"Una Realidad Aparte" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)

VI

Justamente cuando subíamos en mi coche para iniciar un viaje al estado de Oaxaca, el 5 de octubre de 1968, don Juan me detuvo.

– Te he dicho antes -dijo con expresión grave- que nunca hay que revelar el nombre ni el paradero de un brujo. Creo que entendiste que nunca debías revelar mi nombre ni el sitio donde está mi cuerpo. Ahora voy a pedirte que hagas lo mismo con un amigo mío, un amigo a quien llamarás Genaro. Vamos a ir a su casa; pasaremos allí un tiempo.

Aseguré a don Juan no haber traicionado jamás su confianza.

– Lo sé -dijo sin alterar su seriedad-. Pero me preocupa que vayas a volverte descuidado.

Protesté, y don Juan dijo que su propósito era únicamente recordarme que, cada vez que uno se descuidaba en asuntos de brujería, estaba jugando con una muerte inminente y sin sentido, la cual podía evitarse siendo precavido y alerta.

– Ya no tocaremos este asunto -dijo-. Una vez que salgamos de mi casa no mencionaremos a Genaro ni pensaremos en él. Quiero que desde ahora pongas en orden tus pensamientos. Cuando lo conozcas debes ser claro y no tener dudas en tu mente.

– ¿A qué clase de dudas se refiere usted, don Juan?

– A cualquier clase de dudas. Cuando lo conozcas, debes ser claro como el cristal. ¡El te va a ver!

Sus extrañas admoniciones me produjeron una gran aprensión. Mencioné que acaso no debía conocer en absoluto a su amigo. Pensé que sólo debía llevar a don Juan cerca de donde aquél vivía y dejarlo allí.

– Lo que te dije fue sólo una precaución -dijo él-. Ya conociste a un brujo, Vicente, y casi te mató. ¡Ten cuidado esta vez!


Cuando llegamos a la parte central de México, nos tomó dos días caminar desde donde dejé mi coche hasta la casa del amigo, una chocita encaramada en la ladera de una montaña. El amigo de don Juan estaba en la puerta, como si nos aguardara. Lo reconocí de inmediato. Ya había tenido contacto con él, aunque brevemente, cuando llevé mi libro a don Juan. Aquella vez no lo había mirado en realidad, sino muy por encima, y tuve la impresión de que era de la misma edad que don Juan. Sin embargo, al verlo en la puerta de su casa advertí que definitivamente era más joven. No tendría muchos años más de los sesenta. Era más bajo y más esbelto que don Juan, muy moreno y magro. Tenía el cabello espeso, veteado de gris y un poco largo; le cubría en parte las orejas y la frente. Su rostro era redondo y duro. Una nariz muy prominente lo hacía parecer un ave de presa con pequeños ojos oscuros.

Habló primero con don Juan. Don Juan asintió con la cabeza. Conversaron brevemente. No hablaban en español, así que no entendí lo que decían. Luego don Genaro se volvió hacia mí.

– Sea usted bienvenido a mi humilde choza -dijo en español y en tono de disculpa.

Sus palabras eran una fórmula de cortesía que yo había oído antes en diversas áreas rurales de México. Pero al decirlas rió gozoso, sin ninguna razón evidente, y supe que estaba ejerciendo su desatino controlado. No le importaba en lo más mínimo que su casa fuera una choza. Don Genaro me simpatizó mucho.


Durante los dos días siguientes, fuimos a las montañas para recoger plantas. Don Juan, don Genaro y yo salíamos cada día al romper el alba. Los dos viejos se encaminaban juntos a una parte especifica, pero no identificada, de las montañas, y me dejaban solo en cierta zona del bosque. Yo tenía allí una sensación exquisita. No advertía el paso del tiempo, ni me daba aprensión el quedarme solo; la experiencia extraordinaria que tuve ambos días fue una inexplicable capacidad para concentrarme en la delicada tarea de hallar las plantas específicas que don Juan me había confiado recoger.

Regresábamos a la casa al caer la tarde, y los dos días mi cansancio me hizo dormirme en el acto.

Pero el tercer día fue distinto. Los tres trabajamos juntos, y don Juan pidió a don Genaro enseñarme cómo seleccionar determinadas plantas. Regresamos alrededor del mediodía y los dos viejos estuvieron sentados frente a la casa horas enteras, en completo silencio, como si se hallaran en estado de trance. Pero no estaban dormidos. Caminé un par de veces alrededor de ellos; don Juan seguía con los ojos mis movimientos, y lo mismo hacía don Genaro.

– Hay que hablar con las plantas antes de cortarlas -dijo don Juan. Dejó caer al descuido sus palabras y repitió la frase tres veces, como para captar mi atención. Nadie había dicho una sola palabra hasta que él habló.

– Para ver a las plantas hay que hablarles personalmente -prosiguió-. Hay que llegar a conocerlas una por una; entonces las plantas te dicen todo lo que quieras saber de ellas.

Atardecía. Don Juan estaba sentado en una piedra plana, de cara a las montañas del oeste; don Genaro, junto a él, ocupaba un petate y miraba hacia el norte. Don Juan me había dicho, el primer día que estuvimos allí, que ésas eran las "posiciones" de ambos, y que yo debía sentarme en el suelo en cualquier sitio frente a los dos. Añadió que, mientras nos halláramos sentados en esas posiciones, yo tenía que mantener el rostro hacia el sureste, y mirarlos sólo en breves vistazos.

– Sí, así pasa con las plantas, ¿no? -dijo don Juan y se volvió a don Genaro, quien manifestó su acuerdo con un gesto afirmativo.

Le dije que el motivo de que yo no hubiera seguido sus instrucciones era que me sentía un poco estúpido hablando con las plantas.

– No acabas de entender que un brujo no está bromeando -dijo con severidad-. Cuando un brujo hace el intento de ver, hace el intento de ganar poder.

Don Genaro me observaba. Yo estaba tomando notas y eso parecía desconcertarlo. Me sonrió, meneó la cabeza y dijo algo a don Juan. Don Juan alzó los hombros. Verme escribir debe haber sido bastante extraño para don Genaro. Don Juan, supongo, se hallaba acostumbrado a mis anotaciones, y el hecho de que yo escribiera mientras él hablaba ya no le producía extrañeza; podía continuar hablando sin parecer advertir mis actos. Don Genaro, en cambio, no dejaba de reír, y tuve que abandonar mi escritura para no romper el tono de la conversación.

Don Juan volvió a afirmar que los actos de un brujo no debían tomarse como chistes, pues un brujo jugaba con la muerte en cada vuelta del camino. Luego procedió a relatar a don Genaro la historia de cómo una noche, durante uno de nuestros viajes, yo había mirado las luces de la muerte, siguiéndome. La anécdota resultó absolutamente graciosa; don Genaro rodó por el suelo riendo.

Don Juan me pidió disculpas y dijo que su amigo era dado a explosiones de risa. Miré a don Genaro, a quien creí todavía rodando en el suelo, y lo vi ejecutar un acto de lo más insólito. Estaba parado de cabeza sin ayuda de brazos ni piernas, y tenía las piernas cruzadas como si se encontrara sentado. El espectáculo era tan insólito que me hizo saltar. Cuando tomé conciencia de que don Genaro estaba haciendo algo casi imposible, desde el punto de vista de la mecánica corporal, él había vuelto a sentarse en una postura normal. Don Juan, empero, parecía tener conocimiento de lo involucrado, y celebró a carcajadas la hazaña de don Genaro.

Don Genaro parecía haber notado mi confusión; palmoteó un par de veces y rodó nuevamente en el suelo; al parecer quería que yo lo observara. Lo que al principio había parecido rodar en el suelo era en realidad inclinarse estando sentado, y tocar el suelo con la cabeza. Aparentemente lograba su ilógica postura ganando impulso, inclinándose varias veces hasta que la inercia llevaba su cuerpo a una posición vertical, de modo que por un instante "se sentaba de cabeza".

Cuando la risa de ambos aminoró, don Juan siguió hablando; su tono era muy severo. Cambié la posición de mi cuerpo para estar cómodo y darle toda mi atención. No sonrió ni por asomo, como suele hacer, especialmente cuando trato de prestar atención deliberada a lo que dice. Don Genaro seguía mirándome como en espera de que yo empezase a escribir de nuevo, pero ya no tomé notas. Las palabras de don Juan eran una reprimenda por no hablar con las plantas que yo había cortado, como siempre me había dicho que hiciera. Dijo que las plantas que yo maté podrían también haberme matado; expresó su seguridad de que, tarde o temprano, harían que me enfermara. Añadió que si me enfermaba como resultado de dañar plantas, yo, sin embargo, no daría importancia al hecho y creería tener solamente un poco de gripe.

Los dos viejos tuvieron otro momento de regocijo; luego don Juan se puso serio nuevamente y dijo que, si yo no pensaba en mi muerte, mi vida entera no sería sino un caos personal. Se veía muy austero.

– ¿Qué más puede tener un hombre aparte de su vida y su muerte? -me dijo.

En ese punto sentí que era indispensable tomar notas y empecé a escribir de nuevo. Don Genaro se me quedó mirando y sonrió. Luego inclinó la cabeza un poco hacia atrás y abrió sus fosas nasales. Al parecer controlaba en forma notable los músculos que operaban dichas fosas, pues éstas se abrieron como al doble de su tamaño normal.

Lo más cómico de su bufonería no eran tanto los gestos de don Genaro como sus propias reacciones a ellos. Después de agrandar sus fosas nasales se desplomó, riendo, y una vez más llevó su cuerpo a la misma extraña posición invertida de sentarse de cabeza.

Don Juan rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Me sentí algo apenado y reí con nerviosismo.

– A Genaro no le gusta que escribas -dijo don Juan a guisa de explicación.

Puse mis notas a un lado, pero don Genaro me aseguró que estaba bien escribir, porque en realidad no le importaba. Volví a recoger mis notas y empecé a escribir. El repitió los mismos movimientos hilarantes y ambos tuvieron de nuevo las mismas reacciones.

Don Juan me miró, riendo aún, y dijo que su amigo me estaba imitando; que yo tenía la tendencia de abrir las fosa nasales cada vez que escribía; y que don Genaro pensaba que tratar de llegar a brujo tomando notas era tan absurdo como sentarse de cabeza; por eso había inventado la ridícula postura de reposar en la cabeza el peso de su cuerpo sentado.

– A lo mejor a ti no te hace gracia -dijo don Juan-, pero sólo a Genaro se le puede ocurrir sentarse de cabeza, y sólo a ti se te ocurre aprender a ser brujo escribiendo de arriba abajo.

Ambos tuvieron otra explosión de risa, y don Genaro repitió su increíble movimiento.

Me agradaba. Había en sus actos enorme gracilidad y franqueza.

– Mis disculpas, don Genaro -dije señalando el bloque de notas.

– Está bien -dijo, y rió chasqueando la lengua.

Ya no pude escribir. Siguieron hablando largo rato acerca de la forma en que las plantas podían realmente matar, y de cómo los brujos las usaban en esa capacidad. Ambos me miraban continuamente al hablar, como si esperaran que escribiese.

– Carlos es como un caballo al que no le gusta la silla -dijo don Juan-. Hay que ir muy despacio con él. Lo asustaste y ahora no escribe.

Don Genaro expandió sus fosas nasales y dijo en súplica parodiada, frunciendo el ceño y la boca:

– ¡Ándale, Carlitos, escribe! Escribe hasta que se te caiga el dedo.

Don Juan se levantó, estirando los brazos y arqueando la espalda. Pese a su avanzada edad, su cuerpo se veía potente y flexible. Fue a los matorrales a un lado de la casa y yo quedé solo con don Genaro. El me miró y yo aparté los ojos, porque me hacía sentirme apenado.

– No me digas que ni siquiera vas a mirarme -dijo con una entonación extremadamente cómica.

Abrió las fosas nasales y las hizo vibrar; luego se puso en pie y repitió los movimientos de don Juan, arqueando la espalda y estirando los brazos, pero con el cuerpo contraído en una posición sumamente burlesca; era en verdad un gesto indescriptible que combinaba un exquisito sentido de la pantomima y un sentido de lo ridículo. Era una caricatura maestra de don Juan.

Don Juan regresó en ese momento y captó el gesto, y también la intención. Se sentó riendo por lo bajo.

– ¿Qué dirección lleva el viento? -preguntó como si nada don Genaro.

Don Juan señaló el oeste con un movimiento de cabeza.

– Mejor voy a donde sopla el viento -dijo don Genaro con expresión de seriedad.

Luego se volvió y sacudió un dedo en mi dirección.

– Y tú no hagas caso si oyes ruidos raros -dijo-. Cuando Genaro caga, las montañas se estremecen.

Saltó a los matorrales y un momento después oí un ruido muy extraño, un retumbar profundo, ultraterreno. No supe qué interpretación darle. Miré a don Juan buscando un indicio, pero él estaba doblado de risa.


17 de octubre, 1968


No recuerdo qué cosa motivó a don Genaro a hablarme sobre el orden del "otro mundo", como él lo llamaba. Dijo que un maestro brujo era un águila, o más bien que podía convertirse en águila. En cambio, un brujo malo era un tecolote. Don Genaro dijo que un brujo malo era hijo de la noche y que para un hombre así los animales más útiles eran el león de montaña u otros felinos salvajes, o bien las aves nocturnas, el tecolote en especial. Dijo que los "brujos líricos", o simples aficionados, preferían otros animales: el cuervo, por ejemplo. Don Juan rió; había estado escuchando en silencio.

Don Genaro se volvió a él y dijo:

– Eso es cierto; tú lo sabes, Juan.

Luego dijo que un maestro brujo podía llevar consigo a su discípulo en un viaje y atravesar literalmente las diez capas del otro mundo. El maestro, siempre y cuando fuera un águila, podía empezar en la capa de abajo y luego atravesar cada mundo sucesivo hasta llegar a la cima. Los brujos malos y los líricos, dijo, sólo podían cuando mucho atravesar tres capas.

Don Genaro describió aquellos pasos diciendo:

– Empiezas en el mero fondo y entonces tu maestro te lleva en su vuelo y al rato, ¡pum! Atraviesas la primera capa. Luego, un ratito después, ¡pum! Atraviesas la segunda; y ¡pum! Atraviesas la tercera…

En tal forma don Genaro me llevó hasta la última capa del mundo. Cuando hubo terminado de hablar, don Juan me miró y sonrió sabiamente.

– Las palabras no son la predilección de Genaro -dijo-, pero si quieres recibir una lección, él te enseñará acerca del equilibrio de las cosas.

Don Genaro asintió con la cabeza; frunció la boca y entrecerró los párpados.

Su gesto me pareció delicioso.

Don Genaro se puso en pie y lo mismo hizo don Juan.

– Muy bien -dijo don Genaro-. Vamos, pues. Podemos ir a esperar a Néstor y Pablito. Ya terminaron. Los jueves terminan temprano.

Ambos subieron en mi coche, don Juan en el asiento delantero. No les pregunté nada; simplemente eché a andar el motor. Don Juan me guió a un sitio que según dijo era la casa de Néstor; don Genaro entró en la casa y un rato después salió con Néstor y Pablito, dos jóvenes que eran sus aprendices. Todos subieron en mi coche y don Juan me indicó tomar el camino hacia las montañas del oeste.

Dejamos el auto al lado del camino de tierra y seguimos la ribera de un río, que tendría cinco o seis metros de ancho, hasta una cascada visible desde donde me había estacionado. Atardecía. El paisaje era impresionante. Directamente sobre nuestras cabezas había una nube enorme, oscura, azulosa, que parecía un techo flotante; tenía un borde bien definido y la forma de un gigantesco semicírculo. Hacia el oeste, en las altas montañas de la Cordi llera Central, la lluvia parecía estar descendiendo sobre las laderas. Se veía como una cortina blancuzca que caía sobre los picos verdes. Al este se hallaba el valle largo y hondo; sobre él sólo había nubes desparramadas, y el sol brillaba allí. El contraste entre ambas áreas era magnífico. Nos detuvimos al pie de la cascada; tenía quizás unos cuarenta y cinco metros de altura: el rugido era muy fuerte.

Don Genaro se puso un cinturón del que colgaban siete o más objetos. Parecían guajes pequeños. Se quitó el sombrero y dejó que colgara, sobre su espalda, de un cordón atado alrededor de su cuello. Se puso en la cabeza una banda que sacó de un morral hecho de gruesa tela de lana. La banda era también de lana de diversos colores; el que más resaltaba era un amarillo vívido. En la banda insertó tres plumas. Parecían ser plumas de águila. Noté que los sitios donde las insertó no eran simétricos. Una pluma quedó sobre la curva posterior de su oreja derecha, otra unos centímetros más adelante y la tercera sobre la sien izquierda. Luego se quitó los huaraches, los enganchó o ató a la cintura de sus pantalones y aseguró el cinturón por encima de su poncho. El cinturón estaba hecho, al parecer, de tiras de cuero entretejidas. No pude ver si don Genaro lo amarró o si tenía hebilla. Don Genaro caminó hacia la cascada.

Don Juan manipuló una piedra redonda hasta dejarla en una posición firme, y tomó asiento en ella. Los dos jóvenes hicieron lo mismo con otras piedras y se sentaron a su izquierda. Don Juan señaló el sitio junto a él, a su derecha, y me indicó traer una piedra y sentarme a su lado.

– Hay que hacer una línea aquí -dijo, mostrándome que los tres se hallaban sentados en fila.

Para entonces, don Genaro había llegado al pie del desplomadero y había empezado a trepar por una vereda a la derecha de la cascada. Desde donde nos encontrábamos, la vereda se veía bastante empinada. Había muchos arbustos que don Genaro usaba como barandales. En cierto momento pareció perder pie y casi se deslizó hacia abajo, como si la tierra estuviera resbaladiza. Un momento después ocurrió lo mismo, y por mi mente cruzó la idea de que tal vez don Genaro era demasiado viejo para andar escalando. Lo vi resbalar y trastabillar varias veces antes de llegar al punto en que la vereda terminaba.

Experimenté una especie de aprensión cuando empezó a trepar por las rocas. No podía figurarme qué iba a hacer.

– ¿Qué hace? -pregunté a don Juan en un susurro.

Don Juan no me miró.

– ¿No ves que está trepando? -dijo.

Don Juan miraba directamente a don Genaro. Tenía los ojos fijos, los párpados entrecerrados. Estaba sentado muy erecto, con las manos descansando entre las piernas, sobre el borde de la piedra.

Me incliné un poco para ver a los dos jóvenes. Don Juan hizo un ademán imperativo para hacerme volver a la línea. Me retraje de inmediato. Tuve sólo un vislumbre de los jóvenes. Parecían igual de atentos que él.

Don Juan hizo otro ademán y señaló en dirección de la cascada.

Miré de nuevo. Don Genaro había trepado un buen trecho por la pared rocosa. En el momento en que miré se hallaba encaramado en una saliente; avanzaba despacio, centímetro a centímetro, para rodear un enorme peñasco. Tenía los brazos extendidos, como abrazando la roca. Se movió lentamente hacia su derecha y de pronto perdió pie. Di una boqueada involuntaria. Por un instante, su cuerpo entero pendió en el aire. Me sentí seguro de que caería, pero no fue así. Su mano derecha había aferrado algo, y muy ágilmente sus pies volvieron a la saliente. Pero antes de seguir adelante se volvió a mirarnos. Fue apenas un vistazo. Había, sin embargo, tal estilización en el movimiento de volver la cabeza, que empecé a dudar. Recordé que había hecho lo mismo, volverse a mirarnos, cada vez que resbalaba. Yo había pensado que don Genaro debía de sentirse apenado por su torpeza y que volteaba a ver si lo observábamos.

Trepó un poco más hacia la cima, sufrió otra pérdida de apoyo y quedó colgando peligrosamente de la salediza superficie de roca. Esta vez se sostenía con la mano izquierda. Al recuperar el equilibrio se volvió nuevamente a mirarnos. Resbaló dos veces más antes de llegar a la cima. Desde donde nos hallábamos sentados, la cresta de la cascada parecía tener de seis a ocho metros de ancho.

Don Genaro permaneció inmóvil un momento. Quise preguntar a don Juan qué iba a hacer don Genaro allá arriba, pero don Juan parecía tan absorto en observar que no me atrevía a molestarlo.

De pronto, don Genaro saltó hacia el agua. Fue una acción tan completamente inesperada que sentí un vacío en la boca del estómago. Fue un salto magnífico, extravagante. Durante un segundo tuve la clara sensación de haber visto una serie de imágenes superpuestas de su cuerpo en vuelo elíptico hasta la mitad de la corriente.

Al aminorar mi sorpresa, advertí que don Genaro había aterrizado en una piedra al borde de la caída: una piedra apenas visible desde donde nos encontrábamos.

Permaneció largo tiempo allí encaramado. Parecía combatir la fuerza del agua precipitada. Dos veces se inclinó sobre el precipicio y no pude determinar a qué estaba asido. Alcanzó el equilibrio y se acuclilló en la piedra. Luego saltó de nuevo, como un tigre. Mis ojos apenas si percibían la siguiente piedra donde aterrizó; era como un cono pequeño en el borde mismo del despeñadero.

Se quedó allí casi diez minutos. Estaba inmóvil. Su quietud me impresionaba a tal grado que empecé a tiritar. Quería levantarme y caminar por ahí.

Don Juan advirtió mi nerviosismo y con tono autoritario me instó a calmarme.

La inmovilidad de don Genaro me precipitó a un terror extraordinario y misterioso. Sentí que, si seguía más tiempo allí encaramado, yo no podría controlarme.

De pronto saltó de nuevo, ahora hasta la otra ribera de la cascada. Cayó sobre los pies y las manos, como un felino. Permaneció acuclillado un momento; luego se incorporó y miró a través del torrente, hacia la otra orilla, y luego hacia abajo, en nuestra dirección. Se estuvo enteramente quieto, mirándonos. Tenía las manos a los lados, ahuecadas como aferrando un barandal invisible.

Había en su postura algo verdaderamente exquisito; su cuerpo parecía tan flexible, tan frágil. Pensé que don Genaro con su banda y sus plumas, su poncho oscuro y sus pies descalzos, era el ser humano más hermoso que yo hubiera visto.

Repentinamente echó los brazos hacia arriba, alzó la cabeza, y con gran rapidez lanzó su cuerpo a la izquierda, en una especie de salto mortal lateral. El peñasco donde había estado era redondo, y al saltar desapareció tras él.

En ese momento empezaron a caer grandes gotas de lluvia. Don Juan se levantó y lo mismo hicieron los dos jóvenes. Su movimiento fue tan abrupto que me confundió. La experta hazaña de don Genaro me había puesto en un estado de profunda excitación emotiva. Sentía que el viejo era un artista consumado y quería verlo en ese mismo instante para aplaudirlo.

Me esforcé por escudriñar el lado izquierdo de la cascada para ver si don Genaro descendía, mas no lo hizo. Insistí en saber qué le había pasado. Don Juan no respondió.

– Más vale que nos vayamos aprisa -dijo-. Está fuerte el aguacero. Hay que llevar a Néstor y Pablito a su casa, y luego tendremos que irnos regresando.

– Ni siquiera le dije adiós a don Genaro -me quejé.

– Él ya te dijo adiós -repuso don Juan con aspereza.

Me observó un instante y luego suavizó el ceño y sonrió.

– También te dio su afecto -dijo-. Le caíste bien.

– Pero ¿no vamos a esperarlo?

– ¡No! -dijo don Juan con brusquedad-. Déjalo tranquilo, ahí donde esté. Capaz ya es un águila volando al otro mundo, o capaz ya se murió allá arriba. Ahorita ya no le hace.


23 de octubre, 1968


Don Juan mencionó casualmente que iba a hacer otro viaje a México central en un futuro cercano.

– ¿Va usted a visitar a don Genaro? -pregunté.

– A lo mejor -dijo sin mirarme.

– Don Genaro está bien, ¿verdad, don Juan? Digo, no le pasó nada malo allá arriba de la catarata, ¿no?

– No le pasó nada; tiene aguante.

Hablamos un rato de su proyectado viaje y luego dije que había gozado mucho de la compañía y los chistes de don Genaro. Se rió y dijo que don Genaro era en verdad como un niño. Hubo una larga pausa; yo pugnaba mentalmente por hallar una frase inicial para inquirir acerca de su lección. Don Juan me miró y dijo en tono malicioso:

– Ya te matan las ganas de preguntarme por la lección de Genaro, ¿no?

Reí con turbación. Todo lo ocurrido en la catarata me había estado obsesionando. Daba yo vueltas y más vueltas a todos los detalles que podía recordar, y mis conclusiones eran que había sido testigo de una increíble hazaña de destreza física. Pensaba que don Genaro era, sin lugar a dudas, un incomparable maestro del equilibrio; cada uno de sus movimientos había sido ejecutado con un alto toque ritual y, obviamente, debía de tener algún inextricable sentido simbólico.

– Si -dije-. Admito que me muero por saber cuál fue su lección.

– Déjame decirte algo -dijo don Juan-. Para ti fue una pérdida de tiempo. Su lección era para alguien que pudiera ver. Pablito y Néstor agarraron el hilo, aunque no ven muy bien. Pero tú, tú fuiste a mirar. Le dijo a Genaro que eras medio idiota y muy raro, todo atascado, y que a lo mejor te destapabas con su lección, pero no. No importa, de todos modos. Ver es muy difícil.

"No quise que hablaras después con Genaro; por eso tuvimos que irnos. Lástima. Pero habría salido peor quedarse. Genaro arriesgó mucho por mostrarte algo magnífico. Qué lástima que no puedas ver.

– Quizá, don Juan, si usted me dice cuál fue la lección, yo descubra que en realidad vi.

Don Juan se dobló de risa.

– Tu mejor detalle es hacer preguntas -dijo.

Parecía dispuesto a relegar nuevamente el tema. Como de costumbre, estábamos sentados en el área frente a su casa; de pronto, don Juan se puso en pie y entró. Fui tras él e insistí en describirle lo que yo había visto. Seguí con fidelidad la secuencia de los hechos, según la recordaba. Don Juan sonreía al escucharme. Cuando terminé, meneó la cabeza.

– Ver es muy difícil -dijo.

Le supliqué explicar su aseveración.

– Ver no es cosa de hablar -dijo imperativamente.

Resultaba obvio que no iba a decirme nada más, de modo que desistí y salí de la casa a cumplir unos encargos suyos.

Al regresar ya era de noche: comimos algo y después salimos a la ramada. Acabábamos de tomar asiento cuando don Juan empezó a hablar sobre la lección de don Genaro. No me dio tiempo de prepararme para ello. Tenía conmigo mis notas, pero estaba demasiado oscuro para escribir, y no quise alterar el fluir de la conversación yendo al interior de la casa por la lámpara de petróleo.

Dijo que don Genaro, siendo un maestro del equilibrio, podía ejecutar movimientos muy complejos y difíciles. Sentarse de cabeza era uno de tales movimientos, y con él había intentado mostrarme que era imposible "ver" mientras uno tomaba notas. La acción de sentarse de cabeza sin ayuda de las manos era, en el mejor de los casos, una treta extravagante que duraba sólo un momento. Según la opinión de don Genaro, escribir acerca de "ver" era lo mismo; es decir, una maniobra precaria, tan curiosa y superflua como sentarse de cabeza.

Don Juan me escudriño en la oscuridad y dijo, en un tono muy dramático, que mientras don Genaro traveseaba sentándose de cabeza, yo estuve al borde mismo de "ver". Don Genaro, advirtiéndolo, repitió sus maniobras una y otra vez, sin resultado, pues yo perdí el hilo inmediatamente.

Don Juan dijo que después don Genaro, movido por la simpatía personal que me tenía, intentó en una forma muy dramática llevarme de nuevo a ese borde de "ver". Tras una deliberación muy cuidadosa, decidió mostrarme una hazaña de equilibrio cruzando la cascada. Sintió que la cascada era como la orilla en que yo estaba parado, y confió en que yo también podría realizar el cruce.

A continuación, don Juan explicó la hazaña de don Genaro. Dijo que ya me había indicado que los seres humanos eran, para quienes "veían", seres luminosos compuestos por una especie de fibras de luz, que giraban del frente a la espalda y mantenían la apariencia de un huevo. También me había dicho que la parte más asombrosa de las criaturas ovoides era un grupo de fibras largas que surgían del área alrededor del ombligo; don Juan dijo que tales fibras tenían una importancia primordial en la vida de un hombre. Esas fibras eran el secreto del equilibrio de don Genaro y su lección no tenía nada que ver con saltos acrobáticos en la cascada. Su hazaña de equilibrio consistía en la forma en que usaba esas fibras "como tentáculos".

Don Juan se apartó del tema tan repentinamente como lo había traído a cuento, y empezó a hablar de algo sin ninguna relación.


24 de octubre, 1968


Arrinconé a don Juan y le dije que intuitivamente sentía que jamás recibiría otra lección de equilibrio, y que él debía explicarme todos los detalles pertinentes, pues de otro modo nunca podría descubrirlos por mí mismo. Don Juan dijo que yo tenía razón con respecto a que don Genaro no volvería a darme otra lección.

– ¿Qué más quieres saber? -preguntó.

– ¿Qué son esas fibras como tentáculos, don Juan?

– Son los tentáculos que salen del cuerpo de un hombre y son visibles para cualquier brujo que ve. Los brujos actúan con la gente de acuerdo a la forma en que ven sus tentáculos. Las personas débiles tienen fibras cortas, casi invisibles; las personas fuertes las tienen largas y brillantes. Las de Genaro, por ejemplo, son tan brillantes que parecen gruesas. Por las fibras se conoce si una persona está sana o está enferma, si es mezquina o bondadosa o traicionera. También se conoce, por las fibras, si una persona puede ver. Aquí hay un problema desconcertante. Cuando Genaro te vio supo, igual que mi amigo Vicente, que podías ver; cuando yo te veo, veo que puedes ver, y sin embargo sé muy bien que no puedes. ¡Qué contrariedad! Genaro no podía creerlo. Le dije que eras un sujeto raro. Creo que quiso verlo por sí mismo y te llevó a la cascada.

– ¿Por qué piensa usted que doy la impresión de que puedo ver?

Don Juan no respondió. Permaneció largo rato en silencio. No quise preguntarle nada más. Finalmente me habló y dijo que sabía por qué, pero no cómo explicarlo.

– Piensas que todo el mundo es sencillo de entender -dijo- porque todo cuanto tú haces es una rutina sencilla de entender. En la caída de agua, cuando miraste a Genaro cruzar el agua, creíste que era un maestro de los saltos mortales, porque sólo en eso pudiste pensar. Y eso es todo lo que siempre creerás que hizo. Pero Genaro nunca saltó al cruzar esa agua. Si hubiera saltado, habría muerto. Genaro se equilibró con sus magníficas fibras brillantes. Las alargó lo suficiente para poder, digamos, rodar en ellas hasta el otro lado de la caída de agua. Demostró la manera correcta de alargar esos tentáculos, y la manera de moverlos con precisión.

"Pablito vio casi todos los movimientos de Genaro. Néstor, en cambio, sólo vio las maniobras más obvias. Se perdió los detalles delicados. Pero tú, tú no viste nada de nada.

– Quizá si me hubiera usted dicho por anticipado qué cosa observar…

Me interrumpió y dijo que el darme instrucciones sólo habría estorbado a don Genaro. De haber yo sabido lo que iba a ocurrir, mis fibras, agitadas, habrían interferido con las de don Genaro.

– Si pudieras ver -dijo-, te habría sido evidente, desde el primer paso que Genaro dio, que no estaba resbalando al subir por las peñas. Estaba aflojando sus tentáculos. Dos veces los enredó en las piedras y se sostuvo como una mosca en la mera roca. Cuando llegó arriba y estuvo listo para cruzar el agua, los enfocó sobre una piedra chica en medio de la corriente, y una vez que los tuvo afianzados dejó que las fibras lo jalaran. Genaro jamás saltó; por eso podía aterrizar en las piedras resbalosas en el mero borde del agua. Genaro todo el tiempo tenía las fibras bien enredadas en cada roca que usó.

"No se estuvo mucho tiempo en la primera piedra, porque tenía el resto de sus fibras amarradas a otra, todavía más chica, en el sitio donde mayor era el empellón del agua. Sus tentáculos volvieron a jalarlo y aterrizó en ella. Esa fue la más notable de todas las cosas que hizo. La superficie era demasiado chica para que un hombre se sostuviera, y el empellón del agua habría arrastrado su cuerpo al precipicio si él no hubiera tenido algunas de sus fibras enfocadas todavía en la primera roca.

"Genaro se mantuvo mucho rato en esa segunda posición, porque tenía que sacar otra vez sus tentáculos y mandarlos hasta el otro lado del despeñadero. Después de afianzarlos, tuvo que soltar las fibras enfocadas en la primera roca. Eso era muy arriesgado. Tal vez solamente Genaro es capaz de hacerlo. Casi perdió el control, o a lo mejor nada más se estaba burlando de nosotros: nunca lo sabremos con certeza. En lo personal, pienso que de veras estuvo a punto de perder el equilibrio. Lo se porque se puso tieso y mandó un brote magnífico, como un rayo de luz cruzando el agua. Me parece que tan sólo ese rayo habría bastado para jalarlo al otro lado. Cuando llegó a la orilla, se paró y dejó brillar sus fibras como un racimo de luces. Eso lo hizo solamente para ti. De haber podido ver, habrías visto eso.

"Genaro estuvo allí parado, mirándote, y entonces supo que no habías visto."