"Una Realidad Aparte" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)

IV

El 4 de septiembre de 1968 fui a Sonora para visitar a don Juan. Cumpliendo una petición que me había hecho durarte mi visita previa, me detuve de paso en Hermosillo para comprarle un tequila fuera de comercio llamado bacanora. El encargo me parecía muy extraño, pues yo sabía que le disgustaba beber, pero compré cuatro botellas y las puse en una caja junto con otras cosas que le llevaba.

– ¡Vaya, trajiste cuatro botellas! -dijo, riendo, cuando abrió la caja-. Te pedí que me compraras una. Apuesto a que creíste que el bacanora era para mí, pero es para mi nieto Lucio, y tú tienes que dárselo como regalo personal de tu parte.

Yo había conocido al nieto de don Juan dos años antes; entonces tenía veintiocho. Era muy alto -más de un metro ochenta- y siempre vestía extravagantemente bien para sus medios y en comparación con sus iguales. Mientras la mayoría de los yaquis visten caqui y mezclilla, sombreros de paja y guaraches de fabricación casera, el atavío de Lucio consistía en una costosa chaqueta de cuero negra con escarolas de cuentas de turquesa, un sombrero tejano y un par de botas monogramadas y decoradas a mano.

Lucio quedó encantado al recibir el licor e inmediatamente metió las botellas a su casa, al parecer para almacenarlas. Don Juan comentó en forma casual que nunca hay que esconder licor ni beberlo a solas. Lucio dijo que en realidad no estaba escondiendo las botellas, sino guardándolas hasta la noche, hora en que invitaría a sus amigos a beber.

Esa noche, a eso de las siete, regresé a casa de Lucio. Había oscurecido. Discerní la vaga silueta de dos personas paradas bajo un árbol pequeño; eran Lucio y uno de sus amigos, quienes me esperaban y me guiaron a la casa con una linterna de pilas.

La vivienda de Lucio era una endeble construcción de dos habitaciones y piso de tierra, hecha con varas y argamasa. Medía unos seis metros de largo y la sustentaban vigas de mezquite, relativamente delgadas. Como todas las casas de los yaquis, tenía techo plano, de paja, y una "ramada" de tres metros de ancho: especie de toldo sobre toda la parte delantera de la casa. Un techo de ramada nunca tiene paja; se hace de ramas acomodadas con soltura, dando bastante sombra y a la vez permitiendo la circulación libre de la brisa refrescante.

Al entrar en la casa encendí la grabadora que llevaba dentro de mi portafolio. Lucio me presentó con sus amigos.

Había ocho hombres dentro de la casa, incluyendo a don Juan. Se hallaban sentados informalmente en torno al centro de la habitación, bajo la viva luz de una lámpara de gasolina que colgaba de una viga. Don Juan ocupaba un cajón. Tomé asiento frente a él en el extremo de una banca de dos metros hecha con una gruesa viga de madera clavada a dos horquillas plantadas en el suelo.

Don Juan había puesto su sombrero en el piso, junto a él. La luz de la lámpara hacía que su cabello corto y cano se viese más brillantemente blanco. Miré su rostro; la luz resaltaba asimismo las hondas arrugas en su cuello y su frente, y lo hacía parecer más moderno y más viejo.

Miré a los otros hombres; bajo la luz blanca verdosa de la lámpara de gasolina todos se veían cansados y viejos.

Lucio se dirigió en español a todo el grupo y dijo en voz fuerte que íbamos a beber una botella de bacanora que yo le había traído de Hermosillo. Fue al otro aposento, sacó una botella, y la descorchó y me la dio junto con una pequeña taza de hojalata. Serví un pequeñísimo tanto y lo bebí. El bacanora parecía más fragante y denso que el tequila común, y más fuerte también. Me hizo toser. Pasé la botella y todos se sirvieron un traguito: todos excepto don Juan; él nada más tomó la botella y la colocó frente a Lucio, que estaba al final de la línea.

Todos comentaron con vivacidad el rico sabor de esa botella en particular, y estuvieron de acuerdo en que el licor debía proceder de las montañas altas de Chihuahua.

La botella dio una segunda vuelta. Los hombres chasquearon los labios, repitieron sus elogios e iniciaron una animada discusión acerca de las notorias diferencias entre el tequila hecho en los alrededores de Guadalajara y el que se elabora a gran altitud en Chihuahua.

Durante la segunda vuelta, don Juan tampoco bebió, y yo sólo me serví un sorbo, pero los demás llenaron la taza hasta el borde. La botella volvió a pasar de mano en mano y se vació.

– Saca las otras botellas, Lucio -dijo don Juan.

Lucio pareció vacilar, y don Juan explicó a los otros, en tono enteramente casual, que yo había traído cuatro botellas para Lucio.

Benigno, un joven de la edad de Lucio, miró el portafolio que yo había colocado inconspicuamente detrás de mí y preguntó si era yo un vendedor de tequila. Don Juan le contestó que no, y que en realidad había ido a Sonora para verlo a él.

– Carlos está aprendiendo sobre Mescalito, y yo le estoy enseñando -dijo don Juan.

Todos me miraron y sonrieron con cortesía. Bajea, el leñador, un hombre pequeño y delgado, de facciones pronunciadas, fijó los ojos en mí durante un momento y luego dijo que el tendero me había acusado de ser espía de una compañía americana que planeaba explotar minas en la tierra yaqui. Todos reaccionaron como si tal acusación los indignara. Además, nadie se llevaba bien con el tendero, que era mexicano, o yori, como dicen los yaquis.

Lucio fue al otro aposento y regresó con una nueva botella de bacanora. La abrió, se sirvió un buen tanto y luego la pasó. La conversación se desvió hacia las probabilidades de que la compañía americana viniese a Sonora, y a su posible efecto sobre los yaquis. La botella volvió a Lucio. La alzó y miró su contenido para ver cuánto quedaba.

– Dile que no se apure -me susurró don Juan-. Dile que le traerás más la próxima vez que vengas.

Me incliné hacia Lucio y le aseguré que en mi próxima visita le llevaría al menos media docena de botellas.

En determinado momento, los temas de conversación parecieron agotarse. Don Juan se volvió hacia mi y dijo en voz alta:

– ¿Por qué no les cuentas aquí a los muchachos tus encuentros con Mescalito? Creo que eso será mucho más interesante que esta plática inútil de qué pasará si la compañía americana viene a Sonora.

– ¿Ese Mescalito es el peyote, agüelo? -preguntó Lucio con curiosidad.

– Alguna gente lo llama así -dijo don Juan secamente-. Yo prefiero llamarlo Mescalito.

– Esa chingadera lo vuelve a uno loco -dijo Genaro, un hombre alto y robusto, de edad madura.

– Eso de decir que Mescalito lo vuelve a uno loco es pura estupidez -dijo don Juan suavemente-. Porque si ése fuera el caso, Carlos andaría ahorita mismo con camisa de fuerza en vez de estar aquí platicando con ustedes. El ha tomado y mírenlo. Está muy bien.

Bajea sonrió y repuso con timidez: -¿Quién sabe? -y todo el mundo rió.

– Bueno, mírenme a mí -dijo don Juan-. Yo he conocido a Mescalito casi toda mi vida y jamás me ha hecho daño.

Los hombres no rieron, pero resultaba obvio que no lo tomaban en serio.

– Por otro lado -siguió don Juan-, es cierto que Mescalito lo vuelve loco a uno, como tú dijiste, pero eso pasa sólo cuando uno va a verlo sin saber lo que hace.

Esquere, un anciano que parecía de la edad de don Juan, rió suavemente, chasqueando la lengua, mientras meneaba la cabeza de un lado a otro.

– ¿Qué es lo que uno tiene que saber, Juan? -preguntó-. La última vez que te vi, te oí decir la misma cosa.

– La gente de veras se vuelve loca cuando toma esa chingadera del peyote -continuó Genaro-. Yo he visto a los huicholes comerlo. Parecía como si les hubiera dado la rabia. Echaban espuma por la boca y se vomitaban y se orinaban por todas partes. Te puede dar epilepsia por comer esa porquería. Eso me dijo una vez el señor Salas, el ingeniero del gobierno. Y la epilepsia es para toda la vida, ya saben.

– Eso es estar peor que los animales -añadió Bajea con solemnidad.

– Tu viste nomás lo que querías ver de los huicholes, Genaro -dijo Juan-. Por eso jamás te molestaste en preguntarles cómo es trabar amistad con Mescalito. Que yo sepa, Mescalito no le ha dado epilepsia a nadie. El ingeniero del gobierno es yori, y no creo que un yori sepa nada de eso ¿A poco de veras piensas que todos los miles de gentes que conocen a Mescalito están locas?

– Deben de estar locos o casi locos, para hacer una cosa así -respondió Genaro.

– Pero si todos esos miles estuvieran locos al mismo tiempo, ¿quién haría su trabajo? ¿Cómo se las arreglarían para ganarse la vida -preguntó don Juan.

– Macario, que viene del "otro lado" -(los EE.UU.)-, me dijo que quien lo toma ahí está marcado para toda la vida -dijo Esquere.

– Macario está mintiendo si dice tal cosa -dijo don Juan-. Estoy seguro de que no sabe lo que está diciendo.

– Ese dice muchas mentiras -dijo Benigno.

– ¿Quién es Macario? -pregunté.

– Un yaqui que vive aquí -dijo Lucio-. Ese dice que es de Arizona y Dizque estuvo en Europa cuando la guerra. Cuenta toda clase de historias.

– ¡Dizque fue coronel! -dijo Benigno.

Todo el mundo rió y por un rato la conversación se centró en los increíbles relatos de Macario, pero don Juan volvió nuevamente al tema de Mescalito.

– Si todos ustedes saben que Macario es un embustero, ¿cómo pueden creerle cuando habla de Mescalito?

– ¿Eso es el peyote, agüelo? -preguntó Lucio, como si en verdad pugnara por hallar sentido al término.

– ¡Sí! ¡Carajo!

El tono de don Juan fue cortante y abrupto. Lucio se encogió involuntariamente, y por un momento sentí que todos tenían miedo. Luego don Juan sonrió con amplitud y prosiguió en tono amable.

– ¿Es que no ven que Macario no sabe lo que dice? ¿No ven que para hablar de Mescalito hay que saber?

– Ahí va la burra al trigo -dijo Esquere-. ¿Qué carajos hay que saber? Estás peor que Macario. Al menos él dice lo que piensa, sepa o no sepa. Llevo años oyéndote decir que tenemos que saber. ¿Qué cosa tenemos que saber?

– Don Juan dice que hay un espíritu en el peyote -dijo Benigno.

– Yo he visto peyote en el campo, pero jamás he visto espíritus ni nada por el estilo -añadió Bajea.

– Mescalito es tal vez como un espíritu -explicó don Juan-. Pero lo que pueda ser no se aclara hasta que uno lo conoce. Esquere se queja de que llevo años diciendo esto. Pues, si. Pero no es culpa mía que ustedes no entiendan. Bajea dice que quien lo toma se vuelve como animal. Pues, yo no lo veo así. Para mí, los que se creen por encima de los animales viven peor que los animales. Aquí está mi nieto. Trabaja sin descanso. Yo diría que vive para trabajar, como una mula. Y lo único que él hace que no hace un animal es emborracharse.

Todos soltaron la risa. Víctor, un hombre muy joven que parecía hallarse aún en la adolescencia, rió en un tono por encima de los demás.

Eligio, un indio joven, no había pronunciado hasta entonces una sola palabra. Estaba sentado en el piso, a mi derecha, recargado contra unos costales de fertilizante químico que se habían apilado dentro de la casa para protegerlos de la lluvia. Era uno de los amigos de niñez de Lucio, más lleno de carnes y mejor formado. Eligio parecía preocupado por las palabras de don Juan. Bajea intentaba dar una réplica, pero Eligio lo interrumpió.

– ¿En qué forma cambiaría el peyote todo esto? -preguntó-. A mí me parece que el hombre nace para trabajar toda la vida, como las mulas.

– Mescalito cambia todo -dijo don Juan-, pero todavía tenemos que trabajar como todo el mundo, como mulas. Dije que había un espíritu en Mescalito porque algo como un espíritu es lo que produce el cambio en los hombres. Un espíritu que se ve y se toca, un espíritu que nos cambia, a veces aunque no queramos.

– El peyote te vuelve loco -dijo Genaro-, y entonces, claro, crees que has cambiado. ¿Verdad?

– ¿Cómo puede cambiarnos? -insistió Eligio.

– Nos enseña la forma correcta de vivir -dijo don Juan-. Ayuda y protege a quienes lo conocen. La vida que ustedes llevan no es vida. No conocen la felicidad que viene de hacer las cosas a propósito. ¡Ustedes no tienen un protector!

– ¿Qué quieres decir? -dijo Genaro con indignación-. Claro que tenemos. Nuestro Señor Jesucristo, y nuestra madre la Virgen, y la Virgencita de Guadalupe. ¿No son nuestros protectores?

– ¡Qué buen hatajo de protectores! -dijo don Juan, burlón-, ¿A poco te han enseñado a vivir mejor?

– Es que la gente no les hace caso -protestó Genaro-; y sólo le hacen caso al demonio.

– Si fueran protectores de verdad, los obligarían a escuchar -dijo don Juan-. Si Mescalito se convierte en tu protector, tendrás que escuchar quieras o no, porque puedes verlo y tienes que hacer caso de lo que te diga. Te obligará a acercarte a él con respeto. No como ustedes están acostumbrados a acercarse a sus protectores -aclaró.

– ¿Qué quieres decir, Juan? -preguntó Esquere.

– Quiero decir que, para ustedes, acercarse a sus protectores significa que uno de ustedes tiene que tocar el violín, y un bailarían tiene que ponerse su máscara y sonajas y bailar, mientras todos ustedes beben. Tú, Benigno, fuiste pascola; cuéntanos cómo fue eso.

– No más que tres años y después lo dejé -dijo Benigno-. Es trabajo duro.

– Pregúntenle a Lucio -dijo Esquere, satírico-. ¡Ese lo dejó en una semana!

Todos rieron, excepto don Juan. Lucio sonrió, aparentemente apenado, y se tomó dos grandes tragos de bacanora.

– No es duro, es estúpido -dijo don Juan-. Pregúntenle a Valencio, el pascola, si goza de su baile. ¡Pos no! Se acostumbró, eso es todo. Yo llevo años de verlo bailar, y siempre veo los mismos movimientos mal hechos. No tiene orgullo de su arte, salvo cuando habla del baile. No le tiene cariño, y por eso año tras año repite los mismos movimientos. Lo que su baile tenía de malo al principio ya se hizo duro. Ya no lo puede ver.

– Así le enseñaron a bailar -dijo Eligio-. Yo también fui pascola, en el pueblo de Torim. Sé que hay que bailar como le enseñan a uno.

– De todas maneras, Valencio no es el mejor pascola -dijo Esquere-. Hay otros. ¿Qué tal Sacateca?

– Sacateca es un hombre de conocimiento; no es de la misma clase que ustedes -dijo don Juan con severidad-. Ese baila porque ésa es la inclinación de su naturaleza. Lo que yo quería decir era sólo que ustedes, que no son pascolas, no gozan las danzas. Si el pascola es bueno, capaz, algunos de ustedes sacarán placer. Pero no hay muchos de ustedes que sepan tanto de la danza de los pascolas; por eso ustedes se contentan con una alegría muy pinche. Por eso todos ustedes son borrachos. ¡Miren, ahí está mi nieto!

– ¡Ya no le haga agüelo! -protestó Lucio.

– No es flojo ni estúpido -prosiguió don Juan-, ¿pero qué más hace aparte de tomar?

– ¡Compra chamarras de cuero! -observó Genaro, y todos los oyentes rieron a carcajadas.

– ¿Y cómo va el peyote a cambiar eso? -preguntó Eligió.

– Si Lucio buscara al protector -dijo don Juan-, su vida cambiaría. No sé exactamente cómo, pero estoy seguro de que sería distinta.

– ¿O sea que dejaría la bebida? -insistió Eligio.

– A lo mejor. Necesita algo más que tequila para tener una vida satisfecha. Y ese algo, sea lo que sea, puede que se lo dé el protector.

– Entonces el peyote ha de ser muy sabroso -dijo Eligio.

– Yo no dije eso -repuso don Juan.

– ¿Cómo carajos lo va uno a disfrutar si no sabe bien? -dijo Eligio.

– Lo hace a uno disfrutar mejor de la vida -dijo don Juan.

– Pero si no sabe bien, ¿cómo va a hacernos disfrutar mejor la vida? -persistió Eligio-. Esto no tiene ni pies ni cabeza.

– Claro que tiene -dijo Genaro con convicción-. El peyote te vuelve loco y naturalmente crees que estás gozando de la vida como nunca, hagas lo que hagas.

Todos rieron de nuevo.

– Sí tiene sentido -prosiguió don Juan, incólume- cuando piensas lo poco que sabemos y lo mucho que hay por verse. El trago es lo que enloquece a la gente. Empaña las imágenes. Mescalito, en cambio, lo aclara todo. Te hace ver tan bien. ¡Pero tan bien!

Lucio y Benigno se miraron y sonrieron como si hubiesen oído antes la historia. Genaro y Esquere se impacientaron más y empezaron a hablar al mismo tiempo. Victor rió por encima de todas las otras voces. Eligio parecía ser el único interesado.

– ¿Cómo puede el peyote hacer todo eso? -preguntó.

– En primer lugar -explicó don Juan-, debes tener el deseo de hacer su amistad, y creo que esto es lo más importante. Luego alguien tiene que ofrecerte a él, y debes reunirte con él muchas veces antes de poder decir que lo conoces.

– ¿Y qué pasa después? -preguntó Eligio.

– Te cagas en el techo con el culo en el suelo -interrumpió Genaro. El público rugió.

– Lo que pasa después depende por completo de ti -prosiguió don Juan sin perder el control-. Debes acudir a él sin miedo y, poco a poco, él te enseñará cómo vivir una vida mejor.

Hubo una larga pausa. Los hombres parecían cansados. La botella estaba vacía. Con obvia renuencia, Lucio abrió otra.

– ¿Es también el peyote el protector de Carlos? -preguntó Eligio en tono de broma.

– Yo no sé -dijo don Juan-. Lo ha probado tres veces; dile a él que te cuente.

Todos se volvieron hacia mí con curiosidad, y Eligio preguntó:

– ¿De veras lo hiciste?

– Si. Lo hice.

Al parecer, don Juan había ganado un asalto con su público. Estaban interesados en oír de mi experiencia, o bien eran demasiado corteses para reírse en mi cara.

– ¿No te cortó la boca? -preguntó Lucio.

– Si y también tenía un sabor espantoso.

– ¿Entonces por qué lo comiste? -preguntó Benigno. Empecé a explicar, en términos elaborados, que para un occidental el conocimiento que don Juan tenía del peyote era una de las cosas más fascinantes que podían hallarse.

Añadí luego que cuanto él había dicho al respecto era cierto, y que cada uno de nosotros podía verificarlo por sí mismo.

Advertí que todos sonreían como ocultando su desdén. Me puse muy incómodo. Tenía conciencia de mi torpeza para transmitir lo que realmente pensaba. Hablé un rato más, pero había perdido el ímpetu y sólo repetí lo que ya don Juan había dicho. Don Juan acudió en mi ayuda y preguntó en tono confortante:

– Tú no andabas buscando un protector cuando te encontraste por vez primera a Mescalito, ¿verdad?

Les dije que yo no sabía que Mescalito pudiera ser un protector, y que sólo me movían mi curiosidad y un gran deseo de conocerlo.

Don Juan reafirmó que mis intenciones habían sido impecables, y dijo que a causa de ello Mescalito tuvo un efecto benéfico sobre mí.

– Pero te hizo vomitar y orinar por todas partes, ¿no? -insistió Genaro.

Le dije que, en efecto, me había afectado de tal manera. Todos rieron en forma contenida. Sentí que su desdén hacia mí había crecido más aun. No parecían interesados, con excepción de Eligio, que me observaba.

– ¿Qué viste? -preguntó.

Don Juan me instó a narrarles todos, o casi todos, los detalles salientes de mis experiencias, de modo que describí la secuencia y la forma de lo que había percibido. Cuando terminé de hablar, Lucio hizo un comentario.

– Te sacó la… ¡Qué bueno que yo nunca lo he comido!

– Es lo que les decía -dijo Genaro a Bajea-. Esa chingadera lo vuelve a uno loco.

– Pero Carlos no está loco ahora. ¿Cómo explicas eso? -preguntó don Juan a Genaro.

– ¿Y cómo sabemos que no está? -replicó Genaro.

Todos soltaron la risa, inclusive don Juan.

– ¿Tuviste miedo? -preguntó Benigno.

– Claro que si.

– ¿Entonces por qué lo hiciste? -preguntó Eligio.

– Dijo que quería saber -repuso Lucio en mi lugar-. Yo creo que Carlos se está volviendo como mi abuelo. Los dos han estado diciendo que quieren saber, pero nadie sabe qué carajos quieren saber.

– Es imposible explicar eso -dijo don Juan a Eligio- porque es distinto para cada hombre. Lo único que es igual para todos nosotros es que Mescalito revela sus secretos en forma privada a cada hombre. Porque yo sé como se siente Genaro, no le recomiendo que busque a Mescalito. Sin embargo, pese a mis palabras o a lo que él siente, Mescalito podría crearle un efecto totalmente benéfico. Pero sólo él lo puede averiguar, y ése es el saber del que yo he estado hablando.

Don Juan se puso de pie.

– Es hora de irse -dijo-. Lucio está borracho y Víctor ya se durmió.


Dos días después, el 6 de septiembre, Lucio, Benigno y Eligio fueron a la casa donde yo me alojaba, para que saliéramos de cacería. Permanecieron en silencio un rato mientras yo seguía escribiendo mis notas. Entonces Benigno rió cortésmente, como advertencia de que iba a decir algo importante.

Tras un embarazoso silencio, rió de nuevo y dijo:

– Aquí Lucio dice que quiere comer peyote.

– ¿De veras lo harías? -pregunté.

– Sí. Me da igual hacerlo o no hacerlo.

La risa de Benigno brotó a borbollones:

– Lucio dice que él come peyote si tú le compras una motocicleta.

Lucio y Benigno se miraron y echaron a reír.

– ¿Cuánto cuesta una motocicleta en los Estados Unidos? -preguntó Lucio.

– Probablemente la conseguirás en cien dólares -dije.

– Eso no es mucho por allá, ¿verdad? Podrías conseguírsela fácilmente, ¿no? -preguntó Benigno.

– Bueno, déjame preguntarle primero a tu abuelo -dije a Lucio.

– No, no -protestó-. Ni se lo menciones. Lo va a echar todo a perder. Es bien raro. Y además, está muy viejo y muy chocho y no sabe lo que hace.

– Antes era un brujo de los buenos -añadió Benigno-. Digo, de a de veras. En mi casa dicen que era el mejor. Pero se las dio de peyotero y acabó mal. Ahora ya está muy viejo.

– Y repite y repite las mismas pendejadas sobre el peyote -dijo Lucio.

– Ese peyote es pura mierda -dijo Benigno-. Sabes, lo probamos una vez. Lucio le sacó a su abuelo un costal entero. Una noche que íbamos al pueblo lo mascamos. ¡Hijo de puta! me hizo pedazos la boca. ¡Tenía un sabor de la chingada!

– ¿Lo tragaron? -pregunté.

– Lo escupimos -dijo Lucio-, y tiramos todo el pinche costal.

Ambos pensaban que el incidente era muy chistoso. Eligio, mientras tanto, no había dicho una palabra. Estaba apartado, como de costumbre. Ni siquiera rió.

– ¿A ti te gustaría probarlo, Eligio? -pregunté.

– No. Yo no. Ni por una motocicleta.

Lucio y Benigno hallaron la frase absolutamente chistosa y rugieron de nuevo.

– Sin embargo -continuó Eligio-, tengo que decir que don Juan me intriga.

– Mi abuelo es demasiado viejo para saber nada -dijo Lucio con gran convicción.

– Sí, es demasiado viejo -resonó Benigno.

La opinión que los dos jóvenes tenían de don Juan me parecía pueril e infundada. Sentí que era mi deber salir en defensa de su reputación, y les dije que en mi opinión don Juan era entonces, como lo había sido antes, un gran brujo, tal vez incluso el más grande de todos. Dije que sentía en él algo en verdad extraordinario. Los insté a recordar que don Juan, teniendo más de setenta años, poseía mayor fuerza y energía que todos nosotros juntos. Reté a los jóvenes a comprobarlo tratando de tomar por sorpresa a don Juan.

– A mi abuelo nadie lo agarra desprevenido -dijo Lucio orgullosamente-. Es brujo.

Le recordé que lo habían llamado viejo y chocho, y que un viejo chocho no sabe lo que pasa en su derredor. Dije que la presteza de don Juan me había maravillado en repetidas ocasiones.

– Nadie puede tomar por sorpresa a un brujo, aunque sea viejo -dijo Benigno con autoridad-. Lo que sí, pueden caerle en montón cuando esté dormido. Eso le pasó a un tal Cevicas. La gente se cansó de sus malas artes y lo mató.

Les pedí detalles de aquel evento, pero dijeron que había ocurrido años atrás cuando eran aún muy chicos. Eligio añadió que en el fondo la gente creía que Cevicas había sido solamente un charlatán, pues nadie podía dañar a un brujo de verdad. Traté de seguir interrogándolos sobre sus opiniones acerca de los brujos. No parecían tener mucho interés en el tema; además, estaban ansiosos de salir a disparar el rifle 22 que yo llevaba.

Guardamos silencio un rato mientras caminábamos hacia el espeso chaparral; luego Eligio, que iba a la cabeza de la fila, se volvió a decirme:

– A lo mejor los locos somos nosotros. A lo mejor don Juan tiene razón. Mira nada más cómo vivimos.

Lucio y Benigno protestaron. Yo intenté mediar. Apoyé a Eligió y les dije que yo mismo había sentido algo erróneo en mi manera de vivir. Benigno dijo que yo no tenía motivo para quejarme de la vida; que tenía dinero y coche. Repuse que yo fácilmente podría decir que ellos mismos estaban mejor porque cada uno poseía un trozo de tierra. Respondieron al unísono que el dueño de su tierra era el banco ejidal. Les dije que yo tampoco era dueño de mi coche, que el propietario era un banco californiano, y que mi vida era sólo distinta a las suyas, pero no mejor. Para entonces ya estábamos en los matorrales densos.

No hallamos venados ni jabalíes, pero cobramos tres liebres. Al regreso nos detuvimos en casa de Lucio y él anunció que su esposa haría guisado de liebre. Benigno fue a la tienda a comprar una botella de tequila y a traernos refrescos. Cuando volvió, don Juan iba con él.

– ¿Hallaste a mi agüelo tomando cerveza en la tienda? -preguntó Lucio, riendo.

– No he sido invitado a esta reunión -dijo don Juan-. Sólo pasé a preguntarle a Carlos si siempre se va a Hermosillo.

Le dije que planeaba salir al día siguiente, y mientras hablábamos Benigno distribuyó las botellas. Eligio dio la suya a don Juan, y como entre los yaquis rehusar algo, aun como cumplido, es una descortesía mortal, don Juan la tomó en silencio. Yo di la mía a Eligio, y él se vio obligado a tomarla. Benigno, a su vez, me dio su botella. Pero Lucio, que obviamente había visualizado todo el esquema de buenos modales yaquis, ya había terminado de beber su refresco. Se volvió a Benigno, que lucía una expresión patética, y dijo riendo:

– Te chingaron tu botella.

Don Juan dijo que él nunca bebía refresco y puso su botella en manos de Benigno. Quedamos en silencio, sentados bajo la ramada.

Eligio parecía nervioso. Jugueteaba con el ala de su sombrero.

– He estado pensando en lo que decía usted la otra noche -dijo a don Juan-. ¿Cómo puede el peyote cambiar nuestra vida? ¿Cómo?

Don Juan no respondió. Miró fijamente a Eligio durante un momento y luego empezó a cantar en yaqui. No era una canción propiamente dicha, sino una recitación corta. Permanecimos largo rato sin hablar. Luego pedí a don Juan que me tradujese las palabras yaquis.

– Eso fue solamente para los yaquis -dijo con naturalidad.

Me sentí desanimado. Estaba seguro de que había dicho algo de gran importancia.

– Eligio es indio -me dijo finalmente don Juan-, y como indio, Eligio no tiene nada. Los indios no tenemos nada. Todo lo que ves por aquí pertenece a los yoris. Los yaquis sólo tienen su ira y lo qué la tierra les ofrece libremente.

Nadie abrió la boca en bastante rato; luego don Juan se levantó y dijo adiós y se fue. Lo miramos hasta que desapareció tras un recodo del camino. Todos parecíamos estar nerviosos. Lucio nos dijo, deshilvanadamente, que su abuelo se había marchado porque detestaba el guisado de liebre. Eligio parecía sumergido en pensamientos. Benigno se volvió hacia mí y dijo, fuerte:

– Yo pienso que el Señor los va a castigar a ti y a don Juan por lo que están haciendo.

Lucio empezó a reír y Benigno se le unió.

– Ya te estás haciendo el payaso, Benigno -dijo Eligio, sombrío-. Lo que acabas de decir no vale madre.


15 de septiembre, 1968


Eran las nueve de una noche de sábado. Don Juan estaba sentado frente a Eligio en el centro de la ramada en casa de Lucio. Don Juan puso entre ambos su saco de botones de peyote y cantó meciendo ligeramente su cuerpo hacia atrás y hacia adelante. Lucio, Benigno y yo nos hallábamos cosa de metro y medio detrás de Eligio, sentados con la espalda contra la pared. Al principio la oscuridad fue completa. Habíamos estado dentro de la casa, a la luz de la linterna de gasolina, esperando a don Juan. Al llegar, él nos hizo salir a la ramada y nos dijo dónde sentarnos. Tras un rato mis ojos se acostumbraron a lo oscuro. Pude ver claramente a todos. Advertí que Eligio parecía aterrado. Su cuerpo entero temblaba; sus dientes castañeteaban en forma incontrolable. Sacudidas espasmódicas de su cabeza y su espalda lo convulsionaban.

Don Juan le habló diciéndole que no tuviera miedo y confiase en el protector y no pensara en nada más. Con ademán despreocupado tomó un botón de peyote, lo ofreció a Eligio y le ordenó mascarlo muy despacio. Eligio gimió como un perrito y retrocedió. Su respiración era muy rápida; sonaba como el resoplar de un fuelle. Se quitó el sombrero y se enjugó la frente. Se cubrió el rostro con las manos. Pensé que lloraba. Transcurrió un momento muy largo y tenso antes de que recuperara algún dominio de si. Enderezó la espalda y, aún cubriéndose la cara con una mano, tomó el botón de peyote y comenzó a mascarlo.

Sentí una aprensión tremenda. No había advertido, hasta entonces, que acaso me hallaba tan asustado como Eligio. Mi boca tenía una sequedad similar a la que produce el peyote. Eligio mascó el botón durante largo rato. Mi tensión aumentó. Empecé a gemir involuntariamente mientras mi respiración se aceleraba.

Don Juan empezó a canturrear más alto; luego ofreció otro botón a Eligio y, cuando Eligio lo hubo terminado, le ofreció fruta seca y le indicó mascarla poco a poco.

Eligio se levantó repetidas veces para ir a los matorrales. En determinado momento pidió agua. Don Juan le dijo que no la bebiera, que sólo hiciese buches con ella.

Eligio masticó otros dos botones y don Juan le dio carne seca,

Cuando hubo mascado su décimo botón, yo estaba casi enfermo de angustia.

De pronto, Eligio cayó hacia adelante y su frente golpeó el suelo. Rodó sobre el costado izquierdo y se sacudió convulsivamente. Miré mi reloj. Eran las once y veinte. Eligio se sacudió, se bamboleó y gimió durante más de una hora, tirado en el suelo.

Don Juan mantuvo la misma posición frente a él. Sus canciones de peyote eran casi un murmullo. Benigno, sentado a mi derecha, parecía distraído; Lucio, junto a él, se había dejado caer de lado y roncaba.

El cuerpo de Eligio se contrajo a una posición retorcida. Yacía sobre el costado izquierdo, de frente hacia mí, con las manos entre las piernas. Dio un poderoso salto y se volvió sobre la espalda, con las piernas ligeramente curvadas. Su mano izquierda se agitaba hacia afuera y hacia arriba con un movimiento libre y elegante en extremo. La mano derecha repitió el mismo diseño, y luego ambos brazos alternaron en un movimiento lento, ondulante, parecido al de un arpista. El movimiento se hizo gradualmente más vigoroso. Los brazos tenían una vibración perceptible y subían y bajaban como pistones. Al mismo tiempo, las manos giraban hacia adelante, desde la muñeca, y los dedos se agitaban. Era un espectáculo bello, armonioso, hipnótico. Pensé que su ritmo y su dominio muscular estaban más allá de toda comparación.

Entonces Eligio se levantó despacio, como si se estirara contra una fuerza envolvente. Su cuerpo temblaba. Se sentó en cuclillas y luego empujó hasta quedar erecto. Sus brazos, tronco y cabeza vibraban como si los atravesase una corriente eléctrica intermitente. Era como si una fuerza ajena a su control lo asentara o lo impulsase hacia arriba.

El canto de don Juan se hizo muy fuerte. Lucio y Benigno despertaron y miraron sin interés la escena durante un rato y luego volvieron a dormirse.

Eligio parecía moverse hacia arriba. Al parecer estaba escalando. Ahuecaba las manos para agarrarse a objetos más allá de mi visión. Se empujó hacia arriba e hizo una pausa para recuperar el aliento.

Queriendo ver sus ojos me acerqué más a él, pero don Juan me miró con fiereza y retrocedí a mi puesto.

Entonces Eligio saltó. Fue un salto formidable, definitivo. Al parecer, había llegado a su meta. Resoplaba y sollozaba con el esfuerzo. Parecía asido a un borde. Pero algo iba alcanzándolo. Chilló desesperado. Sus manos se aflojaron y empezó a caer. Su cuerpo se arqueó hacia atrás, y un hermosísimo escarceo coordinado lo convulsionó de la cabeza a los pies. La oleada lo atravesó unas cien veces antes de que su cuerpo se desplomara como un costal sin vida.

Tras un rato extendió los brazos hacia el frente, como protegiendo su rostro. Mientras yacía sobre el pecho, sus piernas se estiraron hacia atrás; estaban arqueadas a unos centímetros del suelo, dando al cuerpo la apariencia exacta de deslizarse o volar a una velocidad increíble. La cabeza estaba arqueada hacia atrás, a todo lo que daba; los brazos unidos sobre los ojos, escudándolos. Podía yo sentir el viento silbando en torno suyo. Boqueé y di un fuerte grito involuntario. Lucio y Benigno despertaron y miraron con curiosidad a Eligio.

– Si me compras una moto, lo masco ahorita -dijo Lucio en voz alta.

Miré a don Juan. El hizo un gesto imperativo con la cabeza.

– ¡Hijo de puta! -masculló Lucio, y volvió a dormirse.

Eligio se puso en pie y echó a andar. Dio unos pasos hacia mí y se detuvo. Pude verlo sonreír con una expresión beatífica. Trató de silbar. El sonido no era claro, pero tenía armonía. Era una tonada. Constaba solamente de un par de barras, repetidas una y otra vez. Tras un rato el silbido se hizo nítidamente audible, y luego se convirtió en una melodía aguda. Eligio murmuraba palabras ininteligibles. Las palabras parecían ser la letra de la tonada. La repitió durante horas. Una canción muy sencilla: repetitiva, monótona, pero extrañamente bella.

Al cantar, Eligio parecía estar mirando algo. En cierto momento se acercó mucho a mí. Vi unos ojos en la semioscuridad. Estaban vidriosos, transfigurados. Sonrió y soltó una risita. Caminó y tomó asiento y caminó de nuevo, gruñendo y suspirando.

De repente, algo pareció haberlo empujado desde atrás Su cuerpo se arqueó por enmedio, como movido por una fuerza directa. En determinado instante, Eligio estaba equilibrado sobre la punta de los pies, formando un círculo casi completo, sus manos tocando el suelo. Cayó de nuevo, suavemente, sobre la espalda, y se extendió a todo su largo adquiriendo una rigidez extraña.

Gimoteó y gruñó durante un rato, luego empezó a roncar. Don Juan lo cubrió con unos sacos de arpillera.

Eran las 5:35 AM.


Lucio y Benigno dormían hombro contra hombro, recargados en la pared. Don Juan y yo estuvimos callados largo rato. El se veía fatigado. Rompí el silencio y le pregunté por Eligió. Me dijo que el encuentro de Eligio con Mescalito había tenido un éxito excepcional; Mescalito le había enseñado una canción en su primer encuentro y eso era ciertamente extraordinario.

Le pregunté por qué no había dejado a Lucio tomar peyote a cambio de una motocicleta. Dijo que Mescalito habría matado a Lucio si éste se le hubiera acercado bajo tales condiciones. Don Juan admitió haber preparado todo cuidadosamente para convencer a su nieto; me dijo que había contado con mi amistad con Lucio como parte central de su estrategia. Dijo que Lucio había sido siempre su gran preocupación, y que en una época ambos vivieron juntos y estaban muy unidos, pero Lucio enfermó gravemente a los siete años y el hijo de don Juan, católico devoto, prometió a la Virgen de Guadalupe que Lucio ingresaría en una sociedad sagrada de danzantes si su vida se salvaba. Lucio se recobró y fue obligado a cumplir el juramento. Duró una semana como aprendiz, y luego se resolvió a romper el voto. Pensó que moriría a resultas de esto, templó su ánimo y durante un día entero esperó la llegada de la muerte. Todo el mundo se burló del niño y el incidente jamás se olvidó.

Don Juan pasó largo rato sin hablar. Parecía haber sido cubierto por un mar de pensamientos.

– Mi trampa era para Lucio -dijo- y en vez de él hallé a Eligio. Yo sabía que no tenía caso, pero cuando se quiere a alguien debemos insistir como se debe, como si fuera posible rehacer a los hombres. Lucio tenía valor cuando era niño, y luego lo perdió a lo largo del camino,

– ¿No puede usted embrujarlo, don Juan?

– ¿Embrujarlo? ¿Para qué?

– Para que cambie y recobre su valor.

– La brujería no se usa para dar valor. El valor es algo personal. La brujería es para volver a la gente inofensiva o enferma o tonta. No se embruja para hacer guerreros. Para ser guerrero hay que ser claro como el cristal, igual que Eligio. ¡Ahí tienes a un hombre de valor!

Eligio roncaba apaciblemente bajo los costales. Despuntaba el día. El cielo era de un azul impecable. No había nubes a la vista.

– Daría cualquier cosa en este mundo -dije- por saber del viaje de Eligio. ¿Se opondría usted a que yo le pidiera que me lo contara?

– ¡Bajo ninguna circunstancia debes pedirle eso!

– ¿Por qué no? Yo le cuento a usted mis experiencias.

– Eso es distinto. No es tu inclinación guardarte las cosas para ti solo. Eligio es indio. Su viaje es todo lo que tiene. Ojalá hubiera sido Lucio.

– ¿No hay nada que pueda usted hacer, don Juan?

– No. Por desgracia, no hay manera de hacerles huesos a las aguamalas. Fue sólo mi desatino.

Salió el sol. Su luz empañó mis ojos cansados.

– Me ha dicho usted muchas veces, don Juan, que un brujo no puede permitirse desatinos. Jamás pensé que tuviera usted alguno.

Don Juan me miró con ojos penetrantes. Se levantó, miró a Eligio y luego a Lucio. Se encajó el sombrero en la cabeza, palmeándolo en la copa.

– Es posible insistir, insistir como es debido, aunque sepamos que lo que hacemos no tiene caso -dijo, sonriendo-. Pero primero debemos saber que nuestros actos son inútiles, y luego proceder como si no lo supiéramos. Eso es el desatino controlado de un brujo.