"La Carta Esférica" - читать интересную книгу автора (Pérez-Reverte Arturo)V. EL MERIDIANO CERODurmió durante toda la noche y parte de la mañana. Durmió como si le fuera la vida en ello, o como si deseara mantener la vida afuera, a distancia, el mayor tiempo posible; y una vez desvelado siguió intentándolo, contumaz. Dio vueltas y vueltas en la cama, cubriéndose los ojos, intentando esquivar el rectángulo de claridad en la pared. Apenas despierto había observado ese rectángulo con desolación: el trazo de luz estaba en apariencia quieto, y sólo variaba su posición de modo casi imperceptible a medida que transcurrían los minutos. A simple vista parecía tan inmóvil como solían estar las cosas en tierra firme; y antes de recordar que se hallaba en el cuarto de una pensión a cuatrocientos kilómetros de la costa más próxima, supo, o intuyó, que tampoco ese día despertaba a bordo de un barco: allí donde la luz que entra por los portillos se mueve y oscila suavemente de arriba abajo y de un lado a otro, mientras el trepidar suave de las máquinas se transmite a través de las planchas del casco, runrún, runrún, y éste se balancea en el vaivén circular de la marejada. Se dio una ducha corta y desagradable -pasadas las diez de la mañana, los grifos de la pensión sólo suministraban agua fría- y salió a la calle sin afeitar, con los tejanos y una camisa limpia y la chaqueta sobre los hombros, a buscar una oficina de Renfe para sacar un billete de vuelta a Barcelona. Tomó un café por el camino, compró un periódico que fue a parar a la papelera apenas hojeado, y luego anduvo por el centro de la ciudad sin rumbo definido, hasta terminar sentado en una pequeña plaza del Madrid viejo, en uno de esos lugares con árboles de antiguos conventos al otro lado de una tapia, casas de balcones con macetas y amplios zaguanes de gato y portera. El sol era suave y propiciaba una agradable pereza. Estiró las piernas, sacando del bolsillo la ajada edición en rústica de “El barco de la muerte”, de Traven, que por fin había comprado en la cuesta Moyano. Durante un rato intentó concentrarse en la lectura; pero justo en el momento en que el ingenuo marinero Pippip, sentado en el muelle, imagina al “Tuscaloosa” en mar abierto y volviendo a casa, Coy cerró el libro y se lo metió de nuevo en el bolsillo. Tenía la cabeza muy lejos de aquellas páginas. La tenía llena de humillación y vergüenza. Al rato se levantó, y sin apresurarse emprendió camino de regreso a la plaza de Santa Ana, el gesto sombrío acentuado en el mentón oscurecido por la barba de día y medio. De pronto sintió malestar en el estómago, y recordó que no había comido nada en veinticuatro horas. Fue a un bar, pidió un pincho de tortilla y una caña, y llegó a la pensión pasadas las dos. El Talgo salía hora y media más tarde, y la estación de Atocha estaba cerca. Podía bajar caminando e ir en tren hasta la de Chamartín, así que hizo con calma su reducido equipaje: el libro de Traven, una camisa limpia y otra sucia que metió en una bolsa de plástico, alguna ropa interior, un jersey de lana azul. Enrolló los útiles de aseo en un pantalón caqui de faena y lo colocó todo en la bolsa de lona. Se puso las zapatillas de tenis y guardó los viejos mocasines náuticos. Efectuó cada uno de esos movimientos con la misma precisión metódica que habría usado para trazar un rumbo, aunque maldita fuera su estampa si en aquel momento tenía en mente rumbo alguno: se limitaba a poner toda su concentración en no pensar. Después bajó, pagó y salió a la calle con la bolsa al hombro. Se detuvo, entornando los ojos ante el sol que daba vertical en la plaza, para frotarse el estómago, molesto. El pincho de tortilla le había sentado como un tiro. Miró a un lado, luego a otro, y echó a andar. Menudo viaje, pensaba. Por una sarcástica asociación de ideas le vinieron a la cabeza los compases de “Noche de samba en Puerto España”. Primero una canción, decía la letra. Detrás la borrachera, y al final tan sólo un llanto de guitarra. Silbó medio estribillo sin apenas darse cuenta, antes de callarse en seco. Acuérdate, se dijo, de no volver a tararear eso en tu puta vida. Miraba el suelo, y la sombra parecía estremecerse de risa ante sus pasos. De todos los retrasados mentales del mundo -y tenía que haber unos cuantos-, ella lo había elegido a él. Aunque no era del todo exacto. A fin de cuentas, era él quien se había puesto delante de ella, primero en Barcelona y luego en Madrid. Nadie obliga al ratón, había leído una vez en alguna parte. Nadie obliga a ese roedor gilipollas a ir zascandileando, dándoselas de machito por las ratoneras. Sobre todo, sabiendo de sobra que en este mundo los vientos de proa soplan más a menudo que los de popa. No había llegado a la esquina cuando la encargada de la pensión salió corriendo a la calle, tras él, y gritó su nombre. Señor Coy. Señor Coy. Tenía una llamada telefónica. – Canallas -dijo Tánger Soto. Era una chica templada, y apenas podía advertirse un leve temblor en su voz; una nota de inseguridad que procuraba controlar pronunciando las palabras justas. Estaba todavía vestida de calle, con falda y chaqueta, y se apoyaba en la pared del saloncito, cruzados los brazos, un poco inclinado el rostro, mirando el cadáver de “Zas”. Coy se había cruzado en la escalera con dos policías uniformados, y encontró a un tercero recogiendo en un maletín los instrumentos utilizados para buscar huellas dactilares: tenía la gorra sobre la mesa, y el radiotransmisor colgado de su cinturón emitía un apagado rumor de conversaciones. El agente se movía con cuidado entre los enseres revueltos de la casa. No había mucho desorden: algún cajón abierto, papeles y libros por el suelo, y el ordenador con la caja desatornillada y los cables y conexiones al aire. – Aprovecharon que estaba en el museo -murmuró Tánger. Salvo aquel temblor en la voz, no parecía frágil sino sombría. Su piel moteada se había vuelto de un mate pálido, conservaba los ojos secos y el gesto endurecido, las manos clavándose los dedos en los brazos con tanta fuerza que blanqueaban sus nudillos. No apartaba la vista del perro. El labrador seguía de costado en la alfombra, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta por la que salía un hilillo de espuma blanquecina que ya empezaba a secarse. Según la policía, habían forzado la puerta; y luego, antes de abrirla del todo, le echaron al perro el trozo de carne preparado con un veneno rápido, quizás etilenglicol. Quienes fuesen, sabían lo que buscaban y lo que iban a encontrar. No habían causado destrozos inútiles, limitándose a robar algunos documentos de los cajones, todos los disquetes y el disco duro del ordenador. Sin duda era gente que venía a tiro hecho. Profesionales. – No necesitaban matar a “Zas” -dijo ella-. No era un perro guardián… Jugaba con cualquiera. Las últimas palabras se quebraron con una nota de emoción que reprimió en seguida. El policía del maletín había terminado con lo suyo, así que se puso la gorra, saludó y se fue, tras decir algo sobre los empleados municipales que pasarían a recoger al perro. Coy cerró la puerta -observó que la cerradura funcionaba todavía- pero después de echarle otro vistazo al cuerpo de “Zas” la abrió de nuevo dejándola entornada, como si cerrar la casa con el cadáver del perro dentro fuese improcedente. Ella permaneció inmóvil, apoyada en la pared, cuando él cruzó el salón y fue hasta el cuarto de baño. Volvió con una toalla grande y se inclinó sobre el labrador. Por unos instantes miró con afecto los ojos muertos del animal, recordando sus lengüetazos del día anterior, el rabo moviéndose alegre en demanda de una caricia, su mirada inteligente y fiel. Experimentaba una pena honda, una piedad que removía su interior, incomodándolo con sentimientos casi infantiles que todo hombre adulto cree olvidados. Con “Zas” tenía la impresión de haber perdido un amigo silencioso y reciente; de esos que no se buscan porque son ellos quienes te eligen a ti. Desde su punto de vista, aquella tristeza resultaba fuera de lugar: sólo había estado con el perro un par de veces, y nada hizo para ser acreedor de su lealtad ni para lamentar su muerte. Y sin embargo allí estaba, con una extraña congoja, un picorcillo molesto en la nariz y en los ojos. Sentía como suyo el desamparo, la desolación, la inmovilidad del infeliz animal. Quizás había saludado a sus asesinos moviendo alegremente el rabo, en demanda de una palabra amable o una caricia. – Pobre “Zas” -murmuró. Tocó un momento con los dedos la cabeza dorada del labrador, despidiéndose de él, y luego lo cubrió con la toalla. Al incorporarse vio que Tánger lo miraba. Seguía apoyada en la pared con los brazos cruzados, sombría e inmóvil. – Ha muerto solo -dijo Coy. – Todos morimos solos. Se quedó aquella tarde, y parte de la noche. Primero estuvo sentado en el sofá después que los empleados municipales se llevaron al perro, viendo cómo ella iba y venía remediando el desorden. La vio moverse sin apenas decir palabra, apilando papeles, colocando libros en sus estantes, cerrando cajones; parada frente al ordenador destripado, las manos en las caderas mientras evaluaba el destrozo, pensativa. Nada irreparable, había dicho en respuesta a una de las pocas preguntas que él formuló al principio. Después siguió ocupándose de la casa hasta que todo estuvo en regla. Lo último que hizo fue arrodillarse donde había estado “Zas”, y limpiar con una bayeta y agua los restos de espuma blanquecina que se habían secado sobre la alfombra. Hizo todo eso con una obstinación disciplinada, lúgubre, como si la tarea la ayudara a controlar sus sentimientos, dominando la oscuridad que amenazaba desbordar su semblante. Las puntas del cabello dorado le oscilaban junto al mentón, dejando entrever la nariz y los pómulos cubiertos de pecas, cuando por fin se puso en pie y miró alrededor, para ver si todo estaba como debía estar. Entonces fue hasta la mesa, cogió el paquete de Players y encendió un cigarrillo. – Anoche estuve con Nino Palermo -dijo Coy. No pareció sorprendida en absoluto. Ni siquiera dijo nada. Se quedó de pie junto a la mesa, el cigarrillo entre dos dedos y la mano un poco en alto, sostenido el codo por la otra. – Me contó que lo engañaste -prosiguió él-. Y que también intentas engañarme a mí. Esperaba excusas, insolencia o desdén; pero sólo hubo silencio. El humo del cigarrillo subía recto hacia el techo. Ni una espiral, observó. Ni una agitación, ni un estremecimiento. – No trabajas para el museo -añadió, con deliberados espacios entre cada palabra- sino para ti misma. Se parecía, descubrió de pronto, a esas mujeres que miran desde ciertos cuadros. Miradas impasibles, capaces de sembrar la inquietud en el corazón de cualquier varón que las observe. La certeza de que saben cosas que no dicen; pero que, si uno se detiene frente a ellas el tiempo suficiente, puede intuir en sus pupilas inmóviles. Arrogancia dura, sabia. Lucidez antigua. El pensamiento del primer día que estuvo en aquella casa volvió a rondarle la cabeza: había niñas que ya miraban de ese modo, sin haber tenido tiempo material que lo justificara; sin haber vivido suficiente para aprenderlo. Penélope debía de mirar así cuando apareció Ulises veinte años después, reclamando su arco. – Yo no te pedí que vinieras a Madrid -dijo ella. Ni que complicaras mi vida y la tuya en Barcelona. Coy la miró un par de segundos, todavía absorto, la boca entreabierta de modo casi estúpido. – Es cierto -admitió. – Eres tú quien quiso jugar. Yo me limité a establecer unas reglas. Si te convienen o no, es asunto tuyo. Había movido por fin la mano que sostenía el cigarrillo, y la brasa de éste brilló entre sus dedos al llevárselo a los labios. Luego se quedó inmóvil otra vez, y el humo volvió a formar una línea vertical fina y perfecta. – ¿Por qué me mentiste? -preguntó Coy. Tánger suspiró con suavidad. Apenas un aliento de fastidio. – Yo no he mentido -dijo-. Te he contado la versión que me convenía contarte… Recuerda que tú eres un intruso y que ésta es mi aventura. No puedes exigirme nada. – Esos hombres son peligrosos. La línea recta del humo se quebró en leves espirales. Ella reía de modo quedo, contenido. – No hay que ser muy inteligente para deducir eso, ¿verdad?… Aún rió un momento más hasta que se detuvo de pronto, ante la mancha húmeda de la alfombra. El azul oscuro de sus ojos se había hecho más sombrío. – ¿Qué vas a hacer ahora? Ella no contestó en seguida. Se había movido para apagar el cigarrillo en el cenicero. Lo hizo minuciosamente, sin apretar demasiado, poco a poco hasta que la brasa quedó extinguida. Sólo entonces esbozó un gesto con la cabeza y los hombros. No miraba a Coy. – Voy a seguir haciendo lo mismo. Buscar el “Dei Gloria”. Después anduvo por la habitación, lentamente, para comprobar que todo había vuelto a su orden primitivo. Alineó un Tintín en su estante con los otros, y luego rectificó la posición del marco con la fotografía en la que Coy había reparado con frecuencia: la adolescente rubia y cubierta de pecas junto al militar bronceado, sonriente, en mangas de camisa. Actuaba, observó él, como si tuviera agua fría en las venas. Mas de pronto la vio detenerse, retener el aire en los pulmones y exhalarlo, y era menos un gemido que un resoplar de furia, mientras golpeaba la mesa con la palma de la mano, brusca y secamente, con una violencia inesperada que debió de sorprenderla a ella misma, o dolerle mucho, pues se quedó inmóvil, otra vez contenido el aliento, contemplándose desconcertada la mano como si no fuera suya. – Malditos sean -dijo en voz muy baja. Se controló, y Coy pudo advertir el esfuerzo que hacía para conseguirlo. Los músculos de sus mandíbulas estaban tensos, la boca apretada cuando respiró hondo por la nariz mientras buscaba nuevas cosas que poner en orden, como si nada hubiera ocurrido diez segundos antes. – ¿Qué se han llevado? – Nada imprescindible -seguía mirando alrededor-. El Urrutia lo devolví esta mañana al museo, y tengo dos buenas reproducciones de la carta esférica con las que trabajar… Las cartas modernas las han dejado todas menos una, que tenía anotaciones a lápiz en los márgenes. También había datos en el disco duro del ordenador, pero no son importantes. Coy se removió, incómodo. Habría estado más a sus anchas con unas lágrimas, unos lamentos indignados o algo así. En tales casos, pensaba, un hombre sabe qué hacer. O al menos cree saberlo. Cada uno asume su papel, como en el cine. – Deberías olvidarte de esto. Se había vuelto con extrema lentitud, como si de pronto él se hubiera convertido en uno de los objetos del salón cuya posición era conveniente rectificar. – Oye, Coy. Yo no te pedí que te metieras en mis asuntos. Tampoco te he pedido ahora que me des consejos… ¿Entiendes? Es peligrosa, pensó de pronto. Tal vez incluso más que quienes le han puesto la casa patas arriba y han matado al perro. Más que el enano melancólico y que el dálmata cazador de tesoros. Todo esto ocurre porque ella es peligrosa, y ellos lo saben, y ella sabe que ellos lo saben. Peligrosa incluso para mí. – Entiendo. Movió la cabeza, entre evasivo y resignado. Aquella mujer tenía una facilidad pasmosa para hacerlo sentirse responsable y al mismo tiempo recordarle lo gratuito de su presencia allí. Sin embargo, Tánger no parecía satisfecha con la escueta respuesta de Coy. Seguía observándolo como el boxeador que ignora la campana o la amonestación del árbitro. – Cuando era pequeña adoraba las películas de vaqueros -dijo inesperadamente. Su tono distaba de ser evocador, o tierno. Hasta parecía contener una suave burla de sí misma. Pero estaba mortalmente seria. – ¿Te gustaban esas películas, Coy? La miró sin saber qué decir. Contestar a aquello habría necesitado medio minuto de transición, pero ella no le dio tiempo a buscar una respuesta. Tampoco parecía importarle. – Viéndolas -prosiguió- decidí que hay dos clases de mujeres: la que se pone a dar gritos cuando atacan los apaches, y la que coge un rifle y dispara por la ventana. No era su tono agresivo, sino firme; y sin embargo, Coy sentía endiabladamente agresiva aquella firmeza. Ella calló, y parecía que no fuese a añadir nada más. Pero tras un instante se detuvo ante la fotografía en su marco y entornó los ojos. Su voz sonó ahora ronca y baja: – Yo quería ser soldado y llevar el rifle. Coy se tocó la nariz. Luego se frotó la nuca y fue ejecutando, uno tras otro, los gestos que solían caracterizar su desconcierto. Me pregunto, se dijo, si esta mujer intuye mis pensamientos o si es precisamente ella quien me los pone dentro y luego los baraja y los extiende sobre la mesa como si se tratara de un mazo de cartas. – Ese Palermo -dijo por fin me ofreció trabajo. Retuvo el aliento. Había sacado del bolsillo la tarjeta de visita con los números de teléfono del gibraltareño. La alzó entre dos dedos, moviéndola un poco. Ella no se fijaba en la tarjeta, sino en él. Lo hacía con tanta fijeza como si pretendiera perforarle el cerebro. – ¿Y qué le dijiste? – Que lo pensaré. La vio sonreír apenas. Un segundo de cálculo y dos segundos de incredulidad. – Estás mintiendo -declaró-. Si fuera así, no estarías ahora sentado ahí, mirándome -la voz pareció suavizársele-… Tú no eres de ésos. Coy desvió la vista hacia la ventana, echando un vistazo afuera, abajo y a lo lejos. Tú no eres de ésos. En algún sitio polvoriento de su memoria, Brutus le preguntaba a Popeye si era hombre o ratón, y éste respondía: ‘Soy marinero’. Un tren se acercaba lentamente a la enorme visera que cubría los andenes de Atocha, con su prolongada articulación siguiendo un camino misterioso trazado en el laberinto de vías y señales. Sentía un rencor preciso como el filo de una navaja. Tú no tienes ni idea, pensó, de esos de los que soy. Miró el reloj en su muñeca. El Talgo cuyo billete de segunda clase llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta iba desde hacía rato camino de Barcelona. Y él allí de nuevo, como si nada hubiera cambiado. Miró la alfombra donde había estado “Zas”. O tal vez, reflexionó, se encontraba otra vez allí precisamente porque algunas cosas habían cambiado. O porque maldito fuera si tenía la menor idea al respecto. De pronto se estremeció en su interior y algo cruzó su mente como un fogonazo cálido; y supo, naturalmente, que estaba allí porque un día iba a enseñarle algo a aquella mujer. El pensamiento lo agitó tanto que afloró a su rostro, pues ella lo miró inquisitiva, sorprendida por el cambio que acababa de registrarse en su expresión. Coy casi tartamudeaba en su propio silencio. Iba a enseñarle algo que ella creía saber y no sabía; algo que ella no podría controlar tan fácilmente como los gestos, las palabras, las situaciones y, en apariencia, a él mismo. Pero había que esperar, antes de que llegara ese momento. Por eso estaba allí, y no tenía otra cosa que la espera. Por eso ambos sabían que esa vez ya no iba a marcharse. Por eso estaba atrapado, tragándose el trocito de queso hasta el alambre. Cling. Chas. Hombre, o ratón. Al menos, se consoló, no dolía. Tal vez al final, cuando sea mi vez, dolerá. Pero todavía no. Descruzó las piernas, volvió a cruzarlas y se recostó un poco más en el sofá, las manos caídas a los lados. Sentía el pulso latirle despacio y fuerte en las ingles. Supongo, se dijo, que la palabra exacta es miedo. Uno sabe que hay rocas delante, y eso es todo. Navega, mira el mar, siente la brisa en la cara y el salitre en los labios, pero no se deja engañar. Lo sabe. Tengo que decir algo, pensó. Cualquier cosa que nada tenga que ver con lo que siento. Algo que la haga ponerse al timón de nuevo, o más bien que me permita verla otra vez allí. A fin de cuentas es ella quien manda, y todavía estamos lejos de mi cuarto de guardia. Rompió la tarjeta en dos trozos, dejándolos sobre la mesa. No hubo comentarios al respecto. Asunto zanjado. – Sigo sin verlo claro -dijo Coy-. Si no hay tesoro, ¿en qué puede interesarle a Nino Palermo un barco hundido en 1767? – Los buscadores de naufragios no sólo andan detrás de tesoros -ahora Tánger se había acercado, sentándose en una silla frente a Coy, inclinado el cuerpo hacia adelante para acortar la distancia que la separaba de él-. Un barco hundido hace dos siglos y medio puede tener mucho interés si se conserva bien. El Estado paga por el rescate… Se hacen exposiciones itinerantes… No todo es el oro de los galeones. Hay cosas que valen casi tanto como eso. Fíjate, por ejemplo, en la colección de cerámica oriental que iba a bordo del “San Diego”… Su valor es incalculable -se detuvo y estuvo un poco en silencio, entreabiertos los labios, antes de proseguir-. Además, hay otra cosa. El desafío. ¿Entiendes?… Un barco hundido es un enigma que fascina a muchos. – Sí. Palermo habló de eso. La penumbra de allá abajo, dijo. Y todo lo demás. Tánger asentía muy seria y muy grave, como si conociera el sentido de esas palabras. Y sin embargo era Coy quien había estado en barcos hundidos, y en barcos a flote, y en barcos varados. No ella. – Por otra parte -advirtió Tánger- nadie sabe qué había a bordo del “Dei Gloria”. Coy dejó escapar un suspiro. – Quizás sí haya un tesoro, después de todo. Ella imitó el suspiro de Coy, aunque tal vez no tenía el mismo motivo. Enarcaba las cejas con aire misterioso, como quien muestra el envoltorio que esconde una sorpresa. – ¿Quién sabe? Estaba inclinada hacia adelante, cerca de él, y su gesto iluminaba el rostro moteado con el aire cómplice de un chico resuelto, confiriéndole un atractivo elemental, acusadamente físico, hecho de carne y de células vivas y jóvenes, y de tonos dorados y de colores suaves que exigían imperiosamente la proximidad y el tacto y el roce de la piel sobre la piel. Volvió a latir la sangre en las inglés de Coy, y esta vez no se trataba de miedo. De nuevo el fogonazo de luz. De nuevo aquella certeza. Así que se dejó ir con toda voluntad a la deriva, sin concesiones al pesar ni al remordimiento. En el mar todos los caminos son largos. Y a fin de cuentas -ésa era su ventaja- él no tenía tripulantes a quienes taponar con cera los oídos, ni nadie que lo amarrara al palo para resistir a las voces que cantaban en los arrecifes, ni dioses que pudieran incomodarlo más de la cuenta con sus odios o sus favores. Se hallaba, calculó en rápido balance, jodido, fascinado y solo. En esas condiciones, aquella mujer era un rumbo tan bueno como otro cualquiera. Se había ido apagando la tarde, y la luz amarilla que primero iluminó las nubes bajas y luego reptó sobre la estación de Atocha, cubriendo de sombras larguísimas y horizontales el intrincado reflejo en el laberinto de vías, llenaba ahora la habitación, el perfil de Tánger inclinado sobre la mesa, su silueta oscura junto a la de Coy sobre el papel de la carta náutica número 4631 del Instituto Hidrográfico de la Marina. – Ayer -recapitulaba él- situamos una latitud, que es de 37º 32’ norte… Eso nos permite trazar una línea aproximada, sabiendo que el “Dei Gloria” se encontraba, en el momento de hundirse, en algún lugar de esa línea imaginaria, entre Punta Calnegre y cabo Tiñoso, a una distancia de la costa que varía entre una y tres millas… Tal vez más. Eso puede darnos sondas de treinta a cien metros. – En realidad son menos -apuntó Tánger. Seguía muy atenta las explicaciones de Coy sobre la carta. Todo era ahora tan profesional como si se hallaran en el cuarto de derrota de un buque. Habían dibujado, con lápiz y paralelas, una línea horizontal que salía de la costa, milla y media por encima de Punta Calnegre, e iba hasta el cabo Tiñoso bajo el gran arco de arena formado por el golfo de Mazarrón. La profundidad, que era suave y tendida en el lado oeste, aumentaba a medida que la línea se acercaba hacia la costa rocosa situada más al este. – En cualquier caso -puntualizó Coy- si el barco se encuentra muy abajo, no podremos localizarlo con medios limitados como los nuestros. Y mucho menos bajar hasta lo que quede de él. – Ayer te dije que lo calculo a cincuenta metros como máximo… Frío y silencio, recordó Coy. Y aquella penumbra verdosa a la que se había referido Nino Palermo. Conservaba en la piel la sensación de su primer descenso profundo, veinte años atrás, el reflejo plateado de la superficie vista desde abajo, la esfera azulada y luego verde, la pérdida paulatina de colores, el manómetro en su muñeca, con la aguja indicando el aumento gradual de la presión dentro y fuera de sus pulmones, y el sonido de la propia respiración en el pecho y los tímpanos, aspirando y expeliendo aire por la reductora. Frío y silencio, naturalmente. Y también miedo. – Cincuenta metros ya es demasiado -dijo-. Hay que bucear con equipo del que no disponemos, o hacer inmersiones cortas con largas descompresiones: algo incómodo y peligroso. Digamos que la cota razonable de seguridad, en nuestro caso, es de cuarenta. Ni un metro más. Seguía inclinada sobre la carta, pensativa. La vio morderse la uña de un dedo pulgar. Sus ojos iban recorriendo las sondas marcadas a lo largo de la línea de lápiz trazada por Coy, que se prolongaba casi una veintena de millas. Algunos de los números que indicaban la profundidad iban acompañados de una inicial: “A”, “F”, “P”… Fondos de arena y de fango, con algo de piedra. Demasiada arena y demasiado fango, pensaba él. En dos siglos y medio, esos fondos podían cubrir muchas cosas. – Creo que será suficiente -dijo ella-. Bastará con cuarenta. Me gustaría saber de dónde saca semejante seguridad, pensó él. Lo único seguro en el mar -Coy decía a veces “la” mar, como muchos marinos al referirse a sus cualidades físicas, pero nunca se le había ocurrido atribuirle un carácter femenino- era que allí no había nada seguro. Si uno lograba hacer las cosas bien y estibar la carga del modo adecuado, ponía la amura correcta al mal tiempo, moderaba máquinas y no se atravesaba con olas rompientes y viento por encima de fuerza 9 en la escala de Beaufort, el viejo y malhumorado bastardo podía llegar a tolerar intrusos; pero no había desafío posible. A las malas, él vencía siempre. – No creo que esté mucho más abajo -apuntó Tánger. Parecía haberse olvidado por completo de “Zas” y de su casa puesta patas arriba, observó Coy con asombro. Miraba concentrada las escalas con grados, minutos y décimas de minuto que bordeaban las cartas, y él admiró una vez más aquella aparente voluntad. La oía pronunciar palabras precisas, sin alardes ni circunloquios superfluos. Que me vuelen los huevos si esto es normal, se dijo. Ninguna mujer, ningún hombre que yo conozca, pueden ser tan dueños de sí como ella aparenta. Está acosada, acaban de darle un aviso siniestro, y sigue tan campante, haciendo garabatos sobre una carta náutica. O es una esquizofrénica, o como se diga, o es una mujer singular. En cualquier caso, es obvio que sí puede. Que es capaz, después de todo lo que ha pasado, de estar ahí manejando lápiz y compás de puntas con la sangre fría del cirujano que maneja bisturís. Quizá, después de todo, la razón radique en que realmente es ella quien acosa. Igual Nino Palermo, y el enano melancólico, y el chófer bereber y la secretaria y yo mismo no somos sino comparsas, o víctimas. Igual. Procuró concentrarse en la carta. Establecida la latitud con el paralelo horizontal que señalaba ésta, quedaba ahora situar la longitud: el punto en que ese paralelo cortaba el meridiano correspondiente. La cuestión era averiguar cuál era el meridiano. Convencionalmente, del mismo modo que la línea del Ecuador constituía el paralelo cero para calcular la latitud hacia el norte o hacia el sur, el meridiano universalmente considerado como 0º era el de Greenwich. La longitud náutica se establecía también en grados, minutos y segundos o décimas de minuto, contando 180º hacia la izquierda de Greenwich para la longitud oeste y 180º hacia la derecha para la longitud este. El problema era que no siempre había sido Greenwich la referencia universal. – La longitud parece clara -respondió Tánger-: 4º 51’ este. – Yo no la veo tan clara. En 1767 los españoles no usaban Greenwich como primer meridiano… – Claro que no. Primero fue el de la isla de Hierro, pero luego cada país terminó usando el suyo. No se unificó en torno a Greenwich hasta 1884. Por eso la carta de Urrutia, impresa en 1751, trae cuatro escalas de longitud diferentes: París, Tenerife, Cádiz y Cartagena. – Vaya -Coy la miraba con respeto-. Sabes mucho de esto. Casi más que yo. – He procurado estudiarlo. Es mi trabajo. Si buscas bien, todo puede encontrarse en los libros. Coy dudó en silencio. Había leído toda su vida sobre el mar, y nunca había encontrado allí nada sobre el grito de angustia de una marsopa que salta en el agua con el flanco arrancado por la dentellada de una orca. Ni la noche más corta de su vida, con el alba iniciándose encadenada al crepúsculo en el horizonte rojizo de la rada de Oulu, a pocas millas del círculo polar ártico. Ni el canto de los kroomen, los estibadores negros, en el castillo de proa una noche de luna frente a Pointe-Noire, en Gabón, con las bodegas y la cubierta llenas de troncos apilados de okum\ y akajú. Ni el estrépito aterrador de un Cantábrico donde cielo y mar se confundían bajo una cortina de espuma gris, senos de 14 metros y viento de 80 nudos, con las olas deformando los contenedores trincados en cubierta como si fueran de papel antes de arrancarlos y llevárselos por la borda; la dotación de guardia sujeta en cualquier sitio del puente, aterrada, y el resto en los camarotes, rodando por el suelo contra los mamparos, vomitando como cerdos. Era como el jazz, a fin de cuentas: las improvisaciones de Duke Ellington, el saxo tenor de John Coltrane o la batería de Elvin Jones. Tampoco eso podía leerse en los libros. Tánger había desplegado una carta de punto menor, mucho más general que las otras, y señalaba imaginarias líneas verticales sobre ella. – París no puede ser -dijo-. Ese meridiano pasa por las Baleares, y en tal caso el barco se habría hundido a medio camino entre España e Italia… Tenerife tampoco, pues lo situaría en pleno Atlántico. Así, a primera vista, quedan Cádiz y Cartagena… – Cartagena no es -dijo Coy. Podía apreciarlo de un simple vistazo. De hundirse casi cinco grados al este de ese meridiano, el “Dei Gloria” lo habría hecho demasiado adentro, trescientas millas más allá, en fondos -se acercó un poco a la carta- de tres mil metros. – Luego sólo puede ser Cádiz -precisó ella-. Al pilotín lo encontraron al día siguiente, unas seis millas al sur de Cartagena. Calculando la longitud desde allí, todo coincide. La persecución. La distancia. Coy miró la carta, intentando establecer por estima la deriva del náufrago en su esquife. Calculó distancia, viento, corrientes, abatimiento, antes de hacer un gesto afirmativo. Seis millas era una distancia lógica. – En tal caso -concluyó- el viento habría rolado al noroeste. – Es posible. En su declaración, el pilotín dijo que el viento cambió de dirección al amanecer… ¿Eso es normal en la zona? – Sí. Los sudoestes, que allí llamamos lebeches, entran a menudo por la tarde y a veces se mantienen durante la noche, como fue, según tú, el caso durante la persecución del “Dei Gloria”. En invierno el viento suele rolar luego al noroeste para venir de tierra por la mañana… Un poniente o un mistral pudieron empujarlo hacia el sudeste. La observó de reojo. Volvía a morderse la uña del pulgar, los ojos clavados en la carta. Coy dejó caer rodando el lápiz sobre el papel. Sonreía. – Además -dijo- debemos descartar cuanto no encaje con tu hipótesis… ¿Verdad? – No se trata de mi hipótesis. Lo normal es que calculasen la longitud según el meridiano de Cádiz. Mira. Desplegó, con crujido de papel, una de las reproducciones de la carta de Urrutia que aquella mañana había traído consigo desde el Museo Naval. Luego, con sus dedos de uñas romas, fue señalando el trazado vertical de los distintos meridianos mientras explicaba a Coy que Cádiz, primero en el observatorio de la ciudad y luego en el de San Fernando, había sido el meridiano principal que los marinos españoles usaron en la segunda mitad del siglo XVIII y en buena parte del XIX. Pero el meridiano de San Fernando no empezó a utilizarse hasta 1801; de modo que la referencia en 1767 era todavía la línea de polo a polo que pasaba por el observatorio situado en el castillo de Guardiamarinas de Cádiz. – Así que resulta natural que el capitán del “Dei Gloria” utilizara Cádiz como meridiano para medir la longitud. Mira. De ese modo todas las cifras encajan, y en especial esos 4º 51’ que el pilotín dio como última posición conocida del “Dei Gloria”. Si contamos desde el meridiano de Cádiz hacia el este, el punto del naufragio queda situado aquí, ¿ves?… En este lugar, al este de Punta Calnegre y al sur de Mazarrón. Coy se fijó en la carta. No era la peor zona: relativamente abrigada y cerca de la costa. – Eso es en el Urrutia -dijo-. ¿Y en las cartas modernas? – Ahí se nos complican las cosas, porque en la época en que Urrutia levantó su “Atlas Marítimo”, la longitud se establecía con menos precisión que la latitud. Aún no se había perfeccionado el cronómetro marino que permitió calcularla de modo exacto. Por eso los errores de longitud son más apreciables… El cabo de Palos, donde tú advertiste en seguida un error de un par de minutos en latitud, está en lo que se refiere a longitud 0º 41,3’ al oeste del meridiano de Greenwich. Para situarlo respecto al meridiano de Cádiz en las cartas modernas hay que restar esa cifra de la diferencia de longitud que existe entre Cádiz y Greenwich… ¿No es cierto? Coy asintió, divertido y expectante. Tánger no sólo tenía bien aprendida la lección, sino que podía calcular grados y minutos con la soltura de un marino. Él mismo habría sido incapaz de retener aquellos datos de memoria. Comprendió que ella lo necesitaba más para los aspectos prácticos y para confirmar sus propios cálculos que para otra cosa. No era lo mismo navegar sobre el papel en un quinto piso frente a la estación de Atocha que estar en el mar, en la cubierta oscilante de un barco. Prestó atención a las anotaciones a lápiz que ella hacía en un bloc. – Eso nos da -explicó Tánger 5º 50’ de situación de Palos respecto al meridiano de Cádiz, en las cartas modernas. Pero en la carta de Urrutia, la situación es de 5º 34’, ¿ves?… Tenemos, entonces, un margen de error de dos minutos de latitud y dieciséis de longitud. Mira. He usado las tablas correctoras que figuran en las “Aplicaciones de Cartografía Histórica” de Néstor Perona… Utilizándolas a lo largo de la costa, de Cádiz al cabo de Palos, permiten situar cada posición del Urrutia respecto a Cádiz en posiciones actuales respecto a Greenwich. La luz del crepúsculo se había retirado ya a las paredes y el techo de la habitación, llenando la mesa de ángulos de sombras, y ella se interrumpió para encender una lámpara que reflejó su luz en el blanco de la carta. Después cruzó los brazos y se quedó mirando el trazado. – Aplicando las correcciones, la posición al este del meridiano de Cádiz que el pilotín atribuyó al “Dei Gloria” estaría en las cartas modernas en 1º 21’ al oeste de Greenwich. Por supuesto no es del todo exacta, y tendríamos en ese lugar unos márgenes de error razonables: un rectángulo de una milla de alto por dos de ancho. Es nuestra área de búsqueda. – ¿No es demasiado pequeña? – Tú lo dijiste el otro día: sin duda se situaron por demoras a tierra. Con su misma carta y una brújula, eso nos permite afinar. – No es tan fácil. Su aguja magistral podía tener errores, ignoramos si en esa época era mucha la declinación magnética, pudo haber una lectura precipitada… Muchas cosas pueden estropear tus cálculos. Nada garantiza que vayan a coincidir con los suyos. – Habrá que intentarlo, ¿no?… De eso se trata. Coy estudió el lugar de la carta, procurando traducir aquello en agua de mar. Suponía una zona de búsqueda de seis a diez kilómetros cuadrados; una tarea difícil, en caso de que las aguas estuviesen turbias o el tiempo hubiera depositado demasiado fango y arena sobre los restos del “Dei Gloria”. Rastrear la zona podía llevarles un mes como mínimo. Usó el compás de puntas para calcular la longitud este respecto a Cádiz sobre el Urrutia, la pasó luego a la carta moderna 4631 para transformarla en longitud oeste de Greenwich, y luego volvió a llevar la estimación sobre el Urrutia. Consultó las tablas de corrección hechas por Tánger. Todo seguía dentro de márgenes aceptables. – Tal vez pueda hacerse -dijo. Tánger no había perdido detalle de sus movimientos. Cogió un lápiz para trazar un rectángulo sobre la 4631. – La idea es que el “Dei Gloria” está en algún lugar de esta franja. En una profundidad que va de los veinte a los cincuenta metros. – ¿Qué fondo hay?… Supongo que habrás mirado eso. Ella sonrió antes de desplegar una carta de punto mayor, la 4631, correspondiente al golfo de Mazarrón desde Punta Calnegre a Punta Negra. Coy observó que se trataba de una edición reciente, con correcciones por avisos a los navegantes de aquel mismo año. La escala era muy grande y detallada, y cada sonda venía acompañada de su correspondiente naturaleza del fondo. Era lo más preciso que podía encontrarse de la zona. – Fango arenoso y algo de piedra. Según las referencias, bastante limpio. Coy llevó el compás de puntas a la escala lateral, calculando de nuevo el área. Una milla por dos, frente a Punta Negra y la Cueva de los Lobos. El sector quedaba definido entre 1º 19,5’ oeste y 1º 21,5’ oeste, y entre 37º 31,5’ norte y 37º 32,5’ norte. Observaba con placer la familiar costa color ocre, las franjas azules aclarándose en los veriles a medida que se escalonaban alejándose de la costa. Comparó aquellos dibujos con sus propios recuerdos, situando mentalmente referencias de montañas tierra adentro, en las curvas de nivel topográfico que se espesaban en el cabezo de las Víboras, en el cabezo de los Pájaros y en Morro Blanco. – Todo esto es muy relativo -dijo al cabo de un momento-. No estaremos seguros de nada hasta vernos en el mar, situándonos con las cartas y las demoras que tomemos a tierra… Es inútil definir desde aquí el área de búsqueda. Hasta ahora no tenemos más que un rectángulo imaginario dibujado sobre un papel. – ¿Cuánto tardaríamos en rastrear eso? – ¿Nosotros? – Claro -ella hizo la pausa justa-. Tú y yo. Otra vez aquel tú y yo. Coy sonrió apenas. Movía la cabeza. – Necesitaremos a alguien más -dijo-. Necesitamos al Piloto. – ¿Tu amigo? – Ése. Y ha escurrido más agua de sus camisetas que la que yo navegué en toda mi vida. Pidió que le hablara de él, y Coy lo hizo muy por encima, aún con aquel apunte de sonrisa al recordar. Habló brevemente de su juventud, del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, del primer cigarrillo y del marino tostado y flaco de pelo prematuramente gris, las inmersiones en busca de ánforas, las salidas de pesca entre dos luces, o el acecho al atardecer de los calamares que iban a dormir a tierra en la Punta de la Podadera. Y el Piloto, su bota de vino, su tabaco negro y su barco balanceándose en la marejada. O quizá no habló tanto como creyó hacerlo, y se limitó a referir, breve, algunos episodios inconexos, y fueron sus recuerdos los que hicieron el resto, agolpándosele en el esbozo de sonrisa. Y Tánger, que lo miraba atenta sin perder gesto ni palabra, comprendió lo que aquel nombre significaba para Coy. – Dijiste que tiene un barco. – El “Carpanta”: un velero de catorce metros, con bañera central, cubierta a popa, motor de sesenta caballos y compresor para botellas de aire. – ¿Lo alquilaría? – Lo hace de vez en cuando. Tiene que vivir. – Me refiero a nosotros. A ti y a mí. – Claro. Hasta hundiría el barco si yo se lo pidiera -lo pensó un poco-. Bueno, hundirlo tal vez no. Pero sí cualquier otra cosa. – Ojalá no pida mucho -parecía inquieta-. En esta primera fase, los recursos son escasos. Se trata de mis ahorros. – Lo arreglaremos -la tranquilizó Coy-. De cualquier modo, si el barco se encuentra en la profundidad que tú dices, el equipo de búsqueda será mínimo… Puede bastar con una buena sonda de pesca y un acuaplano remolcado: se hace con una tabla de madera y cincuenta metros de cabo. – Perfecto. No preguntó si su amigo era de fiar. Se limitaba a mirarlo como si su palabra fuese una garantía. – Además -dijo Coy- el Piloto fue buzo profesional. Si le garantizas un sueldo adecuado para cubrir los gastos, y una parte razonable si hay beneficios, podemos contar con él. – Por supuesto que lo garantizo. En cuanto a ti… La miró a los ojos, esperando que prosiguiera, pero ella enmudeció sosteniendo su mirada. También hay una chispa de sonrisa allá adentro, se dijo él. También ella sonríe, quizás porque ahora tiene dos marineros y un barco y un rectángulo de una milla por dos trazado a lápiz en una carta náutica. O quizás… – De lo mío ya hablaremos -dijo Coy-. De momento corres con mis gastos, ¿no es cierto? Seguía inmóvil, mirándolo con la misma expresión y aquella lucecita que parecía bailar al fondo de sus iris azul marino. Sólo es un efecto de luz, pensó él. Tal vez el atardecer, o el reflejo de la lámpara encendida. – Claro -dijo ella. Decidió quedarse a dormir, y lo hizo sin que ninguno de los dos pronunciara demasiadas palabras al respecto. Trabajaron hasta muy tarde, y al fin ella estiró los codos hacia atrás e hizo girar el cuello como si le dolieran las cervicales y le sonrió un poco a Coy, fatigada y distante, cual si todo cuanto tenían bajo el cono de luz de la lámpara sobre la mesa, las cartas de navegación, las notas, los cálculos, dejara de interesarle. Entonces dijo estoy cansada y no puedo más, y se levantó mirando alrededor con extrañeza, como si hubiera olvidado dónde se hallaba; y sus ojos quedaron inmóviles y se oscurecieron de pronto al detenerse en el lugar donde había estado el cadáver de “Zas”. Pareció recordar entonces; y de improviso, del mismo modo que quien entreabre una puerta por descuido, Coy la vio tambalearse apenas unos milímetros, y pudo captar el estremecimiento que recorrió su piel como si una corriente fría acabara de entrar por la ventana: la mano apoyada en un ángulo de la mesa, la mirada desvalida que vagó por la habitación, buscando en qué cobijarse hasta que se recompuso justo antes de llegar a Coy. Para entonces parecía de nuevo dueña de sí; pero él ya había abierto la boca para sugerir puedo quedarme si quieres, o tal vez sea mejor no dejarte sola esta noche, o algo parecido. Se quedó así, con la boca abierta, porque en ese momento ella encogió los hombros casi interrogante, mirándolo. Entonces estuvo callado un poco más, y ella repitió el gesto, deliberada forma de encoger los hombros que parecía reservar para las preguntas cuya respuesta le era indiferente. Luego él dijo tal vez deba quedarme, y ella respondió sí, claro, en voz baja y con la frialdad de siempre, y movió afirmativamente la cabeza como si considerase adecuada la sugerencia, antes de irse por la puerta del dormitorio para traer un saco militar: un auténtico saco de dormir del ejército, de color verde, que extendió en el sofá, colocando debajo un cojín a modo de almohada. Después, en pocas palabras, explicó dónde estaba la puerta del cuarto de baño y dónde una toalla limpia antes de retirarse y cerrar la puerta. Abajo, lejos, entre la oscuridad que se extendía al otro lado de la estación, las luces prolongadas de los trenes se movían engañosamente despacio. Coy fue hasta la ventana y estuvo allí quieto, mirando el resplandor amortiguado de los barrios más alejados, las luces de la calle a sus pies, los faros de los escasos coches que transitaban por la avenida desierta. El cartel de la gasolinera estaba encendido; pero no vio a nadie, aparte del empleado que salía de su garita para atender a un automovilista. Ni el enano melancólico ni el cazador de naufragios estaban a la vista. Ella había dejado música en la minicadena. Era una melodía lentísima y triste que Coy no había oído nunca. Fue hasta allí y miró el estuche del disco: “Aprés la pluie”. No conocía de nada a aquel E. Satie -quizás era amigo de Justine-, pero el título le pareció apropiado. La música hacía pensar en la cubierta húmeda de un barco inmóvil en un mar gris y en calma, todavía visibles en el agua los círculos concéntricos de las últimas gotas de lluvia, pequeñas ondulaciones parecidas a roce de medusas a flor de superficie o diminutas ondas de un radar, y en alguien que miraba todo eso con las manos apoyadas en una regala mojada, mientras nubes sombrías se alejaban, negras y bajas, en la línea del horizonte. Sentía nostalgia cuando alzó la vista buscando inútilmente una estrella. El resplandor de la ciudad velaba el cielo. Hizo visera hacia abajo, con una mano, y cuando sus ojos se acostumbraron pudo ver un par de ellas, débiles puntitos luminosos en la distancia. Sobre las ciudades, cuando era posible distinguir alguna, las estrellas parecían siempre amortiguadas, distintas, desprovistas de brillo y de significado. Sobre el mar, sin embargo, eran referencias útiles, caminos y compañía. Coy había pasado largas horas de guardia en alta mar acodado en un alerón, viendo desaparecer en primavera Sirio y las siete Pléyades por el cielo vespertino occidental y luego asomar en verano al otro lado de la noche, en el cielo matutino de levante. Incluso les debía la vida a las estrellas; y durante una breve e intensa etapa de su juventud, hasta le ayudaron a eludir la cárcel de Haifa. Porque cierta lúgubre madrugada de agosto, hallándose a punto de entrar en aguas libanesas a bordo del “Otago”, un pequeño carguero que navegaba sin luces de Lárnaca a Sidón para burlar el bloqueo israelí, y antes de que despuntara la farola de Ziri -un destello cada tres segundos, visible a seis millas- Coy había avistado, mientras aguardaba la aparición de Cástor y Póllux en el horizonte oriental, la silueta negra de una patrullera acechando al amparo de la línea oscura, ante la costa hacia la que se dirigían. El barco, 3.000 toneladas matriculadas en Monrovia con armador español, capitán noruego y tripulación griega y española, que oficialmente hacía de salinero entre Torrevieja, Trieste y El Pireo, había estado un rato inmóvil hasta que el capitán Raufoss, con los prismáticos nocturnos en la cara y blasfemando en vikingo entre dientes, confirmó lo de la patrullera. Después viró despacio, todo a estribor y avante poca y ni un cigarrillo encendido a bordo, para alejarse discretamente en la oscuridad, eco anónimo en el radar israelí con rumbo de vuelta al cabo Greco. Y la agudeza visual de Coy, entonces joven segundo piloto con la tinta del título fresca, se había visto recompensada por Raufoss con una botella de malta Balvenie y una palmada en la espalda de la que se estuvo resintiendo una semana. Sigur Raufoss había sido su primer capitán como oficial: ancho, sanguíneo, pelirrojo, excelente marino. Como la mayor parte de los de su nacionalidad, carecía de la arrogancia de los capitanes ingleses y los superaba en competencia profesional. No se fiaba de los prácticos sin canas en el pelo, era capaz de meter su barco por el ojo de una aguja, y nunca estaba sobrio amarrado ni ebrio navegando. Coy hizo con él trescientos siete días de mar en el Mediterráneo, y después cambió de barco justo a tiempo, dos viajes antes de que al capitán Raufoss se le acabara la suerte. Llevando chatarra suelta de Valencia a Marsella, al “Otago” se le había corrido la carga en medio de un mistral de invierno, fuerza 10 en el golfo de León. Dio la vuelta yéndose al fondo con quince hombres dentro, sin dejar otro rastro que un mensaje de emergencia captado por la radio costera de Mont Saint-Loup a través del canal 16 Vhf: “Otago” en 42º 25’ N y 3º 53,5’ E. Atravesados a la mar con fuerte escora. Mayday, mayday. Después, ni un resto flotante, ni un salvavidas, ni una baliza. Nada. Sólo el silencio, y el mar impasible que esconde sus secretos desde hace siglos. Miró el reloj: todavía no era medianoche. La puerta de la habitación de Tánger estaba cerrada, y la música había terminado. Coy sintió el silencio que venía después de la lluvia. Dio unos pasos sin rumbo definido por la habitación, observando los tintines en su estantería, los libros alineados, la postal de Amberes, la copa de plata, la fotografía enmarcada. Ya dijimos en otro lugar que no era un tipo brillante, y que lo sabía; con la conciencia añadida de su estado de ánimo respecto a Tánger Soto. Sin embargo, conservaba un singular sentido del humor; aquella facilidad natural para burlarse de sí mismo, o de sus torpezas: un fatalismo mediterráneo que le permitía sacar astillas para calentarse de cualquier madero. Esa conciencia, o certeza, puede que lo hiciera menos circunstancialmente estúpido de lo que cualquier otro hombre habría sido en idéntica situación. Y además, la costumbre de observar el cielo, y el mar, y la pantalla de radar en busca de señales que interpretar, había acentuado en él cierto tipo de instintos, o intuiciones tácticas. En ese contexto, los indicios a la vista en aquella casa le parecían llenos de significados. Eran, decidió, hitos reveladores de una biografía en apariencia rectilínea, sólida, desprovista de grietas. Y sin embargo, algunos de aquellos objetos, o el ángulo frágil de su propietaria que mostraban como la parte visible de un iceberg, también podían inspirar ternura. Pero a diferencia de las actitudes, y las palabras, y las maniobras que ella esgrimiese para el logro de sus fines, en las pequeñas pistas diseminadas por la casa, en su equívoca irrelevancia, en todas las circunstancias que implicaban a Coy como testigo, actor y víctima, era evidente la ausencia de cálculo. Aquellos indicios no estaban puestos a la vista de modo deliberado. Eran parte de una existencia real, y tenían mucho que ver con un pasado, unos recuerdos no explícitos pero que sin duda sostenían el resto, el tinglado y la apariencia: la niña, el soldado, los sueños y la memoria. En el marco, la muchacha rubia sonreía bajo el brazo protector del hombre bronceado de la camisa blanca; y la sonrisa tenía un parentesco obvio con otras que Coy conocía en ella, incluso las peligrosas; pero también registraba una marcada frescura que la hacía distinta. Algo luminoso, radiante, de vida llena de posibilidades no desveladas, de caminos por recorrer, de felicidad posible y tal vez probable. Era como si en aquella foto ella sonriese por primera vez, del mismo modo que el primer hombre despertó el primer día y vio a su alrededor el mundo recién creado, cuando todo estaba por vivir partiendo de un único meridiano cero, y no existían los teléfonos móviles, ni las mareas negras, ni el virus del sida, ni los turistas japoneses, ni los policías. En el fondo ésa era la cuestión. Yo también sonreí así alguna vez, pensó. Y aquellos modestos objetos diseminados por la casa, la copa abollada, la fotografía de la muchacha cubierta de pecas, eran los restos del naufragio de esa sonrisa. Adivinarlo hizo que algo le goteara adentro, como si la música que ya no sonaba se deslizase despacio por sus entrañas para mojarle el corazón. Entonces se vio desamparado, cual si fuera él y no Tánger quien sonreía en la foto con el hombre de la camisa blanca. Nadie puede proteger siempre a nadie. Se reconocía en aquella imagen, y eso lo hizo sentirse huérfano, solidario, melancólico y furioso. Primero fue un sentimiento de desolación personal, de extrema soledad que le ascendió por el pecho hasta la garganta y los ojos; y luego una cólera neta, intensa. Miró el lugar donde había estado “Zas” y después sus ojos encontraron la tarjeta de Nino Palermo rota en dos pedazos sobre la mesa. Estuvo así un tiempo, inmóvil. Luego consultó de nuevo el reloj, juntó los pedazos y cogió el teléfono. Marcó el número sin apresurarse, y al poco rato pudo oír la voz del buscador de naufragios. Estaba en el bar de su hotel, y por supuesto que tendría mucho gusto en encontrarse con Coy quince minutos más tarde. El portero uniformado estudió con suspicacia sus zapatillas blancas y los tejanos raídos bajo la chaqueta de marino cuando lo vio franquear la doble puerta acristalada, internándose en el vestíbulo del Palace. Nunca había estado allí, así que subió los peldaños, cruzó sobre las alfombras y el piso de mármol blanco y se detuvo un instante, indeciso. A la derecha había un gran tapiz antiguo, y a la izquierda la puerta del bar. Siguió de frente hasta la rotonda central y se detuvo otra vez bajo las columnas que circundaban el recinto. Al fondo, un pianista invisible tocaba “Cambalache”, y la música quedaba amortiguada por el discreto rumor de conversaciones. Era tarde pero había gente en casi todas las mesas y sofás: gente bien vestida, chaquetas, corbatas, señoras con joyas, mujeres atractivas, camareros impecables que se movían silenciosos. Un carrito mostraba varias botellas de champaña enfriándose en hielo. Todo muy elegante y correcto, apreció. Como en las películas. Dio unos pasos por la rotonda, hizo caso omiso al camarero que le preguntó si deseaba una mesa, y se dirigió timón a la vía hacia Nino Palermo, cuyo perfil acababa de avistar en un sofá bajo la gran araña central que colgaba de la cúpula acristalada. Estaba acompañado por la misma secretaria de la subasta de Barcelona, ahora vestida de oscuro, falda corta, piernas visibles hasta medio muslo y modosamente juntas en las rodillas, inclinadas en línea oblicua hacia un lado, con zapatos de tacón alto. Manual de la perfecta secretaria en velada con el jefe, sección indumentaria, página cinco. Estaba sentada entre Palermo y dos individuos de aspecto nórdico. El buscador de naufragios no vio a Coy hasta que estuvo muy cerca. Entonces se puso en pie, abotonándose la chaqueta cruzada. Su coleta estaba recogida con una cinta negra. Vestía un traje gris marengo, corbata de seda sobre camisa azul pálido, y los zapatos negros, las cadenas de oro y el reloj relucían mucho más que su sonrisa. También relució el anillo con la moneda antigua cuando alargó su mano para estrechar la de Coy. Éste ignoró aquella mano. – Celebro que se haya vuelto razonable -dijo Palermo. El tono amistoso se le enfrió en la boca a media frase, con la mano inútilmente extendida. Se la miró un momento, sorprendido de verla allí vacía, y luego la retiró despacio, desconcertado, estudiando inquisitivo al recién llegado con sus ojos bicolores. – Ha ido demasiado lejos -dijo Coy. La mueca confusa del otro se intensificó de pronto, arrogante. – ¿Sigue con ella? -preguntó con frialdad. – Eso no le importa. Palermo parecía reflexionar. Hizo amago de mirar de soslayo a los dos hombres que aguardaban en el sofá. – Usted dijo ayer que estaba… ¿No? Fuera de esto. Y cuando telefoneó hace un rato… Por Dios. Creí que aceptaba trabajar para mí. Coy retuvo aire en los pulmones. El otro le llevaba más de una cabeza, y él lo observaba desde abajo, con las anchas manos colgándole amenazadoras a ambos lados. Se balanceó un poco sobre la punta de los pies. – Ha ido demasiado lejos -repitió. La pupila verdosa estaba más dilatada que la parda, pero las dos parecían de hielo espeso. Palermo volvió a observar de reojo a sus acompañantes. Ahora torcía la boca, despectivo. – No imaginé que viniera a molestarme -dijo-. Usted… Un payaso, eso es. Se porta como un payaso. Coy asintió muy lentamente dos veces. Las manos se le habían separado un poco más del cuerpo, y sentía los músculos de hombros, brazos y estómago tensos igual que nudos de pescador bien azocados. Palermo se había vuelto a medias, como para terminar la conversación. – Veo -dijo- que esa zorra lo ha engatusado bien. Con la última palabra hizo ademán de volver al sofá; pero sólo fue eso, un ademán, porque Coy ya había hecho sus cálculos con rapidez y sabía que el otro era más alto, y no era débil ni estaba solo, y que a un hombre es mejor pegarle cuando todavía está hablando porque sus reflejos son menores. Así que se balanceó de nuevo sobre la punta de los pies, se zampó mentalmente un bote de espinacas, compuso una sonrisa rápida para confiar a Palermo, y en el mismo impulso le asestó un rápido rodillazo en los testículos, tan brutal que un segundo después, cuando el otro se inclinaba sobre el estómago con el rostro congestionado y sin aliento, pudo alcanzarlo sin demasiado esfuerzo con el segundo golpe, un cabezazo en la nariz que crujió bajo su frente como si alguien hubiera roto un mueble. Había aprendido aquello con precisión coreográfica durante una refriega en el barrio marino de Hamburgo: el tercer movimiento, en el improbable caso de que el adversario coleara, consistía en darle otro rodillazo en la cara; y de postre, las suyas y las del maquinista. Pero comprobó que no era necesario: Palermo había caído de rodillas, blanco y desmadejado como un saco de patatas, la cara apoyada en un muslo de Coy, manchándole los tejanos con la sangre escandalosamente roja que chorreaba de su nariz. Después todo se enredó de manera endiablada en cinco segundos. La secretaria se puso a gritar echándose hacia atrás en el sofá, y perdió la compostura pataleando hasta enseñar las bragas, que eran negras. Los dos extranjeros, estupefactos al principio, se levantaron a socorrer al caído. Por su parte, Coy vio por el rabillo del ojo cómo todos los camareros de la sala y algunos clientes se le echaban encima, antes de hallarse zarandeado, sujeto por varias manos vigorosas que lo levantaban en vilo, arrastrándolo hacia la puerta como si lo fueran a linchar ante la mirada indignada o atónita de empleados y clientes. Las puertas de cristal se abrieron, alguien gritó algo sobre llamar a la policía, y en ese momento Coy vio sucesivamente la fachada iluminada del edificio de las Cortes, las luces verdes de los taxis estacionados en la puerta, y también al enano melancólico que lo observaba con cara de sorpresa desde el semáforo más cercano. No pudo ver más porque le tenían sujeta la cabeza, pero aún vislumbró la cara endurecida del chófer bereber -todo el mundo parecía estar en el Palace aquella noche-, antes de sentir un furioso tirón en el pelo que le echó la cabeza atrás, y luego uno, dos, tres, cuatro profesionales puñetazos en el plexo solar que le cortaron la respiración en seco. Entonces cayó al suelo, con los pulmones vacíos y boqueando como un pez fuera del agua. Laa: Ley del Aire Ausente, o nunca estás cuando te necesito. Desde allí oyó una sirena de policía y se dijo: la has hecho buena, marinero. De ésta te caen seis años y un día, y la niña tendrá que bucear sola. Después, tras varios intentos infructuosos, pudo respirar un poco mejor, aunque el aire, que por fin hizo acto de presencia, le dolía al entrar y al salir de los pulmones. Las costillas bajas parecían moverse por cuenta propia, y pensó que tendría alguna rota. Perra vida. Seguía en el suelo, boca abajo, y alguien le puso unas esposas que hicieron clic-clic en sus muñecas, a la espalda. Lo consolaba el pensamiento de que Nino Palermo iba a acordarse de Tánger Soto, de él y del pobre “Zas” cada vez que se mirara al espejo durante los próximos días. Luego lo levantaron de pronto, y una luz azul centelleante le dio en la cara. Echaba en falta al Gallego Neira, al Torpedero Tucumán y al resto de la Tripulación Sanders. Pero eran otros tiempos, y otros puertos. |
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