"La Carta Esférica" - читать интересную книгу автора (Pérez-Reverte Arturo)IV. LATITUD Y LONGITUD“Zas” movía el rabo tumbado en el suelo, apoyada la cabeza sobre un zapato de Coy. Había un rayo de sol que entraba oblicuo por la ventana, haciendo brillar el pelo dorado del labrador, y también el compás de puntas, las reglas paralelas y el transportador que estaban sobre la mesa, comprados aquella misma mañana en la librería Robinson. Las paralelas y el transportador eran Blundell Harling, y el compás un W amp; HC de latón y acero inoxidable que Coy había pedido, con dos lápices blandos, una goma de borrar, un cuaderno de hojas cuadriculadas y las últimas ediciones actualizadas del libro de faros y del Derrotero número 2 del Instituto Hidrográfico de la Marina, correspondiente a las costas españolas del Mediterráneo. Tánger Soto lo había pagado con su tarjeta de crédito, y ahora todo eso estaba sobre la mesa del cuarto de estar de la casa del paseo Infanta Isabel. El “Atlas” de Urrutia también estaba allí, abierto por la carta número doce, y Coy pasaba los dedos por la superficie ligeramente rugosa del papel grueso, blanco e intacto, superviviente a doscientos cincuenta años de guerras, catástrofes, incendios y naufragios. “De monte Cope hasta la torre Herradora u Horadada”. El levantamiento abarcaba sesenta millas de costa, horizontal y en dirección este hacia el cabo de Palos, y vertical hacia el norte desde allí, como dos lados de un rectángulo, incluyendo el lago de agua salada del Mar Menor, separado del Mediterráneo por la estrecha franja de arena de La Manga. Salvo el error que ya había apreciado la primera vez que vio la carta -Palos un par de minutos al sur de su latitud real-, el trazado de la costa era riguroso para su época: la amplia bahía arenosa de Mazarrón a poniente del cabo Tiñoso, la costa de rocas y la ensenada del Portús a levante, el puerto de Cartagena con la amenazadora crucecita que marcaba el bajo de la isla de Escombreras en la bocana, y luego de nuevo las rocas hasta la punta de Palos y las siniestras islas Hormigas, con el único resguardo de la bahía de Portman, que la carta aún mostraba libre del fango de las minas que iban a cegarla años más tarde. El grabado era de una calidad extraordinaria, con suaves punteados y finas líneas para marcar los diversos accidentes geográficos. Y tenía, como el resto de las ilustraciones del atlas, una bella cartela situada en el ángulo superior izquierdo: “Presentada al Rey Nuestro Señor por el Excmo. Sr. D. Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, y construida por el Sr. capitán de navío Don Ignacio Urrutia Salcedo”. Además de la fecha -”Año 1751” la cartela contenía también la indicación: “Los números de la Sonda son Brazas de a dos Varas Castellanas”. Coy detuvo el dedo en esa línea y miró inquisitivo a Tánger. – Una vara castellana -dijo ella- estaba formada por tres de los llamados pies de Burgos. Eran ochenta y tres centímetros y medio… La mitad de los que vosotros los marinos llamáis brazas. Seis pies sumaban una braza española. – Un metro sesenta y siete centímetros. – Eso es. Coy asintió, volviendo los ojos a la carta para observar los pequeños números que marcaban veriles de profundidad en las cercanías de fondeaderos, cabos y arrecifes. Ahora las sondas eran electrónicas, y en medio segundo proporcionaban el relieve exacto del fondo del mar con sus profundidades; pero a mediados del XVIII aquellos datos sólo podían obtenerse mediante la laboriosa tarea de sondar a mano con el escandallo, un largo cordel con lastre de plomo en el extremo. Si las sondas marcadas en el Urrutia eran brazas, sería necesario transformar en metros cada una de esas indicaciones de profundidad, para hacerlas coincidir con las cartas españolas actuales. Cada dos unidades en la carta de Urrutia se convertían así en tres metros y medio, aproximadamente. Había dos tazas de café vacías a un lado de la mesa, junto a los lápices y la goma de borrar. También había un cenicero limpio y una cajetilla de los cigarrillos ingleses que ella fumaba a veces. Sonaba música en la minicadena del aparador: algo antiguo y tal vez francés o italiano, muy agradable; una melodía que hizo pensar a Coy en jardines con setos recortados geométricamente, fuentes de piedra y palacios al extremo de avenidas rectas. Miró el perfil de la mujer sobre la carta náutica. Le iba, pensó. Aquella música era tan apropiada como la holgada camisa caqui que llevaba abierta sobre la camiseta de algodón blanca: una camisa masculina, militar, con grandes bolsillos. La ropa informal le sentaba tan bien como la formal, con los tejanos que hacían estrechos pliegues en las ingles y junto a las rodillas, descubriendo los tobillos desnudos -también cubiertos de pecas, había comprobado con delicioso estupor- sobre las zapatillas de tenis. Inclinándose con atención, Coy estudió las escalas de latitudes y longitudes. Desde que los fenicios empezaron a cruzar el Mediterráneo, toda la ciencia náutica se orientaba a facilitar al marino su posición sobre la carta; establecida la posición era posible conocer la derrota a seguir y los peligros de ésta. Las cartas, los portulanos y los derroteros no eran sino guías útiles, manuales para aplicar físicamente los cálculos astronómicos, geográficos, cronométricos y la combinación de éstos, que permitían, de modo directo o por estima, obtener la situación en los meridianos -latitud norte o latitud sur respecto al ecuador- y en los paralelos -longitud este o longitud oeste respecto al meridiano correspondiente-. La latitud y la longitud ayudaban a situarse sobre una carta hidrográfica, utilizando las escalas situadas en el marco de ésta. Escalas que en las cartas modernas estaban detalladas en grados, minutos y décimas, de los que cada minuto equivalía a una milla náutica convencional de 1.852 metros. La posición en los paralelos se establecía usando la escala que figuraba en la parte superior e inferior de cada carta; y la posición en los meridianos, mediante la que estaba a derecha e izquierda. Luego, con ayuda del compás y las reglas paralelas, se hacían cruzar las líneas de ambas posiciones, y en su intersección, si los cálculos se habían hecho correctamente, era donde estaba el barco. La cuestión se complicaba con factores añadidos, como la declinación magnética, las corrientes marinas y otros elementos que requerían cálculos complementarios. También había gran diferencia entre navegar con las cartas planas usadas por los antiguos, donde meridianos y paralelos medían lo mismo sobre el papel, que con las cartas esféricas, más ajustadas a la forma real de la tierra, con la distancia entre meridianos acortándose a medida que se acercaban a los polos. De Tolomeo a Mercator, la transición había sido larga y compleja; y los levantamientos hidrográficos no empezaron a alcanzar la perfección hasta finales del siglo XVIII, con la aplicación del cronómetro marino para determinar la longitud. En cuanto a la latitud, ésta se establecía desde antiguo por la observación y declinación astronómica: la ballestilla, el octante, el moderno sextante. – ¿Cuál era la posición del “Dei Gloria” al hundirse? – Cuatro grados y cincuenta y un minutos de longitud este… La latitud era de treinta y siete grados y treinta y dos minutos norte. Ella había respondido sin titubear. Coy hizo un gesto afirmativo y se inclinó un poco más para establecer esas coordenadas en la carta desplegada sobre la mesa. Al sentir el movimiento, “Zas” se agitó un poco, alzó la cabeza y volvió a apoyarla sobre su zapato. – Debieron de situarse tomando demoras a tierra -dijo Coy-. Es lo más probable, si navegaban a la vista de la costa… No los imagino en medio de la persecución tomando alturas del sol con el octante. Nuestro problema sería que se hubiesen situado por estima… Eso es muy relativo. Calculas velocidad, rumbo, abatimiento y millas recorridas. El error puede ser grande. En tiempos de la vela, los marinos llamaban a esa posición obtenida por estima “punto de fantasía”. Ella lo miraba. Seria, reflexiva. Pendiente de cada palabra. – ¿Has navegado mucho a vela? – Sí. Sobre todo cuando era joven. Durante un año fui alumno a bordo del “Estrella del Sur”, una goleta de velacho transformada en buque escuela. También pasé mucho tiempo en el “Carpanta”, el velero de un amigo… Y están los libros, claro. Novela e historia. – ¿Siempre sobre el mar? – Siempre. – ¿Y la tierra? – La tierra prefiero tenerla a veinte millas por el través. Tánger asintió, como si aquellas palabras confirmasen algo. – El combate fue después de amanecer -apuntó por fin-. Ya había luz. – Entonces lo más probable es que tomaran referencias de tierra. Demoras. Les bastaría cruzar dos para situarse… Supongo que sabes cómo se hace. – Más o menos -sonreía, poco segura-. Pero nunca vi hacerlo a un marino de verdad. Coy cogió el transportador, un cuadrado de plástico transparente que llevaba impresa alrededor la graduación de los 360º de la circunferencia numerados de diez en diez. Eso permitía calcular los rumbos con exactitud, trasladando las indicaciones de la aguja magnética del barco al papel de las cartas náuticas. – Es fácil: buscas un cabo o algo que puedas identificar -puso la goma de borrar sobre la carta, representando una embarcación imaginaria, y llevó el transportador hasta la costa más cercana-. Luego lo sitúas con el compás de a bordo, la brújula, y te da, por ejemplo, 45º respecto al norte. Así que te vas a la carta y trazas una línea opuesta desde ese punto, en dirección a los 225º. ¿Lo ves?… Luego tomas otra referencia que esté separada en ángulo claro de la primera: otro cabo, un monte o lo que sea. Si te da, por ejemplo, 315º, trazas la opuesta en la carta, en dirección 135º. Donde se cruzan ambas líneas está tu barco. Si las referencias de tierra son claras, el método es seguro. Y si lo completas con una tercera demora, mejor todavía. Tánger había fruncido los labios, pensativa. Miraba la goma de borrar con la misma atención que si de veras se tratase de un barco navegando a lo largo de aquella costa impresa sobre el papel. Coy cogió un lápiz y recorrió el dibujo de la carta. – Esa costa tiene playas bajas y arenosas explicó-, pero sobre todo zonas escarpadas, con piedras altas. Abundan referencias para situarse a la vista… Imagino que el piloto del “Dei Gloria” pudo hacerlo fácilmente. Tal vez lo hizo durante la noche, si había luna y la costa se recortaba bien… Aunque eso es más difícil. En aquellos tiempos no había faros como ahora. Alguna torre con un fanal, como mucho. Pero dudo que hubiese ninguna ahí. Seguro que no, se dijo mirando la carta. Seguro que aquella noche del 3 al 4 de febrero de 1767 no había luz ni ninguna otra referencia alentadora, ni guía, ni nada de nada, salvo tal vez la línea de la costa recortada bajo la luna, por la banda de babor. Podía imaginar la escena: todo el trapo arriba, el barco navegando a un largo con el viento silbando en la jarcia y la cubierta del bergantín escorada a estribor, el rumor del agua corriendo junto a la borda y los destellos de claridad lunar en la mar picada a barlovento. Un hombre de confianza en la rueda del timón, la guardia tensa y alerta en cubierta mirando hacia la oscuridad, atrás. Ni una sola luz a bordo, y el capitán de pie en la toldilla, vuelto el rostro preocupado hacia lo alto, hacia la fantasmal pirámide de lona blanca desplegada, atento a los crujidos y preguntándose si aguantarán la arboladura y la jarcia dañadas por el temporal del Atlántico. Callado para que ninguno de los hombres que confían en él adivine su inquietud, pero calculando mentalmente distancia, rumbo, abatimiento, bordos, con la angustia del que sabe que una decisión equivocada llevará al barco y a sus tripulantes al desastre. Sin duda ignora todavía su posición exacta, y eso acrecienta la inquietud. Coy imagina sus ojeadas a la línea negra de la costa que va discurriendo a dos o tres millas, cercana pero inalcanzable, tan peligrosa en la oscuridad como los cañones del enemigo; vuelto luego hacia atrás como hacen los tripulantes, a la noche donde, invisible a veces, difusa mente perfilado otras como una vaga sombra, navega hendiendo el mar el jabeque corsario que les da caza. Y nuevas miradas hacia la costa y la noche delante y la mar a popa, y después otra vez hacia lo alto, atento al ruido arriba donde parecen oscilar las estrellas, al chascar de jarcia o crujido de masteleros que hiela el corazón de los hombres agrupados junto a los obenques de barlovento, siluetas negras y silenciosas en la oscuridad. Hombres que, como el propio capitán, todos menos uno, mañana a esa hora estarán muertos. – ¿Cómo ves nuestras posibilidades? Coy parpadeó, como si acabara de regresar en ese instante de la cubierta del bergantín. Tánger lo miraba con atención, esperando una respuesta. Era evidente que ella misma lo había considerado todo del derecho y del revés, pero deseaba escucharlo de su boca. Él encogió los hombros: – El primer problema es que los tripulantes del “Dei Gloria” se situaron sobre esta carta, no sobre las cartas modernas. Y nosotros tenemos que situarnos con cartas modernas, aunque usemos ésta como punto de partida… Convendría calcular las diferencias entre el Urrutia y las cartas actuales. Medir los grados exactos y todo eso. Ya sabemos que el cabo de Palos está en el Urrutia un par de minutos más al sur -indicó la carta con el lápiz-… Como puedes ver, toda la línea de la costa desde cabo de Agua fue dibujada creyéndola casi horizontal, cuando en realidad sube un poco oblicuamente, así, hacia el nordeste. Fíjate en dónde está el bajo de la Hormiga en el Urrutia, y dónde en la carta moderna. Cogió el compás de puntas, obtuvo la distancia de cabo de Palos al paralelo más próximo, y luego llevó el compás sobre la escala vertical a la izquierda de la carta, para medirla en millas. Ella seguía sus movimientos con atención, inmóvil su mano sobre la mesa, muy cerca del brazo de Coy. El cabello rubio y lacio pendía de nuevo sobre su rostro, rozándole la barbilla. – Vamos a calcular exactamente…-Coy anotaba las cifras con lápiz en una hoja del cuaderno-. ¿Ves?… Los 37º 35’ del Urrutia se nos convierten… Eso es. 37º 38’ de latitud real. En realidad, 37º 37’ y unos treinta o cuarenta segundos, que expresado en cifras para una carta náutica moderna, donde los segundos figuran como una fracción decimal añadida a los minutos, resulta 37º 37,5’. Lo que hace dos millas y media de error aquí, en la punta del cabo de Palos. Quizás hasta una milla en cabo Tiñoso. Esa diferencia es fundamental si se trata de un pecio… De un barco hundido. Puede situarlo cerca de la costa, a veinte o treinta metros, donde resulta fácil acceder a él, o demasiado lejos, con sondas que van aumentando y pasan a cien, doscientos o más metros, haciendo imposible descender o localizarlo siquiera. Se detuvo, mirándola. Observaba, todavía inclinado el rostro, los números de sonda marcados en la carta. Era obvio que Tánger sabía de sobra todo aquello. Quizá necesita que alguien se lo confirme en voz alta, pensó Coy. Tal vez pretende que le digan que es posible hacerlo. La cuestión sigue siendo por qué yo. – ¿Crees que puedes bajar hasta cincuenta metros? -preguntó ella. – Supongo que sí. Llegué algo más abajo de los sesenta, aunque el límite de seguridad son cuarenta. Pero entonces tenía veinte años menos… El problema es que a esa profundidad puedes estar muy poco tiempo abajo, al menos con equipos normales de aire comprimido… ¿Tú no buceas? – No. Me da horror. Y sin embargo… Coy seguía adujando cabos. Marino. Buzo. Conocimientos de navegación a vela. Estaba clarísimo, se dijo, que ella no lo tenía allí porque la fascinara su conversación. Así que no te hagas ilusiones, chico. No le interesa tu cara bonita. Suponiendo que tu cara haya sido bonita alguna vez. – ¿Hasta dónde calculas que podrías llegar? -quiso saber Tánger. – ¿Vas a dejar que baje solo, sin ver lo que hago? – Confío en ti. – Eso es lo que me mosquea. Que confíes tanto en mí. Al decir confío en ti se había vuelto por fin hacia él. Maldita, pensó. Se diría que pasa las noches planificando cada gesto. Observó la cadena de plata que desaparecía en el cuello de la camiseta blanca, hacia los sugerentes volúmenes que se moldeaban bajo la camisa abierta. No sin esfuerzo, reprimió el impulso de sacársela fuera y echar un vistazo. – Salvo que utilices equipos especiales, lo que un buceador puede bajar sin problemas no va más allá de ochenta metros explicó él-. Y ésa es mucha profundidad. Además, si trabajas te cansas y consumes más aire, y todo se complica… Hay que usar mezclas, y tablas de descompresión detalladas. – No es mucha profundidad. Al menos eso creo. – ¿Ya has hecho tus cálculos? – En la medida de mis posibilidades. – Pues te veo muy segura. Coy sonreía. Lo hizo sólo a medias, pero a ella no pareció gustarle esa sonrisa. – Si estuviera muy segura no te necesitaría. Él se echó hacia atrás en la silla. El movimiento hizo incorporarse a “Zas”, que le dio un par de afectuosos lametones en el brazo. – En ese caso -estimó- tal vez haya posibilidad de bajar. Aunque eso de las posiciones siempre es relativo, incluso con cartas modernas y GPS. No es fácil encontrar un barco, o lo que suele quedar de él. Y mucho menos un barco hundido hace dos siglos y medio… Depende de la naturaleza del fondo y de muchas otras cosas. La madera se habrá ido al diablo, o el fango puede cubrir el pecio. Y luego están las corrientes, la mala visibilidad… Tánger había cogido la cajetilla de tabaco, pero se limitaba a darle vueltas entre los dedos. Contemplaba las facciones de Héroe. – ¿Tienes mucha experiencia como buceador? – Tengo alguna. Hice un curso en el Centro de Buceo de la Armada, y un par de veranos trabajé limpiando cascos de buques, con un cepillo de alambre y sin ver más allá de mis narices. En vacaciones también sacaba ánforas romanas con Pedro el Piloto. – ¿Quién es Pedro el Piloto? – El patrón del “Carpanta”. Un amigo. – Ahora eso está prohibido. – ¿Tener amigos? – Sacar ánforas. Había dejado la cajetilla y miraba a Coy. Éste creyó advertir una chispa de especial atención en sus ojos. – También entonces lo estaba -admitió-. Pero la clandestinidad le ponía emoción. Además, ningún guardia mira tu bolsa cuando vuelves de una inmersión, en un puerto donde eres conocido. Dices hola, él dice hola, sonríes y listo. En aquella época, frente a Cartagena, la costa era un inmenso campo de restos arqueológicos. Yo buscaba sobre todo cuellos de ánfora, que son muy bonitos, y vasijas… Usaba una pala de ping-pong para remover la arena que las cubría. Y llegué a conseguir docenas. – ¿Qué hacías con todo eso? – Se lo regalaba a mis novias. No era cierto, o al menos no del todo. Una vez en tierra, sacadas discretamente bajo las narices de los carabineros, esas ánforas las habían vendido el Piloto y Coy a turistas y anticuarios, repartiéndose las ganancias. En cuanto a las novias, Tánger no preguntó si habían sido muchas o pocas. En realidad, de aquel tiempo Coy sólo recordaba con especial afecto a una: se llamaba Eva y era norteamericana, hija de un técnico de la refinería de Escombreras. Una chica sana, rubia y bronceada, de dientes blancos y espaldas de windsurfista, junto a la que pasó un verano cuando él ya era estudiante de náutica. Reía a carcajadas por cualquier cosa, tenía bonitas caderas y era pasiva y tierna haciendo el amor, en calas escondidas entre acantilados de piedra oscura, con el mar lamiéndoles las piernas, en rojos atardeceres rebozados de salitre y arena. Durante un tiempo, Coy retuvo en los dedos y en la boca el sabor de su carne y de su sexo: aromas de sal, yodo, agua secándose sobre una piel caliente bajo los rayos del sol. También guardó algunos años una fotografía: ella junto al mar, el pecho desnudo, el pelo húmedo y echada hacia atrás la cabeza, bebiendo en una bota de vino que le dejaba regueros como de sangre entre los senos menudos, insolentes, de jovencita. Como buena chica gringa, su memoria histórica, reducida a sólo dos o tres centurias, le había planteado dificultades para aceptar, incrédula, que el fragmento de barro con asas regalado por Coy -un elegante cuello de ánfora olearia del siglo I, procedente del pecio del “Capitán”- llevaba dos mil años en el fondo del mar en cuya orilla se amaron aquel verano. – Conoces bien esas aguas, entonces -dijo Tánger. No era pregunta, sino reflexión en voz alta. Parecía satisfecha, y él hizo un gesto vago sobre la carta. – En algunos sitios, sí. Sobre todo entre cabo Tiñoso y cabo de Palos. Incluso visité un par de naufragios… Pero nunca oí hablar del “Dei Gloria”. – Ni tú ni nadie. Y varias razones explican por qué. En primer lugar, había algún misterio a bordo; como lo prueban los pocos datos obtenidos del pilotín y su extraña desaparición. Además, la situación que dio a las autoridades de marina… – Suponiendo que fuese auténtica… – Supongámoslo, puesto que no tenemos otra cosa. – ¿Y si no lo es? Tánger enarcaba las cejas recostándose en la silla, con un suspiro. – Entonces tú y yo habremos perdido el tiempo. De pronto parecía fatigada, como si la apreciación de Coy la hiciera considerar la eventualidad de un fracaso. Fue sólo un momento, durante el que estuvo inclinada hacia atrás y mirando la carta; y luego apoyó una mano firme sobre la mesa, adelantó el mentón y dijo que había otras razones por las que el barco no fue buscado. La posición que dio el pilotín lo situaba en una zona de difícil acceso en 1767. Después la técnica facilitó ese tipo de inmersiones, pero el “Dei Gloria” ya estaba sepultado entre legajos y polvo, y nadie volvió a acordarse de él. – Hasta que apareciste tú -apuntó Coy. – Eso es. Pudo ser cualquier otro, pero fui yo. Encontré el documento y me puse a trabajar. ¿Qué otra cosa podía hacer?…-rozó con las yemas de los dedos, casi afectuosa, a Héroe en su paquete de cigarrillos-. Se parecía a eso que a veces sueñas cuando niña. El mar, el tesoro… – Dijiste que no hay tesoros de por medio. – Y es cierto; no los hay. Al menos en lingotes de plata, doblones o piezas de a ocho. Pero el encanto persiste… Voy a enseñarte algo. Parecía distinta, más joven, cuando se levantó y fue hasta los libros del anaquel: tal vez porque se movía con una decisión llena de vigor que hacía flotar los faldones de la camisa militar que llevaba abierta, o porque sus ojos eran más azul marino que nunca y parecían sonreír cuando vino de regreso a la mesa con dos álbums de Tintín en las manos: “El secreto del Unicornio” y “El tesoro de Rackham el Rojo”. – El otro día me dijiste que no eras tintinófilo, ¿verdad? Coy movió la cabeza ante la extraña pregunta, y repitió que para nada, que muy por encima. Lo suyo habían sido “La isla del tesoro”, “Jerry en la isla” y otros libros sobre el mar de Stevenson, Veme, Defoe, Marryat y London, antes de pasarse con armas y bagajes a “Moby Dick”. Conrad vino luego, por vía natural, con “La línea de sombra” y con el tiempo. – ¿Es verdad que sólo lees libros sobre el mar? – Sí. – ¿En serio? – En serio. Ésos los he leído todos. O casi todos. – ¿Cuál es tu favorito? – No hay un favorito. No hay libros separados de otros. Todos los libros que hablan del mar, desde la “Odisea” a la última novela de Patrick O.Brian, están interconectados, como una biblioteca. – La biblioteca de Borges… Ella sonreía, y Coy encogió los hombros con sencillez. – No lo sé. Nunca leí nada de ese Borges. Pero es cierto lo que digo: el mar se parece a una biblioteca. – Los libros que hablan de las cosas de tierra firme también son interesantes. – Si tú lo dices… Entonces ella, que abrazaba los dos álbums contra el pecho, se echó a reír, y parecía una mujer muy diferente al hacerlo. Se echó a reír franca, alegremente, y luego dijo: mil millones de mil rayos. Dijo eso ahuecando la voz como lo haría un pirata tuerto y cojo con un loro en el hombro; y mientras el sol que entraba por la ventana le doraba más las puntas asimétricas del cabello, se sentó de nuevo junto a Coy, abrió los tintines y pasó sus páginas. Aquí también hay mar, dijo. Mira. Aquí todavía es posible la aventura. Una puede emborracharse miles de veces con el capitán Haddock -el whisky Loch Lomond, por si no lo sabes, carece de secretos para mí-. También salté en paracaídas sobre la Isla Misteriosa con la bandera verde de la FEIC entre los brazos, crucé innumerables veces la frontera entre Syldavia y Borduria, juré por los bigotes de Pleksy-Gladz, navegué en el “Karaboundjan”, el “Ramona”, el “Spedol Star”, el “Aurora” y el “Sirius” -seguro que más barcos que tú-, busqué el tesoro de Rackham el Rojo, siempre al oeste, y caminé sobre la Luna mientras Hernández y Fernández, con el pelo de colorines, hacían de payasos en el circo de Hiparco. Y cuando estoy sola, Coy, cuando estoy muy sola muy sola muy sola, entonces enciendo un cigarrillo de los de tu amigo Héroe, hago el amor con Sam Spade, y sueño con halcones malteses mientras convoco a mi alrededor, entre el humo, a los viejos amigos: Adballah, Alcázar, Serafín Latón, Chester, Zorrino, Pst, Oliveira de Figueira, y en la minicadena suena el aria de las joyas de “Fausto” en una antigua grabación de Bianca Castafiore… Había puesto, mientras hablaba, los dos álbums sobre la mesa. Eran ediciones antiguas, con el lomo de tela azul la una y verde la otra. La portada del primero mostraba a Tintín, Milú y al capitán Haddock con un sombrero emplumado, y un galeón navegando velas al viento. En el segundo, Tintín y Milú recorrían el fondo del mar a bordo de un sumergible con forma de tiburón. – Es el submarino del profesor Tornasol -dijo Tánger-… Cuando era niña, ahorraba para comprar estos libros a base de cumpleaños, santos y aguinaldos navideños como lo habría hecho el mismísimo Scrooge… ¿Sabes quién era Ebenezer Scrooge? – ¿Un marino? – No. Un tacaño. El jefe del buen Bob Cratchit. – Ni idea. – Es igual -prosiguió ella-. Yo reunía moneda a moneda para ir luego a la librería y salir con uno de éstos en las manos, contenido el aliento, gozando del tacto de sus tapas duras de cartón, los colores de las espléndidas portadas… Y luego, a solas, abría sus páginas y respiraba el olor a papel, a tinta fresca bien impresa, antes de zambullirme en su lectura. Así, uno a uno, reuní los veintitrés… De aquello ha pasado muchísimo tiempo; pero todavía, al abrir un Tintín, puedo sentir ese aroma que a partir de entonces asocié con la aventura y la vida. Con el cine de John Ford y John Huston, “Las aventuras de Guillermo” y algunos libros, estos álbums formatearon para siempre el disquete de mi infancia. Había abierto “El tesoro de Rackham el Rojo” por la página 40. En una gran ilustración central, Tintín, vestido de buzo, se acercaba caminando por el fondo del mar al pecio impresionante del “Unicornio” hundido. – Mírala bien -dijo solemne-. Esta viñeta marcó mi vida. Había apoyado la punta de los dedos sobre la página con una delicadeza extrema, como si temiera alterar los colores. Coy, que no miraba el álbum sino que la miraba a ella, comprobó que seguía sonriendo, ausente, con aquel gesto que la rejuvenecía hasta darle la misma expresión que la muchacha abrazada por su padre en la foto del marco. Un gesto feliz, pensó. De esos que todavía tienen el contador a cero. Más allá estaba la copa de plata abollada y falta de un asa. Campeonato infantil de natación. Primer premio. – Imagino -añadió ella al cabo de un instante, aún fijos los ojos en el libro- que también soñaste alguna vez. – Claro. Podía comprender. No era el álbum, ni la copa de plata ni la foto, ni nada que tuviera que ver con lo que ella tenía en la memoria; pero había un punto de contacto, un territorio donde era fácil reconocerla. Quizás Tánger no era tan distinta, al fin y al cabo. Tal vez, pensó, en alguna forma también ella sea uno de los nuestros; aunque por definición cada uno de los nuestros navegue, cace, combata y se hunda solo. Barcos que pasan en la noche. Unas luces en la distancia, a la vista durante un rato, a menudo con rumbo opuesto. A veces un rumor lejano, sonido de máquinas. Luego otra vez el silencio cuando desaparecen, y la oscuridad, y el resplandor que se extingue en el vacío negro del mar. – Claro -repitió. No dijo nada más. Su imagen, la viñeta en el álbum de su memoria, era la de un puerto mediterráneo con tres mil años de historia en sus viejas piedras, rodeado de montañas y castillos con troneras que en otro tiempo tuvieron cañones. Nombres como fuerte de Navidad, dique de Curra, faro de San Pedro. Olor a agua quieta, a estachas húmedas, y el lebeche moviendo las banderas de los barcos amarrados y los gallardetes en los palangres de los pesqueros. Hombres inmóviles, jubilados ociosos frente al mar, sentados en los bolardos de hierro viejo. Redes al sol, costados herrumbrosos de mercantes abarloados a los muelles; y ese olor a sal, a brea y a mar viejo, denso, de puertos que han visto ir y venir muchos barcos y muchas vidas. En la memoria de Coy había un niño moviéndose entre todo aquello; un niño moreno y flaco con la mochila llena de libros del colegio a la espalda, que se escapaba de clase para mirar el mar, pasear junto a barcos de los que veía descender a hombres rubios y tatuados que hablaban lenguas incomprensibles. Para ver largar amarras que caían con un chapoteo y eran cobradas a bordo antes de que el costado de hierro se alejara del muelle y el barco virase hacia la bocana, entre los faros, rumbo al mar abierto, en busca de esos caminos sin huella, sólo una breve estela de espuma, por donde el chiquillo tenía la certeza de que él iba a irse también. Ése había sido el sueño, la imagen que marcaría su vida para siempre: la nostalgia precoz, prematura, del mar cuya vía de acceso eran los puertos viejos y sabios, poblados de fantasmas que descansaban entre sus grúas, a la sombra de los tinglados. Los hierros desgastados por el roce de las estachas. Los hombres que siempre estaban quietos, inmóviles durante horas, y para quienes el sedal o la caña o el cigarrillo eran sólo pretextos, sin que pareciera importarles otra cosa en el mundo que mirar el mar. Los abuelos que llevaban a sus nietos de la mano, y mientras los críos hacían preguntas o señalaban gaviotas, ellos, los viejos, entornaban los ojos para mirar los barcos amarrados y la línea del horizonte al otro lado de los faros, como si buscaran algo olvidado en su memoria: un recuerdo, una palabra, una explicación de algo ocurrido hacía demasiado tiempo, o de algo que tal vez no había ocurrido nunca. – La gente es demasiado estúpida estaba diciendo Tánger-. Sólo sueña con lo que ve en la tele. Había devuelto los tintines a su anaquel. Estaba de pie, las manos en los bolsillos de los tejanos, mirándolo. Ahora todo era más dulce en ella: la expresión de los ojos, la sonrisa que tenía en los labios. Coy asintió con la cabeza, sin saber bien por qué. Tal vez por animarla a seguir hablando, o para indicar que había comprendido. – ¿Qué quieres encontrar en el “Dei Gloria”, realmente? Vino hasta él despacio, y por un momento creyó, desconcertado, que le iba a tocar la cara. – No lo sé. Te aseguro que no lo sé estaba de pie a su lado, apoyada con ambas manos en la mesa, mirando la carta náutica-. Pero cuando leí la declaración del pilotín, transcrita en el lenguaje seco de un funcionario, sentí… Aquel barco huyendo con todas las velas al viento, y el corsario dándole caza… ¿Por qué no se refugió en Águilas? Los derroteros de la época señalan allí un castillo y una torre con dos cañones en el cabo Cope, bajo los que pudo buscar protección. Coy le echó un vistazo a la carta. Águilas quedaba fuera de ella, al sudoeste de Cope. – Tú lo apuntaste ayer, al contarme la historia -dijo-. Quizá el corsario se interpuso entre él y Águilas, y el “Dei Gloria” tuvo que seguir navegando hacia el este. El viento pudo rolar y serle desfavorable, o tal vez el capitán temió el riesgo de una arribada de noche. Hay un montón de explicaciones para eso… De cualquier modo, terminó hundiéndose en la ensenada de Mazarrón. Tal vez quiso resguardarse bajo la torre de la Azohía. Esa torre sigue allí. Tánger movió la cabeza. No parecía convencida. – Quizá. Pero en cualquier caso era un bergantín mercante; y sin embargo, al verse perdido entabló combate. ¿Por qué no arrió bandera?… ¿Era el capitán un hombre testarudo, o había a bordo algo demasiado importante para entregarlo sin más?… ¿Algo que valía la vida de todos los tripulantes, y sobre lo que ni siquiera el chico superviviente dijo una palabra? – Tal vez lo ignoraba. – Tal vez. Pero ¿quiénes eran esos dos pasajeros que el manifiesto de embarque no identifica salvo con iniciales N.E. y J.L.T.? Coy se frotó la nuca, admirado. – ¿Tienes el manifiesto de embarque del “Dei Gloria”? – El original, no. Pero sí una copia. La obtuve en el archivo general de marina de Viso del Marqués… Tengo allí una buena amiga. Se quedó callada, pero era evidente que algo más le rondaba la cabeza. Fruncía la boca y su expresión ya no era dulce. Tintín había salido de escena. – Además, hay otra cosa. Dijo eso y se quedó callada otra vez, como si la otra cosa no fuese a contarla nunca. Estuvo un rato quieta y en silencio. – El barco -dijo por fin- pertenecía a los jesuitas, ¿recuerdas?… A un armador valenciano que era su hombre de paja: Fornet Palau. Por otra parte, Valencia era el puerto de destino… Y todo esto ocurre el día 4 de febrero de 1767: dos meses antes de que se publique la real pragmática de Carlos III, ordenando ‹“el extrañamiento de los jesuitas de los dominios españoles y la ocupación de sus temporalidades”‹… ¿Tienes alguna idea de lo que significó eso? Coy dijo que no, que la historia de Carlos III no era su fuerte. Entonces ella se lo explicó. Lo hizo muy bien, en pocas palabras, citando fechas y hechos clave, sin perderse en detalles superfluos. El motín popular de 1766 en Madrid contra el ministro Esquilache, que hizo tambalearse la seguridad de la monarquía y se dijo instigado por la Compañía de Jesús. La resistencia de la orden ignaciana a las ideas ilustradas que recorrían Europa. La enemistad del monarca y su afán por librarse de ellos. La creación de un consejo secreto, presidido por el conde de Aranda, que preparó el decreto de expulsión, y el golpe inesperado del 2z de abril de 1767, con el destierro inmediato de los jesuitas, la incautación de sus bienes y la posterior extinción de la Orden por el papa Clemente XIV… Ése era el contexto histórico en que se habían desarrollado el viaje y la tragedia del “Dei Gloria”. Por supuesto, nada permitía establecer conexión directa entre una cosa y otra. Pero Tánger era historiadora; estaba acostumbrada a considerar hechos y relacionarlos, formular hipótesis y desarrollarlas. Podía haber vínculo o podía no haberlo; en cualquier caso, el “Dei Gloria” se había ido al fondo. Por lo menos, y para resumirlo todo, un barco hundido era un barco hundido -”stat rosa pristina nomine”, apuntó críptica-. Y ella sabía dónde. – Ésa -concluyó- es justificación suficiente para buscarlo. Se le endurecía la expresión a medida que hablaba, como si a la hora de manejar datos se desvaneciera el fantasma de la jovencita que se asomaba un rato antes a las páginas de Tintín. Ahora la sonrisa había desaparecido de su boca y los ojos brillaban resueltos, no evocadores. Ya no era la muchacha de la foto. De nuevo se alejaba, y Coy se sintió irritado. – ¿Y qué hay de los otros? – ¿Qué otros? – El dálmata de la coleta gris. Y el enano melancólico que vigilaba anoche tu casa. No tienen aspecto de historiadores, ni mucho menos. A ésos la expulsión de los jesuitas y Carlos III deben de traérsela bastante floja. La vio dudar ante la grosería. O tal vez sólo buscaba una respuesta adecuada. – Eso no tiene nada que ver contigo -dijo lentamente. – Te equivocas. – Escucha. Si yo pago por este trabajo… Por el amor de Dios, se dijo él. Ése es un error muy grave, guapa. Ése es un error demasiado grave, indigno de ti. A estas alturas de la travesía y me sales con ésas. – ¿Pagar?… ¿De qué cojones estás hablando? Vio perfectamente cómo Tánger paraba en seco, desconcertada, y luego alzaba una mano pidiendo calma, tranquilo, he metido la pata, vale. Dialoguemos. Pero él estaba furioso. – ¿De verdad crees que estoy aquí sentado porque tienes intención de pagarme…? Dijo lo de estar sentado, y en el acto se vio ridículo porque, en efecto, lo estaba. Se puso en pie echando la silla para atrás, con tanta brusquedad que “Zas” retrocedió, inquieto. No me has entendido, decía ella. De veras que no. Sólo explico que esos hombres nada tienen que ver. – Nada que ver -repitió. Parecía incluso asustada, como si de pronto temiera verlo coger la puerta y largarse, y nunca hasta ese momento hubiera considerado semejante posibilidad. Aquello le produjo a Coy una retorcida satisfacción. A fin de cuentas, aunque fuese por interés, ella temía perderlo. Eso lo hizo recrearse en la situación. Algo era algo. – Tiene tanto que ver que me lo aclaras de una vez o tendrás que buscar a otro. Era como una pesadilla que, sin embargo, reforzaba su autoestima. Todo muy amargo, moviéndose al borde de la ruptura y del final; pero no podía volver atrás. – No hablas en serio -dijo ella. – Claro que hablo en serio. Se oyó a sí mismo cual si fuese un extraño el que lo decía; un enemigo dispuesto a tirarlo todo por la borda y alejar a Tánger de su vida para siempre. El problema era que él sólo podía ir a remolque. Como cuando el Torpedero Tucumán empezaba a romper cosas, y Coy no tenía otra que aspirar aire, resignado, agarrar el cuello roto de una botella y arranchar para el abordaje. – Oye -añadió-. Puedo comprender que yo te parezca un poco simple… Incluso que me hayas tomado por un imbécil. En tierra no soy gran cosa, es cierto. Torpe como un pato. Pero tú me crees retrasado mental. – Estás aquí… – Sabes perfectamente por qué estoy aquí. Pero ésa no es la cuestión, y si quieres podemos hablarlo despacio otro día. En realidad “espero” poder hablar despacio otro día. Por el momento me limito a exigir que me digas en qué estoy metiéndome. – ¿Exigir? -lo miraba con súbito desprecio-. No me digas lo que debo o lo que no debo hacer… Todos los hombres que conocí pretendieron decirme siempre lo que debo o lo que no debo hacer. Rió entre dientes, sin humor, como cansada; y Coy decidió que ella reía con un hastío europeo. Algo indefinible que tenía mucho que ver con paredes viejas y encaladas, iglesias con frescos agrietados y mujeres vestidas de negro que miraban el mar entre hojas de parra y olivos. Pocas norteamericanas, pensó de pronto, podían reír así. – Yo no te digo nada. Sólo quiero saber qué pretendes de mí. – Te he ofrecido un trabajo… – Oh, mierda. Un trabajo. Se balanceó sobre las puntas de los pies, entristecido, como si estuviera en la cubierta de un barco dispuesto a saltar a tierra. Después cogió su chaqueta y dio unos pasos hacia la puerta, con “Zas” pegándosele a los talones en trotecillo alegre. Tenía hielo en el alma. – Un trabajo -repitió, sarcástico. Ella había quedado entre él y la ventana. Le pareció ver un relámpago de miedo en sus ojos. Difícil averiguarlo, en aquel contraluz. – Puede que crean -dijo ella, y parecía medir con cuidado las palabras- que se trata de tesoros y cosas así… Pero no es un tesoro, sino un secreto. Un secreto que tal vez no tenga importancia hoy, pero que a mí me fascina. Por eso me metí en esto. – ¿Quiénes son? – No lo sé. Coy dio los últimos pasos hacia la puerta. Sus ojos se detuvieron un instante en la pequeña copa de plata abollada. – Ha sido un placer conocerte. – Espera. Lo observaba con mucha atención. Parecía, concluyó él, un jugador con cartas mediocres intentando calcular las que tiene el otro. – No vas a irte -dijo al cabo de un momento-. Es un farol. Coy se puso la chaqueta. – Puede. Intenta comprobarlo. Te necesito. – Hay más marinos en paro. Y buzos. Muchos son igual de tontos que yo. – Te necesito a ti. – Pues ya sabes dónde vivo. Así que tú misma. Abrió la puerta despacio, con la muerte en el corazón. Todo el rato, hasta que la cerró tras de sí, estuvo esperando que fuese hasta él y lo agarrara por el brazo, que lo obligase a mirarla a los ojos, que contara cualquier cosa para retenerlo. Que sujetara su cara con las manos y le imprimiera en la boca un beso largo y neto, tras el cual maldito lo que le importarían el dálmata y el enano melancólico, y estaría dispuesto a zambullirse con ella y con el capitán Haddock y con el mismo diablo en busca del “Unicornio”, o del “Dei Gloria”, o del sueño más imposible. Pero ella se quedó en el contraluz dorado, y no hizo ni dijo nada. Y Coy se vio bajando las escaleras mientras dejaba atrás el gemido de “Zas” que lo añoraba. Iba con un vacío espantoso en el pecho y el estómago, con la garganta seca, con un cosquilleo desazonador en las ingles. Con una náusea que le hizo detenerse en el primer rellano, apoyado en la pared, y llevarse a la boca las manos que le temblaban. La tierra, concluyó tras mucho darle vueltas, no era más que una vasta coalición determinada a fastidiar al marino: tenía agujas que no figuraban en las cartas, y arrecifes, y barras de arena, y cabos con restingas traidoras; y además estaba poblada por una multitud de funcionarios, aduaneros, amarradores, capitanes de puerto, policías, jueces y mujeres de piel moteada. Sumido en tan lóbregos pensamientos, Coy vagó por Madrid toda la tarde. Vagó como los héroes heridos de las películas y los libros, como Orson Welles en “La dama de Shangai”, como Gary Cooper en “El misterio del barco perdido”, como Jim perseguido de puerto en puerto por el fantasma del “Patna”. La diferencia estribó en que ninguna Rita Hayworth ni ningún capitán Marlowe le dirigieron la palabra, y anduvo inadvertido y silencioso entre la gente, las manos en los bolsillos de su chaqueta azul, deteniéndose ante los semáforos en rojo y cruzándolos en verde, tan anodino y gris como cualquiera. De pronto se sentía incierto, desplazado, miserable. Caminó ávidamente en busca de los muelles, del puerto donde encontrar al menos, en el olor del mar y en el chapoteo del agua bajo los cascos de hierro, el consuelo de lo familiar; y tardó un rato en caer en la cuenta, cuando se detuvo indeciso en la plaza de la Cibeles sin saber qué dirección tomar, que aquella ciudad grande y ruidosa no tenía puerto. El descubrimiento llegó con la fuerza de una revelación desagradable y lo hizo flaquear, casi tambalearse, hasta el punto de que fue a sentarse en un banco, frente a la verja de un jardín desde la que dos militares con cordones en el uniforme, boinas rojas y fusiles en bandolera, lo observaban con desconfianza. Más tarde, cuando siguió camino y el cielo empezó a enrojecer al extremo de las avenidas, hacia el oeste, y luego a tornarse sombrío y gris al otro lado de la ciudad, recortando los edificios donde encendían las primeras luces, su desolación dio paso a una irritación creciente: una furia contenida, hecha de desdén hacia aquella imagen que lo perseguía en las vitrinas de los escaparates, y de ira hacia quienes pasaban por su lado rozándolo, empujándolo al detenerse en los pasos de peatones, gesticulando imbécilmente al parlotear por sus teléfonos móviles, entorpeciéndole el paso con bolsas de grandes almacenes, el andar torpe, errático, los grupos detenidos en conversación. Un par de veces devolvió los empujones, colérico, y en algún caso la expresión indignada de un transeúnte se volvió confusión y sorpresa al encontrar su rostro endurecido; la mirada aviesa, amenazadora, de sus ojos sombríos como una sentencia. Nunca en su vida, ni siquiera la mañana en que la comisión investigadora le administró dos años sin barco, se había parecido tanto al alma en pena del Holandés Errante. Una hora después estaba borracho, sin trámites previos de azul ni de otro color. Había entrado en una bodega próxima a la plaza de Santa Ana, y señalando con el dedo una añeja botella de Centenario Terry que debía de llevar medio siglo durmiendo el sueño de los justos en un estante, se retiró a un rincón provisto de ella y de una copa. Las de coñac son como darte en la cabeza con un piolet, decía el Torpedero al caer de rodillas vomitando los higadillos tras haber ingerido suficiente para hablar con conocimiento de causa. Son mortales de necesidad. Una vez, en Puerto Limón, el Torpedero se había quedado frito de trasegar Duque de Alba, inconsciente encima de una puta pequeñita que había tenido que pedir socorro a gritos para que le quitaran aquellos cien kilos que estaban a punto de asfixiarla; y luego, al despertarse en su camarote -hubo que buscar una furgoneta para devolverlo al barco-, había pasado tres días largando lastre en forma de bilis, entre sudores fríos, pidiendo a voces que algún amigo lo rematara de una vez. Coy no tenía encima de quien desmayarse aquella noche, ni tampoco barco al que regresar, ni amigos que lo llevaran con furgoneta o sin ella -el Torpedero estaba en algún lugar desconocido, y el Gallego Neira se había reventado el hígado y el bazo al caer de la escala de gato de un petrolero, al mes de conseguir plaza de práctico en Santander-; pero hizo honor al coñac, dejándolo deslizarse una y otra vez por su garganta hasta que todo empezó a distanciarse un poco, y la lengua y las manos y el corazón y las ingles dejaron de dolerle, y Tánger Soto volvió a ser una más entre los miles de mujeres que cada día nacen, viven y mueren en el ancho mundo; y él pudo comprobar que la mano que iba y venía hacia la copa y la botella se movía cada vez más como a cámara lenta. La botella estaba por la mitad, justo un poco por debajo de la línea de flotación, cuando Coy, que conservaba un resto de prudencia, dejó de beber y miró alrededor. Todo parecía hallarse en un plano ligeramente escorado, hasta que se dio cuenta de que era él quien se encontraba sobre la mesa con la cabeza caída. Nada más grotesco, pensó, que un fulano mamándose en público, solo y a su aire. Entonces se levantó muy lentamente y salió a la calle. Anduvo procurando disimular su estado, siguiendo discreto con el hombro las paredes a fin de mantener la línea recta, paralela al bordillo de la acera. Al cruzar la plaza, el aire le hizo bien. Se detuvo, sentado en un banco bajo la estatua de Calderón de la Barca, y desde allí observó con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas a la gente que paseaba ante sus ojos desenfocados. Vio a los mendigos de la litrona, los tres hombres y la mujer del otro día que bebían sentados en el suelo, con su perrillo, vigilados por Robocop desde la puerta del hotel Victoria. Negó con la cabeza cuando un magrebí le ofreció una china de hachís -para canutos estoy yo, colega-, y por fin, más despejado, siguió camino hasta la pensión. Ahora el Centenario Terry se había diluido lo suficiente en sus pulmones, en su orina o en donde fuera, para permitirle percibir con más nitidez las imágenes. Y gracias a eso pudo ver que el dálmata, o sea, el fulano de Barcelona con coleta gris y un ojo de cada color, estaba sentado a una mesa del bar junto a la puerta, con un vaso de whisky en la mano y las piernas cruzadas, esperándolo. – Hágase cargo -concluyó el tipo-. Ellas desean que nos las tiremos. O más bien desean que deseemos tirárnoslas. Pero sobre todo desean que paguemos por ello. Con nuestro dinero, con nuestra libertad, con nuestro pensamiento… En su mundo, créame, no existe la palabra “gratis”. Seguía allí, con el whisky en la mano como si tal cosa, y Coy se hallaba sentado enfrente, escuchando. Había dejado de estar sorprendido mucho rato antes y ahora atendía con interés, ante un vaso con tónica, hielo y limón que ni siquiera había tocado. El coñac aún se deslizaba suavemente por su sangre. A veces el dálmata hacía tintinear el hielo en su vaso, miraba el contenido y se lo llevaba a los labios, pensativo, para beber un poco antes de seguir la charla. Coy confirmó que su español tenía un vago acento extranjero, entre andaluz y británico. – Y deje que le diga una cosa: cuando una decide liarse la manta a la cabeza, no hay quien… Se lo digo yo. Cuando por fin toman una decisión, la que sea, se vuelven implacables. Se lo juro. Las he visto mentir… Por Dios. Le juro que las he visto mentir en mi propia almohada, hablando con el marido por teléfono, con una sangre fría… Increíble. Había una tienda de maniquíes al lado, y a veces Coy miraba el escaparate. Cuerpos desnudos en diversas posturas, sentados y en pie, hombres y mujeres sin sexo modelado, con peluca unos, el cráneo limpio otros, la carne sintética reluciendo bajo los focos de la vitrina. Varias cabezas cercenadas sonreían en un estante. Los muñecos femeninos tenían senos de pezones puntiagudos. Un escaparatista con sentido del humor, un toque mojigato, una reminiscencia clásica casual o consciente, hacían que uno de los maniquíes alzara un brazo articulado en el codo y la muñeca hacia el pecho, púdico, y mantuviese el otro sobre el supuesto sexo. Venus saliendo directamente de una concha, travestida de replicante Pris Nexus 6 en “Blade Runner”. – ¿También la tuvo a ella en su almohada? El dálmata miró a Coy casi con reproche. Llevaba el pelo limpio y bien peinado hacia atrás, recogido con una cinta elástica negra. La camisa era blanca, con botones en las puntas del cuello, y la llevaba abierta, sin corbata. Piel bronceada sin exageraciones. Zapatos impecables, cómodos, de buena piel. El reloj caro, pesado, de oro, en la muñeca izquierda. Anillos de oro. Manos de uñas muy cuidadas. Otro anillo en el meñique de la derecha, grueso, también de oro. Cadenas de lo mismo asomando por el cuello, con medallas y un antiguo doblón español. Gemelos de oro asomando en los puños. Aquel tipo, pensó Coy, parecía un escaparate de Cartier. Con lo que llevaba encima podían fundirse un par de lingotes. – No… Claro que no -el dálmata parecía sinceramente escandalizado-. No sé por qué lo dice. Mi relación con ella… Se detuvo como si eso, se tratara de lo que se tratase, fuera evidente. Al cabo de un instante debió de caer en la cuenta de que no lo era, pues hizo tintinear el hielo en el vaso y, esta vez sin beber nada, puso a Coy al corriente de la historia. O más bien lo puso al corriente de la versión de la historia según Nino Palermo. Nino Palermo era él mismo, y eso daba a su relato un valor sólo relativo. Pero ese individuo era la única persona que parecía dispuesta a contarle algo a Coy; éste no disponía de otra versión más autorizada, y dudaba mucho de llegar a disponer de ella nunca. Así que se estuvo quieto, bien callado y atento, desviando los ojos hacia el escaparate de los maniquíes sólo cuando el otro fijaba en él demasiado tiempo ora el ojo verde, ora el ojo pardo -bicoloridad incómoda para estar delante-. Supo así que Nino Palermo era el dueño de Deadman.s Chest, una empresa dedicada al rescate de buques hundidos y salvamento marítimo con sede social en Gibraltar. Quizás Coy, pues Palermo tenía entendido que era marino, había oído hablar de Deadman.s Chest cuando los trabajos de reflotamiento del “Punta Europa”, un ferry hundido el año anterior con cincuenta pasajeros en la bahía de Algeciras. O, en otro orden de cosas -eso lo añadió tras una corta pausa-, cuando la recuperación del “San Esteban”, un galeón rescatado cinco años atrás en los cayos de Florida con un cargamento de plata mejicana. O en el más reciente caso de la nave romana descubierta con estatuas y cerámica frente a la roca de Calpe. En ese punto Coy pronunció en voz alta las palabras buscador de tesoros, y el otro sonrió de un modo que dejaba ver un diente o dos a un lado de la boca, antes de apuntar que sí, que en cierto modo. Que eso de los tesoros era un concepto muy relativo, según y cómo. Y además, amigo mío, no es oro todo lo que reluce. O a veces lo que no reluce resulta que sí lo es. Después, entre más frases dejadas a medias, Palermo descruzó y volvió a cruzar las piernas, hizo tintinear de nuevo el hielo en el vaso, y esta vez sí bebió un largo trago que dejó los cubitos de hielo varados sobre el fondo. – No es una aventura, sino un trabajo -dijo despacio, cual si pretendiera darle todas las oportunidades para que comprendiese-. Una cosa es ir al cine, o pretender vivir como si uno estuviese en la fila catorce comiendo palomitas con la novia, y otra invertir dinero, investigar y hacer trabajos de prospección con seriedad profesional… Yo trabajo para mí y para mis socios, reúno el capital necesario, obtengo resultados y reparto dividendos, dándole al césar… Ya sabe. El Estado, sus leyes y sus impuestos. También beneficio a museos, instituciones… Cosas de ésas. – Algo se le quedará en el bolsillo. – Por supuesto. Y procuro que sea… Por Dios. Yo tengo dinero, oiga. Procuro arriesgar el de mis socios, naturalmente; pero también me juego el mío. Tengo abogados, investigadores, buceadores experimentados que trabajan para mí… Soy un profesional. Dicho aquello se quedó un poco callado, clavada en Coy su mirada bicolor, acechando el efecto. Pero Coy, que permanecía inexpresivo, no debió de parecerle muy impresionado. – El problema -prosiguió- es que este trabajo mío necesita… No puede uno ir contando su vida. Por eso hay que moverse con cautela. No hablo de ilegalidades, aunque a veces… En fin. Usted se hace cargo. La palabra clave es “prudencia”. – ¿Y qué tiene que ver ella con todo esto? Palermo lo dijo, y mientras lo hacía su aire apacible se endureció, y la cólera le vino de golpe a los ojos y a la boca. Coy vio que apretaba un puño, el del anillo grueso de oro en el meñique, y se habría echado a reír ante aquel acceso de ira de no hallarse tan interesado en la historia que su interlocutor iba contándole en tono amargo, desabrido, que en ocasiones rozaba lo agresivo. Él había conseguido una pista. La búsqueda de antiguos naufragios siempre empezaba por pistas simples, casi tontas a veces, y él tenía… Por Dios. El azar, en forma de un hurón de bibliotecas llamado Corso, un tipo que le suministraba material relacionado con el mar, cartas náuticas antiguas, derroteros y cosas así -un desaprensivo, dicho fuera de paso, que cobraba carísimo-, le había puesto en las manos un libro publicado en 1803 sobre la actividad marítima de la Compañía de Jesús. Se llamaba “La flota negra: los jesuitas en las Indias Orientales y Occidentales”, había sido escrito por Francisco José González, bibliotecario del observatorio de marina de San Fernando, y en ese libro Palermo encontró el nombre del “Dei Gloria”. – Allí había… Por Dios. Lo supe al momento. Uno “sabe” cuando hay algo esperándolo -se rozó la nariz con el pulgar-. Lo siente aquí. – Supongo que se refiere a un tesoro. – Me refiero a un barco. A un buen, viejo y hermoso barco hundido. Lo del tesoro viene después, si viene. Pero no crea que… Imprescindible no es la palabra. No lo es. Inclinó la cabeza, mirándose el anillo grande. En ese momento Coy se fijó de veras en él. Parecía otra moneda antigua, auténtica. Tal vez árabe, o turca. – El mar cubre dos tercios del planeta -dijo inesperadamente Palermo-. ¿Imagina todo lo que ha ido a parar al fondo en los últimos tres o cuatro mil años? El cinco por ciento de los barcos que han navegado… Como se lo digo. Al menos el cinco por ciento está bajo las aguas. El más extraordinario museo del mundo: ambición, tragedia, memoria, riqueza, muerte… Objetos que valen dinero si los sacamos a la superficie, pero también… ¿Comprende? Soledad. Silencio. Sólo quien ha sentido un escalofrío de terror ante la silueta oscura de un casco hundido… Hablo de la penumbra verdosa de allá abajo, si sabe a lo que me refiero… ¿Sabe a lo que me refiero? El ojo verde y el ojo pardo estaban clavados en Coy, animados por un brillo súbito que parecía febril, o peligroso, o tal vez las dos cosas a la vez. – Sé a qué se refiere. Nino Palermo le dirigió una vaga sonrisa de aprecio. Había pasado la vida, contó, metiéndose en el agua primero por cuenta de otros y luego por cuenta propia. Había visitado pecios cubiertos de coral en el mar Rojo, descubierto un cargamento de cristal bizantino frente a Rodas, buscado libras esterlinas en el “Carnatic” y rescatado en Irlanda doscientos doblones, tres cadenas de oro y un crucifijo de piedras preciosas del galeón “Gerona”. Había trabajado con los equipos de rescate de los barcos del mercurio “Guadalupe” y “Tolosa”, y con Mel Fisher en el “Atocha”. Pero también había buceado entre los espectrales barcos de la flota hundida a ochenta metros en la Martinica, junto al Monte Pelado, visitado el casco del “Yongala” en el mar de las Serpientes, y el del “Andrea Doria” en su tumba acuática del Atlántico. Había visto el “Royal Oak” panza arriba en el fondo de Scapa Flow y la hélice del corsario “Emdem” en el atolón de los Cocos. Y a veinte metros de profundidad, bajo una luz fantasmal dorada y azul, el esqueleto medio deshecho de un piloto alemán en la cabina de su Focke-Wulf hundido frente a Niza. – No me negará -dijo- que es un currículum. Se detuvo y, haciendo un gesto al camarero, pidió otro whisky para él y una nueva tónica para Coy, que ni siquiera había tocado la otra. Se habrá calentado, dijo. Buscar bajo las aguas era su modo de vida y su pasión, prosiguió luego, mirándolo como si desafiara a probar lo contrario. Pero no todos los naufragios eran importantes, explicó; en la antigüedad ya hacían rescates los buceadores griegos. Por eso los más apetecibles eran aquéllos sin supervivientes: al carecerse de información sobre el lugar del hundimiento, permanecían ocultos e intactos. Y ahora, Palermo había hallado una nueva pista. Una buena y hermosa pista virgen en un libro antiguo. Un nuevo misterio, o desafío, y la posibilidad de buscar una respuesta. – Entonces -había levantado su vaso como si buscase a alguien para arrojárselo a la cara- cometí el error de… ¿Comprende? El error de acudir a esa zorra. Quince minutos más tarde, la segunda tónica seguía intacta sobre la mesa, tan caliente como la primera. En cuanto a Coy, se le habían disipado un poco más los vapores del Centenario Terry y se hallaba al corriente del envés de la trama. O al menos de la versión sostenida por Nino Palermo, ciudadano británico con residencia en Gibraltar, propietario de la empresa Deadman.s Chest de Trabajos Subacuáticos y Salvamento Marítimo. Medio año antes, Palermo había ido al Museo Naval de Madrid como otras veces, en busca de información. Esperaba confirmar que un bergantín salido de La Habana y desaparecido antes de llegar a su destino había naufragado en la proximidad de las costas españolas. El barco no transportaba carga conocida como valiosa, pero había indicios interesantes: el nombre “Dei Gloria” estaba, por ejemplo, en una de las cartas incautadas cuando la disolución de la Compañía en tiempos de Carlos III, que Palermo encontró mencionada por el bibliotecario de San Fernando en su libro sobre los barcos y la actividad marítima de los ignacianos. La cita ‹“pero la justicia de Dios no permitió que el Dei Gloria llegara a su destino con gente y el secreto que transportaba”‹ fue cruzada por él mismo con el índice de documentos del Archivo de Indias de Sevilla, Viso del Marqués y Museo Naval de Madrid… Y cling, cling. Premio. En el catálogo de la biblioteca de este último figuraba un informe fechado en febrero de 1767 en Cartagena ‹“sobre la pérdida del bergantín Dei Gloria en combate con el jabeque corsario que se presume sea el llamado Sergu픋. Eso lo llevó a ponerse en contacto con el Museo Naval, y con Tánger Soto, que -en mala hora y maldita fuera su estampa- era la encargada de ese departamento. Tras un primer contacto exploratorio fueron a comer a Al-Mounia, un restaurante árabe de la calle Recoletos. Allí, frente a un cuscús de cordero con verduras, él había representado su número de modo convincente. Nada de abrirle su corazón, por supuesto. Era perro viejo y conocía los riesgos. Sólo sacó a colación el “Dei Gloria” entre otros asuntos, casi con la punta de los dedos. Ella, educada, eficiente, amable y maldita bruja, había prometido ayudarlo. Eso había dicho: ayudarlo. Buscarle una copia de los documentos si éstos seguían en el fondo confiado a la institución, etcétera. Lo telefonearé, había asegurado la perra. Y sin un parpadeo, por Dios. Ni uno. De eso hacía meses, y no sólo ella no telefoneó nunca, sino que había utilizado la influencia de la Armada para bloquearle cualquier vía de acceso a los archivos del museo. Incluso a los documentos relativos al manifiesto de embarque del bergantín en La Habana, que él había localizado al fin en el índice del archivo de marina de Viso del Marqués, pero que no pudo consultar por hallarse, le contaron allí, bajo estudio oficial del ministerio de Defensa. Palermo había seguido moviéndose, por supuesto. Conocía el medio y tenía dinero para gastar. Su averiguación paralela había marchado razonablemente, y ahora se hallaba en condiciones de sostener que el bergantín se hundió cerca de Cartagena, y que transportaba algo, objetos o personas, de suma importancia. Tal vez aquella acción del corsario “Serguí” -un “Chergui” inglés con patente argelina se perdió en las mismas aguas y las mismas fechas- no fuese del todo azar. Palermo había intentado muchas veces hablar con Tánger Soto para pedirle explicaciones, sin resultado: silencio total. Ella era muy lista escurriendo el bulto, o tenía suerte, como en Barcelona cuando Coy anduvo de por medio. Vaya si la tenía. Al cabo, Palermo acabó por comprender, estúpido de él, que ella no sólo se la había jugado, sino que estaba moviendo sus propias piezas a la chita callando. La sospecha se convirtió en certeza cuando la vio aparecer en la subasta detrás del Urrutia. – La mosquita muerta -concluyó Palermo- había decidido… Por Dios. ¿Comprende usted?… El “Dei Gloria” por su cuenta. Coy movió la cabeza, aunque en realidad estaba digiriendo cuanto acababa de oír. – Que yo sepa -puntualizó- trabaja por cuenta del Museo Naval. El otro soltó una carcajada muy corta y muy ruda. Con pocas ganas. – Eso creía yo. Pero ahora… Ésa es de las que muerden con la boquita cerrada. Coy se tocó la nariz, sintiéndose todavía perplejo. – En tal caso -dijo- póngase en contacto con sus superiores y reviéntele la operación. Palermo hizo tintinear el hielo de su nuevo whisky. – Eso sería reventar también la mía… No soy tan estúpido. Había hecho otra vez aquella rápida mueca que le dejaba al descubierto un par de dientes parecidos a los de un tiburón. Este tío, pensó Coy, sonríe como una tintorera ante un calamar de dos palmos. – Es como una carrera de fondo, ¿comprende? -añadió Palermo-. Yo tengo mejores… Por Dios. Ella salió con ventaja gracias a mi descuido. Pero esta clase de esfuerzos… He recuperado terreno. Aún ganaré más. Coy encogió los hombros. – Pues le deseo suerte. – Algo de esa suerte depende de usted. Me basta con mirar a un hombre a la cara para saber… Palermo guiñó el ojo pardo-. Ya me entiende. – Se equivoca. No lo entiendo. – Para saber por cuánto se vende. A Coy no le gustó la mirada que tenía enfrente. O tal vez le desagradaba el tono de confianza, cómplice, con que su interlocutor había pronunciado las últimas palabras. – Yo estoy fuera -dijo con frialdad. – No me diga. El tono zumbón del otro no contribuía a mejorar las cosas. Coy sintió reavivársele la antipatía. – Pues ya ve. Tendrá que tratar con ella -procuró torcer la boca del modo más insolente posible-. ¿No han probado a asociarse?… Por lo visto pertenecen a la misma camada. Palermo no parecía ofendido en absoluto. Más bien consideraba la cuestión con aire ecuánime. – Es una posibilidad -repuso-. Pero dudo que ella… Se cree con los ases en la mano. – Acaba de perder algunos. Por lo menos, una sota. Otra vez enfrente la sonrisa de escualo. Ahora esperanzada, lo que no contribuía a que fuese más agradable. – ¿Habla en serio? -Palermo reflexionaba, interesado-… Me refiero a lo de no seguir con ella. – Claro que hablo en serio. – ¿Sería indiscreto preguntarle por qué? – Acaba de decirlo hace un momento: no juega limpio. Más o menos como usted -de pronto recordó algo-… Y puede decirle a su enano melancólico que ande tranquilo. Ya no tendré que romperle la cara si me lo encuentro. Palermo, que se disponía a beber, se detuvo mirando a Coy por encima del vaso. – ¿Qué enano? – No se haga el listo también usted. Sabe de quién le estoy hablando. Todavía con el vaso a medio camino, los ojos bicolores se entornaron, astutos. – No debe malinterpretar… Palermo empezó a decir eso; pero luego, pensándolo mejor, calló, con el pretexto de llevarse la bebida a los labios y tomar un sorbo. Al dejarlo sobre la mesa había cambiado de conversación: – No puedo creer que la deje, sin más. Ahora le tocó a Coy el turno de sonreír. Seguro que yo no sonrío como este fulano aunque me lo proponga, se dijo. Seguro que a mí no me sale cara de tiburón, sino de merluzo. Se sentía estafado por todo el mundo, empezando por sí mismo. – Yo tampoco me lo creo del todo -dijo. – ¿Vuelve a Barcelona?… ¿Qué hay de su problema? – Vaya -movía la cabeza, con fastidio-. Veo que también se ha interesado por mi currículum. El otro alzó la mano izquierda en el aire, cual si acabara de tener una idea. Extrajo una tarjeta de visita de un abultado billetero lleno de tarjetas de crédito, y escribió algo en ella. Las luces del escaparate de los maniquíes hacían relucir los anillos en sus manos. Coy le echó un vistazo a la tarjeta antes de guardarla en el bolsillo: “Nino Palermo. Deadman.s Chest Ltd. 42-2 Main Street. Gibraltar”. Debajo había anotado el número telefónico de un hotel de Madrid. – Tal vez pueda compensarlo de algún modo -Palermo hizo una pausa, se aclaró la garganta, bebió un nuevo trago, lo miró de pronto-. Necesito que alguien junto a la señorita Soto… Dejó también esa frase en el aire, el tiempo suficiente para que su interlocutor acabara de completarla del modo adecuado. Coy estuvo un rato quieto, observándolo. Luego se inclinó hacia adelante, hasta apoyar las palmas de las manos sobre la mesa. – Váyase a tomar por el culo. – ¿Perdón? Palermo había parpadeado, con cara de estar esperando otra cosa. Coy empezó a levantarse, y con secreto placer comprobó que el otro se echaba ligeramente atrás en la silla. – Lo que he dicho. Sodomizar. Porculizar. Romperle el ojete. ¿Me explico? -ahora las manos que apoyaba en la mesa se habían cerrado hasta convertirse en puños-… O sea, que le vayan dando a usted, al enano y al “Dei Gloria”. Y también a ella. El otro no lo perdía de vista. El ojo verde parecía aún más frío y atento que el pardo, más dilatado; igual que si medio cuerpo estuviese representando temor y la otra mitad se hallara en guardia, calculando. – Piénselo -dijo Palermo, y apoyó una mano en la manga de Coy, como si pretendiera convencerlo, o retenerlo. Era la mano del anillo con la moneda de oro, y éste la sintió con desagrado sobre los músculos tensos de su antebrazo. – Quíteme esa mano de encima -dijo- o le arranco la cabeza. |
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