"Una Realidad Aparte" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)V El 5 de octubre de 1968 regresé a casa de don Juan con el único propósito de interrogarlo sobre los hechos en torno a la iniciación de Eligio. Al releer el recuento de lo que tuvo lugar entonces, se me había ocurrido una serie de dudas casi interminables. Como buscaba explicaciones muy precisas, preparé de antemano una lista de preguntas, eligiendo cuidadosamente las palabras más adecuadas. Empecé por preguntarle: – ¿Vi aquella noche, don Juan? – Estuviste a punto. – ¿Vio usted que yo – Sí. Vi que Mescalito te permitía En el último mitote, yo no había advertido que ninguno de los participantes realizara movimientos fuera de lo común. Le dije que podía asegurar con certeza que todo cuanto había registrado en mis notas era que algunos se levantaban para ir a los matorrales más a menudo que otros. – Pero casi Sentí que don Juan me acorralaba de nuevo. Me resultaba imposible responder su pregunta. Siempre había creído haber renunciado al aprendizaje para salvarme, pero no tenía idea de qué era aquello de lo que me salvaba, ni para qué. Quise cambiar de inmediato el sentido de nuestra conversación, y para tal fin abandoné la intención de proseguir con mis preguntas premeditadas y expuse mi duda más importante. – Acaso podría usted decirme más acerca de su desatino controlado -dije. – ¿Qué quieres saber de eso? – Dígame por favor, don Juan, ¿qué es exactamente el desatino controlado? Don Juan rió fuerte y produjo un sonido chasqueante golpeándose el muslo con la mano ahuecada. – ¡Esto es desatino controlado! -dijo, y nuevamente rió y golpeó su muslo. – ¿Qué quiere usted decir…? – Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y sin embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que preguntases, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado! Ambos reímos con ganas. Lo abracé. Su explicación me resultaba deliciosa, aunque no acababa de comprenderla. Como de costumbre, estábamos sentados en el área frente a la puerta de su casa. Mediaba la mañana. Don Juan tenía delante una pila de semillas y les estaba quitando la basura. Yo había ofrecido ayudarlo pero él rehusó; dijo que las semillas eran un regalo para uno de sus amigos en Oaxaca y que yo no tenía el poder suficiente para tocarlas. – ¿Con quiénes practica usted el desatino controlado, don Juan? -pregunté tras un silencio largo. El chasqueó la lengua. – ¡Con todos! -exclamó, sonriendo. – Entonces, ¿cuándo decide usted practicarlo? – Cada vez que actúo. En ese punto sentí necesidad de recapitular, y le pregunté si desatino controlado significaba que sus actos no eran nunca sinceros, sino sólo los actos de un actor. – Mis actos son sinceros -dijo-, pero sólo son los actos de un actor. – ¡Entonces todo lo que usted hace debe ser desatino controlado! -dije, verdaderamente sorprendido. – Sí, todo -dijo él. – Pero no puede ser cierto -protesté- que cada uno de sus actos sea únicamente eso. – ¿Por qué no? -replicó con una mirada misteriosa. – Eso significaría que nada tiene caso para usted y que nada ni nadie le importan en verdad. Yo, por ejemplo. ¿Quiere usted decir que no le importa si yo me convierto o no en hombre de conocimiento, o si vivo, si muero, si hago cualquier cosa? – ¡Cierto! No me importa. Tú eres como Lucio, o como cualquier otro en mi vida, mi desatino controlado. Experimenté una peculiar sensación de vacío. Obviamente no había en el mundo razón alguna para que yo hubiera de importarle a don Juan, pero a la vez yo tenía casi la certeza de que se preocupaba por mi en lo personal; pensaba que no podía ser de otro modo, pues siempre me había dedicado su atención completa durante cada momento que yo había pasado con él. Se me ocurrió que acaso don Juan sólo decía eso por estar molesto conmigo. Después de todo, yo abandoné sus enseñanzas. – Siento que no estamos hablando de lo mismo -dije-. No debía haberme puesto como ejemplo. Lo que quise decir es que debe haber algo en el mundo que a usted le importe en una forma que no sea desatino controlado. No creo que sea posible seguir viviendo si nada nos importa en realidad. – Eso se aplica a ti -dijo-. Las cosas te importan a ti. Tú me preguntaste por mi desatino controlado y yo te dije que todo cuanto hago en relación conmigo mismo y con mis semejantes es precisamente eso, porque nada importa. – La cosa es, don Juan, que si nada le importa, ¿cómo puede usted seguir viviendo? Rió, y tras una pausa momentánea, en la que pareció deliberar si responderme o no, se levantó y fue al traspatio de su casa. Lo seguí. – Espere, espere, don Juan -dije-. De veras quiero saber; debe usted explicarme lo que quiere decir. – A lo mejor no es posible explicar -dijo él-. Ciertas cosas de tu vida te importan porque son importantes; tus acciones son ciertamente importantes para ti, pero para mí, ni una sola cosa es importante ya, ni mis acciones ni las acciones de mis semejantes. Pero sigo viviendo porque tengo mi voluntad. Porque he templado mi voluntad a lo largo de toda mi vida, hasta hacerla impecable y completa, y ahora no me importa que nada importe. Mi voluntad controla el desatino de mi vida. Se acuclilló y pasó los dedos sobre unas hierbas que había puesto a secar al sol en un gran trozo de arpillera. Me hallaba desconcertado. Jamás habría podido anticipar la dirección que mi interrogatorio había tomado. Tras una larga pausa, pensé en un buen punto. Le dije que en mi opinión algunos actos de mis semejantes tenían importancia suprema. Señalé que una guerra nuclear era definitivamente el ejemplo más dramático de un acto así. Dije que, para mí, destruir la vida en toda la faz de la tierra era un acto de enormidad vertiginosa. – Crees eso porque estás pensando. Estás pensando en la vida -dijo don Juan con un brillo en la mirada-. No estás – ¿Me sentiría distinto si pudiera – Una vez que un hombre aprende a Hizo una pausa y me miró como queriendo juzgar el efecto de sus palabras. – Tus acciones, así como las acciones de tus semejantes en general, te parecen importantes sólo porque has Puso una inflexión tan peculiar en la palabra "aprendido" que me forzó a inquirir a qué se refería con ella. – Aprendemos a pensar en todo -dijo-, y luego entrenamos nuestros ojos para mirar al mismo tiempo que pensamos de las cosas que miramos. Nos miramos a nosotros mismos pensando ya que somos importantes. ¡Y por supuesto tenemos que Don Juan debe haber notado mi expresión intrigada; repitió sus aseveraciones tres veces, como para hacerme comprenderlas. Lo que dijo me sonó al principio como un galimatías, pero al pensarlo cuidadosamente, sus palabras descollaron más bien como una declaración elaborada acerca de alguna faceta de la percepción. Intenté pensar una buena pregunta que lo hiciera clarificar su argumento, pero no se me ocurrió nada. De un momento a otro me sentía exhausto y no podía formular con claridad mis pensamientos. Don Juan pareció notar mi fatiga y me dio unas palmaditas suaves. – Limpia estas plantas aquí -dijo-, y luego las desmenuzas con cuidado y las pones en este frasco. Me dio un frasco grande de café y se marchó. Volvió a su casa horas después, al atardecer. Yo había terminado de deshebrar sus plantas y tenido tiempo de sobra para escribir mis notas. Quise hacerle acto seguido algunas preguntas, pero no estaba de humor para responderme. Dijo que se moría de hambre y que primero debía preparar su comida. Encendió un fuego en su estufa de tierra y puso una olla con extracto de caldo de hueso. Atisbó en las bolsas de provisiones que yo había llevado y sacó unas verduras, las cortó en trozos pequeños y las echó en la olla. Luego se acostó en su petate, se quitó los huaraches y me indicó sentarme más cerca de la estufa, para alimentar el fuego. Estaba casi oscuro; desde mi puesto podía ver el cielo hacia el oeste. Las orillas de unas espesas formaciones de nubes estaban teñidas de un color anteado profundo, mientras el centro de las nubes permanecía casi negro. Iba yo a comentar la belleza de las nubes, pero él habló primero. – Esponjosas por fuera y apretadas por dentro -dijo señalando las nubes. Su frase encajaba tan a la perfección que me hizo saltar. – En este momento yo iba a hablarle de las nubes -dije. – Entonces te gané -dijo, y rió con abandono infantil. Le pregunté si estaba de humor para responder algunas preguntas. – ¿Qué quieres saber? -repuso. – Lo que me dijo usted esta tarde acerca del desatino controlado me ha inquietado muchísimo -dije-. Realmente no puedo entenderlo. – Claro que no puedes entenderlo -dijo-. Estás tratando de pensarlo, y lo que yo dije no encaja con tus pensamientos. – Estoy tratando de pensarlo -dije- porque ésa es la única forma en que yo, personalmente, puedo entender cualquier cosa. Por ejemplo, don Juan, ¿dice usted que, cuando uno aprende a – No dije de valor. Dije de importancia. Todo es igual y por lo tanto sin importancia. Por ejemplo, no hay manera de decir que mis actos son más importantes que los tuyos, o que una cosa es más esencial que otra; por lo tanto, todas las cosas son iguales, y al ser iguales carecen de importancia. Le pregunté si estaba declarando que lo que había llamado "ver" era en efecto una "manera mejor" que el simple "mirar las cosas". Dijo que los ojos del hombre podían realizar ambas funciones, pero ninguna era mejor que la otra; sin embargo, educar los ojos nada más para mirar era, en su opinión, un desperdicio innecesario. – Por ejemplo, para reír necesitamos mirar con los ojos -dijo-, porque sólo cuando miramos las cosas podemos captar el filo gracioso del mundo. En cambio, cuando nuestros ojos – ¿Quiere usted decir, don Juan, que un hombre que ve nunca puede reír? Permaneció en silencio un rato. – Tal vez haya hombres de conocimiento que nunca ríen -dijo-. Pero no conozco ninguno. Los que conozco – ¿Lloraría asimismo un hombre de conocimiento? – Por supuesto. Nuestros ojos miran para que podamos reír, o llorar, o regocijarnos, o estar tristes, o estar contentos. A mí personalmente no me gusta estar triste; por eso, cada vez que presencio algo que por lo común me entristecería, simplemente cambio los ojos y lo veo en lugar de mirarlo. Pero cuando encuentro algo gracioso, miro y me río. – Pero entonces, don Juan, su risa es genuina, y no desatino controlado. Don Juan se me quedó mirando un momento. – Yo hablo contigo porque me haces reír -dijo-. Me haces acordar a unas ratas coludas del desierto que se quedan atracadas cuando meten la cola en agujeros tratando de ahuyentar a otras ratas para robarles la comida. Tú quedas atrapado en tus propias preguntas. ¡Ten cuidado! A veces, esas ratas se arrancan la cola al soltarse. La comparación me hizo gracia y reí. Don Juan me había enseñado cierta vez unos roedores pequeños, de cola peluda, que parecían ardillas gordas; la imagen de una de esas ratas rechonchas arrancándose la cola a tirones era triste y al mismo tiempo morbosamente chistosa. – Mi risa, así como todo cuanto hago, es de verdad -dijo don Juan-, pero también es desatino controlado porque es inútil; no cambia nada y sin embargo lo hago. – Pero según yo lo entiendo, don Juan, su risa no es inútil. Lo hace a usted feliz. – ¡No! Soy feliz porque escojo mirar las cosas que me hacen feliz, y entonces mis ojos captan su filo gracioso y me río. Te lo he dicho incontables veces. Siempre hay que escoger el camino con corazón para estar lo mejor posible, quizá para poder reír todo el tiempo. Interpreté sus palabras en el sentido de que el llanto era inferior a la risa, o al menos, quizá, un acto que nos debilitaba. El aseveró que no había diferencia intrínseca y que ambas cosas carecían de importancia; dijo, empero, que su preferencia era la risa, porque la risa hacía a su cuerpo sentirse mejor que el llanto. En este punto sugerí que, si uno tiene preferencia, no hay igualdad; si él prefería la risa al llanto, la primera era sin duda más importante. Don Juan mantuvo tercamente que su preferencia no quería decir que no fueran iguales, y yo insistí diciendo que nuestra discusión podía extenderse lógicamente al planteamiento de que, si todas las cosas eran supuestamente iguales, ¿por qué no elegir también la muerte? – Eso hacen muchos hombres de conocimiento -dijo-. Un día desaparecen así no más. La gente piensa que los emboscaron y los mataron a causa de sus hechos. Prefieren morir porque no les importa. En cambio, yo prefiero vivir, y reír, no porque importe, sino porque esa preferencia es la inclinación de mi naturaleza. Si digo que prefiero o escojo es porque Esta frase me intrigó sobremanera. Le pedí explicar qué quería decir con ella. Repitió la misma formulación varias veces, como dándose tiempo para organizarla en términos distintos, y luego remachó su argumento diciendo que con lo de "pensar" se refería a la idea constante que tenemos de todo en el mundo. Dijo que "ver" disipaba esa costumbre y, mientras yo no aprendiera a "ver", no podría comprender lo que él decía. – Pero si nada importa, don Juan, ¿por qué va a importar que yo aprenda a – Una vez te dije que nuestra suerte como hombres es aprender, para bien o para mal -repuso-. Yo he aprendido a “Por eso un hombre de conocimiento elige un camino con corazón y lo sigue: y luego mira y se regocija y ríe; y luego ve y sabe. Sabe que su vida se acabará en un abrir y cerrar de ojos; sabe que él, así como todos los demás, no va a ninguna parte; sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás. En otras palabras, un hombre de conocimiento no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni tierra, sólo tiene vida que vivir, y en tal condición su única liga con sus semejantes es su desatino controlado. Así, un hombre de conocimiento se esfuerza, y suda, y resuella, y si uno lo mira es como cualquier hombre común, excepto que el desatino de su vida está bajo control. Como nada le importa más que nada, un hombre de conocimiento escoge cualquier acto, y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado lo lleva a decir que lo que él hace importa y lo lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no importa; de modo que, cuando completa sus actos se retira en paz, sin pena ni cuidado de que sus actos fueran buenos o malos, o tuvieran efecto o no. "Por otro lado, un hombre de conocimiento puede preferir quedarse totalmente impasible y no actuar jamás, y comportarse como si el ser impasible le importara de verdad; también en eso será genuino y justo, porque eso es también su desatino controlado". En este punto me enredé en un esfuerzo muy complicado por explicar a don Juan mi interés en saber qué motivaría a un hombre de conocimiento a actuar en determinada forma a pesar de saber que nada importaba. Chasqueó suavemente la lengua antes de responder. – Tú piensas en tus actos -dijo-. Por eso tienes que creer que tus actos son tan importantes como piensas que son, cuando en realidad nada de lo que uno hace es importante. ¡Nada! Pero entonces, si nada importa en realidad, me preguntaste, ¿cómo puedo seguir viviendo? Sería más sencillo morir; eso es lo que dices y lo que crees, porque estás pensando en la vida, igual que ahora piensas en cómo será Bostezó. Se acostó de espaldas y estiró los brazos y las piernas. Sus huesos produjeron un sonido crujiente. – Te fuiste por un tiempo muy largo. Piensas demasiado. Se levantó y fue al espeso chaparral a un lado de la casa. Alimenté el fuego para mantener hirviendo la olla. Iba a encender una lámpara de petróleo, pero la semioscuridad era muy confortante. El fuego de la estufa, que daba luz suficiente para escribir, creaba asimismo un resplandor rojizo en mi alrededor. Puse mis notas en el suelo y me acosté. Me sentía cansado. De toda la conversación de don Juan, lo único que punzaba mi mente era que yo no le importaba; eso me producía una inquietud inmensa. Durante un lapso de años yo había depositado en él mi confianza. De no haber confiado en él por entero, el miedo me habría paralizado ante la perspectiva de aprender su conocimiento; la premisa en que mi confianza se basaba era la idea de que yo le importaba en lo personal; de hecho siempre le tuve miedo, pero frené mi temor porque confiaba en él. Cuando él quitó esa base, me dejó sin nada en que apoyarme, y me sentí desvalido. Una angustia muy extraña se posesionó de mi. Me puse extremadamente agitado y empecé a pasear de un lado a otro frente a la estufa. Don Juan tardaba mucho. Lo esperé con impaciencia. Regresó un rato después; volvió a sentarse ante el fuego y yo solté atropelladamente mis temores. Le dije que me preocupaba mi incapacidad de cambiar de dirección a mitad de la corriente; le expliqué que, junto con la confianza que le tenía, había aprendido también a respetar su forma de vivir y a considerarla intrínsecamente más racional, o al menos más funcional, que la mía. Dije que sus palabras me habían lanzado a un conflicto terrible porque involucraban la necesidad de cambiar mis sentimientos. Para ilustrar mi argumento, narré a don Juan la historia de un anciano de mi propia cultura: un abogado rico, conservador, que había vivido su vida convencido de sostener la verdad. En los primeros años del treinta, con el advenimiento de la política del presidente Roosevelt se vio envuelto apasionadamente en el drama político de aquella época. Poseía la seguridad categórica de que el cambio era perjudicial al país, y por devoción a su forma de vida y convicción de estar en lo justo, juró combatir lo que consideraba un mal político. Pero la marea de la época era demasiado fuerte; lo avasalló. Pugnó contra ella a lo largo de diez años, en la arena política y en el territorio de su vida personal; luego, la segunda guerra mundial selló sus esfuerzos con la derrota completa. Su caída política e ideológica dio por resultado una profunda amargura; se autoexiló durante veinticinco años. Cuando lo conocí, tenía ochenta y cuatro y había vuelto a su ciudad natal a pasar sus últimos días en un asilo de ancianos. Me parecía inconcebible que hubiese vivido tanto, teniendo en cuenta la forma en que había despilfarrado su vida en amargura y autocompasión. Por algún motivo mi compañía le resultaba amena, y solíamos conversar largamente. La última vez que lo vi, concluyó nuestra conversación en la forma siguiente: – He tenido tiempo de volver la cara y examinar mi vida. Los asuntos de mi tiempo no son hoy más que una historia, y ni siquiera una historia interesante. Acaso desperdicié años de mi vida persiguiendo algo que nunca existió. Últimamente he tenido el sentimiento de que creí en algo que era una farsa. No valía la pena. Creo que ahora lo sé. Y sin embargo no puedo recobrar los cuarenta años que he perdido. Dije a don Juan que mi conflicto surgía de las dudas a que me habían arrojado sus palabras sobre el desatino controlado. – Si nada importa en realidad -dije-, al convertirse en hombre de conocimiento uno se hallaría, forzosamente, tan vacío como mi amigo y no en mejor posición. – No es así -dijo don Juan, cortante-. Tu amigo se siente solo porque morirá sin "Conque ahora me tienes miedo por haberte dicho que eres igual a todo lo demás. Te estás haciendo el necio. Nuestra suerte como hombres es aprender, y al conocimiento se va como a la guerra; te lo he dicho incontables veces. Al conocimiento o a la guerra se va con miedo, con respeto, sabiendo que se va a la guerra, y con absoluta confianza en sí mismo. Confía en ti, no en mí. "Conque temes el vacío de la vida de tu amigo. Pero no hay vacío en la vida de un hombre de conocimiento: te lo digo yo. Todo está lleno hasta el borde. Don Juan se puso en pie y extendió los brazos como palpando cosas en el aire. – Todo está lleno hasta el borde -repitió-, y todo es igual. Yo no soy como tu amigo que nada más se hizo viejo. Cuando yo te digo que nada importa, no lo digo como él. Para él, su lucha no valió la pena porque salió derrotado; para mí no hay victoria, ni derrota, ni vacío. Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena. "Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear, hasta que uno vea, y sólo entonces puede uno darse cuenta que nada importa. Don Juan revolvió la olla con una cuchara de madera. La comida estaba lista. Quitó la olla del fuego y la puso en un bloque rectangular de adobe que había construido contra la pared y que usaba como repisa o mesa. Empujó con el pie dos cajones pequeños que servían como sillas cómodas, especialmente si uno se recargaba contra las vigas que soportaban el muro. Me hizo seña de tomar asiento y sirvió un plato de sopa. Sonrió; sus ojos brillaban como si en verdad disfrutara mi presencia. Suavemente deslió el plato en mi dirección. Había en su gesto tal calor y bondad que parecía estarme pidiendo restaurar mi confianza en él. Me sentí idiota; traté de romper mi pesadumbre mientras buscaba mi cuchara, pero no pude hallarla. La sopa estaba demasiado caliente para beberla del plato, y mientras se enfriaba pregunté a don Juan si desatino controlado quería decir que un hombre de conocimiento ya no podía querer a nadie. Dejó de comer y rió. – Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti -dijo-. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado. Lo contrario de lo que tú haces ahora. Que los otros lo quieren o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre. Se me quedó viendo un rato, con la cabeza algo ladeada. – Piénsalo -dijo. – Hay una cosa más que quiero preguntar, don Juan. Dijo usted que necesitamos mirar con nuestros ojos para reír, pero yo creo que nos reímos porque pensamos. Un ciego también se ríe. – No -dijo-. Los ciegos no ríen. Sus cuerpos se sacuden un poquito con la oleada de la risa. Jamás han mirado el filo gracioso del mundo y tienen que imaginarlo. Su risa no es rugido. No hablamos más. Yo experimentaba una sensación de bienestar, de felicidad. Comimos en silencio; luego don Juan empezó a reír. Yo estaba usando una rama seca para llevar las verduras a mi boca. Hoy, en cierto momento, pregunté a don Juan si tenía inconveniente en hablar un poco más sobre "ver". Pareció deliberar un instante; luego sonrió y dijo que de nuevo me hallaba envuelto en mi rutina de costumbre, tratando de hablar en vez de hacer. – Si quieres Yo estaba ayudándole a limpiar unas hierbas secas. Trabajamos un buen rato en silencio completo. Cuando me veo forzado a un silencio prolongado me entra siempre la aprensión, sobre todo en presencia de don Juan. En un momento dado le presenté una pregunta en una especie de arranque compulsivo, casi beligerante. – ¿Cómo ejercita su desatino controlado un hombre de conocimiento en el caso de la muerte de una persona a quien ama? Tomado por sorpresa, don Juan me miró extrañado. – Digamos su nieto Lucio -dije-. ¿Serían desatino controlado los actos de usted en caso de que él muriera? – Digamos mi hijo Eulalio, es mejor ejemplo -repuso con calma don Juan-. Lo aplastó un derrumbe cuando trabajaba en la construcción de la Carretera Panamericana. La manera como actué con él en el momento de su muerte fue desatino controlado. Cuando llegué a la zona de explosivos, casi estaba muerto, pero su cuerpo era tan fuerte que seguía moviéndose y pataleando. Me puse frente a él y les dije a los muchachos de la cuadrilla que ya no lo acarrearan; me obedecieron y se quedaron allí parados alrededor de mi hijo, mirando su cuerpo maltrecho. Yo también me quedé allí parado, pero sin mirar. Cambié mis ojos para Don Juan guardó silencio unos instantes. Parecía triste, pero entonces sonrió y golpeteó mi cabeza con un dedo. – Puedes decir que, en el caso de la muerte de un persona a quien amo, mi desatino controlado es cambiar los ojos. Pensé en la gente que yo amo, y una oleada de pena, terriblemente opresiva, me envolvió. – Dichoso usted, don Juan -dije-. Usted puede cambiar los ojos, mientras que yo no puedo sino mirar. Mis frases lo hicieron reír. – ¡Qué dichoso ni qué la chingada! -dijo-. Es trabajo duro. Ambos reímos. Tras un largo silencio empecé a interrogarlo de nuevo, quizá sólo para disipar mi propia tristeza. – Entonces, don Juan, si le he entendido correctamente -dije-, los únicos actos en la vida de un hombre de conocimiento que no son desatino controlado son aquéllos que realiza con su aliado o con Mescalito. ¿No es cierto? – Es cierto -dijo chasqueando la lengua-. Mi aliado y Mescalito no están al nivel de nosotros los seres humanos. Mi desatino controlado se aplica sólo a mí mismo y a los actos que realizo en compañía de mis semejantes. – Sin embargo -dije-, es una posibilidad lógica pensar que un hombre de conocimiento puede también considerar desatino controlado sus actos con su aliado o con Mescalito, ¿verdad? Me miró un momento. – Estás pensando otra vez -dijo-. Un hombre de conocimiento no piensa, por lo tanto no puede encontrarse con esa posibilidad. Aquí estoy yo, por ejemplo. Yo digo que mi desatino controlado se aplica a los actos que realizo en compañía de mis semejantes; lo digo porque puedo "Ahí estás tú, por ejemplo. A mí no me importa si te haces o no hombre de conocimiento; sin embargo, a Mescalito le importa. Si no le importara, no daría tantos pasos para mostrar que se ocupa de ti. Yo me doy cuenta de que se ocupa y actúo de acuerdo con eso, pero sus razones me son incomprensibles." |
||
|