mi trabajo. Sin embargo existen páginas, ideas, que pueden ser tan intensas como haber vivido un temporal en alta mar o hallarse con Nelson en Abukir o Trafalgar… Por eso necesito a alguien más conmigo… Alguien que me sirva de apoyo práctico. De enlace con la realidad. – Eso puedo entenderlo muy bien. Pero te sería fácil pedir a la Armada todo lo necesario. – Y es lo que he hecho: pedirte a ti. Eres civil y estás solo -lo estudiaba, valorativa, entre las espirales de humo del cigarrillo-. Para mí tienes muchas ventajas. Si te contrato, te controlo… Estoy al mando. ¿Comprendes? – Comprendo. – Con militares eso resultaría imposible. Coy asintió. Aquello era obvio. Ella no tenía galones en la bocamanga, sino la regla cada veintiocho días. Porque seguro que, además, era de ésas. Ni un día más ni un día menos. Sólo había que verla: una rubia de piñón fijo. Para ella, dos y dos siempre sumaban cuatro. – Aun así -dijo-, imagino que deberás rendirles cuentas. – Claro. Pero mientras tanto dispongo de autonomía, de un plazo de tres meses y de algún dinero para gastar… No es mucho, pero es suficiente. Coy volvió a echar un vistazo por la ventana. Abajo, a lo lejos, las luces de un tren se acercaban a la estación como una larga serpiente de ventanitas iluminadas. Pensaba en el capitán de fragata, en Tánger mirándolo como ahora lo miraba a él; convenciéndolo, con aquella panoplia de silencios y miradas que tan bien manejaba, para que intercediese ante el almirante de turno. Un proyecto interesante, don Fulano. Joven competente. Hija, por cierto, del coronel Mengano. Guapa chica, dicho sea de paso. Una de los nuestros. Se preguntó a cuántas licenciadas en Historia, funcionarias de un museo por oposición, les daban carta blanca para buscar un barco perdido así, por las buenas. – Por qué no -dijo al fin. Se había recostado en el asiento y acariciaba de nuevo a “Zas” detrás de las orejas. Sonreía, divertido por la situación. A fin de cuentas, tres meses junto a ella suponían una ganancia fabulosa a cambio del sextante Weems amp; Plath. – Después de todo -añadió, como si reflexionara-, no tengo nada mejor que hacer. Tánger no parecía ni satisfecha ni decepcionada. Sólo había inclinado un poco la cabeza, igual que otras veces, y las puntas del cabello volvían a rozarle la cara. Sus ojos no perdían detalle de Coy. – Gracias. Lo dijo por fin, casi en voz baja, cuando él empezaba a preguntarse por qué ella estaba callada. – De nada -Coy se tocaba la nariz-. Y ahora es mi turno… Me prometiste una pregunta con su respuesta… ¿Qué es lo que buscáis exactamente? – Ya lo sabes. Buscamos el “Dei Gloria”. – Eso es obvio. Mi pregunta es por qué. Me refiero a lo que buscas tú. – ¿Museo Naval aparte? – Museo Naval aparte. La luz de la lámpara incidía oblicuamente en su perfil moteado, intensificando el efecto de las volutas de humo del cigarrillo a punto de consumirse. El juego de claridad y sombras daba a su cabello tonos de oro mate. – Ese barco me obsesiona hace tiempo. Y ahora creo saber dónde está. De modo que era eso. Coy estuvo a punto de darse una palmada en la frente como reproche a su estupidez. Miró la fotografía en el marco: Tánger adolescente, cabello claro y pecas y una camiseta holgada sobre unos muslos morenos y desnudos, recostada en el pecho de un hombre de mediana edad, camisa blanca, cabello corto y tez bronceada. Unos cincuenta años los de él, calculó. Y tal vez catorce, ella. Había al fondo un paisaje con playa y mar; y también se advertía un evidente parecido entre la muchacha de la fotografía y aquel hombre: la forma de la frente, el mentón voluntarioso. Tánger le sonreía a la cámara, y la expresión de sus ojos en la foto era mucho más luminosa y limpia de la que él le conocía ahora. Se la veía expectante, como a punto de descubrir algo, un paquete o un regalo o una sorpresa. Coy hizo memoria. Lsm: Ley de la Sonrisa Menguante. Quizás a la vida se le sonríe de ese modo a los catorce, y luego el tiempo va helándote la boca. – Cuidado. Ya no hay tesoros hundidos. – Te equivocas -lo miraba con severidad-. A veces los hay. Para convencerlo, habló durante un rato de los cazadores de tesoros. Esos tipos existían de verdad, con sus planos antiguos y sus secretos, e iban y venían buscando cosas ocultas en el fondo del mar. Podía vérseles en el Archivo de Indias de Sevilla inclinados sobre viejos legajos, o dejándose caer con aire casual por los museos y los puertos, intentando sonsacar a la gente sin dar pistas ni levantar sospechas. Ella misma había conocido a varios, que iban por el número 5 del paseo del Prado procurando disimular sus intenciones, a la caza de tal o cual indicio; solicitando mirar algo en los archivos o consultar antiguas cartas marinas, sembrando una cortina de datos falsos para camuflar sus verdaderos objetivos. Uno de ellos, italiano y muy agradable, había llegado al extremo de hacerse novio de una compañera suya para acceder a documentos reservados. Se trataba de gente singular, interesante, aventurera a su modo, soñadora o ambiciosa. En su mayor parte parecían estudiosas ratas de biblioteca, gorditos con gafas y tipos así; nada que ver con los individuos musculosos, bronceados, llenos de tatuajes, que mostraban las películas y los reportajes de la tele. Nueve de cada diez perseguían sueños imposibles, y sólo uno de cada mil lograba su empeño. Coy acarició de nuevo a “Zas”, contemplando los ojos fieles del animal. Arf, arf. Sentía su respiración agradecida en la muñeca. Húmeda. – Ese barco no llevaba ningún tesoro, salvo que me hayas mentido. Algodón, tabaco y azúcar, dijiste. – Es verdad. – Y también dijiste uno de cada mil, ¿no es eso? Ella asentía entre el humo. Dio otra chupada al cigarrillo y volvió a asentir de nuevo. Miraba a través de Coy como si no lo viera. – Escucha. El “Dei Gloria” también llevaba a bordo un misterio. Esos dos pasajeros, la intervención del corsario… ¿Comprendes? Hay algo más. Leí la declaración del superviviente en los archivos de la Armada… Algunas piezas no encajan. Y luego su desaparición repentina, pluf. Esfumado en el aire. Había apagado el cigarrillo aplastándolo en el cenicero hasta que la última partícula de brasa quedó extinguida. Es una chica tenaz, se dijo Coy. Ninguna que no lo fuera andaría de tal modo metida en esto, ni tendría esos ojos de jugadora de póker, ni apagaría los cigarrillos con tanto esmero como si los asesinara. Ésta sabe perfectamente lo que quiere. Y yo, para bien o para mal, estoy en su camino. – Hay tesoros -dijo ella- que no se traducen en dinero. Echó Coy otro vistazo por la ventana hacia las vías del ferrocarril iluminadas a trechos en la distancia, y después observó la gasolinera que había abajo, al otro lado de la calle, a medio camino entre el portal de la casa y la estación. Había un hombre parado ante la gasolinera, y le pareció que miraba hacia arriba; pero desde un quinto piso resultaba difícil comprobarlo. Sin embargo, algo en su actitud o su apariencia le resultaba familiar. – ¿Esperas a alguien? Lo estudió sorprendida, sin decir nada, antes de ponerse en pie y caminar despacio hasta allí. Lo observaba con atención a él, no a la ventana; y por fin, al llegar, dirigió la vista abajo. Al hacerlo, el cabello le rozó el mentón ocultándole el rostro. Alzó maquinalmente una mano para retirárselo, y Coy se quedó mirando su perfil que la nariz rota endurecía, iluminado por las luces de la calle. Parecía preocupada. – Ese hombre lleva ahí un rato -dijo él. Tánger continuaba mirando hacia abajo, sin decir nada. Retenía el aliento, y al fin lo expulsó de golpe, a modo de queja o fastidio. Su expresión se había vuelto sombría. – ¿Lo conoces? -preguntó Coy. Silencio administrativo. Esfinge, careta veneciana, máscara azteca. Muda como los fantasmas del “Chergui” y del “Dei Gloria”. – ¿Quién era el tipo de la coleta?… ¿Por qué discutíais la otra noche, en Barcelona? “Zas” alternaba sus ojeadas del uno al otro, moviendo con deleite la cola. Tánger se mantuvo todavía unos segundos quieta, como si no hubiera oído la pregunta. Ahora apoyaba una mano en el cristal, dejando allí la huella de sus dedos. Estaba muy cerca, y Coy percibió de nuevo su olor a carne tibia y limpia. Una suave erección empezó a presionar el bolsillo izquierdo de sus tejanos. La imaginó desnuda, apoyada en aquella misma ventana, la luz de la calle iluminándole la piel. Imaginó que le arrancaba la ropa y la volvía hacia él, y que ella lo dejaba hacer. Imaginó que la levantaba en brazos y la llevaba hasta el sofá, o hasta la cama que se adivinaba en la habitación de al lado, con “Zas” moviendo el rabo afectuosamente desde el umbral. Imaginó que se volvía loco y que la seguía hasta el faro del fin del mundo entre vientos y naufragios, y que ella pretendía de él algo más que utilizarlo a secas. Imaginó todo eso y mucha más como en una secuencia montada a retazos; lo hizo rápida, ardiente, desesperadamente, hasta que de pronto cayó en la cuenta de que ella lo estaba observando, y de que la expresión de sus ojos era la misma que la de la mujer a bordo de la goleta, frente a Venecia, cuando él espiaba a través de los prismáticos y creyó, pese a la distancia, que le penetraban el pensamiento. – Te prometí sólo una respuesta -dijo ella por fin-, y ya hubo suficientes por esta noche… El resto tendrá que esperar. Quería acostarse con aquella mujer, pensó mientras bajaba por la escalera saltando peldaños de dos en dos. Quería hacerlo no una sino muchas, infinitas veces. Quería contar todas sus pecas doradas con los dedos y con la lengua, y luego ponerla boca arriba, abrir suavemente sus muslos, adentrarse en ella y besarle la boca mientras lo hacía. Besarla despacio, sin prisa, sin agobios, hasta suavizar, igual que el mar moldea la roca, aquellas líneas de dureza que tan distante la hacían parecer a veces. Quería poner chispas de luz y de sorpresa en sus ojos azul marino, cambiarle el ritmo de la respiración, provocar el latido y el estremecimiento de su carne. Y acechar atento en la penumbra, como un francotirador paciente, ese momento hecho de brevedad fugaz, de intensidad egoísta, en que una mujer queda absorta en sí misma y tiene el rostro de todas las mujeres nacidas y por nacer. Tal era el estado de ánimo de Coy cuando salió a la calle pasada la medianoche, con la erección replegándose desganadamente a su frío nido de soltero. Por eso no tuvo nada de extraño que, en lugar de seguir acera abajo por su derecha, mirase a un lado y otro del paseo Infanta Isabel, cruzase bajo uno de los semáforos que en ese momento se hallaban en rojo, y se fuera derecho hacia el hombre que seguía junto a uno de los postes iluminados de la gasolinera. En el fondo -y en la forma- Coy no era aficionado a la bronca. Durante las más estrepitosas de sus bajadas a tierra, aquel tiempo feliz en que aún tenía barcos desde los que bajar, se había limitado a ser actor involuntario, comparsa y camarada; de esos que están con los amigos y se caldea el ambiente, y con una copa en la mano piensan aquí se va a liar, inmersión, aú, aú, inmersión, y a los pocos segundos se encuentran dando y recibiendo puñetazos sin comerlo ni beberlo. Eso ocurría sobre todo en tiempos del Torpedero Tucumán y la Tripulación Sanders, cuando Coy volvía al barco con un ojo a la funerala un día sí y otro no, en fríos amaneceres portuarios, subido el cuello de la chaqueta, caminando por muelles húmedos que reflejaban luces amarillentas junto a los tinglados y las grúas y las siluetas oscuras de los buques amarrados: tres, cuatro, diez hombres soñolientos, tambaleantes, cargados a veces con compañeros que arrastraban los pies, y siempre algún rezagado al filo del coma etílico que, perdida la orientación, los seguía más lejos, haciendo peligrosas eses junto a los norays al borde del agua. Tripulación Sanders: Jan Sanders era el dibujante de las ilustraciones humorísticas de los calendarios de pinturas navales Sigma, protagonizados por una tripulación de marineros borrachos, puteros y chusmosos que odiaban a su capitán, un tiranuelo diminuto con grandes bigotazos, y que paseaban sus catástrofes, broncas y naufragios por todos los mares y todos los burdeles del mundo. Fuera de los calendarios, la Tripulación Sanders había estado compuesta por el propio Coy, el Gallego Neira y el jefe de máquinas Gorostiola, alias Torpedero Tucumán, cuando los tres navegaban en barcos de la Zoeline entre Centroamérica y el norte de Europa, y lo mismo se cocían en fondeaderos y puertos del Caribe a ritmo tropical, que tiritaban de frío en Nueva York, Hamburgo o Rotterdam, cuando el viento helado barría la cubierta y el puente, y el mercurio desaparecía de los termómetros. Ellos tres eran la Tripulación básica, de plantilla, aunque siempre se les agregaba alguien en función del puerto visitado. Neira medía dos metros y pesaba noventa y cinco kilos, y el Torpedero tenía pocos centímetros menos y algunos kilos más. Eso era útil e incluso tranquilizador en lugares como Panamá, donde al bajar a tierra aconsejaban no ir más allá de la tienda franca al final del embarcadero, porque a partir de allí siempre había pistolas y navajas esperándote. Cuando iba entre aquellos dos energúmenos, Coy parecía enano: poseían brazos como calabrotes de veinte pulgadas, manos como palas de hélice y una marcada inclinación a romper cosas, botellas, bares, caras, a partir del quinto whisky. Por donde pasaban -con Coy a remolque-, no volvía a crecer la hierba. Como en aquel bar de Copenhague lleno de hombres rubios y de mujeres rubias que al final resultaron ser también hombres rubios, donde el Torpedero Tucumán se había enfadado porque al meter mano se encontró quinientos buenos gramos de lo que no esperaba; y después de unos minutos de refriega, él y Neira cogieron a Coy cada uno de un brazo, suspendiéndolo en alto, y con él en vilo y entre los dos se dieron a la fuga, al trote, rumbo al puerto y al barco, con media docena de policías -inevitablemente rubios- pisándoles los talones. Os juro que pensé que era una tía, había repetido una y otra vez el Torpedero, cof, cof, cof, con poco aliento en mitad de la galopada, mientras al otro lado Neira se choteaba del asunto, y hasta el mismo Coy soltaba carcajadas pese al labio recién partido, con el Torpedero mirándolos de reojo, muy mosqueado. Que no se os ocurra contárselo a nadie, ¿entendido? Que ni se os ocurra, cof, cof. Cabrones. El caso es que ahora el tipo de la gasolinera estaba inmóvil, viéndolo acercarse. Coy caminó hacia él, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y sintiendo una intensa energía interior, una exaltación vital que le producía ganas de hablar alto, de cantar fuerte, o de pelear, con Tripulación Sanders o sin ella. Estaba enamorado como un becerro, era consciente de la situación, y eso, en vez de inquietarlo, lo estimulaba. Desde su punto de vista, los marineros de Ulises que se tapaban los oídos con cera para no escuchar el canto de las sirenas estaban lejos de averiguar lo que se perdían. A fin de cuentas, contaba el viejo refrán, marinero sin nada que hacer, busca barco o busca mujer. Y esa justificación valía lo que cualquier otra. La aventura, o lo que diablos fuera aquello, incluía en el mismo paquete un barco, aunque estuviese hundido, y una mujer. En cuanto a las consecuencias de los pasos, y actos, y conflictos a que el barco, la mujer y su propio estado de ánimo lo abocaban sin remedio, en ese instante -según sus pensamientos traducidos a palabras- todo eso le importaba un huevo de pato. De tal modo llegó a la gasolinera y se fue derecho al fulano que montaba guardia bajo el poste iluminado, y a medida que acortaba la distancia volvió a sentir la certidumbre familiar que había experimentado al observarlo desde la ventana. Y cuando ya casi estaba a su lado, y el otro lo miraba acercarse con evidente recelo, empezó a adujar cabos y le vino a la memoria el individuo bajito de la subasta, el mismo que luego había creído ver entre las arcadas de la plaza Real y que ahora, sin lugar a dudas, estaba de nuevo ante él, con un chaquetón tres cuartos verde rural, como si estuviera listo para una parodia de mañana de caza en Sussex. Lo de la parodia lo acentuaba su poca estatura, así como las facciones que Coy recordaba bien: ojos saltones, expresión melancólica. Contrastaba todavía más con la indumentaria inglesa su aspecto marcadamente mediterráneo: los ojos y el bigote muy negros, el pelo engominado reluciente en las sienes, y la piel cetrina, meridional. – ¿Qué cojones estás buscando? Se le arrimó un poco de lado, por si las moscas, las manos algo separadas del cuerpo y tensos los músculos; pues más de una vez había visto cómo individuos bajitos pegaban un salto y se agarraban a mordiscos a tiarrones grandes como armarios, o empalmaban una navaja y te largaban un viaje a la femoral antes de que dijeras esta boca es mía. De cualquier modo, aquél estaba lejos de dar el perfil, tal vez porque la ropa le confería un toque entre formal y grotesco, como un cruce de Danny de Vito y Peter Lorre que acabara de vestirse en Barbour para darse una vuelta por la campiña inglesa en día lluvioso. – ¿Perdón? El fulano sonreía, triste. Coy registró un vago acento sudamericano. Argentino, tal vez. O uruguayo. – Un encuentro puede ser casualidad -dijo. Dos, coincidencia. Tres, me toca los cojones. El otro pareció meditar la cuestión. Observó que llevaba una pajarita con el nudo muy bien hecho y que sus zapatos marrones relucían impecables. – No sé de qué me habla -dijo por fin. Había sonreído un poquito más. Una mueca cortés y algo apenada. Tenía cara de buena persona, de tipo amable, que el bigote hacía antigua. Sus ojos saltones sonreían igual, fijos en Coy. – Hablo -dijo éste- de que estoy harto de verte en todas partes. – Le repito que no ubico a qué se refiere -el tipo seguía mirándolo con mucho aplomo… En cualquier caso, si en algo he molestado, crea que lo siento. – Más lo vas a sentir si no me dices qué andas buscando. El otro alzó las cejas, como si le sorprendieran esas palabras. Parecía sinceramente dolido por la amenaza. No es propio, decía su semblante. No resulta adecuado que diga esas cosas un buen chico como tú. – Negociemos, don Inodoro -dijo. – ¿De qué coño hablas? – Quiero decir, caballero, que no perdamos la dulzura del carácter. Pronunciaba cabachero, con che en vez de elle. Y me está vacilando, pensó Coy. Este hijoputa se está riendo en mis narices. Dudó un segundo entre darle un puñetazo en la cara, allí mismo, o empujarlo a un rincón y registrarle los bolsillos, a ver quién carajo era. Estaba a punto de decidirse cuando vio que el encargado de la gasolinera había salido de su garita y los observaba, curioso. A ver si meto la pata, se dijo. A ver si monto un escándalo, y la liamos, y luego no hay forma de reponer los tiestos rotos. Miró hacia arriba, a las ventanas del último piso. Todas estaban apagadas. Ella se había desentendido o seguía allí, sin luz que delatara su presencia, observando. Coy se tocó la nariz, perplejo. Menuda situación. Entonces vio que el enano melancólico se había movido un poco hacia la acera y paraba un taxi. Igual que un peón de ajedrez que cambiara de casilla. Se quedó un rato ante la gasolinera, contemplando las ventanas apagadas del quinto piso. Me están haciendo una cama de cuatro por cuatro, pensaba. Con público y picadores. Y yo me dejo embarcar como un ucraniano mamado. Imaginó que Tánger estaba todavía arriba, observándolo a oscuras, pero no pudo advertir el menor movimiento. Aún permaneció quieto un poco más, vuelto hacia lo alto, seguro de que ella lo había visto todo, mientras reprimía el impulso de subir de nuevo y pedirle explicaciones. Flis, flas. Dos hostias con el dorso de la mano, ella contra el sofá. Puedo aclarártelo todo, y además te amo. Luego lágrimas y un buen polvo. Perdona que te tomara por un imbécil, etcétera. Bla, bla, bla. Parpadeó volviendo en sí, en mitad de un suspiro que fue casi una queja. Sin duda hay unas reglas para todo esto, aventuraba. Reglas que yo no conozco y ella sí. O tal vez reglas que ella misma establece. Y tal vez incluyan que el momento de seguir adelante o de largarse sea éste: adiós muy buenas y apague la luz al salir, o luego no diga que no le avisamos, marinero. Lo mismo hasta alguien estaba siendo noble con él. La cuestión era avisar de qué. Avisar de quiénes. Estaba tan confuso que echó a andar hacia la glorieta cercana, y después subió despacio por la calle de Atocha; y en el primer bar abierto que se puso a tiro -allí tampoco tenían ginebra azul- estuvo quieto en la barra mirando la bebida que había pedido, sin tocarla. El bar era una vieja tasca con mostrador de zinc, sillas de formica, un televisor encendido y fotos del Rayo Vallecano en la pared. No había nadie más que el camarero, un hombre flaco tatuado en el dorso de una mano, a quien la camisa llena de lamparones daba un aspecto infame mientras barría con aire despectivo el serrín del suelo, lleno de servilletas arrugadas y cáscaras de gambas. Coy tenía enfrente un espejo con publicidad de cerveza San Miguel, y su cara se reflejaba entre la lista de tapas y raciones escrita encima con letras blancas. Veía sus ojos exactamente entre las palabras “magro con tomate” y “pulpo a la vinagreta”, lo que tampoco era para levantarle el ánimo a nadie. Lo estudiaban con desconfianza, interrogándolo sobre los pasos que pensaba dar en las próximas horas. – Quiero acostarme con ella -le dijo al camarero. – Todos queremos eso -respondió el otro, filosófico, sin dejar de barrer. Coy asintió y por fin se llevó a los labios el vaso. Bebió un poco, volvió a mirarse en el espejo e hizo una mueca. – El problema -dijo- es que no juega limpio. – Nunca lo hacen. – Pero es guapísima. La muy perra. – Todas lo son. El camarero había dejado la escoba en un rincón, y de vuelta tras la barra se servía una cerveza. Coy lo vio beber despacio, medio vaso sin respirar, y luego se puso a contemplar las fotos del Rayo, hasta terminar en el cartel de una corrida de toros celebrada en Las Ventas siete años atrás. Se desabrochó la chaqueta y metió las manos en los bolsillos del pantalón. Extrajo unas monedas, alineándolas sobre el mostrador, y jugó a introducir una entre dos sin mover una ni tocar la otra. – Estoy metiéndome en un lío. Esta vez el camarero no respondió en seguida. Observaba la espuma de la cerveza en el borde de su vaso. – Igual ella vale la pena -dijo al cabo de un instante. – Todavía no lo sé -Coy encogía los hombros-. Hay un barco hundido, como en las películas… Y me parece que hasta hay malos. El otro lo miró por primera vez. Parecía levemente interesado. – ¿Peligrosos? – No tengo ni puta idea. Estuvieron callados más rato. Siguió jugando y bebió un par de sorbos mientras el camarero terminaba su caña, recostado al extremo de la barra. Después sacó un paquete de cigarrillos de debajo del mostrador y se puso a fumar sin ofrecerle a Coy. Su mano tatuada incluía cuatro puntos azules entre los nudillos del pulgar y el índice: una marca carcelaria típica. Era joven, así que no podían haber sido muchos años. Dos o tres, calculó. Cuatro o cinco. – Me parece -dijo Coy- que voy a seguir con esto. El camarero asintió despacio y no dijo nada. Entonces Coy dejó dos monedas en el mostrador, guardó el resto y salió a la calle. |
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