"Una Realidad Aparte" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)

Segunda Parte LA TAREA DE "VER"

VII

DON JUAN no estaba en su casa cuando llegué a ella el mediodía del 8 de noviembre de 1968. Como no tenía idea de dónde buscarlo, me senté a esperar. Por alguna razón desconocida, sabía que regresaría pronto. Un rato después, don Juan entró en su casa. Asintió mirándome. Cambiamos saludos. Parecía estar cansado y se tendió en su petate. Bostezó un par de veces.

La idea de "ver" se me había vuelto obsesión, y yo había decidido usar nuevamente la mezcla alucinógena de fumar. Fue terriblemente difícil hacer esa decisión, así que todavía deseaba discutirla un poco.

– Quiero aprender a ver, don Juan -dije de sopetón-. Pero en realidad no quiero tomar nada; no quiero fumar su mezcla. ¿Piensa usted que hay alguna posibilidad de que yo aprenda a ver sin ella?

Se sentó, se me quedó viendo unos segundos y volvió a acostarse.

– ¡No! -dijo-. Tendrás que usar el humo.

– Pero usted dijo que con don Genaro estuve a punto de ver.

– Quise decir que algo en ti brillaba como si de verdad te dieras cuenta de lo que Genaro hacía, pero nada más estabas mirando. La verdad es que hay algo en ti que se asemeja a ver, pero no es; estás atascado y sólo el humo puede ayudarte.

– ¿Por qué hay que fumar? ¿Por qué no puede uno, simplemente, aprender a ver por sí mismo? Yo tengo un deseo ferviente. ¿No es bastante?

– No, no es bastante. Ver no es tan sencillo, y sólo el humo puede darte a ti la velocidad que necesitas para echar un vistazo a ese mundo fugaz. De otro modo no harás sino mirar.

– ¿Qué quiere usted decir con lo de mundo fugaz?

– El mundo, cuando ves, no es como ahora piensas que es. Es más bien un mundo fugaz que se mueve y cambia. Por cierto que uno puede aprender a capturar por sí mismo ese mundo fugaz, pero a ti de nada te servirá, porque tu cuerpo se gastará con la tensión. Con el humo, en cambio, jamás sufrirás de agotamiento. El humo te dará la velocidad necesaria para asir el movimiento fugaz del mundo, y al mismo tiempo mantendrá intactos tu cuerpo y su fuerza.

– ¡Muy bien! -dije con dramatismo-. No quiero andarme ya por las ramas. Fumaré.

Don Juan rió de mi arrebato histriónico.

– Párale -dijo-. Siempre te agarras a lo que no debes. Ahora piensas que la simple decisión de dejarte guiar por el humo va a hacerte ver. Hay mucho pan por rebanar. En todo hay siempre más de lo que uno cree.

Se puso serio un momento.

– He tenido mucho cuidado contigo, y mis actos han sido deliberados -dijo-, porque es el deseo de Mescalito que comprendas mi conocimiento. Pero ahora sé que no tendré tiempo de enseñarte todo lo que quiero. Nada más tendré tiempo de ponerte en el camino, y confío en que buscarás del mismo modo que yo busqué. Debo admitir que eres más indolente y más terco que yo. Pero tienes otras ideas, y la dirección que seguirá tu vida es algo que no puedo predecir.

El tono deliberado de su voz, algo en su actitud, despertaron en mí un viejo sentimiento: una mezcla de miedo, soledad y expectativa.

– Pronto sabremos como andas -dijo crípticamente.

No dijo nada más. Tras un rato salió de la casa. Lo seguí y me paré frente a él, no sabiendo si sentarme o si descargar unos paquetes que le había traído.

– ¿Será peligroso? -pregunté, sólo por decir algo.

– Todo es peligroso -respondió.

Don Juan no parecía dispuesto a decirme ninguna otra cosa; reunió unos bultos pequeños que estaban apilados en un rincón y los puso en una bolsa de red. No ofrecí ayudarlo por saber que si quisiera mi ayuda la habría pedido. Luego se acostó en su petate. Me dijo que me calmase y descansara. Me acosté en mi petate y traté de dormir, pero no estaba cansado; la noche anterior había parado en un motel y dormido hasta mediodía, sabiendo que en sólo tres horas de viaje llegaría a la casa de don Juan. El tampoco dormía. Aunque sus ojos estaban cerrados, noté un movimiento de cabeza rítmico, casi imperceptible. Se me ocurrió la idea de que tal vez canturreaba para sí mismo.

– Comamos algo -dijo de pronto don Juan, y su voz me hizo saltar-. Vas a necesitar toda tu energía. Debes estar en buena forma.

Preparó sopa, pero yo no tenía hambre.


Al siguiente día, 9 de noviembre, don Juan sólo me dejó comer un bocado y me dijo que descansara. Estuve acostado toda la mañana, pero sin poder relajarme. No imaginaba qué tenía en mente don Juan y, peor aun, no me hallaba seguro de lo que yo mismo tenía en mente.

A eso de las 3 pm, estábamos sentados bajo su ramada. Yo tenía mucha hambre. Varias veces había sugerido que comiéramos, pero don Juan había rehusado.

– Llevas tres años sin preparar tu mezcla -dijo de repente-. Tendrás que fumar mi mezcla, así que digamos que la he juntado para ti. Sólo necesitarás un poquito. Llenaré una vez el cuenco de la pipa. Te lo fumas todo y luego descansas. Entonces vendrá el guardián del otro mundo. No harás nada más que observarlo. Observa cómo se mueve; observa todo lo que hace. Tu vida puede depender de lo bien que vigiles.

Don Juan había dejado caer sus instrucciones en forma tan abrupta que no supe qué decir, ni siquiera qué pensar. Mascullé incoherencias durante un momento. No podía organizar mis ideas. Finalmente, pregunté la primera cosa clara que me vino a la mente:

– ¿Quién es ese guardián?

Don Juan se negó, de plano, a participar en conversación, pero yo estaba demasiado nervioso para dejar de hablar e insistí desesperadamente en que me hablara del guardián.

– Ya lo verás -dijo con despreocupación-. Custodia el otro mundo.

– ¿Qué mundo? ¿El mundo de los muertos?

– No es el mundo de los muertos ni el mundo de nada. Sólo es otro mundo. No tiene caso hablarte de él. Velo tú mismo.

Con eso, don Juan entró en la casa. Lo seguí a su cuarto.

– Espere, espere, don Juan. ¿Qué va usted a hacer?

No respondió. Sacó su pipa de un envoltorio y tomó asiento en un petate en el centro de la habitación, mirándome inquisitivo. Parecía esperar mi consentimiento.

– Eres medio tonto -dijo con suavidad-. No tienes miedo. Nada más dices que tienes miedo.

Meneó lentamente la cabeza de lado a lado. Luego tomó la bolsita de la mezcla de fumar y llenó el cuenco de la pipa.

– Tengo miedo, don Juan. De veras tengo miedo.

– No, no es miedo.

Traté con desesperación de ganar tiempo e inicié una larga discusión sobre la naturaleza de mis sentimientos. Mantuve con toda sinceridad que tenía miedo, pero él señaló que yo no jadeaba ni mi corazón latía más rápido que de costumbre.

Pensé unos momentos en lo que había dicho. Se equivocaba; yo sí tenía muchos de los cambios físicos que suelen asociarse con el miedo, y me hallaba desesperado. Un sentido de condenación inminente permeaba todo en mi derredor. Tenía el estómago revuelto y la seguridad de estar pálido; mis manos sudaban profusamente; y sin embargo pensé realmente que no tenía miedo. No tenía el sentimiento de miedo al que había estado acostumbrado durante toda mi vida. El miedo que siempre había sido idiosincrásicamente mío no estaba presente. Hablaba caminando de un lado a otro frente a don Juan, que seguía sentado en el petate, sosteniendo su pipa y mirándome en forma inquisitiva; y al considerar el asunto llegué a la conclusión de que lo que sentía, en vez de mi miedo usual, era un profundo sentimiento de desagrado, una incomodidad ante la mera idea de la confusión creada por la ingestión de plantas alucinógenas.

Don Juan se me quedó viendo un instante; luego miró más allá de mi, guiñando como si se esforzara por discernir algo en la distancia.

Seguí caminando de un lado a otro enfrente de él hasta que en tono enérgico me indicó tomar asiento y calmarme. Estuvimos sentados en silencio unos minutos.

– No quieres perder tu claridad, ¿verdad? -dijo abruptamente.

– Eso es muy cierto, don Juan -dije.

Rió, al parecer con deleite.

– La claridad, el segundo enemigo de un hombre de conocimiento, ha descendido sobre ti.

"No tienes miedo -dijo con voz reconfortante-, pero ahora odias perder tu claridad, y como eres un idiota, llamas miedo a eso."

Rió chasqueando la lengua.

– Tráeme unos carbones -ordenó.

Su tono era amable y confortante. Automáticamente me puse en pie y fui a la parte trasera de la casa; saqué algunas brasas del fuego, las puse sobre una pequeña laja y regresé a la habitación.

– Ven aquí a la ramada -llamó desde afuera don Juan, en voz alta.

Había colocado un petate en el sitio donde yo suelo sentarme. Puse los carbones a su lado y él los sopló para activar el fuego. Yo iba a sentarme, pero me detuvo y me dijo que tomara asiento en el borde derecho del petate. Luego metió una brasa en la pipa y me la tendió. La tomé. Me asombraba la silenciosa energía con que don Juan me había guiado. No se me ocurrió nada que decir. Ya no tenía más argumentos. Me hallaba convencido de que no sentía miedo, sino sólo renuencia a perder mi claridad.

– Fuma, fuma -me ordenó con gentileza-. Nada más un cuenco esta vez.

Chupé la pipa y oí el chirriar de la mezcla al encenderse. Sentí una capa instantánea de hielo dentro de la boca y la nariz. Di otra fumada y el recubrimiento se extendió a mi pecho. Cuando hube fumado por última vez sentí que todo el interior de mi cuerpo se hallaba recubierto por una peculiar sensación de calor frío.

Don Juan tomó la pipa de mis manos y golpeó el cuenco contra la palma de la suya, para aflojar el residuo. Luego, como siempre hace, se mojó el dedo de saliva y frotó el interior del cuenco.

Mi cuerpo estaba aterido, pero podía moverse. Cambié de postura para hallarme más cómodo.

– ¿Qué va a pasar? -pregunté.

Tuve cierta dificultad para vocalizar.

Con mucho cuidado, don Juan metió la pipa en su funda y la envolvió en un largo trozo de tela. Luego se sentó erguido, encarándome. Yo me sentía mareado; los ojos se me cerraban involuntariamente. Don Juan me movió con energía y me ordenó permanecer despierto. Dijo que yo sabía muy bien que de quedarme dormido moriría. Eso me sacudió. Pensé que probablemente don Juan sólo lo decía para mantenerme despierto, pero por otro lado se me ocurrió también que podía tener razón. Abrí los ojos tanto como pude y eso hizo reír a don Juan. Dijo que yo debía esperar un rato y tener los ojos abiertos todo el tiempo, y que en un momento dado podría ver al guardián del otro mundo.

Sentía un calor muy molesto en todo el cuerpo; traté de cambiar de postura, pero ya no podía moverme. Quise hablar a don Juan; las palabras parecían estar tan dentro de mí que no podía sacarlas. Entonces caí sobre el costado izquierdo y me hallé mirando desde el piso a don Juan.

Se inclinó para ordenarme, en un susurro, que no lo mirara, sino fijase la vista en un punto del petate que estaba directamente frente a mis ojos. Dijo que yo debía mirar con un ojo, el izquierdo, y que tarde o temprano vería al guardián.

Fijé la mirada en el sitio indicado, pero no vi nada. En cierto momento, sin embargo, advertí un mosquito que volaba frente a mis ojos. Se posó en el petate. Seguí sus movimientos. Se acercó mucho a mí; tanto, que mi percepción visual se emborronó. Y entonces, de pronto, sentí como si me hubiera puesto de pie. Era una sensación muy desconcertante que merecía algo de cavilación, pero no había tiempo para ello. Tenía la sensación total de estar mirando al frente desde mi acostumbrado nivel ocular; y lo que veía estremeció la última fibra de mi ser. No hay otra manera de describir la sacudida emocional que experimenté. Allí mismo, encarándome, a poca distancia, había un animal gigantesco y horrendo. ¡Algo verdaderamente monstruoso! Ni en las más locas fantasías de la ficción había yo encontrado nada parecido. Lo miré con desconcierto absoluto y extremo.

Lo primero que en realidad noté fue su tamaño. Pensé, por algún motivo, que debía de tener casi treinta metros de alto. Parecía hallarse en pie, erecto, aunque yo no podía saber cómo se tenía en pie. Luego, noté que tenía alas: dos alas cortas y anchas. En ese punto tomé conciencia de que insistía en examinar al animal como si se tratase de una visión ordinaria; es decir, lo miraba. Sin embargo, no podía realmente mirarlo en la forma en que me hallaba acostumbrado a mirar. Me di cuenta de que, más bien, notaba yo cosas de él, como si la imagen se aclarara conforme se añadían partes. Su cuerpo estaba cubierto por mechones de pelo negro. Tenía un hocico largo y babeaba. Sus ojos eran saltones y redondos, como dos enormes pelotas blancas.

Entonces empezó a batir las alas. No era el aleteo de un pájaro, sino una especie de tremor parpadeante, vibratorio. Ganó velocidad y empezó a describir círculos frente a mí; más que volar, se deslizaba, con asombrosa rapidez y agilidad, a unos cuantos centímetros del piso. Durante un momento me hallé abstraído en observarlo. Pensé que sus movimientos eran feos, y sin embargo su velocidad y soltura eran espléndidas.

Dio dos vueltas en torno mío, vibrando las alas, y la baba que caía de su boca volaba en todas direcciones. Luego giró sobre sí mismo y se alejó a una velocidad increíble, hasta desaparecer en la distancia. Miré fijamente en la dirección que había seguido, pues no me era posible hacer nada más. Tenía una peculiarísima sensación de pesadez, la sensación de ser incapaz de organizar mis pensamientos en forma coherente. No podía irme. Era como si me hallara pegado al sitio.

Entonces vi en la distancia algo como una nube; un instante después la bestia gigantesca daba vueltas nuevamente frente a mí, a toda velocidad. Sus alas tajaron el aire cada vez más cerca de mis ojos, hasta golpearme. Sentí que las alas habían literalmente golpeado la parte de mí que estaba en ese sitio, fuera la que fuera. Grité con toda mi fuerza, invadido por uno de los dolores más torturantes que jamás he sentido.

Lo próximo que supe fue estar sentado en mi petate; don Juan me frotaba la frente. Frotó con hojas mis brazos y piernas; luego me llevó a una zanja de irrigación detrás de su casa, me quitó la ropa y me sumergió por entero; me sacó y volvió a sumergirme una y otra vez.

Mientras yo yacía en el fondo, poco profundo, de la zanja, don Juan me jalaba de tiempo en tiempo el pie izquierdo y daba golpecitos suaves en la planta. Tras un rato sentí un cosquilleo. El lo advirtió y dijo que yo estaba bien. Me puse la ropa y regresamos a su casa. Volví a sentarme en mi petate y traté de hablar, pero me sentí incapacitado de concentrarme en lo que quería decir, aunque mis pensamientos eran muy claros. Asombrado, tomé conciencia de cuánta concentración se necesitaba para hablar. También noté que, para decir algo, tenía que dejar de mirar las cosas. Tuve la impresión de que me hallaba enredado en un nivel muy profundo y cuando quería hablar tenía que salir a la superficie como un buceador; tenía que ascender como si me jalaran mis palabras. Dos veces logré incluso aclararme la garganta en una forma perfectamente ordinaria. Pude haber dicho entonces lo que deseaba decir, pero no lo dije. Preferí permanecer en el extraño nivel de silencio donde podía limitarme a mirar. Tuve el sentimiento de que empezaba a conectarme con lo que don Juan llamaba "ver", y eso me hacía muy feliz.

Después, don Juan me dio sopa y tortillas y me ordenó comer. Pude hacerlo sin ningún problema y sin perder lo que yo consideraba mi "poder de ver". Enfoqué los ojos en todo lo que me rodeaba. Estaba convencido de que podía "ver" todo, y sin embargo el mundo se miraba igual, hasta donde me era posible juzgar. Pugné por "ver" hasta que la oscuridad fue completa. Finalmente me cansé y me dormí.

Desperté cuando don Juan me cubrió con una frazada. Tenía jaqueca y estaba mal del estómago. Tras un rato me sentí mejor y dormí tranquilamente hasta el día siguiente.

A la mañana, era de nuevo yo mismo. Ansioso, pregunté a don Juan:

– ¿Qué cosa me ocurrió?

Don Juan rió, taimado.

– Fuiste a buscar al cuidador y claro que lo hallaste -dijo.

– ¿Pero qué era, don Juan?

– El guardián, el cuidador, el centinela del otro mundo -dijo don Juan, concretando.

Intenté narrarle los detalles de esa bestia fea y portentosa, pero él hizo caso omiso, diciendo que mi experiencia no era nada especial, que cualquiera podía hacer eso.

Le dije que el guardián había sido para mí un choque tal, que todavía no me era posible pensar realmente en él.

Don Juan rió e hizo burla de lo que llamó una inclinación demasiado dramática de mi naturaleza.

– Esa cosa, fuera lo que fuera, me lastimó -dije-. Era tan real como usted y yo.

– Claro que era real. Te hizo doler, ¿no?

Al rememorar la experiencia creció mi excitación. Don Juan me pidió calma. Luego me preguntó si de veras había tenido miedo del guardián; enfatizó el "de veras".

– Estaba yo petrificado -dije-. Jamás en mi vida he experimentado un susto tan imponente.

– Qué va -dijo, riendo-. No tuviste tanto miedo.

– Le juro -dije con fervor genuino- que de haberme podido mover habría corrido como histérico.

Mi aseveración le pareció graciosa y le causó risa.

– ¿Qué caso tenía el hacerme ver esa monstruosidad, don Juan?

Se puso serio y me contempló.

– Era el guardián -dijo-. Si quieres ver, debes vencer al guardián.

– ¿Pero cómo voy a vencerlo, don Juan? Ha de tener unos treinta metros de alto.

Don Juan rió con tantas ganas que las lágrimas rodaron por sus mejillas.

– ¿Por qué no me deja decirle lo que vi, para que no haya malentendidos? -dije.

– Si eso te hace feliz, ándale, dime.

Narré cuanto podía recordar, pero eso no pareció alterar su humor.

– Sigue sin ser nada nuevo -dijo sonriendo.

– ¿Pero cómo espera usted que yo venza una cosa así? ¿Con qué?

Estuvo callado un rato. Luego me miró y dijo:

– No tuviste miedo, no realmente. Tuviste dolor, pero no tuviste miedo.

Se reclinó contra unos bultos y puso los brazos detrás de la cabeza. Pensé que había abandonado el tema.

– Sabes -dijo de pronto, mirando el techo de la ramada-, cada hombre puede ver al guardián. Y el guardián es a veces, para algunos de nosotros, una bestia imponente del alto del cielo. Tienes suerte; para ti fue nada más de treinta metros. Y sin embargo, su secreto es tan simple.

Hizo una pausa momentánea y tarareó una canción ranchera.

– El guardián del otro mundo es un mosquito -dijo despacio, como si midiera el efecto de sus palabras.

– ¿Cómo dijo usted?

– El guardián del otro mundo es un mosquito -repitió-. Lo que encontraste ayer era un mosquito; y ese mosquito te cerrará el paso hasta que lo venzas.

Por un momento no creí lo que don Juan decía, pero al rememorar la secuencia de mi visión hube de admitir que en cierto momento me hallaba mirando un mosquito, y un instante después tuvo lugar una especie de espejismo y me encontré mirando la bestia.

– ¿Pero cómo pudo lastimarme un mosquito, don Juan? -pregunté, verdaderamente confundido,

– No era un mosquito cuando te lastimó -dijo él-; era el guardián del otro mundo. Capaz algún día tengas el valor de vencerlo. Ahora no; ahora es una bestia babeante de treinta metros. Pero no tiene caso hablar de eso. Parársele enfrente no es ninguna hazaña, así que si quieres conocer más a fondo, busca otra vez al guardián.

Dos días más tarde, el 11 de noviembre, fumé nuevamente la mezcla de don Juan.

Le había pedido dejarme fumar de nuevo para hallar al guardián. No se lo pedí en un arranque momentáneo, sino después de larga deliberación. Mi curiosidad con respecto al guardián era desproporcionadamente mayor que mi miedo, o que la desazón de perder mi claridad.

El procedimiento fue el mismo. Don Juan llenó una vez el cuenco de la pipa, y cuando hube terminado todo el contenido la limpió y la guardó.

El efecto fue marcadamente más lento; cuando empecé a sentirme un poco mareado don Juan se acercó y, sosteniendo mi cabeza en sus manos, me ayudó a acostarme sobre el lado izquierdo. Me dijo que estirara las piernas y me relajara, y luego me ayudó a poner el brazo derecho frente a mi cuerpo, al nivel del pecho. Volteó mi mano para que la palma presionara contra el petate, y dejó que mi peso descansara sobre ella. No hice nada por ayudarlo ni por estorbarlo, pues no supe qué estaba haciendo.

Tomó asiento frente a mí y me dijo que no me preocupara por nada. Dijo que el guardián vendría, y que yo tenía un asiento de primera fila para verlo. Añadió, en forma casual, que el guardián podía causar gran dolor, pero que había un modo de evitarlo. Dos días atrás, dijo, me había hecho sentarme al juzgar que yo ya tenía suficiente. Señaló mi brazo derecho y dijo que lo había puesto deliberadamente en esa posición para que yo pudiera usarlo como una palanca con la cual impulsarme hacia arriba cuando así lo deseara.

Cuando hubo terminado de decirme todo eso, mi cuerpo estaba ya adormecido por completo. Quise presentar a su atención el hecho de que me sería imposible empujarme hacia arriba porque había perdido el control de mis músculos. Traté de vocalizar las palabras, pero no pude. Sin embargo, él parecía habérseme anticipado, y explicó que el truco estaba en la voluntad. Me instó a recordar la ocasión, años antes, en que yo había fumado los hongos por vez primera. En dicha ocasión caí al suelo y salté a mis pies nuevamente por un acto de lo que él llamó, en ese entonces, mi "voluntad"; me "levanté con el pensamiento". Dijo que ésa era, de hecho, la única manera posible de levantarse.

Lo que decía me resultaba inútil, pues yo no recordaba lo que en realidad había hecho años antes. Tuve un avasallador sentido de desesperación y cerré los ojos.

Don Juan me aferró por el cabello, sacudió vigorosamente mi cabeza y me ordenó, imperativo, no cerrar los ojos. No sólo los abrí, sino que hice algo que me pareció asombroso. Dije:

– No sé cómo me levanté aquella vez.

Quedé sobresaltado. Había algo muy monótono en el ritmo de mi voz, pero claramente se trataba de mi voz, y sin embargo creí con toda honestidad que no podía haber dicho eso, porque un minuto antes me hallaba incapacitado para hablar.

Miré a don Juan. El volvió el rostro hacia un lado y rió.

– Yo no dije eso -dije.

Y de nuevo me sobresaltó mi voz. Me sentí exaltado. Hablar bajo estas condiciones se volvía un proceso regocijante. Quise pedir a don Juan que explicara mi habla, pero me descubrí nuevamente incapaz de pronunciar una sola palabra. Luché con fiereza por dar voz a mis pensamientos, pero fue inútil. Desistí y en ese momento, casi involuntariamente, dije:

– ¿Quién habla, quién habla?

Esa pregunta causó tanta risa a don Juan que en cierto momento se fue de lado.

Al parecer me era posible decir cosas sencillas, siempre y cuando supiera exactamente qué deseaba decir.

– ¿Estoy hablando? ¿Estoy hablando? -pregunté.

Don Juan me dijo que, si no dejaba yo mis juegos, saldría a acostarse bajo la ramada y me dejaría solo con mis payasadas.

– No son payasadas -dije.

El asunto me parecía de gran seriedad. Mis pensamientos eran muy claros; mi cuerpo, sin embargo, estaba entumido: no podía sentirlo. No me hallaba sofocado, como alguna vez anterior bajo condiciones similares; estaba cómodo porque no podía sentir nada; no tenía el menor control sobre mi sistema voluntario, y no obstante podía hablar. Se me ocurrió la idea de que, si podía hablar, probablemente podría levantarme, como don Juan había dicho.

– Arriba -dije en inglés, y en un parpadeo me hallaba de pie.

Don Juan meneó la cabeza con incredulidad y salió de la casa.

– ¡Don Juan! -llamé tres veces.

Regresó.

– Acuésteme -pedí.

– Acuéstate tú solo -dijo-. Parece que estás en gran forma.

Dije: -Abajo- y de pronto perdí de vista el aposento. No podía ver nada. Tras un momento, la habitación y don Juan volvieron a entrar en mi campo de visión. Pensé que debía haberme acostado con la cara contra el piso, y que él me había alzado la cabeza agarrándome del cabello.

– Gracias -dije con voz muy lenta y monótona.

– De nada -repuso, remedando mi entonación, y tuvo otro ataque de risa.

Luego tomó unas hojas y empezó a frotarme con ellas los brazos y los pies.

– ¿Qué hace usted? -pregunté.

– Te estoy sobando -dijo, imitando mi penoso hablar monótono.

Su cuerpo se sacudía de risa. Sus ojos brillaban, amistosos. Me agradaba verlo. Sentí que don Juan era compasivo y justo y gracioso. No podía reír con él, pero me habría gustado hacerlo. Otro sentimiento de regocijo me invadió, y reí; fue un sonido tan horrible que don Juan se desconcertó un instante.

– Más vale que te lleve a la zanja -dijo-, porque si no te vas a matar a payasadas.

Me puso en pie y me hizo caminar alrededor del cuarto. Poco a poco empecé a sentir los pies, y las piernas, y finalmente todo el cuerpo. Mis oídos reventaban con una presión extraña. Era como la sensación de una pierna o un brazo que se han dormido. Sentía un peso tremendo sobre la nuca y bajo el cuero cabelludo, arriba de la cabeza.

Don Juan me llevó apresuradamente a la zanja de irrigación atrás de su casa; me arrojó allí con todo y ropa. El agua fría redujo gradualmente la presión y el dolor, hasta que desaparecieron por entero.

Me cambié de ropa en la casa y tomé asiento y de nuevo sentí el mismo tipo de alejamiento, el mismo deseo de permanecer callado. Pero esta vez noté que no era claridad de mente ni poder de enfocar; más bien era una especie de melancolía y una fatiga física. Por fin, me quedé dormido.


12 de noviembre, 1968


Esta mañana, don Juan y yo fuimos a los cerros cercanos a recoger plantas. Caminamos unos diez kilómetros sobre terreno extremadamente áspero. Me cansé mucho. Nos sentamos a descansar, a iniciativa mía, y él abrió una conversación diciendo que se hallaba satisfecho de mis progresos.

– Ahora sé que era yo quien hablaba -dije-, pero en esos momentos podría haber jurado que era alguien más.

– Eras tú, claro -dijo-.

– ¿Por qué no pude reconocerme?

– Eso es lo que hace el humito. Uno puede hablar sin darse cuenta; uno puede moverse miles de kilómetros y tampoco darse cuenta. Así es también como se pueden atravesar las cosas. El humito se lleva el cuerpo y uno está libre, como el viento; mejor que el viento: al viento lo para una roca o una pared o una montaña. El humito lo hace a uno tan libre como el aire; quizás hasta más libre: el aire se queda encerrado en una tumba y se vicia, pero con la ayuda del humito nada puede pararlo a uno ni encerrarlo.

Las palabras de don Juan desataron una mezcla de euforia y duda. Sentí una incomodidad avasalladora, una sensación de culpa indefinida.

– ¿Entonces uno de verdad puede hacer todas esas cosas, don Juan?

– ¿Tú qué crees? Preferirías creer que estás loco, ¿no? -dijo, cortante.

– Bueno, para usted es fácil aceptar todas esas cosas. Para mi es imposible.

– Para mi no es fácil. No tengo ningún privilegio sobre ti. Esas cosas son igualmente difíciles de aceptar para ti o para mí o para cualquier otro.

– Pero usted está en su elemento con todo esto, don Juan.

– Sí, pero bastante me costó. Tuve que luchar, quizá más de lo que tú luches nunca. Tú tienes un modo inexplicable de hacer que todo marche para ti. No tienes idea de cuánto hube de esforzarme para hacer lo que tú hiciste ayer. Tienes algo que te ayuda en cada paso del camino. No hay otra explicación posible de la manera en que aprendes las cosas de los poderes. Lo hiciste antes con Mescalito, ahora lo has hecho con el humito. Deberías concentrarte en el hecho de que tienes un gran don, y dejar de lado otras consideraciones.

– Lo hace usted sonar muy fácil, pero no lo es. Estoy roto por dentro.

– Te compondrás pronto. Una cosa es cierta, no has cuidado tu cuerpo. Estás demasiado gordo. No quise decirte nada antes. Siempre hay que dejar que los otros hagan lo que tienen que hacer. Te fuiste años enteros. Pero te dije que volverías, y volviste. Lo mismo pasó conmigo. Me rajé durante cinco años y medio.

– ¿Por qué se alejó usted, don Juan?

– Por la misma razón que tú. No me gustaba.

– ¿Por qué volvió?

– Por la misma razón por la que tú has vuelto: porque no hay otra manera de vivir.

Esa declaración tuvo un gran impacto sobre mí, pues yo me había descubierto pensando que tal vez no había otra manera de vivir. Jamás había expresado a nadie este pensamiento, pero don Juan lo había inferido correctamente.

Tras un silencio muy largo le pregunté:

– ¿Qué hice ayer, don Juan?

– Te levantaste cuando quisiste.

– Pero no sé cómo lo hice.

– Toma tiempo perfeccionar esa técnica. Pero lo importante es que ya sabes cómo hacerlo.

– Pero no sé. Ese es el punto, que de veras no sé.

– Claro que sabes.

– Don Juan, le aseguro, le juro…

No me dejó terminar; se puso en pie y se alejó.


Más tarde, hablamos de nuevo sobre el guardián del otro mundo.

– Si creo que lo que he experimentado, sea lo que sea, tiene una realidad concreta -dije-, entonces el guardián es una criatura gigantesca que puede causar increíble dolor físico; y si creo que uno puede en verdad viajar distancias enormes por un acto de la voluntad, entonces es lógico concluir que también podría, con mi voluntad, hacer que el monstruo desapareciera. ¿Correcto?

– No del todo -dijo él-. Tu voluntad no puede hacer que el guardián desaparezca. Puede evitar que te haga daño; eso sí. Por supuesto, si llegas a lograr eso, tienes el camino abierto. Puedes pasar junto al guardián y no hay nada que él pueda hacer, ni siquiera revolotear como loco.

– ¿Cómo puedo lograr eso?

– Ya sabes cómo. Nada más te hace falta práctica.

Le dije que sufríamos un malentendido brotado de nuestras diferencias en percibir el mundo. Dije que para mi saber algo significaba que yo debía tener plena conciencia de lo que estaba haciendo y que podía repetir a voluntad lo que sabía, pero en este caso ni tenía conciencia de lo que había hecho bajo la influencia del humo, ni podría repetirlo aunque mi vida dependiera de ello.

Don Juan me miró inquisitivo. Lo que yo decía parecía divertirlo. Se quitó el sombrero y se rascó las sienes, como hace cuando desea fingir desconcierto.

– De veras sabes hablar sin decir nada, ¿no? -dijo, riendo-. Ya te lo he dicho: hay que tener un empeño inflexible para llegar a ser hombre de conocimiento. Pero tú pareces tener el empeño de confundirte con acertijos. Insistes en explicar todo como si el mundo entero estuviera hecho de cosas que pueden explicarse. Ahora te enfrentas con el guardián y con el problema de moverte usando tu voluntad. ¿Alguna vez se te ha ocurrido que, en este mundo, sólo unas cuantas cosas pueden explicarse a tu modo? Cuando yo digo que el guardián te cierra realmente el paso y que podría sacarte el pellejo, sé lo que estoy diciendo. Cuando digo que uno puede moverse con su voluntad, también sé lo que digo. Quise enseñarte, poco a poco, cómo moverse, pero entonces me di cuenta de que sabes cómo hacerlo aunque digas que no.

– Pero de veras no sé cómo -protesté.

– Sí sabes, idiota -dijo con severidad, y luego sonrió-. Esto me hace acordar la vez que alguien puso a aquel muchacho Julio en una máquina segadora; sabía cómo manejarla aunque jamás lo había hecho antes.

– Sé a lo que se refiere usted, don Juan; de cualquier modo, siento que no podría hacerlo de nuevo, porque no estoy seguro de qué cosa hice.

– Un brujo charlatán trata de explicar todo en el mundo con explicaciones de las que no está seguro -dijo-, así que todo sale siendo brujería. Pero tú andas igual. También quieres explicarlo todo a tu manera, pero tampoco estás seguro de tus explicaciones.