"La Carta Esférica" - читать интересную книгу автора (Pérez-Reverte Arturo)VI. SOBRE CABALLEROS Y ESCUDEROSLa gitana se alejó después de insistir todavía un poco más, y Coy pensó viéndola irse que tal vez debería haber dejado que le leyera la mano, y el futuro. Era una mujer de mediana edad, con la cara morena surcada por infinidad de arrugas, y se recogía el pelo con una peineta de plata. Grande, fondona, agitaba el ruedo de la falda al contonearse con gracia, deteniéndose a ofrecer ramitos de romero a los viandantes, camino de la avenida cubierta de palmeras que discurría a la espalda del castillo de Santa Catalina, en Cádiz. Antes de irse, despechada por la negativa de Coy a aceptar un poco de romero a cambio de unas monedas o permitir que le dijera la buenaventura, la gitana había murmurado una maldición, medio festiva medio en serio, que ahora tenía a éste cavilando: “sólo hay un viaje que harás gratis”. No era un marino supersticioso -en el tiempo del Meteosat y el Gps, pocos de su oficio lo eran ya-, pero conservaba ciertas aprensiones propias de la vida en el mar. Quizá por eso, cuando la gitana desapareció bajo las palmeras de la avenida Duque de Nájera, Coy se contempló la palma izquierda con inquietud antes de observar a hurtadillas a Tánger, que sentada a la misma mesa de la terraza conversaba con Lucio Gamboa, director del observatorio de San Fernando, donde los tres habían pasado parte del día. Gamboa era capitán de navío de la Armada, pero vestía de paisano con camisa a cuadros, pantalón caqui y unas alpargatas de lona muy viejas y descoloridas. Nada en él delataba su filiación castrense: rechoncho, calvo, locuaz, con una descuidada barba entrecana y unos ojos claros de normando, el suyo era un aspecto desaliñado y cordial. Hablaba sin mostrar signos de fatiga desde hacía horas, mientras Tánger planteaba preguntas, asentía o tomaba notas. Sólo hay un viaje que harás gratis. Coy volvió a mirarse las rayas de la mano, diciéndose una vez más que quizás debería haber dejado que la gitana se la leyera. En caso de no gustarle el pronóstico, pensó, siempre podía uno rectificar a su gusto las rayas con una hoja de afeitar, como aquel otro marino de papel y tinta, Corto Maltés, alto, guapo y con su arete de oro en la oreja, al que no le hubiera importado nada parecerse cada vez que notaba fijos en él los ojos de Tánger. Ojos que a veces dejaban de atender a las explicaciones de Gamboa para posarse en Coy un momento, inexpresivos, serenos; constatando que seguía allí y que nada estaba fuera de control. Sintió una punzada en las costillas bajas del lado izquierdo, aún doloridas por los puños del chófer bereber. El incidente se había zanjado con treinta y dos horas en un calabozo de la comisaría de Retiro y una denuncia de la gerencia por escándalo y agresión, que se resolvería judicialmente en los próximos meses. Nada le impedía, por tanto, viajar hasta Cádiz con Tánger. En cuanto a Nino Palermo, tras abandonar la clínica donde le fue practicada una cura de urgencia en la nariz, que el parte facultativo definió como lesionada pero sin fractura, había tenido el detalle de no recurrir a sus abogados para plantear procedimiento legal alguno. Eso distaba de ser tranquilizador; pues, como dijo Tánger cuando Coy salió de la comisaría y se la encontró en la puerta esperándolo, Palermo era del tipo de gente que no necesita policías ni tribunales para arreglar sus asuntos. Volvió a estudiarse la mano. A diferencia de Tánger, con aquella línea larga y precisa que le cruzaba la palma, sus líneas de la vida y de la muerte, del amor y de lo que maldito fuera todo lo demás, se entrecruzaban desordenadamente, al modo de las drizas de un velero tras una maniobra difícil con viento fuerte y marejada; como si alguien las hubiera agitado en un cubilete, echándolas después allí de cualquier manera. Así que apuntó una sonrisa hacia sus adentros: ni la gitana más perspicaz del mundo habría sacado nada en limpio de aquello. Las claves del viaje, fuese gratis o con puntual pago de su importe, no se ocultaban en esas líneas, sino en la mirada que sentía posarse en él de vez en cuando. Ése, concluyó resignado, era el verdadero periplo que le había dispuesto Atenea. Miró bajo la mesa. Tánger tenía las piernas cruzadas entre la falda amplia y azul, y balanceaba lentamente uno de los pies calzados con sandalias de cuero. Observó los tobillos moteados y luego el perfil de la mujer, que en ese momento se inclinaba sobre el cuadernito donde tomaba notas con su lápiz de plata. Detrás de ella, dorándole casi hasta el blanco las puntas recortadas del cabello, el sol se hallaba en declive a una hora y media del horizonte sobre el Atlántico, frente a la playa de La Caleta, exactamente entre los castillos que la cerraban a uno y otro lado. Contempló los viejos muros con troneras vacías, las garitas de cúpula esférica emplazadas en los ángulos, la huella negra del agua, que la pleamar lamía en las piedras desgastadas por el oleaje. Dando prudente resguardo a la restinga de San Sebastián, una vela se movía despacio a lo lejos, en dirección norte, empujada por el sudoeste fresquito. Fuerza 5 en la escala de Beaufort, calculó al divisar los borreguillos que rizaban un poco el mar y levantaban pequeños rociones de espuma sobre el istmo que unía la tierra firme con el castillo, enhiesto el enorme faro tras los muros almenados de las antiguas baterías. Cielo y agua eran impecablemente azules, de una luminosidad que hería la vista, y pronto empezarían a teñirse con los tonos rojizos que preludiaban el ocaso. – Hay un par de cosas -dijo Gamboa- muy poco usuales en vuestra historia. Coy dejó de contemplar el mar y prestó atención. Tánger y el director del observatorio se conocían telefónicamente por motivos profesionales. Habían ido a verlo a San Fernando apenas llegados de Madrid, tren a Sevilla y coche alquilado hasta Cádiz, para que les proporcionase documentación sobre el “Dei Gloria” y el corsario “Chergui” y aclarase ciertos puntos oscuros. Después, Gamboa los acompañó a la ciudad vieja para invitarlos a unas tortillas de camarones en Ca Felipe, en la calle de La Palma, donde los pescados frescos se exponían a los clientes bajo el cartel: “Casi todos estos pescados actuaron de extras en las películas del comandante Cousteau”. Habían terminado frente al mar, en aquella terraza de La Caleta. – Ojalá fueran sólo un par de cosas -suspiró Tánger. Gamboa, que fumaba un cigarrillo, rió, y los ojos nórdicos le aniñaron el rostro barbudo. Tenía los dientes desparejos, amarillentos de nicotina, con los incisivos muy separados uno de otro. La suya era una risa fácil; reía por cualquier cosa y movía de arriba abajo la cabeza al hacerlo, como si todo pretexto fuese bueno. Pese a sus prejuicios de marino mercante respecto a la Armada, a Coy le gustaba Gamboa. Incluso su modo amable, desenfadado, de coquetear con Tánger -un gesto, una mirada, el modo de ofrecer cigarrillos que ella rechazaba-, resultaba inofensivo, simpático. Cuando lo visitaron a última hora de la mañana en su despacho del observatorio, Gamboa también rió complacido al descubrir, dijo sin rodeos, lo guapa que era la colega de Madrid con la que hasta entonces sólo había mantenido, para su desdicha, contacto telefónico y epistolar. Después observó con mucho detalle a Coy antes de estrechar largamente su mano, como si el contacto le permitiera calcular el género de relación que podía existir entre su colega del Museo Naval y aquel inesperado individuo silencioso, bajo y ancho de espaldas, de manos grandes y torpe andar, que la escoltaba. Ella se había limitado a presentarlo como un amigo que la ayudaba en la parte técnica del problema. Un marino con mucho tiempo libre. – Ese bergantín -prosiguió Gamboa- venía de América sin escolta… Y es extraño, porque a causa de los ingleses, los corsarios y los piratas, las ordenanzas mandaban que todo buque mercante cruzase el Atlántico en convoy. Hablaba casi siempre dirigiéndose a la mujer, aunque en ocasiones se volvía a Coy para evitar, quizás, que se sintiera desplazado. Supongo que no te importa, decía el gesto. No sé lo que pintas en esta historia, camarada, pero supongo que no te molesta que le hable a ella y le sonría. Hazte cargo: estáis de visita sólo un rato y ella es atractiva. Marino con tiempo libre o a dedicación completa o lo que seas, ignoro qué hay entre vosotros, pero sólo quiero disfrutarla un poco. Un par de cervezas y un par de risas, ya sabes, para cargar las baterías. Ja, ja. Es lo que pienso cobraros por mis servicios. Dentro de poco será de nuevo toda tuya, o lo que se tercie, y podrás seguir probando suerte. A fin de cuentas la vida es breve, y sólo de vez en cuando te pone delante mujeres como ésta. Por lo menos a mí no me las pone. – Había paz con Inglaterra en ese momento -apuntó Tánger-. Quizá la escolta no era necesaria. Gamboa, que acababa de encender su enésimo cigarrillo, dejó escapar el humo entre los incisivos y después hizo un gesto de asentimiento. Aparte su graduación militar, era historiador naval. Antes de ser destinado al observatorio había estado a cargo del patrimonio histórico de la Armada en Cádiz. – Puede ser una explicación -concedió-. Pero sigo viéndolo extraño… En 1767, Cádiz tenía el monopolio del comercio americano. No fue hasta once años después que Carlos III, con la cédula de liberalización comercial, cambió la norma que designaba Cádiz como único puerto al que se podía venir en rumbo directo desde América… Así que el viaje de ese bergantín desde La Habana tuvo algo de ilegal, si tomamos las órdenes reales al pie de la letra. O al menos, de irregular -dio dos largas chupadas al cigarrillo, reflexivo-. Lo normal es que antes de seguir viaje a Valencia, o a donde fuera su destino final, hubiese hecho escala aquí -otra chupada-. Y por lo visto no la hizo. Tánger tenía una respuesta para eso. De hecho, había comprendido Coy, parecía tener respuestas para casi todo. Era como si más que indagar nuevos datos, procurase confirmar los viejos. – El “Dei Gloria” -explicó ella- se beneficiaba de un status especial. No olvides que pertenecía a los jesuitas, y éstos conservaban ciertos privilegios. Sus barcos tenían exenciones particulares, navegaban a América y Filipinas con capitanes, pilotos, derroteros y cartas náuticas de la Compañía, y se rodeaban de lo que hoy podríamos llamar opacidad fiscal… Ésa fue una de las cuestiones que se manejaron contra ellos en el proceso de expulsión que se preparaba en secreto. Gamboa la escuchaba muy atento. – Conque los jesuitas, ¿eh? – Exacto. – Eso explicaría varias cosas inexplicables. Ella ha pasado muchas horas, se dijo Coy, en esa casa que conozco, frente a las vías de la estación de Atocha, dándole vueltas a esto. Ha pasado días y meses tumbada en aquella cama que entreví alguna vez, sentada ante la mesa cubierta de libros y documentos, atando cabos en su cabeza impasible como quien juega al ajedrez con los siguientes movimientos previstos de antemano. Trazando rumbos que nos incluyen a todos. Estoy convencido de que esta conversación, este tipo barbudo y sonriente, este paisaje de La Caleta, y tal vez hasta la hora de la marea alta y la marea baja, ya los ha calculado con antelación. Lo único que hace ahora es arranchar bien el barco, trincar hasta el último detalle antes de hacerse a la mar. Porque ella es de las que no olvidan nada en tierra. Quizá no haya navegado nunca, pero tengo la certeza de que en su imaginación ya bajó docenas de veces al pecio del “Dei Gloria”. – De cualquier modo -dijo Gamboa- es una lástima que no tengamos más documentación -se volvió un poco a Coy-… El archivo de Cádiz es el único que no fue enviado al archivo general de marina de Viso del Marqués, donde se centralizaron casi todos los documentos importantes que había en El Ferrol y Cartagena, posteriores a lo conservado en el Archivo de Indias de Sevilla… Aquí, un almirante tozudo se negó a desprenderse de él. Resultado: el fondo documental completo se quemó en un incendio, con todos los papeles de los siglos XVIII y XIX, incluidas algunas planchas originales de la cartografía de Tofiño. En ese punto, Gamboa dio otra chupada al cigarrillo y soltó una carcajada jovial dirigida a Tánger. – No podía faltar, ¿verdad?, el incendio de rigor. Ja, ja. Pero supongo que eso le da encanto aventurero a tu trabajo. – No todo se perdió -repuso ella. – No todo, en efecto. Algo pudo traspapelarse. Pero nadie sabe lo que hay danzando por ahí. Los planos del “Dei Gloria”, por ejemplo, estaban olvidados en un sitio inimaginable: bajo montones de papeles polvorientos, en el pañol de instrumentos náuticos del arsenal de La Carraca… Entre material de barcos desguazados, cuadernos de bitácora, cartas y un sinfín de cosas sin catalogar. Los vi por casualidad hará un año, cuando buscaba otra cosa. Y al recibir tu llamada telefónica, me acordé… Fue una suerte que ese barco lo construyeran aquí. En realidad, aclaró Gamboa en atención a Coy, no se trataba de los planos del mismo “Dei Gloria”, sino del “Loyola”, su gemelo, pues ambos fueron construidos en Cádiz entre 1760 y 1762, con poco tiempo de diferencia. La fortuna, sin embargo, no acompañó a ninguno de los dos. Antes que su hermano de astillero, el “Loyola” se perdió en 1763 durante un violento temporal, por la parte de Sancti Petri. Cosas de la vida: muy cerca del sitio donde fue botado sólo un año antes. Había barcos con pésima suerte, como sin duda sabía Coy por experiencia profesional. Y esos dos bergantines tenían mala estrella. Le había proporcionado a Tánger copia de los planos tras mostrarles las dependencias del observatorio, la fachada blanca con las columnas y la cúpula que reverberaba bajo el sol, los pasillos encalados con los antiguos instrumentos en vitrinas, los libros de náutica y astronomía, la línea en el suelo que indicaba el lugar exacto del meridiano de Cádiz, y la magnífica biblioteca de maderas oscuras y estantes repletos. Allí, sobre una mesa vitrina que contenía obras de Kepler, Newton y Galileo, el “Viaje a la América Meridional ” y las “Observaciones” de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, y otros libros sobre las expediciones dieciochescas para medir un grado de meridiano, Gamboa había desplegado planos y documentos. Algunas copias estaban destinadas a Tánger, y el resto, originales de difícil reproducción, fueron fotografiados por ella uno tras otro, con una pequeña cámara que sacó del bolso de cuero. Había hecho dos rollos de treinta y seis fotografías, con el flash reflejándose en los cuadros de la pared y en el cristal de las vitrinas mientras Coy, por curiosidad profesional, echaba una ojeada a las antiguas tablas de efemérides náuticas y a los instrumentos de precisión que había por todas partes, vestigios de cuando el observatorio de San Fernando era referencia necesaria en la Europa de la Ilustración: un octante Spencer, un reloj Berthoud, un cronómetro Jensen, un telescopio Dollond. En cuanto al “Dei Gloria”, Coy lo tuvo delante cuando Gamboa, tras una pausa calculada y teatral, sacó cuatro planos a escala 1:55 que había hecho fotocopiar para Tánger: un esbelto bergantín de 30 metros de eslora y 8 de manga, con dos mástiles, velas cuadras, una cangreja en el palo mayor, y artillado con diez cañones de hierro de 4 libras. Esas copias estaban ahora ante ellos, sobre la mesa de la terraza. – Era un buen barco -dijo Gamboa, contemplando la vela distante que había cruzado ya frente a la playa y desaparecía por fuera del castillo de Santa Catalina-. Como podéis apreciar en los planos, muy limpio de líneas y marinero. Un barco moderno para su época, construido en corazón de roble y teca con la habitual cubierta corrida y los cañones sobre ésta, con cinco portas a cada banda. Rápido y fiable. Si un jabeque pudo darle caza, es que sin duda había sufrido mucho durante la travesía del Atlántico. Ja, ja. De lo contrario…-ahora el director del observatorio miraba a Tánger con risueña atención-. Ésa es otra de las puntas del misterio, ¿verdad?… Por qué no entró a reparar en Cádiz. Tánger no respondió. Jugueteaba con su lápiz de plata, abstraída en las cúpulas blancas del balneario que se alzaba a la izquierda, en pilotes sobre la playa. – ¿Y el “Chergui”? -preguntó Coy. Gamboa, que observaba a la mujer, se volvió lentamente. Lo del corsario sí estaba claro, respondió. Y ellos habían tenido mucha suerte, pues entre la nueva documentación había material valioso. Como una copia de la descripción del “Chergui”, cuyo original había localizado en la sección de Corso y Presas del Viso del Marqués. Por desgracia no los planos de ese buque, pero sí de un jabeque de semejantes características, el “Halconero”, con muy parecida eslora, armamento y aparejo. – Ignoramos lugar y año de construcción -explicó Gamboa, sacando un papel doblado del bolsillo de la camisa-, aunque sabemos que operaba usando como bases Argel y Gibraltar. Pero de su aspecto hay descripciones detalladas, hechas por las víctimas o por gente que se lo cruzó durante sus escalas enarbolando pabellón británico, que luego cambiaba a su conveniencia, pues lo armaban a medias un maltés afincado en el Peñón y un comerciante argelino… Hay constancia documentada de sus andanzas entre 1759 y 1766; pero el informe más minucioso -el director del observatorio consultó las notas que traía en el papel- corresponde a don Josef Mazarrasa, capitán del místico “Podenco”, que pudo escapar de un jabeque al que identificó como el “Chergui” en septiembre de 1766, tras una escaramuza a la altura de Fuengirola; y como estuvo a punto de ser abordado, llegó a observarlo, muy a su pesar, bien de cerca. En el alcázar había un europeo, descripción que puede coincidir con la del inglés conocido como Slyne, o capitán Mizen, y la dotación, numerosa, parecía compuesta por moros y europeos, estos últimos sin duda ingleses -Gamboa volvió a consultar sus notas-… El “Chergui” era un jabeque de botalón y clásica toldilla alta a popa, con los palos mayor y mesana aparejados de polacra y el trinquete con vela latina, bastante rápido entre los de su clase, de unos treinta y cinco metros de eslora y ocho o nueve de manga. Según el capitán Mazarrasa, a quien el encuentro dejó cinco muertos y ocho heridos a bordo, su porte era de cuatro cañones largos de a seis libras, otros ocho de a cuatro y al menos cuatro pedreros. Al parecer se había artillado en Argel con buenas piezas de bronce, antiguas pero eficaces, de una vieja corbeta francesa apresada, la “Flamme”… Ese armamento lo hacía temible contra buques de menor porte y líneas más frágiles, como eran el “Podenco” y el “Dei Gloria”… En el caso de que realmente se encontrara con este último. – Estoy segura de eso -dijo Tánger-. Se encontraron. Había dejado de contemplar el balneario, y fruncía un poco el ceño, el aire obstinado. Gamboa dobló de nuevo el papel y se lo entregó. Luego alzó una mano, como si nada tuviera que objetar. – En ese caso, el capitán del “Dei Gloria” debía de ser hombre de mucho cuajo. Aguantar la persecución, no refugiarse en Cartagena y librar combate a tocapenoles con el “Chergui” no lo hubiera hecho cualquiera. Y ese viaje desde La Habana sin escalas… -estudió a Coy y luego a la mujer, sonriendo perspicaz-. Supongo que de eso se trata, ¿verdad? Coy se echó hacia atrás en la silla, de cuyo respaldo colgaba su chaqueta. A mí qué me cuentas, decía su gesto. Es ella quien está al mando. – Hay cosas que quiero aclarar -dijo Tánger tras un breve silencio-. Eso es todo. Guardaba con mucho cuidado el papel con las notas en su bolso. Gamboa le dirigió una mirada penetrante. Por un momento la expresión plácida del director del observatorio pareció perder la inocencia. – Un bonito trabajo, de cualquier modo -apuntó, cauto-. Además, tal vez había a bordo… No sé. Buscaba su paquete de tabaco en el bolsillo del pantalón. Coy observó que empleaba en ello más tiempo del necesario, como si tuviese algo en la cabeza que dudaba contar. – La verdad -dijo por fin- es que ni el barco, ni la derrota, ni la época son propios de tesoros. – Nadie habla de tesoros -dijo muy lentamente ella. – Claro que no. Tampoco me habló de eso Nino Palermo. Hubo un silencio. Hasta ellos llegaban las voces de los pescadores que al pie de la terraza, en el muelle, trabajaban en los botes varados o remaban entre las pequeñas embarcaciones fondeadas proa al viento. Un perro corría por la playa, persiguiendo con ladridos a una gaviota que planeó impasible antes de alejarse en dirección al mar abierto. – ¿Ha estado aquí Nino Palermo? Tánger miraba alejarse la gaviota, y su pregunta sólo surgió cuando el ave estuvo muy lejos. Gamboa se inclinaba a encender un nuevo cigarrillo, protegiendo la llama del mechero con el cuenco de las manos. La brisa se llevó el humo de entre sus dedos mientras los ojos claros chispeaban, divertidos. – Claro que ha estado aquí. Ja, ja. A tirarme de la lengua, como vosotros. El sudoeste había refrescado un par de nudos, calculó Coy. Lo justo para levantar salpicaduras de espuma en la escollera que discurría al pie de la antigua muralla sur de la ciudad. Gamboa contaba su historia despacio, recreándose en la suerte. Era obvio que disfrutaba de la compañía y no tenía prisa. Fumaba y caminaba entre sus dos acompañantes, demorándose de vez en cuando para echar un vistazo al mar, a las casas del barrio de la Viña, a los pescadores que, inmóviles junto a sus cañas sujetas entre las piedras, contemplaban el Atlántico. – Vino a verme hace cosa de un mes… Llegó como vienen ellos, todo muy ambiguo, con muchas cortinas de humo. Preguntando por el barco tal y el documento cual: cosas diversas que impiden hacerse idea exacta de lo que realmente buscan -a veces Gamboa le sonreía a Tánger, y sus incisivos separados acentuaban el gesto-. Trajo una lista de la compra muy extensa; y en ella, en octavo o noveno lugar, camuflado entre otras cosas, estaba el “Dei Gloria”… Yo sabía que tú andabas tras esto, pues habíamos hablado varias veces por teléfono. Y era evidente que Palermo resollaba tras una pista fresca. Se quedó callado, mirando el pez que se debatía al extremo de un sedal. Una mojarra. El pescador, un tipo flaco de grandes patillas y camiseta blanca de tirantes, la desprendió delicadamente del anzuelo para echarla en un cubo, donde quedó agitándose con débiles coletazos entre otros reflejos de plata. – Así que en cuanto Palermo mencionó el “Dei Gloria”, até cabos -Gamboa echó a andar de nuevo-… Luego dejé que me invitara a comer en El Faro, lo escuché atentamente, asentí con la cabeza, dije cuatro vaguedades, le di datos sobre lo que consideré menos importante de su lista, y me lo quité de encima. – ¿Qué le dijiste del “Dei Gloria”? -preguntó Tánger. El viento le pegaba la tela ligera de la falda a los muslos y hacía aletear el cuello de su blusa entreabierta. Estaba muy favorecida, pero no jugaba al personaje de chica atractiva, apreció Coy. Ni desvalida. Se la veía serena, competente. Franca de tú a tú con Gamboa: para qué vamos a engañarnos entre nosotros, colega, de compañera a compañero. Somos funcionarios en un mundo hostil, etcétera, qué puedo contar que tú no sepas. La vida es dura y cada quien navega como puede. Por supuesto que te tendré informado. Y te la debo. Era lista, decidió. Era muy lista, o tal vez intuitiva hasta lo enfermizo, con un riguroso sentido de los mecanismos que rigen a los hombres. Recordó al capitán de fragata del Museo Naval de Madrid, su expresión al hablar con ella en el pasillo, frente al despacho. Sin duda una de los nuestros, almirante. Y saltaba a la vista que también con el director del observatorio las cosas funcionaban del mismo modo. Una de los nuestros. Ahora Gamboa volvía a sonreír, como si la pregunta que ella había formulado estuviera de más. – Le conté lo justo -dijo-. O sea, nada. Si me creyó, eso ya no lo sé… De cualquier modo, fue muy prudente al respecto -se volvió un poco hacia Coy, como si esperase confirmación a sus palabras-. Supongo que conoce a Nino Palermo. – Lo conoce bien -dijo ella. Demasiado rápida en puntualizar, se dijo mentalmente Coy. Observaba a Tánger y ella era consciente de que lo hacía, porque desvió con excesiva atención los ojos al mar. Tal vez yo conozca a Palermo, se repitió él, aunque no demasiado bien; pero tú lo has dicho algo pronto, preciosa. Lo has dicho tal vez un segundo antes de lo debido. Y eso no está bien. No en una chica lista como tú. Lástima que a estas alturas aún cometas ese tipo de errores. O que me tomes por gilipollas. – No tanto -le respondió Coy a Gamboa-. En realidad no conozco a ese fulano tanto como quisiera. – Pues debe de ser usted el único en este oficio. – Él no es de este oficio -dijo Tánger. El director del observatorio se los quedó mirando. De nuevo parecía reflexionar sobre la relación que se daba entre ellos dos. Por fin se dirigió a Coy: – Gibraltareño de padre maltés y madre inglesa, o sea, tradición pirata total. Conozco a Palermo desde hace mucho, cuando yo trabajaba en ordenar los archivos del museo de Cádiz… Uno de los intentos de rescatar el “Santísima Trinidad”, tal vez el más serio, lo hizo él. El “Trinidad” fue en su tiempo el buque de guerra más grande del mundo, un navío de cuatro puentes y ciento cuarenta cañones, y se hundió cuando la batalla de Trafalgar, mientras los ingleses intentaban remolcarlo a Gibraltar -señaló un punto impreciso del mar, hacia el sudeste-… Está ahí mismo, a poca distancia de Punta Camarinal. Se quería hacer como los suecos con el “Wasa” o los ingleses con el “Mary Rose”; pero el intento, como la mayor parte de estas cosas, tropezó con la falta de entusiasmo de la Administración española, que es… – Como el perro del hortelano -apuntó Tánger. – Exacto. Ni come ni deja comer. Gamboa tiró el cigarrillo consumido entre la espuma que batía las rocas de la escollera, y siguió contando. Palermo era todo un personaje en aquella zona; con ese toque mafioso, Coy entendería de qué hablaba, tan mediterráneo: Marruecos estaba cerca, a pocas millas, y desde Gibraltar y Tarifa podía verse en los días claros. Aquélla era la frontera de Europa. Palermo había fundado Deadman's Chest hacía seis u ocho años, y era conocido por su falta de escrúpulos. Tenía intereses en Ceuta, Marbella y Sotogrande, y trabajaba con gente peligrosa de ambos lados del Estrecho, asesorado por un bufete de especialistas en contrabando y sociedades fantasmas que le sacaban las castañas del fuego cuando llegaba demasiado lejos. – No se ha podido probar; pero se le atribuye, entre otros desmanes, el saqueo clandestino de los restos del “Nuestra Señora de Cillas”, un galeón de Veracruz que naufragó en 1675 en la broa de Sanlúcar con un cargamento de lingotes de plata -Gamboa torció el gesto-. No era una gran fortuna; pero, al sacarla, sus buceadores destrozaron el barco, dejándolo inútil para cualquier rescate arqueológico serio… De esas canalladas le suponemos varias. – ¿Es eficaz? -quiso saber Coy. – ¿Palermo?… Eficacísimo -Gamboa miró a Tánger como si esperase que confirmara sus palabras, pero ella permaneció en silencio-… Tal vez el mejor de los que vemos moverse por aquí. Ha trabajado en naufragios de todo el mundo, e hizo dinero combinando esa actividad con el reflotamiento y desguace de buques hundidos… Hace tiempo quiso asociarse a uno de los intentos de la gente de Fisher, con quien estuvo de buzo en el rescate del “Atocha”. Pretendían hacer una campaña en la desembocadura del Guadalquivir, donde calcularon ochenta naufragios de barcos que iban a descargar a Sevilla con más oro dentro, ja, ja, que el Banco de España. Pero esto no es Florida: faltó la autorización oficial… También hubo otros problemas. Palermo es de los que defienden la doctrina clásica de los cazadores de tesoros: ya que el trabajo lo hacen ellos y el Estado sólo pone los permisos, ocho décimas partes del beneficio deben ser para el rescatador. Pero en Madrid dijeron que ni hablar, y tampoco hubo suerte con la Junta de Andalucía. Gamboa disfrutaba con la conversación. Era locuaz y era su terreno, e ilustró largamente a Coy sobre el papel de Cádiz en la historia de los naufragios. Del año 1500 a 1820, entre dos y tres centenares de barcos conteniendo el diez por ciento del total de metales preciosos traídos de América se habían hundido allí. El problema eran las aguas turbias, la arena y el fango que los cubrían, y la desconfianza del Estado español. Incluso la Armada, añadió con una mueca, tenía buen número de pecios perfectamente localizados. Pero algunos viejos almirantes consideraban los naufragios tumbas que no debían ser violadas. – ¿Cómo fue la entrevista con Palermo? -preguntó Coy. – Cordial y cauta por ambas partes -el director del observatorio estudió un instante a Tánger antes de dirigirse de nuevo a él-… ¿De veras lo conoce? Coy, que caminaba con las manos en los bolsillos, encogió los hombros. – Ella exageró un poco. En realidad se trató de un contacto superficial. Gamboa lo miraba con atención, interesado. – Un contacto, ¿eh? – Sí. – ¿Y cómo de superficial? – Pues eso -Coy encogió los hombros otra vez-. Limitado a la superficie. – Le dio un cabezazo en la nariz -dijo Tánger. Sonreía a medias, entre el cabello dorado que la brisa del mar le alborotaba en torno a la cara. Gamboa se había detenido para observarlos alternativamente, de hito en hito. – ¿En la nariz?… Vaya, no me diga -ahora se dirigía a Coy con renovado respeto-. Tiene que contarme eso, camarada. Me muero de ganas. Coy se lo contó en pocas palabras, sin adornos. Perro, hotel, nariz, comisaría. Cuando hubo terminado, Gamboa lo estudiaba reflexivo, divertido, rascándose la barba. – Caramba. Y sin embargo, incluso para quien no conozca su historial, Palermo es un hombre peligroso… Y además está esa mirada que lo desconcierta a uno, porque no sabes de qué ojo ocuparte -se quedó observando otra vez a Coy, como si evaluara su capacidad de golpear las narices de la gente-… Así que un contacto superficial, ¿verdad?… Ja, ja. Superficial. Todavía rió un poco más, mientras Coy estudiaba a Tánger y ella le sostenía la mirada, aún con la sonrisa en la boca. – Celebro que alguien le haya dado una lección a ese cabrón arrogante -dijo al fin Gamboa, cuando echaron a andar otra vez-. Ya os he contado que se dejó caer por aquí como hacen ellos. Humo y pistas falsas: cayos de Florida, Zahara de los Atunes, Sancti Petri, bajos del Chapitel y del Diamante… Incluso la ría de Vigo y sus famosos galeones… Habían dejado el mar a la espalda y se adentraban por las viejas calles cercanas a la catedral, junto a la torre de ladrillo y los muros de la iglesia de Santa Cruz. La plaza bajaba en cuesta, con un Cristo en una hornacina, y faroles, geranios y persianas en los balcones de casas muy antiguas, cuyo encalado, como el de casi toda la ciudad, se desconchaba por el viento y la humedad del mar próximo. Allí casi todo eran sombras, y la luz poniente se retiraba sobre los tejados. El suelo de aquella plaza, contó Gamboa en honor de Coy, estaba empedrado con piedras americanas: el lastre de los buques que hacían la ruta de las Indias. – Como dije -prosiguió-, y volviendo a Nino Palermo, yo andaba prevenido… Así que lo dejé merodear sin darle pistas que merecieran la pena. – Te lo agradezco -dijo ella. – No fue sólo por ti. Ese marrajo ya me hizo una faena hace tiempo, cuando fue tras el rastro de las cuatrocientas barras de oro y plata, aunque otros hablan de medio millón de piezas de a ocho, del “San Francisco Javier”… Pero en esos casos, en vez de montar un escándalo que no beneficia a nadie, lo mejor es no darse por aludido y guardarla. Ja, ja. Arrieros somos. Anduvieron entre los coches aparcados que estorbaban el paso, cruzándose con algunos tipos de mala catadura. La zona bullía de tascas modestas llenas de pescadores en paro, buscavidas y mendigos. Un joven con zapatillas de deporte y aspecto de correr muy rápido los 100 metros lisos fue siguiéndolos un trecho, pendiente del bolso de Tánger, hasta que Coy se volvió, plantándose en mitad de la calle con cara de malas pulgas, y el muchacho decidió cambiar de aires. Prudente, Tánger mudó el bolso de sitio. Ahora lo sostenía contra el costado. – ¿Qué es lo que Palermo te pidió exactamente? Gamboa se detuvo a encender el cigarrillo que ella y Coy acababan de rechazar. El humo escapó entre la cazoleta de sus dedos. – Lo mismo que tú. Buscaba planos -guardó el mechero, volviéndose hacia Coy-. En cualquier trabajo sobre naufragios, los planos son importantísimos. Con ellos puede estudiarse la estructura del barco, calcular medidas y todo lo demás… Bajo el agua no resulta fácil orientarse, porque lo que encuentras, a diferencia de lo que pasa en las películas, suele ser un montón de maderas podridas, a menudo cubiertas por la arena. Saber dónde está la proa, o la longitud del combés, o dónde se hallaba la bodega, ya es un progreso notable. Con los planos y una cinta métrica, uno puede buscarse razonablemente la vida allá abajo -miró a Tánger con intención-… Por supuesto, según lo que espere encontrar. – No se trata de buscar allá abajo, en principio -dijo ella-. Esto es sólo una investigación. La fase operativa vendrá después, si es que viene. Gamboa dejó escapar un hilo de humo entre sus incisivos amarillos. – Claro. Ja, ja. La fase operativa -los ojos se le entornaban, maliciosos-… ¿Cuál era la carga del “Dei Gloria”? Tánger también rió con suavidad, poniéndole una mano sobre el brazo. – Algodón, tabaco y azúcar de La Habana. Lo sabes de sobra. – Ya -Gamboa se rascaba la barba-. De cualquier modo, si alguien localiza el barco y pasa… ¿Cómo dijiste?… A la fase operativa, todo depende también de lo que se busque. Si son documentos o material perecedero, no hay nada que hacer. – Por supuesto dijo ella, tan imperturbable como si jugaran al póker. – El papel se moja, y pluf. Arrivederci. – Claro. Gamboa volvió a rascarse antes de darle otra chupada al cigarrillo. – Así que algodón, tabaco y azúcar de La Habana, ¿verdad?… El tono era guasón. Ella alzó ambas manos, como una chica inocente: – Eso dice el manifiesto de embarque. No es una maravilla, pero permite hacerse una idea bastante aproximada. – Tuviste suerte al encontrarlo. – Mucha. Vino a España con los papeles de la evacuación de Cuba en 1898; no a Cádiz, donde se habría perdido con el incendio, sino a El Ferrol. De ahí pasó a Viso del Marqués, donde pude consultarlo en la sección de Navegación Mercantil. – Tuviste mucha suerte -repitió Gamboa. – Fui a ver si encontraba algo, y de pronto apareció delante de mis ojos. Barco, fecha, puerto, carga, pasajeros… Todo. Gamboa la analizó intensamente. – O casi todo -dijo, zumbón. – ¿Qué le hace pensar que hay algo más? -preguntó Coy. El otro sonreía plácidamente. Movió la cabeza. – Yo no pienso, camarada. Me limito a observar a esta joven señora… Y a constatar el interés de Nino Palermo en el mismo asunto. Y también a darme cuenta, porque llevo años en esto y no nací ayer, de que ese viaje La Habana-Valencia sin escala en Cádiz, por mucho manifiesto habanero que haya en Viso del Marqués limpio de polvo y paja, huele a operación encubierta… Y si consideramos la fecha, y de postre el armador que lo fletaba, la conclusión es obvia: el “Dei Gloria” tenía gato encerrado. Lo que ese corsario hundió era cualquier cosa menos un barco inocente. Dicho aquello, el director del observatorio guiñó un ojo y rió de nuevo mientras soltaba el humo del cigarrillo entre sus dientes desparejos. – Tampoco ella lo es -añadió. Miraba a Tánger. Y entonces Coy la vio reír a su vez, también del mismo modo que antes, con mucha suavidad: el aire inteligente, misterioso y cómplice. Gamboa no parecía molesto en absoluto, sino divertido, como tolerante hacia una chica mala que por alguna razón gozara de sus simpatías. Y Coy comprobó que, como en tantas otras cosas, ella también sabía reír del modo adecuado; así que volvió a experimentar un vago despecho, sintiéndose fuera de todo aquello, desplazado e incómodo. Ojalá estuviéramos ya allí, pensó. En el mar, lejos de todos, a bordo de un barco donde no tenga más remedio que apuntarme todo el tiempo a los ojos. Ella y yo. Buscando oro en barras, lingotes de plata o lo que le salga del coño. Gamboa pareció intuir su incomodidad, pues le dirigió una mueca amistosa. – No sé lo que ella busca -dijo-. Ni siquiera sé si usted lo sabe. Pero en cualquier caso, pocas cosas resisten dos siglos y medio en el agua. Los bichos xilófagos atacan la madera, el hierro se corroe y se cubre de adherencias… – ¿Y qué pasa con el oro y la plata? Gamboa lo observó con sorna. – Ella dice que no busca eso. Tánger escuchaba en silencio. Por un momento Coy cruzó su mirada serena: parecía indiferente a la conversación. – ¿Qué pasa con ellos? -insistió. – La ventaja del oro y de la plata -explicó Gamboa- es que el mar los afecta muy poco. La plata se oscurece, y el oro… Bueno. El oro es muy agradecido en los naufragios. No se oxida, ni se pone verde, ni pierde brillo ni color. Lo sacas tal y como se fue al fondo -hizo otro guiño, interrumpiéndose, y luego se volvió a Tánger-… Pero estamos hablando de tesoros, y eso son palabras mayores. ¿Verdad? – Nadie ha hablado de tesoros -dijo ella. – Claro. Nadie. Tampoco Palermo lo hizo. Pero un buitre como él no se mueve por amor al arte. – Eso es cosa de Palermo, no mía. – Claro. Ja, ja -ahora Gamboa se dirigía a Coy, jovial-. Claro. Callejón de los Piratas, leyó de pronto éste en una fachada. Aquella calle estrecha y de deteriorados muros blancos se llamaba nada menos que Callejón de los Piratas. Releyó el rótulo de azulejos, todavía incrédulo, comprobando que no se trataba de un error. Había estado en Cádiz otras veces; conocía la zona del puerto, en especial los bares ya desaparecidos de la calle Plocia, muy frecuentados en tiempos de la Tripulación Sanders; pero no esa parte de la ciudad. Desde luego no aquel callejón, cuyo pintoresco nombre estuvo a punto de hacerle soltar una carcajada. Aunque no tan pintoresco, después de todo. Nada más adecuado, razonó, para un lugar como ése y para un grupo como el suyo: un marino sin barco y una buscadora de naufragios en la antigua Gadir fenicia: la ciudad milenaria de la que tantos barcos y tantos hombres habían zarpado año tras año, siglo tras siglo, para no volver. Al fin y al cabo, tenía sentido. Si los pasos de piratas y corsarios resonaron sobre esas piedras redondas y oscuras, antiguo lastre de barcos que traían el oro de América, el fantasma del “Dei Gloria” y sus tripulantes perdidos en el fondo del mar, Tánger y él mismo, quizá despertasen también los ecos adecuados. Tal vez lo que parecía relegado a ciertas páginas e imágenes, territorio de infancia, ámbito exclusivo de los sueños, aún fuese posible de algún modo. O quizá lo fuese porque cierto tipo de sueños seguía acechando entre susurros de piedra y papel, en lápidas y viejos muros carcomidos por el tiempo, en libros que eran como puertas abiertas a la aventura, en legajos amarillentos que podían significar comienzos de singladuras apasionantes, peligrosas, capaces de multiplicar una vida en mil vidas, con sus respectivas etapas Stevenson, y Melville, y su inevitable etapa Conrad. ‘“He navegado por océanos y bibliotecas”’ había leído una vez, mucho tiempo atrás, en algún sitio. También pudiera ser, simplemente, que todo aquello fuese abordable de una forma determinada y no de otra, porque había una mujer que le daba sentido. Y porque a partir de un momento, cuando se doblaba tal o cual punta de tierra y cierta parte de la vida de un hombre quedaba en franquía, una mujer, “la” mujer, era quizás el único motivo para mirar atrás. La única tentación posible. Observó a Tánger, que caminaba al otro lado de Gamboa, el bolso sujeto bajo el codo, los ojos bajos, contemplando el suelo ante sus sandalias de cuero, ajena al rótulo de la calle porque no lo necesitaba -ella pisaba sus propias calles-, con el cabello todavía enredado por la brisa del mar. El problema, se dijo, es que la ciencia náutica no sirve para nada a la hora de navegar en tierra, o en torno a una mujer. No hay cartas planas ni esféricas que las describan a ellas. Después se preguntó cuál era el oro que buscaba Tánger: si el oro mágico de los sueños, o el más concreto, metálico y amarillo, que sobrevivía inalterable al tiempo y a los naufragios. – De cualquier modo -estaba diciendo Gamboa, en atención a Coy-, todo rescate de objetos en el mar es ilegal sin un permiso administrativo. La legislación sobre buques hundidos, explicó a continuación, contemplaba aspectos muy diversos: propiedad del barco y de su carga, derechos históricos, aguas territoriales o internacionales, patrimonio cultural y otros detalles. Gran Bretaña o los Estados Unidos solían ser permisivos con la iniciativa privada, apuntando más al negocio que a la cultura. El principio anglosajón, resumió, consistía en busca, encuentra y págame. Pero en España, como en Francia, Grecia y Portugal, el Estado era muy restrictivo, con una legislación que se remontaba al derecho romano y al Código de las Siete Partidas. – Técnicamente -concluyó-, sacar sin permiso un trozo de ánfora es delito. Hasta el simple hecho de buscarlo ya lo es. Habían desembocado en la plaza de la catedral, con sus dos torres blancas y su fachada neoclásica presidiendo la explanada. Bajo las palmeras paseaban parejas maduras, madres con cochecitos y niños que correteaban entre las mesas de las terrazas cercanas. A medida que la última luz se iba retirando, las palomas volaban hacia los aleros, acomodándose para pasar la noche entre pilastras jónicas. Una de ellas aleteó muy cerca de la cara de Coy. – En esta fase no hay problema -dijo Tánger-. Investigar no vulnera nada. Gamboa mostró los dientes amarillos en otra de sus plácidas sonrisas. Era evidente que disfrutaba lo suyo. A mí, decía el gesto, me la vais a dar con queso. A mis años y capitán de navío. – Claro que no -dijo. – Nada en absoluto. – Eso he dicho. Tánger dio unos pasos, imperturbable. Seguía pendiente del suelo ante sí. Coy contempló la línea inclinada de su cuello, en la nuca. Su aspecto equívocamente frágil. Cuando se volvió hacia Gamboa, encontró que éste lo estudiaba con interés. – Tal vez más adelante -dijo ella sin alzar la cabeza-, si obtenemos resultados, podamos proponer un plan de prospecciones serias… Coy oyó a Gamboa reír por lo bajo. Seguía mirándolo a él. – Eso si Palermo no se adelanta. – No se adelantará. Pasaron frente a un antiguo caserón de paredes decrépitas, con un balcón de hierro oxidado sobre la puerta principal. Coy leyó la placa de mármol atornillada en un muro: “Falleció en esta casa D. Federico Gravina y Nápoli, capitán general de la real armada, de resultas de la herida que recibió a bordo del navío Príncipe de Asturias en el memorable combate de Trafalgar”… – Me encantan las chicas seguras de sí mismas -estaba diciendo Gamboa. Coy se volvió a observarlo. Había hablado para él, no para ella; y no le gustó la ironía amistosa que apuntaban los ojos de normando. Tú sabrás en lo que andas, decían. En cualquier caso, lo sepas o no lo sepas, si yo me hallara en tu camisa andaría con ojo, camarada. O sea: avante despacio, y escandallo. Aquí hay pocas brazas bajo la quilla, y piedras por todas partes, y salta a la vista que esta mujer sabe lo que busca, pero dudo que lo tengas igual de claro tú. Sólo hay que comparar sus palabras y tus silencios. Sólo hay que verte la cara a ti, y verle la cara a ella. Se habían despedido de Gamboa y caminaban por el casco viejo de la ciudad, buscando un sitio donde comer un bocado. El sol estaba oculto desde hacía rato, dejando un rastro de claridad en el oeste, tras los tejados que se escalonaban hacia el Atlántico. – Éste era el sitio -dijo Tánger. Desde que estaban de nuevo solos, su actitud parecía distinta. Más relajada y natural, como si bajase una guardia imaginaria. Ahora conversaba parándose de vez en cuando para señalar este o aquel lugar, colgado del hombro el bolso y sujeto bajo el codo, oscilante la amplia falda azul con la cadencia de sus pasos, por los callejones de paredes arruinadas. Cuando se volvía a mirarla, él veía relucir la luz indecisa de las farolas en sus iris oscuros. – Aquí estaba el castillo de Guardiamarinas -dijo ella. Se habían detenido en una calle en cuesta que ascendía hacia el teatro romano y la antigua muralla, junto a unos muros arruinados en los que se apoyaban columnas de piedra, y dos arcos ojivales que no sostenían ya techo alguno. Había un tercer arco de medio punto algo más arriba, haciendo de embocadura a un estrecho callejón. Olía a aire salobre del mar cercano, que podía oírse batir las murallas tras los edificios, y también a piedra vieja, a orín y suciedad. Olía, se dijo Coy, como los viejos rincones de los puertos en decadencia, aquellos que aún no se hallaban iluminados por baterías de luces halógenas al extremo de torres de cemento, y por donde la tecnología y el plástico parecían haber pasado de largo, enquistándolos en tiempos muertos como el agua inmóvil al pie de los muelles, entre gatos y cubos de basura, faroles rojizos, puntas de cigarrillos en la sombra, botellas rotas en el suelo, cocaína a buen precio, mujeres a tanto el cuarto de hora, la cama aparte. Ni siquiera el puerto de Cádiz, al otro lado de la ciudad, tenía ya nada que ver con todo aquello, y los antiguos burdeles y pensiones eran ocupados ahora por bares y hostales respetables. No había mondas de plátano junto a los tinglados y las grúas, ni tripulantes borrachos que buscaban su barco al amanecer, ni patrullas de policía naval, ni marineros yankis apuñalados en una esquina. Esos escenarios quedaban desplazados a otros lugares del mundo, e incluso allí las cosas eran diferentes. Todavía quedaban sitios como Buenaventura, con sus calles estrechas, los puestos de frutas, el bar Bamboo, los burdeles y las mestizas con trajes tan ajustados y ligeros que parecían pintados sobre sus cuerpos. O Guayaquil, con sus cócteles de langostinos y las iguanas trepando por los árboles en el centro de la ciudad al ritmo de las campanadas de los cuatro relojes de la catedral, y las tediosas guardias nocturnas con una linterna y una pistola de bengalas al cinto en previsión de asaltos piratas. Pero ésas eran las excepciones. Ahora, en su mayor parte, los puertos estaban lejos del centro de las ciudades y se habían convertido en explanadas de aparcar camiones; los barcos amarraban las horas precisas para descargar contenedores, y los marineros filipinos y ucranianos se quedaban a bordo viendo la tele, para ahorrar. – Por donde ahora tenemos los pies pasaba el primer meridiano de Cádiz -explicó Tánger-. No se situó aquí de modo oficial más que durante veinte años a partir de 1776, antes de desplazarlo a San Fernando; pero, desde mediados de siglo, en las cartas de navegación españolas sustituía oficiosamente al meridiano tradicional de la isla de Hierro, que los franceses ya habían cambiado por París y los ingleses por Greenwich… Eso significa que, si la longitud que aquella mañana establecieron a bordo del “Dei Gloria” se refería a este lugar, el bergantín se hundió a cuatro grados y cincuenta y un minutos de donde nos encontramos ahora. Si aplicamos las correcciones de las tablas de Perona, exactamente a cinco grados y doce minutos, longitud este. – Trescientas doce millas -dijo Coy. – Eso es. Dieron unos pasos, internándose bajo el arco. Una farola con el cristal roto derramaba luz amarillenta sobre una ventana enrejada. Al otro lado, a cielo abierto, Coy pudo distinguir muñones de columnas y más ruinas. Todo tenía aspecto de desolación y abandono. – Fue Jorge Juan quien fundó aquí el primer observatorio astronómico -dijo ella-. En un torreón hoy desaparecido que estaba ahí, en la esquina que ocupa ese colegio… Había hablado en voz baja, como si el lugar la intimidara. O tal vez era la oscuridad apenas atenuada por la maltrecha farola. – Este arco -prosiguió- es cuanto queda del viejo castillo. Lo construyeron sobre el recinto de un antiguo anfiteatro romano, y albergaba la Compañía de Guardiamarinas… Sus profesores y los encargados del observatorio eran marinos ilustrados, hombres de ciencia: Jorge Juan y Antonio de Ulloa habían publicado sus trabajos sobre la medición de un grado de meridiano en el Ecuador, Mazarredo era un excelente táctico naval, Malaspina estaba a punto de realizar su famoso viaje, Tofiño se disponía a levantar el atlas hidrográfico definitivo de las costas españolas -giró sobre sí misma, atenta a su alrededor, y la voz sonó entristecida-… Todo acabó en Trafalgar. Se internaron un poco en el callejón. Había ropa blanca tendida arriba, entre los balcones, como sudarios inmóviles en la noche. – Pero en 1767 -prosiguió Tánger- este lugar significaba algo. Por aquel tiempo cerraron el colegio de navegación que tenían los jesuitas, y la biblioteca náutica del observatorio se enriqueció con sus libros y con otros comprados en París y Londres. – Los libros de esta mañana -dijo Coy. – Ésos. Los viste allí, en sus vitrinas. Tratados de navegación, astronomía y viajes. Libros magníficos que todavía esconden secretos. Sus sombras se tocaban en la pared, entre los ladrillos desnudos y las viejas piedras. Una gota de agua de una sábana tendida cayó en la cara de Coy. Alzó el rostro y vio una estrella solitaria brillando intensamente en el rectángulo negro azulado del cielo. Por la hora y la posición calculó que podía tratarse de Régulus, las garras delanteras del León, que en esa época del año ya debía de haber cruzado el eje norte-sur. – El castillo -seguía contando Tánger- estuvo ocupado por los guardiamarinas hasta que se trasladaron a la isla de León, hay San Fernando; pero el observatorio siguió en este lugar unos años más, hasta 1798. Entonces el meridiano de Cádiz dejó de pasar por aquí, desplazándose veinte kilómetros al este. Coy tocó una pared. El yeso se deshizo entre sus dedos. – ¿Qué pasó con el castillo? – Se convirtió en cuartel, y luego en cárcel. Por fin lo demolieron, y de él sólo quedan un par de viejos muros y un arco… Este arco. Habían vuelto sobre sus pasos y contemplaban de nuevo la bóveda oscura y baja. – ¿Qué es lo que buscas? -dijo él. Oyó su risa suave, muy queda, entre las sombras que le velaban la cara. – Ya lo sabes. El “Dei Gloria”. – No me refiero a eso. Ni tampoco a tesoros ni cosas así… Lo que pregunto es qué buscas tú. Aguardó la respuesta, pero no se produjo. Ella callaba, inmóvil. Al otro lado del arco, los faros de un automóvil iluminaron un trecho de la calle antes de alejarse de nuevo. El resplandor recortó un momento su perfil en la pared sombría. – Tú sabes lo que busco -dijo por fin. – Yo no sé nada -suspiró él. – Sabes. Te he visto mirar mi casa. Te he visto mirarme a mí. – No juegas limpio. – ¿Y quién lo hace? Se había movido como si fuese a alejarse bruscamente; pero al fin se mantuvo quieta. Estaba a un paso, y casi podía sentir la tibieza de su piel. – Hay una vieja adivinanza -añadió ella tras un silencio-… ¿Eres bueno descifrando adivinanzas, Coy? – No mucho. – Yo sí lo soy. Y ésta es una de mis favoritas… Hay una isla. Un lugar habitado sólo por dos clases de personas: caballeros y escuderos. Los escuderos mienten y traicionan siempre, y los caballeros nunca… ¿Comprendes la situación? – Claro. Caballeros y escuderos. Lo entiendo. – Bien. Pues un habitante de esa isla le dice a otro: “te mentiré y te traicionaré”… ¿Comprendes? Te mentiré y te traicionaré. Y la pregunta es si quien habla es caballero o escudero… ¿Tú qué opinas? Se tocó la nariz, perplejo. – No sé. Tendría que pensarlo despacio. – Claro -ella lo observaba con fijeza-. Piénsalo. Seguía muy cerca. Coy sintió hormiguear la punta de sus dedos. La voz le sonaba ronca: – ¿Qué quieres de mí? – Que respondas a la adivinanza. – No hablo de eso. Tánger ladeó un poco la cabeza. Encogía los hombros. – Quiero ayuda -apartó la vista-. No puedo hacerlo sola. – Hay otros hombres en el mundo. – Quizás -hizo una larga pausa-. Pero tú posees ciertas virtudes. – ¿Virtudes? -la palabra lo desconcertaba. Intentó responder algo, mas encontró su mente en blanco-. Creo que… Se quedó en eso, la boca entreabierta, frunciendo el ceño en las sombras. Entonces Tánger habló de nuevo: – No eres peor que la mayor parte de los hombres que conozco. Y tras una corta pausa añadió: – … Y eres mejor que algunos de ellos. No es ésta la conversación, pensó él, irritado. No era ésa la conversación que deseaba mantener en aquel momento. No lo era en absoluto; y en realidad, decidió, no quería mantener conversación alguna. Era mejor estar callado junto a ella, adivinando la tibieza de su carne moteada. Era mejor resguardarse a sotavento de los silencios; aunque ése, el del silencio, fuese un lenguaje que Tánger dominaba mucho más que él. Un lenguaje que ella hablaba desde hacía miles de años. Se volvió, comprobando que lo observaba. Había dos reflejos azul marino en mitad de su rostro, bajo la mancha clara del cabello. – ¿Y qué es lo que quieres tú, Coy? – Tal vez te quiera a ti. Sobrevino un largo silencio, y él descubrió que resultaba más fácil decirlo así, en aquella penumbra que velaba las caras y parecía que también velase las voces. Resultaba tan fácil que había escuchado sus propias palabras antes de pensar siquiera en pronunciarlas, y no sintió después más que un leve desconcierto de sí mismo. Un ligero rubor que sin duda Tánger no veía. – Eres demasiado previsible -susurró ella. Dijo aquello sin retroceder, firme incluso cuando lo vio moverse un poco hacia adelante y alzar despacio una mano hasta su rostro. Y luego pronunció su nombre igual que una advertencia; como una crucecita o una mota azul sobre el blanco de una carta náutica. Coy, dijo. Y luego repitió: Coy. Pero éste movió suavemente la cabeza, a un lado y otro, de un modo muy lento y muy triste. – Iré contigo hasta el final -dijo él. – Lo sé. En ese momento, a punto ya de rozarle el cabello, miró por encima del hombro de ella, y se detuvo. Una silueta menuda y vagamente familiar se recortaba bajo el arco, al extremo del callejón. Estaba allí de pie, tranquila, esperando. Entonces los faros de otro automóvil iluminaron fugazmente la calle, la sombra osciló bajo el arco de pared a pared, y Coy reconoció sin dificultad al enano melancólico. |
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