"Diana, O La Cazadora Solitaria" - читать интересную книгу автора (Fuentes Carlos)XVSobra decir que esa mañana no escribí una sola línea. ¿Cómo iba a ocuparme de los amores de Hernán Cortés y la Malinche cuando los míos se complicaban tan misteriosamente? ¿Qué se dieron, qué pudieron darse un rudo soldado extremeño y una princesa cautiva, y tabasqueña por añadidura? ¿Algo más que la alianza política mediante el sexo? ¿Algo más que la unión, verbal y carnal, de las lenguas? En cambio, Diana se fue a filmar un western ridículo a la Sierra Madre y yo me quedé cavilando sobre el placer que por lo visto yo no le había dado a ella, tomándolo sólo para mí. Por un momento, casi me convencí de que yo era como todos los hombres, sobre todo los latinoamericanos, que buscan su satisfacción inmediata y les importa un puro carajo la de la mujer. Fui mi mejor abogado; me convencí en seguida de que éste no era mi caso, yo le había prodigado calor y atención a Diana Soren, mi paciencia no estaba en duda, mi pasión tampoco. Ella era tan voraz como yo deseoso de complacerla. Si el placer masculino al que ella se refirió esa mañana era el simple, directo de montarla y venirme, jamás lo hice sin todos los preámbulos, el ¿Ella misma quería que yo la sodomizara? Lo hice de las dos maneras, poniéndola de cuatro patas para entrar por su vagina desde atrás, o lubricando su ano para entrar, desgarrándolo, al capullo de su mayor intimidad. Untos se los di, la regué con champaña una noche, rociándonos los dos entre carcajadas; de su espléndido aroma vaginal de frutas maduras ya hablé; le rocié mi loción masculina en las axilas y entre las piernas; ella me escondió su propio perfume detrás de mi oreja, para que durara siempre allí, dijo; yo mismo la engalané como a una Venus doméstica con la espuma de mi tarro de afeitar (Noxzema) y una tarde de domingo aburrida le afeité los sobacos y el pubis, guardándolo todo en otro tarro abandonado de mermelada, hasta que floreciera o se corrompiera atrozmente, qué se yo… Acabé riéndome con ganas de todas estas pendejadas, recordando para acabar (lo creí en ese momento) la maravillosa frase del moribundo y cachondo millonario Volpone en la comedia de Ben Jonson: – A mí me gustan las mujeres y los hombres, del sexo que sean… ¿Era eso lo que nos faltaba: compartir el sexo con otros, era ése el placer al que se refería Diana? ¿Qué quería? ¿Un ¿Con animales? ¿Fetichismo? El espejo. Quizás no habíamos jugado bastante con los espejos. No pude desarrollar esta fantasía, porque al mirar al espejo que cubría una de las puertas del closet, miré reflejada la mirada del Vaquero Metafísico, Clint Eastwood, y caí en la cuenta. Ya sabía lo que deseaba Diana. Desnudos en la cama, esa noche la sentí fría y le pregunté si tenía ganas de hacer el amor. – ¿Por qué mejor no me preguntas si me gusta hacer el amor contigo? -dijo haciéndose un ovillo entre las sábanas. – Está bien. Te lo pregunto. – ¿Qué? – ¿Te gusta hacer el amor conmigo? – Tonto -me dijo con su sonrisa más fulgurante, más hoyuelesca. – A mí me gustaría hacerte el amor en nombre de todos los hombres que te han hecho el amor -le dije acercándome bruscamente a su oído. – No digas eso -ella tembló un poco. La tomé de la cintura. -No sé si debo decírtelo. – Somos libres. No nos guardamos nada, tú y yo. – Hay algo que me gusta de ti. Pretendes que estamos solos cuando cogemos. – ¿No lo estamos? – No. Cuando nos acostamos yo veo pasar por tu piel a una multitud de hombres, desde tu primer novio hasta tus amantes ausentes pero vigentes… Miré de reojo la foto de la estrella de – Sigue, sigue… Ya no sabía lo que estaba haciendo con mis manos. Sólo conocía mis palabras. – ¿Puede haber sexo sólo entre dos? – No, no… – ¿Te gusta saber que pienso en todos los hombres que te han gozado antes cuando yo mismo te cojo? -¿Te atreves a decírmelo? -¿No lo sabes tú, Diana? ¿No te gusta también? -No me digas eso, por favor. -¿No te desilusiono si te digo esto? -No -casi gritó-. No, me gusta… -¿Pensar que conmigo se acuestan contigo todos los hombres que te han cogido en tu vida? -Me gusta, me gusta… -Creí que no te iba a gustar… -No digas nada. Siente cómo estoy sintiendo… -¿Por qué no nos atrevemos a sentir este placer si tanto nos gusta? – ¿Cuál placer? ¿Qué dices? -Este placer. El que te doy pensando que soy otro, el que tú sientes imaginando que yo también soy otro, admítelo… – Sí, me gusta, me vuelve loca, no pares… -Quisiera que todos ellos estuvieran aquí, viéndonos coger a ti y a mí… – Sí, yo también, no te detengas, sigue… -No te vengas todavía… – Es que me estás dando muchas vergas hoy… -Aguántate, Diana, nos están mirando, todos, desde ese espejo nos miran y nos envidian… – Dime que a ti también te gusta que ellos nos miren… – Me gusta que pretendas que lo hacemos solos. Me gusta saber que te gusta… – Me gusta me gusta me gusta… Cuando terminamos, ella se volteó hacia mí, entrecerró los ojos grises (¿azules?) como una bruma olvidada y me dijo: -Qué poca imaginación tienes. |
||
|