"Diana, O La Cazadora Solitaria" - читать интересную книгу автора (Fuentes Carlos)XVICon razón o sin ella, yo he vivido para escribir. La literatura, casi desde la infancia, ha sido para mí el filtro de la experiencia, desde el temor a un castigo paterno hasta la noche de amor más reciente. Sexo, política, alma, todo pasa para mí por la experiencia literaria. La expectativa del libro refina y fortalece los datos de la vida vivida. Quizás nada de esto sea cierto o, en realidad, sea al revés: la imaginación literaria es la que determina, provoca, las demás situaciones "reales" de mi vida. Pero si es así, yo no me entero. Sí quisiera tener conciencia de que para mí la realidad no es un hecho simple o que se defina por una sola de sus dimensiones. Hay gente para la cual la realidad es sólo el mundo objetivo, concreto: la silla es la silla, la montaña siempre ha estado allí, la nube pasa pero obedece a las leyes de la física: todo esto es real. Para otras personas, no hay más realidad que la interna, la realidad subjetiva. La mente es una vasta sala desamueblada que se va llenando poco a poco, mientras vivimos, del mobiliario de las percepciones. El mundo objetivo existe, pero carece de sentido si no pasa por el tamiz de mi mente. La subjetividad le da realidad a un mundo de objetos mudos, inánimes. Pero hay una tercera dimensión que es donde mi individualidad entra en contacto con los demás, con mi sociedad, con mi cultura. Es decir, existe algo que no es ni paradoja ni imposibilidad, y se llama la individualidad colectiva. En ella es donde me siento más logrado, más satisfecho, en mejor consonancia con el mundo. Es en esa individualidad compartida donde hallo a la familia, a las mujeres y el sexo, a los amigos… Así, la realidad para mí es una estrella de tres picos, la materia, la sique y la cultura. La realidad material, la realidad subjetiva, y la realidad del encuentro de mi yo con el mundo. No me gusta sacrificar ninguna de ellas. Sólo cuando las tres se hacen presentes, puedo decir que soy feliz. Nuestros juegos de salón nocturnos continuaron y uno de ellos era el Fue el propio Lew Cooper el que sugirió otro juego para nuestras noches de tedio durangueño. Imaginemos, dijo, que somos – ¿México o los Estados Unidos? -pregunté para dejar claro que había más de un país en el mundo. Me miraron como si fuera de veras tarado. Cooper cayó en seguida, inevitablemente, en el tema de la pérdida de la inocencia que tanto obsesiona a los gringos. Yo siempre me he preguntado cuándo fueron inocentes, ¿al matar indios, al entregarse al destino manifiesto y desatar sus ambiciones continentales, del Atlántico al Pacífico?, ¿cuándo? En México sentimos devoción por los cadetes que se arrojaron de lo alto del alcázar de Chapultepec antes que rendirse a las tropas invasoras del general Winfield Scott. ¿Fueron unos adolescentes perversos que se negaron a entregarle sus banderas a la inocencia invasora? ¿Cuándo fueron inocentes los Estados Unidos? ¿Cuándo explotaron el trabajo negro esclavizado, cuando se masacraron entre sí durante la guerra de secesión, cuando explotaron el trabajo de niños e inmigrantes y amasaron colosales fortunas habidas, sin duda, de manera inocente? ¿Cuándo pisotearon a países indefensos como Nicaragua, Honduras, Guatemala? ¿Cuándo arrojaron la bomba sobre Hiroshima? ¿Cuándo McCarthy y sus comités destruyeron vidas y carreras por mera insinuación, sospecha, paranoia? ¿Cuándo defoliaron la selva de Indochina con veneno? Reí para mí, guardándome mi posible respuesta a la pregunta del juego Hablaban los dos norteamericanos, y yo, quizás porque ambos eran actores, imaginé que la famosa inocencia era sólo una imagen de autoconsolación promovida, sobre todo, por el cine. En la literatura, desde el principio, desde el torturado puritanismo de Hawthorne, las pesadillas nocturnas de Poe y las diurnas de James, no ha habido inocencia, sino temor a la fuerza oscura que cada ser humano lleva dentro de sí; el yo enemigo es el protagonista de En el cine americano sí que se crea el mito de la inocencia, sin ironía alguna. Mis ojos infantiles están llenos de esas figuras del campo, provenientes del pequeño poblado rural, que llegan a las ciudades y se exponen a los peores peligros luchando contra el sexo (Lillian Gish), las locomotoras (Buster Keaton), los rascacielos (Harold Lloyd). Cómo gocé, de niño, las películas sentimentalmente inocentes de Frank Capra, donde el valiente Quijote pueblerino, Mr. Deeds or Mr. Smith, vence con su inocencia a las fuerzas de la corrupción y la mentira. Era un bello mito, consonante con la política moral y humanista de Franklin Roosevelt. Puesto que el Nuevo Trato fue seguido por la guerra mundial y la lucha contra el fascismo, que no sólo no era inocente, sino que era diabólico, los norteamericanos (y nosotros con ellos) se creyeron totalmente el mito de la inocencia. Ellos, gracias a su virtud, salvaron dos veces al mundo, derrotaron las fuerzas del mal, identificaron y aniquilaron a los villanos perfectos, el Kaiser y Hitler. Cuántas veces he oído a norteamericanos de todas las clases decir: "Dos veces fuimos a salvar a Europa este siglo. Debían ser más agradecidos." Para ellos, como en las "novelas internacionales" de Henry James, Europa es corrupta, los Estados Unidos son inocentes. No creo que haya otro país, sobre todo un país tan poderoso, que se sienta inocente o haga alarde de ello. Los hipócritas ingleses, los cínicos franceses, los orgullosos alemanes (los inculpados y autoflagelantes alemanes tan ayunos de ironía), los violentos (o lacrimosos) rusos, ninguno cree que su nación haya sido jamás inocente. Los Estados Unidos, en consecuencia, declaran que su política exterior es totalmente desinteresada, casi un acto de filantropía. Como esto no es ni ha sido nunca cierto para ninguna gran potencia, incluyendo a los Estados Unidos, nadie se los cree pero el autoengaño norteamericano arrastra a todos al desconcierto. Todos saben qué clase de intereses se juegan, pero nadie debe admitirlo. Lo que se persigue, desinteresadamente, es la libertad, la democracia, salvar a los demás de sí mismos. Imaginé a Diana de niña, oyendo sermones luteranos en una iglesia de Iowa. ¿Qué podía caber en una cabeza infantil cuando un pastor le decía que los hombres son todos culpables, inaceptables, condenados, y sin embargo, Cristo los acepta, a pesar de su inaceptabilidad, porque la muerte de Cristo dio satisfacción sobrante por todos nuestros pecados? Una doctrina de ese tamaño, ¿nos condena a vivir tratando de justificar la fe de Cristo en nosotros?, ¿o nos condena a ser totalmente irresponsables, puesto que nuestros pecados ya han sido redimidos en el Gólgota? Las palabras del viejo actor andaban muy lejos de mis cavilaciones. Su – ¿Un país que a pesar de todo no ha estado a la altura de sus ideales? -les pregunté a mis compañeros de juego. – Sí -dijo Cooper-. Ningún país lo ha estado. Pero los demás son más cínicos. Nosotros somos idealistas, ¿no lo sabías? Siempre estamos del lado del bien. Donde estamos nosotros, allí está el bien. Cuando no creemos esto, nos volvemos locos. – No deberíamos salir nunca -dijo con gran sencillez Diana. La recuerdo en ese momento sentada en el tapete, con las piernas cruzadas y las manos unidas sobre el regazo. – La novela de Thomas Woolfe que se llama Le pregunté con la mía si era su caso. Sacudió la cabeza. Dijo que cuando regresó de vivir en Francia encontró toda una nueva generación en California, en el Medio Oeste, en la Costa Este, que quería dar lo mejor de sí y no la dejaban. Era tan grande el contraste entre los ideales de los jóvenes en la década que acababa de pasar, los sesentas, y la corrupción, la mentira gigantesca de los gobernantes, la violencia que estallaba por todos los orificios de la sociedad… Diana contó esa noche lo que estaba en la mente de todo el mundo, pero lo contó como lo que era, una muchacha del Medio Oeste que se había ido a dormir a París y luego, como Rip Van Winkle, había regresado en los sesenta a las vorágines del asesinato de los Kennedy y de Martin Luther King, la muerte de decenas de miles de muchachos salidos de los pueblecitos rurales a las selvas asiáticas, los muertos de Vietnam, los soldados drogados, los muertos inútiles, para nada, menos mal que al frente no iban los muchachos blancos, sino los negros y los chicanos, la carne de cañón, y en el país un coro de mentirosos diciendo que estábamos conteniendo a China, salvando la democracia vietnamita, impidiendo la caída de los dóminos… Johnson, Nixon, los magnavoces de la hipocresía, la ignorancia, la estupidez, ¿cómo no se iba a desengañar una generación entera, cómo no iban a acabar ametrallando estudiantes en Kent State, apaleando manifestantes en Chicago, encarcelando a los Panteras Negras? ¿Para qué? -subió el tono de Diana, parecía despertar ella misma de un sueño larguísimo detrás de una pantalla plateada que era su propia mirada al mundo-, no para hacer fortunas, no para corromperse vulgarmente, por más que enriquecieran a cien contratistas y una docena de grandes compañías que trabajaban para la defensa, eso está bien, eso hasta lo entiendo, pero me vuelve loca la capacidad de estos canallas, para enamorarse de su propio poder, creer en su poder como algo no sólo duradero, sino importante, Dios mío, los muy cretinos creen que su poder importa, no saben que lo único que importa es la vida de un muchacho que mandaron a morir inútilmente en una selva asiática, un muchacho azorado que para justificar su presencia allí incendió una aldea y mató a todos sus habitantes, si no, ¿para qué estaba allí, para qué servía esa subametralladora cuya fabricación le había dado trabajo a miles de obreros y sus familias, una sola subametralladora le daba el poder a Lyndon Johnson, a Richard Nixon, a la Diosa Mentira, a la Puta Poder? Diana Soren se desbarrancaba, su voz iba cayendo en un abismo extraño, hueco, iba a volver a dormir veinte años más con tal de no saber lo que pasaba en ese hogar al que nunca se podía regresar… América era lo que sucedía Apretó el botón de su casetera y se escuchó la voz de José Feliciano cantando |
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