"Una Realidad Aparte" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)

III

El 10 de junio de 1968 inicié un largo viaje con don Juan para participar en un mitote. Llevaba meses esperando esta oportunidad, pero no me hallaba verdaderamente seguro de querer ir. Pensaba que mi titubeo se debía al miedo de que en la reunión me viera obligado a ingerir peyote, pues no tenía la menor intención de hacerlo. Había expresado repetidamente estos sentimientos a don Juan. Al principio reía con paciencia, pero terminó declarando firmemente que no quería oír nada más acerca de mi miedo.

En lo que a mí respectaba, un mitote era el terreno ideal para verificar los esquemas que había construido. En primer lugar, nunca había abandonado por entero la idea de que en tales ceremonias se necesitaba un guía encubierto para asegurar acuerdo entre los participantes. De algún modo tenía yo el sentimiento de que don Juan había descartado mi idea por razones personales, pues le parecía más eficaz explicar en términos de "ver" todo cuanto ocurría en un mitote. Pensaba que mi interés por hallar una explicación adecuada en mis propios términos no iba de acuerdo con lo que él quería de mí; por tanto, tenía que descartar mi razonamiento, como solía hacer con todo lo que no se adaptaba a su sistema.

Justo antes de iniciar el viaje, don Juan alivió mi aprensión de tener que ingerir peyote diciéndome que yo asistía al mitote sólo para observar. Me sentí jubiloso. Estaba entonces casi seguro de que iba a descubrir el procedimiento oculto por el cual los participantes llegaban a un acuerdo.

Atardecía cuando partimos; el sol se hallaba casi en el horizonte; lo sentí en el cuello y desee tener una persiana en la ventana trasera del auto. Desde la cima de un cerro pude mirar un enorme valle; el camino era como un listón negro aplastado contra el suelo, subiendo y bajando innumerables colinas. Lo seguí un momento con los ojos antes de empezar el descenso; corría directamente hacia el sur hasta desaparecer sobre una hilera de montañas bajas en la distancia.

Don Juan, callado, miraba al frente. No habíamos dicho palabra en largo rato. Dentro del coche había un calor incómodo. Yo había abierto todas las ventanillas, pero eso no ayudaba porque el día era en extremo caluroso. Me sentía muy molesto e inquieto. Empecé a quejarme del calor.

Don Juan frunció el entrecejo y me miró interrogante.

– En esta época hace calor en todo México -dijo-. No se puede remediar.

No lo miré, pero supe que me contemplaba. El coche ganó velocidad al descender la cuesta. Vi vagamente una señal de carretera: vado. Cuando vi el vado mismo, iba muy rápido, y aunque frené sentimos el impacto y brincoteamos en los asientos. Reduje considerablemente la velocidad; atravesábamos una zona en que el ganado pastaba libre a los lados del camino, un área donde era común ver el cadáver de un caballo o una vaca atropellados por un auto. En cierto punto hube de detenerme por entero para que algunos caballos cruzaran la carretera. Cada vez me sentía más desazonado y molesto. Le dije que era el calor; que el calor me disgustaba desde la niñez, porque cada verano solía sentirme sofocado y apenas podía respirar.

– Ya no eres niño -dijo él.

– El calor me sofoca todavía.

– Bueno, a mí de niño me sofocaba el hambre -dijo con suavidad-. El hambre fue lo único que conocí de niño, y me hinchaba hasta que yo tampoco podía respirar. Pero eso fue cuando era niño. Ya no puedo sofocarme, ni puedo hincharme como sapo cuando tengo hambre.

No supe qué decir. Sentí que me estaba colocando en una posición insostenible y que pronto debería defender un punto que no me importaba defender. El calor no era tan malo. Lo que me molestaba era la perspectiva de manejar casi dos mil kilómetros hasta nuestro destino. Me irritaba la idea de tener que esforzarme.

– Por qué no paramos a comer algo -dije-. Quizá no haga tanto calor después que el sol se meta.

Don Juan me miró, sonriendo, y dijo que en largo trecho no había pueblos limpios, y que según entendía mi política era no comer en los puestos a los lados del camino.

– ¿Ya no le tienes miedo a la diarrea? -preguntó.

Me di cuenta que hablaba con sarcasmo, pero su rostro conservaba una expresión interrogante y, a la vez, seria.

– Del modo como te portas -dijo-, uno pensaría que la diarrea está allí acechando, esperando que salgas del coche para saltarte encima. Estás en un dilema terrible; si escapas del calor, la diarrea terminará por atraparte.

El tono de don Juan era tan serio que empecé a reír. Luego viajamos en silencio largo tiempo. Cuando llegamos a un parador para camiones llamado Los Vidrios ya estaba oscuro.

– ¿Qué tienen hoy? -gritó don Juan desde el auto.

– Carnitas -gritó a su vez una mujer desde adentro.

– Espero, por tu bien, que el puerco haya sido atropellado hoy -me dijo don Juan, riendo.

Salimos del coche. El camino se hallaba flanqueado, a ambos lados, por hileras de montañas bajas que parecían la lava solidificada de alguna gigantesca erupción volcánica. En la oscuridad, los picos negros, dentellados, se recortaban contra el cielo como enormes y ominosos muros de astillas de vidrio.

Mientras comíamos, dije a don Juan que, sin duda, el lugar debía su nombre a la forma de las montañas.

Don Juan repuso en tono convincente que el sitio se llamaba Los Vidrios porque un camión cargado de cristales se había volteado allí y los pedazos de vidrio se quedaron tirados en el camino durante años.

Sentí que se estaba haciendo el chistoso y le pedí decirme la verdadera razón.

– ¿Por qué no le preguntas a alguien? -dijo.

Interrogué a un hombre sentado en la mesa vecina; dijo en tono de disculpa, que no sabía. Entré en la cocina y pregunté a las mujeres si sabían, pero todas dijeron que no; que el lugar nada más se llamaba Los Vidrios.

– Creo que estoy en lo cierto -dijo don Juan en voz baja-. Los mexicanos no son dados a notar las cosas que los rodean. Estoy seguro de que no pueden ver las montañas de vidrio, pero claro que pueden dejar una montaña de vidrios tirada ahí durante años.

A ambos nos hizo gracia la imagen, y reímos.

Al terminar de comer, don Juan me preguntó cómo me sentía. Le dije que muy bien, pero en realidad experimentaba cierta náusea. Don Juan me miró con firmeza y pareció detectar mi sentimiento de malestar.

– Una vez que decidiste venir a México debiste haber dejado todos tus pinches miedos -dijo con mucha severidad-. Tu decisión de venir debió haberlos vencido. Viniste porque querías venir. Ese es el modo del guerrero. Te lo he dicho mil veces: el modo más efectivo de vivir es como guerrero. Preocúpate y piensa antes de hacer cualquier decisión, pero una vez que la hagas echa a andar libre de preocupaciones y de pensamientos; todavía habrá un millón de decisiones que te esperen. Ese es el modo del guerrero.

– Creo hacer eso, don Juan, al menos parte del tiempo. Pero es muy difícil estar recordándomelo siempre.

– Un guerrero piensa en su muerte cuando las cosas pierden claridad.

– Eso es todavía más difícil, don Juan. Para la mayoría de la gente, la muerte es muy vaga y remota. Jamás pensamos en ella.

– ¿Por qué no?

– ¿Por qué hacerlo?

– Muy sencillo -dijo-. Porque la idea de la muerte es lo único que templa nuestro espíritu.

Cuando salimos de Los Vidrios, estaba tan oscuro que la silueta quebrada de las montañas se había unificado con la tiniebla del cielo. Viajamos en silencio más de una hora. Me sentía cansado. Era como si no quisiese hablar porque no había nada de qué hablar. El tráfico era mínimo. Pocos coches se cruzaban con el nuestro, y al parecer éramos los únicos viajando hacia el sur por la carretera. Eso se me hacía extraño; miraba de continuo el espejo retrovisor para ver si otros carros venían por atrás, pero no descubría ninguno.

Tras un rato dejé de buscar coches y empecé a pensar de nuevo en la perspectiva de nuestro viaje. Entonces advertí que mis faros parecían extremadamente brillantes en contraste con la oscuridad en torno, y miré de nuevo el retrovisor. Vi primero un resplandor intenso y luego dos puntos de luz como brotados del suelo. Eran los faros de un coche sobre una loma en la distancia tras nosotros. Permanecieron visibles un rato, luego desaparecieron en la oscuridad como arrebatados; tras un momento aparecieron en otra cima, y luego desaparecieron de nuevo. Durante largo tiempo seguí en el espejo sus apariciones y desapariciones. En cierto punto se me ocurrió que el coche iba a alcanzarnos. Sin lugar a dudas, se acercaba. Las luces eran más grandes y brillantes. Pisé a fondo el acelerador. Tenía una sensación de inquietud. Don Juan pareció advertir mi preocupación, o acaso sólo notó el aumento en la velocidad. Primero me miró, después volvió la cara para mirar los faros distantes.

Me preguntó si me pasaba algo. Le dije que durante horas no había visto coches detrás de nosotros y que de pronto había advertido las luces de un auto que parecía acercarse cada vez más.

Soltó una risita chasqueante y me preguntó si de veras creía que se trataba de un carro. Le dije que tenía que ser un coche y él dijo que mi preocupación le revelaba que, de algún modo, yo debía haber sentido que lo que venía tras nosotros, fuera lo que fuese, no era un simple coche. Insistí en que lo creía sólo otro coche en la carretera, o acaso un camión.

– ¿Qué más puede ser? -dije, fuerte.

El aguijoneo de don Juan me había puesto nervioso.

El se volvió y me miró de lleno; luego asintió despacio, como midiendo lo que iba a decir.

– Ésas son las luces en la cabeza de la muerte -dijo con suavidad-. La muerte se las pone como un sombrero y después se lanza al galope. Ésas son las luces de la muerte al galope, ganando terreno, acercándose más y más.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Tras un rato miré de nuevo el retrovisor, pero las luces ya no estaban allí.

Dije a don Juan que el coche debía de haberse parado o salido del camino. El no volvió la cara; solamente estiró los brazos y bostezó.

– No -dijo-. La muerte nunca se para. A veces apaga sus luces, eso es todo.


Llegamos al noreste de México el 13 de junio. Dos indias viejas, de aspecto similar, que parecían ser hermanas, se hallaban junto con cuatro muchachas a la puerta de una pequeña casa de adobe. Detrás de la casa había una choza y un granero ruinoso del que sólo quedaba parte del techo y un muro. Aparentemente, las mujeres nos esperaban; deben haber avizorado mi coche por el polvo que levantaba en el camino de tierra que tomé al dejar la carretera pavimentada, unos tres kilómetros atrás. La casa estaba en un valle hondo, y vista desde la puerta la carretera parecía una larga cicatriz en lo alto de la ladera de las colinas verdes.

Don Juan salió del automóvil y habló un momento con las ancianas. Ellas señalaron unos bancos de madera frente a la puerta. Don Juan me hizo seña de acercarme y tomar asiento. Una de las viejas se sentó con nosotros; el resto de las mujeres entró en la casa. Dos muchachas permanecieron junto a la puerta, examinándome con curiosidad. Las saludé con la mano; entraron corriendo, entre risitas. Tras algunos minutos, dos hombres jóvenes llegaron a saludar a don Juan. No me dirigieron la palabra; ni siquiera me miraron. Hablaron brevemente con don Juan; luego él se levantó y todos, incluyendo a las mujeres, caminamos hasta otra casa, a menos de un kilómetro de distancia.

Allí nos encontramos con otro grupo. Don Juan entró, pero me indicó permanecer junto a la puerta. Miré adentro y vi a un indio viejo, como de la edad de don Juan, sentado en un banco de madera.

No acababa de anochecer. Un grupo de indios e indias jóvenes rodeaba de pie, en silencio, un viejo camión estacionado frente a la casa. Les hablé en español, pero deliberadamente evitaron responderme; las mujeres sofocaban risas cada vez que yo decía algo y los hombres sonreían corteses y hurtaban los ojos. Era como si no me entendieran, pero yo estaba seguro de que todos sabían español porque los había oído hablar entre si.

Tras un rato, don Juan y el otro anciano salieron y subieron en el camión, junto al conductor. Esa parecía ser una señal para que todos treparan en la plataforma del vehículo. No había tablas a los lados, y cuando el camión se puso en marcha nos agarramos a una larga cuerda atada a unos ganchos en el chasis.

El camión avanzaba despacio por el camino de tierra. En cierto punto, al llegar a una cuesta muy empinada, se detuvo y todos bajamos para caminar tras él; luego dos jóvenes saltaron de nuevo a la plataforma y se sentaron en el borde sin usar la cuerda. Las mujeres reían y los animaban a mantener su precaria posición. Don Juan y el anciano, a quien llamaban don Silvio, caminaban juntos y no parecían interesarse en el histrionismo de los jóvenes. Cuando el camino se niveló, todo el mundo volvió a subir en el camión.

Viajamos cerca de una hora. El piso era extremadamente duro e incómodo, así que me puse en pie y me sostuve del techo de la casilla: viajé en esa forma hasta que nos detuvimos frente a un grupo de chozas. Había allí más gente; ya estaba muy oscuro y yo sólo podía ver unas cuantas personas en la opaca luz amarillenta de una linterna de petróleo colgada junto a una puerta abierta.

Todos descendieron del camión y se mezclaron con la gente en las casas. Don Juan volvió a indicarme que permaneciese afuera. Me incliné contra el guardafango delantero del camión y tras uno o dos minutos se me unieron tres jóvenes. Había conocido a uno de ellos cuatro años antes, en un mitote. Me abrazó asiendo mis antebrazos.

– Estás muy bien -me susurró en español.

Nos quedamos quietos junto al camión. Era una noche cálida, con viento. Cerca podía oírse el suave retumbar de un arroyo. Mi amigo me preguntó, en un susurro, si tenía yo cigarros. Pasé una cajetilla. Al resplandor de los cigarros miré mi reloj. Eran las nueve.

Al rato, un grupo de gente emergió de la casa y los tres jóvenes se alejaron. Don Juan vino a decirme que había explicado mi presencia a satisfacción de todos y que estaba yo invitado a servir agua en el mitote. Dijo que nos iríamos en el acto.

Un grupo de diez mujeres y once hombres dejó la casa. El cabecilla de la partida era bastante fornido; tendría quizás alrededor de cincuenta y cinco años. Lo llamaban "Mocho". Daba pasos firmes, ágiles. Llevaba una lámpara de petróleo y al caminar la agitaba de lado a lado. En un principio pensé que la movía al azar, pero luego descubrí que lo hacía para marcar un obstáculo o un pasaje difícil en el camino. Anduvimos más de una hora. Las mujeres charlaban y reían suavemente de tiempo en tiempo. Don Juan y el otro anciano iban al principio de la fila; yo la cerraba. Mantenía los ojos en el suelo, tratando de ver por dónde caminaba.

Habían pasado cuatro años desde que don Juan y yo habíamos andado de noche en los cerros, y yo había perdido mucha destreza física. Tropezaba de continuo, e involuntariamente pateaba piedras. Mis rodillas carecían de flexibilidad; el camino parecía alzarse hacia mí en los sitios altos, o ceder bajo mis pies en los bajos. Era yo quien más ruido hacía al caminar, y eso me convertía en bufón involuntario. Alguien del grupo decía "aaay" cada vez que yo tropezaba, y todos reían. En cierto momento, una de las piedras que pateé golpeó el talón de una mujer y ella dijo en voz alta, para deleite general: "¡Denle una vela a ese pobre muchacho!" Pero la mortificación culminante fue cuando tropecé y tuve que asirme a la persona frente a mí; el hombre casi perdió el equilibrio a causa de mi peso y soltó, adrede, un grito fuera de toda proporción. Todo el mundo rió tan fuerte que el grupo tuvo que detenerse un rato.

En determinado momento, el hombre que guiaba movió la lámpara hacia arriba y hacia abajo. Esa parecía ser la señal de que habíamos llegado a nuestro destino. Hacia mi izquierda, a corta distancia, se vislumbraba la silueta oscura de una casa baja. El grupo se dispersó en distintas direcciones. Busqué a don Juan. Era difícil hallarlo en las tinieblas. Trastabillé ruidosamente durante un rato antes de advertir que se hallaba sentado en una roca.

Volvió a decirme que mi deber era llevar agua para los hombres que participarían. Años antes me había enseñado el procedimiento, pero insistió en refrescar mi memoria y me lo enseñó de nuevo.

Después fuimos atrás de la casa, donde todos los hombres se habían reunido. Ardía un fuego. A unos cinco metros de la hoguera había un área despejada cubierta de petates. Mocho, el hombre que nos guió, fue el primero en sentarse en uno de ellos; noté que le faltaba el borde superior de la oreja izquierda, lo cual explicaba su apodo. Don Silvio tomó asiento a su derecha y don Juan a su izquierda. Mocho se hallaba encarando el fuego. Un joven se acercó y puso frente a él una canasta plana con botones de peyote; luego tomó asiento entre Mocho y don Silvio, Otro joven trajo dos canastas pequeñas y las puso junto a los botones para luego sentarse entre Mocho y don Juan. Los otros dos jóvenes flanquearon a don Silvio y a don Juan, cerrando un círculo de siete personas. Las mujeres se quedaron dentro de la casa. Dos jóvenes estaban a cargo de mantener el fuego ardiendo toda la noche, y un adolescente y yo guardábamos el agua que se daría a los siete participantes tras su ritual de toda la noche. El muchacho y yo nos sentamos junto a una roca. El fuego y el receptáculo con agua se hallaban en lados opuestos y a igual distancia del círculo de participantes.

Mocho, el cabecilla, cantó su canción de peyote; tenía los ojos cerrados; su cuerpo se meneaba hacia arriba y hacia abajo. La canción era muy larga. No comprendí el idioma. Después todos ellos, uno por uno, cantaron sus canciones de peyote. No parecían seguir ningún orden preconcebido. Aparentemente cantaban cuando tenían ganas de hacerlo. Luego Mocho sostuvo la canasta con botones de peyote, tomó dos y volvió a dejarla en el centro del círculo; don Silvio fue el siguiente y después don Juan. Los cuatro jóvenes, que parecían formar una unidad aparte, tomaron cada uno dos botones de peyote, siguiendo una dirección contraria a la de las manecillas del reloj.

Cada uno de los siete participantes cantó y comió dos botones de peyote cuatro veces consecutivas; luego pasaron las otras dos canastas, que contenían fruta y carne seca.

Repitieron este ciclo varias veces durante la noche, pero no me fue posible detectar ningún orden subyacente en sus movimientos individuales. No hablaban entre sí; más bien parecían hallarse solos y ensimismados. Ni siquiera una vez vi que alguno de ellos prestara atención a lo que hacían los demás.

Antes del amanecer se levantaron, y el muchacho y yo les dimos agua. Después, caminé por los alrededores para orientarme. La casa era una choza de una sola habitación, una construcción de adobe de poca altura y techo de paja. El paisaje en torno era bastante opresivo. La choza estaba situada en una llanura áspera con vegetación mezclada. Arbustos y cactos crecían juntos, pero no había árboles en absoluto. No me dieron ganas de aventurarme más allá de la casa.

Las mujeres se marcharon en el curso de la mañana. Silenciosamente, los hombres se desplazaban por el área circunvecina a la casa. A eso del mediodía, todos nos sentamos de nuevo en el mismo orden que la noche anterior. Se pasó una canasta con trozos de carne seca cortados al tamaño de un botón de peyote. Algunos de los hombres cantaron sus canciones de peyote. Después de una hora o algo así, todos se levantaron y tomaron direcciones distintas.

Las mujeres habían dejado una olla de atole para los ayudantes del fuego y el agua. Comí un poco y dormí la mayor parte de la tarde.

Ya oscurecido, los jóvenes a cargo del fuego construyeron otra hoguera y el ciclo de tomar botones de peyote empezó de nuevo. Siguió en general el mismo orden que la noche precedente, terminando al amanecer.

Durante el curso de la noche pugné por observar y registrar cada movimiento realizado por cada uno de los siete participantes, con la esperanza de descubrir la más leve forma de un sistema detectable de comunicación, verbal o no, entre ellos. Pero nada en sus acciones revelaba un sistema subyacente.

Al anochecer del tercer día se renovó el ciclo de tomar peyote. Cuando la mañana llegó, supe que había fallado por completo en mi búsqueda de pistas que señalaran al guía encubierto; tampoco había podido descubrir ninguna forma de comunicación disimulada entre los participantes o el menor rastro de su sistema de acuerdo. Durante el resto del día estuve sentado a solas, tratando de organizar mis notas.

Cuando los hombres volvieron a juntarse para la cuarta noche, supe de alguna manera que ésta sería la última reunión. Nadie me había mencionado nada al respecto, pero yo sabía que al día siguiente se desbandarían. Nuevamente me senté junto al agua y todos los demás reasumieron sus posiciones en el orden ya establecido.

La conducta de los siete hombres en el circulo fue una réplica de lo que yo había observado las tres noches anteriores. Como en ellas, me concentré en sus movimientos. Quería registrar todo cuanto hicieran: cada ademán, cada sonido, cada gesto.

En cierto momento percibí en mi oído una especie de timbrazo; era un tipo común de zumbido en la oreja y no le presté atención. Se hizo más fuerte, pero aún se hallaba dentro de la gama de mis sensaciones corporales ordinarias. Recuerdo haber dividido mi atención entre observar a los hombres y escuchar el zumbido. Entonces, en un instante dado, los rostros de los hombres parecieron hacerse más brillantes; era como si una luz se hubiese encendido. Pero no acababa de semejar una luz eléctrica, ni una linterna, ni el reflejo del fuego en los rostros. Era más bien una iridiscencia: una luminosidad rosácea, muy tenue, pero detectable desde donde me hallaba. El zumbido pareció aumentar. Miré al muchacho que estaba conmigo, pero se había dormido.

La luminosidad rosácea se hizo por entonces más notoria. Miré a don Juan: sus ojos estaban cerrados; también los de Silvio y los de Mocho. No pude ver los ojos de los cuatro jóvenes porque dos de ellos se hallaban agachados y los otros dos me daban la espalda.

Me concentré más aún en la observación. Sin embargo, no me había dado cuenta cabal de estar realmente oyendo un zumbido y viendo un resplandor rosa cernirse sobre los hombres. Tras un momento tomé conciencia de que la tenue luz rosa y el zumbido eran muy firmes. Tuve un instante de intenso desconcierto y luego un pensamiento cruzó mi mente: un pensamiento sin nada que ver con la escena que presenciaba ni con el propósito que yo tenía en mente para estar allí. Recordé algo que mi madre me dijo una vez, cuando yo era niño. El pensamiento distraía y no venía en absoluto al caso; traté de descartarlo y concentrarme de nuevo en mi asidua observación, pero no pude. El pensamiento recurrió; era más fuerte, más exigente, y entonces oí con claridad la voz de mi madre llamarme. Oí el arrastrar de sus pantuflas y luego su risa. Me volví, buscándola; concebí que, transportado en el tiempo por algún tipo de alucinación o de espejismo, iba a verla, pero vi sólo al muchacho dormido junto a mí. Verlo fue una sacudida, y experimenté un breve momento de calma, de sobriedad.

Miré de nuevo hacia el grupo de los hombres. No habían cambiado en nada su postura. Sin embargo, la luminosidad había desaparecido, al igual que el zumbido en mis orejas.

Me sentí aliviado. Pensé que la alucinación de oír la voz de mi madre había concluido. Qué clara y vívida había sido esa voz. Me dije una y otra vez que, por un instante, la voz casi me había atrapado. Noté vagamente que don Juan estaba mirándome, pero eso no importaba. Lo mesmerizante era el recuerdo del llamado de mi madre. Pugné desesperadamente por pensar en otra cosa. Y entonces oí la voz de nuevo, con tanta claridad como si mi madre estuviera detrás de mí. Llamaba mi nombre. Me volví con rapidez, pero no vi más que la silueta oscura de la choza y los arbustos más allá.

El oír mi nombre me produjo la más profunda angustia. Gimotee involuntariamente. Sentí frío y mucha soledad y empecé a llorar. En ese momento tenía la sensación de necesitar a alguien que se preocupara por mí. Volví el rostro para mirar a don Juan; me observaba. No quería verlo, de modo que cerré los ojos. Y entonces vi a mi madre. No era el pensamiento de mi madre, la forma en que suelo pensar en ella. Era una visión clara de su persona parada junto a mí. Me sentí desesperado. Temblaba y quería escapar. La visión de mi madre era demasiado inquietante, demasiado ajena a lo que yo perseguía en ese mitote. Al parecer no había manera consciente de evitarla. Acaso podría haber abierto los ojos, de querer en verdad que la visión se desvaneciese, pero en vez de ello la examiné con detenimiento. Mi examen fue algo más que simplemente mirarla; fue un escrutinio y una valoración compulsivos. Un sentimiento muy peculiar me envolvió como una fuerza externa, y de pronto sentí la horrenda carga del amor de mi madre. Al oír mi nombre me desgarré; el recuerdo de mi madre me llenó de angustia y melancolía, pero al examinarla supe que nunca la había querido. Esa toma de conciencia me sacudió. Pensamientos e imágenes acudieron en avalancha. La visión de mi madre debe de haberse desvanecido mientras tanto; ya no era importante. Tampoco me interesaba ya lo que los indios hacían. De hecho, había olvidado el mitote. Me hallaba absorto en una serie de pensamientos extraordinarios: extraordinarios porque eran más que pensamientos; porque eran unidades de sentimiento completas, certezas emotivas, evidencias indisputables sobre la naturaleza de mi relación con mi madre.

En cierto momento, estos pensamientos extraordinarios cesaron de acudir. Noté que habían perdido su fluidez y la calidad de ser unidades de sentimiento completas. Había yo empezado a pensar en otras cosas. Mi mente desvariaba. Pensé en otros miembros de mi familia inmediata, pero ninguna imagen acompañaba mis pensamientos. Entonces miré a don Juan. Estaba de pie; los demás hombres también estaban de pie, y entonces todos caminaron hacia el agua. Me hice a un lado y codeé al muchacho que seguía dormido.


Casi tan pronto como don Juan subió en mi coche, le relaté la secuencia de mi asombrosa visión. Rió con gran deleite y dijo que mi visión era una señal, un augurio tan importante como mi primera experiencia con Mescalito. Recordé que, cuando ingerí peyote por vez primera, don Juan interpretó mis reacciones como un augurio importantísimo; de hecho, ésa fue la causa de que decidiera enseñarme su conocimiento.

Don Juan dijo que, durante la última noche del mitote, Mescalito se había cernido sobre mí en forma tan obvia que todo el mundo se sintió forzado a volverse en mi dirección; por eso él me estaba observando cuando yo lo miré.

Quise escuchar la interpretación que daba a mi visión, pero don Juan no quería hablar de ella. Dijo que cualquier cosa que yo hubiese experimentado era una tontería en comparación con el augurio. Don Juan siguió hablando de la luz de Mescalito derramándose sobre mí, y de cómo todos la habían visto.

– Eso sí fue algo bueno -dijo-. No podría yo pedir mejor señal.

Obviamente, don Juan y yo nos hallábamos en dos avenidas distintas de pensamiento. A él le concernía la importancia de los sucesos que había interpretado como señal; a mí me obsesionaban los detalles de la visión que había tenido.

– No me importan las señales -dije-. Quiero saber qué cosa me ocurrió.

Frunció el entrecejo, como disgustado, y durante un momento permaneció muy tieso y callado. Luego me miró. Su tono fue muy vigoroso. Dijo que lo único importante era que Mescalito había sido muy gentil conmigo, me había inundado con su luz y me había dado una lección sin que yo pusiera de mi parte más esfuerzo que el de estar allí.