"La sombra del viento" - читать интересную книгу автора (Zafón Carlos Ruiz)5Hubo un tiempo, de niño, en que quizá por haber crecido rodeado de libros y libreros, decidí que quería ser novelista y llevar una vida de melodrama La raíz de mi ensoñación literaria, además de esa maravillosa simplicidad con que todo se ve a los cinco años, era una prodigiosa pieza de artesanía y precisión que estaba expuesta en una tienda de plumas estilográficas en la calle de Anselmo Clavé, justo detrás del Gobierno Militar. El objeto de mi devoción, una suntuosa pluma negra ribeteada con sabía Dios cuántas exquisiteces y rúbricas, presidía el escaparate como si se tratase de una de las joyas de la corona. El plumín, un prodigio en sí mismo, era un delirio barroco de plata, oro y mil pliegues que relucía como el faro de Alejandría. Cuando mi padre me sacaba de paseo, yo no callaba hasta que me llevaba a ver la pluma. Mi padre decía que aquélla debía de ser, por lo menos, la pluma de un emperador. Yo, secretamente, estaba convencido de que con semejante maravilla se podía escribir cualquier cosa, desde novelas hasta enciclopedias, e incluso cartas cuyo poder tenía que estar por encima de cualquier limitación postal. En mi ingenuidad, creía que lo que yo pudiese escribir con aquella pluma llegaría a todas partes, incluido aquel sitio incomprensible al que mi padre decía que mi madre había ido y del que no volvía nunca. Un día se nos ocurrió entrar en la tienda a preguntar por el dichoso artilugio. Resultó ser que aquélla era la reina de las estilográficas, una Montblanc Meinsterstück de serie numerada, que había pertenecido, o eso aseguraba el encargado con solemnidad, nada menos que a Víctor Hugo. De aquel plumín de oro, fuimos informados, había brotado el manuscrito de – Tal y como el Vichy Catalán brota del manantial de Caldas -atestiguó el encargado. Según nos dijo, la había adquirido personalmente a un coleccionista venido de París y se había asegurado de la autenticidad de la pieza. – ¿Y qué precio tiene este caudal de prodigios, si no es mucho preguntar? -inquirió mi padre. La sola mención de la cifra le quitó el color de la cara, pero yo estaba ya encandilado de remate. El encargado, tomándonos quizá por catedráticos de física, procedió a endosarnos un galimatías incomprensible sobre las aleaciones de metales preciosos, esmaltes del Lejano Oriente y una revolucionaria teoría sobre émbolos y vasos comunicantes, todo ello parte de la ignota ciencia teutona que sostenía el trazo glorioso de aquel adalid de la tecnología gráfica. En su favor tengo que decir que, pese a que debíamos tener pinta de pelagatos, el encargado nos dejó manosear la pluma cuanto quisimos, la llenó de tinta para nosotros y me ofreció un pergamino para que pudiese anotar mi nombre y así iniciar mi carrera literaria a la zaga de Víctor Hugo. Luego, tras darle con un paño para sacarle de nuevo el lustre, la devolvió a su trono de honor. – Quizá otro día -musitó mi padre. Una vez en la calle, me dijo con voz mansa que no nos podíamos permitir su precio. La librería daba lo justo para mantenernos y enviarme a un buen colegio. La pluma Montblanc del augusto Víctor Hugo tendría que esperar. Yo no dije nada, pero mi padre debió de leer la decepción en mi rostro. – Haremos una cosa -propuso-. Cuando ya tengas edad de empezar a escribir, volvemos y la compramos. – ¿Y si se la llevan antes? – Ésta no se la lleva nadie, créeme. Y si no, le pedimos a don Federico que nos haga una, que ese hombre tiene las manos de oro. Don Federico era el relojero del barrio, cliente ocasional de la librería y probablemente el hombre más educado y cortés de todo el hemisferio occidental. Su reputación de manitas llegaba desde el barrio de la Ribera hasta el mercader del Ninot Otra reputación le acechaba, ésta de índole menos decorosa y relativa a su predilección erótica por efebos musculados del lumpen más viril y a cierta afición por vestirse de Estrellita Castro. – ¿Y si a don Federico no se le da lo de la pluma? -inquirí con divina inocencia. Mi padre enarcó una ceja, quizá temiendo que aquellos rumores maledicentes me hubiesen maleado la inocencia. – Don Federico de todo lo que sea alemán entiende un rato y es capaz de hacer un Volkswagen, si hace falta. Además, habría que ver si ya existían las estilográficas en tiempos de Víctor Hugo. Hay mucho vivo suelto. A mí, el escepticismo historicista de mi padre me resbalaba. Yo creía la leyenda a pies juntillas, aunque no veía con malos ojos que don Federico me fabricase un sucedáneo. Tiempo habría para ponerse a la altura de Víctor Hugo. Para mi consuelo, y tal como había predicho mi padre, la pluma Montblanc permaneció durante años en aquel escaparate, que visitábamos religiosamente cada sábado por la mañana. – Aún esta ahí -decía yo, maravillado. – Te espera -decía mi padre-. Sabe que algún día será tuya y que escribirás una obra maestra con ella. – Yo quiero escribir una carta. A mamá. Para que no se sienta sola. Mi padre me observó sin pestañear. – Tu madre no está sola, Daniel. Está con Dios. Y con nosotros, aunque no podamos verla. Esa misma teoría me había expuesto en el colegio el padre Vicente, un jesuita veterano que tenía la mano rota para explicar todos los misterios del universo -desde el gramófono hasta el dolor de muelas- citando el Evangelio según san Mateo, pero en boca de mi padre sonaba a que aquello no se lo creían ni las piedras. – ¿Y Dios para qué la quiere? – No lo sé. Si algún día le vemos, se lo preguntaremos. Con el tiempo deseché la idea de la carta y supuse que, ya puestos, sería más práctico empezar con la obra maestra. A falta de la pluma, mi padre me prestó un lápiz Staedtler del número dos con el que garabateaba en un cuaderno. Mi historia, casualmente, giraba en torno a una prodigiosa pluma estilográfica de pasmoso parecido con la de la tienda y que, además, estaba embrujada. Más concretamente, la pluma estaba poseída por el alma torturada de un novelista que había muerto de hambre y frío, y que había sido su dueño. Al caer en manos de un aprendiz, la pluma se empeñaba en plasmar en el papel la última obra que el autor no había podido terminar en vida. No recuerdo de dónde la copié o de dónde vino, pero lo cierto es que nunca volví a tener una idea semejante. Mis intentos de plasmarla en la página, sin embargo, resultaron desastrosos. Una anemia de invención plagaba mi sintaxis y mis vuelos metafóricos me recordaban a los de los anuncios de baños efervescentes para pies que acostumbraba a leer en las paradas de los tranvías. Yo culpaba al lápiz y ansiaba la pluma que habría de convertirme en un maestro. Mi padre seguía mis accidentados progresos con una mezcla de orgullo y preocupación. – ¿Qué tal tu historia, Daniel? – No sé. Supongo que si tuviese la pluma todo sería distinto. Según mi padre, aquél era un razonamiento que sólo se le podría haber ocurrido a un literato en ciernes. – Tú sigue dándole, que antes de que termines tu opera prima, yo te la compro. – ¿Lo prometes? Siempre respondía con una sonrisa. Para fortuna de mi padre, mis aspiraciones literarias pronto se desvanecieron y quedaron relegadas al terreno de la oratoria. A ello contribuyó el descubrimiento de los juguetes mecánicos y de todo tipo de artilugios de latón que se podían encontrar en el mercado de Los Encantes a precios más acordes con nuestra economía familiar. La devoción infantil es amante infiel y caprichosa, y pronto sólo tuve ojos para los mecanos y los barcos de cuerda. No volví a pedirle a mi padre que me llevase a visitar la pluma de Víctor Hugo, y él no volvió a mencionarla. Aquel mundo parecía haberse esfumado para mí, pero durante mucho tiempo la imagen que tuve de mi padre, y que aún hoy conservo, fue la de aquel hombre flaco enfundado en un traje viejo que le venía grande y con un sombrero de segunda mano que había comprado en la calle Condal por siete pesetas, un hombre que no podía permitirse regalarle a su hijo una dichosa pluma que no servía para nada pero que parecía significarlo todo. Aquella noche, a mi regreso del Ateneo, le encontré esperándome en el comedor, luciendo aquella misma cara de derrota y anhelo. – Ya pensaba que te habías perdido por ahí -dijo-. Llamó Tomás Aguilar. Dice que habíais quedado. ¿Te olvidaste? – Barceló, que se enrolla como una persiana -dije yo, asintiendo-. Ya no sabía cómo quitármelo de encima. – Es buen hombre, pero un poco plomo. Tendrás hambre. La Merceditas nos ha bajado algo de sopa que había hecho para su madre. Esa muchacha vale un montón. Nos sentamos a la mesa a degustar la limosna de la Merceditas, la hija de la vecina del tercero, que según todos iba para monja y santa, pero a la que yo había visto más de un par de veces asfixiando a besos a un marinero de manos hábiles que a veces la acompañaba hasta el portal. – Esta noche tienes aire meditabundo -dijo mi padre, buscando la conversación. – Será la humedad, que dilata el cerebro. Eso dice Barceló. – Será algo más. ¿Te preocupa algo, Daniel? – No. Sólo pensaba. – ¿En qué? – En la guerra. Mi padre asintió con gesto sombrío y sorbió su sopa en silencio. Era un hombre reservado y, aunque vivía en el pasado, casi nunca lo mencionaba. Yo había crecido en el convencimiento de que aquella lenta procesión de la posguerra, un mundo de quietud, miseria y rencores velados, era tan natural como el agua del grifo, y que aquella tristeza muda que sangraba por las paredes de la ciudad herida era el verdadero rostro de su alma. Una de las trampas de la infancia es que no hace falta comprender algo para sentirlo. Para cuando la razón es capaz de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado profundas. Aquella noche primeriza de verano, caminando por ese anochecer oscuro y traicionero de Barcelona, no conseguía borrar de mi pensamiento el relato de Clara en torno a la desaparición de su padre. En mi mundo, la muerte era una mano anónima e incomprensible, un vendedor a domicilio que se llevaba madres, mendigos o vecinos nonagenarios como si se tratase de una lotería del infierno. La idea de que la muerte pudiera caminar a mi lado, con rostro humano y corazón envenenado de odio, luciendo uniforme o gabardina, que hiciese cola en el cine, riese en los bares o llevase a los niños de paseo al parque de la Ciudadela por la mañana y por la tarde hiciese desaparecer a alguien en las mazmorras del castillo de Montjuïc, o en una fosa común sin nombre ni ceremonial, no me cabía en la cabeza. Dándole vueltas, se me ocurrió que tal vez aquel universo de cartón piedra que yo daba por bueno no fuese más que un decorado. En aquellos años robados, el fin de la infancia, como la Renfe, llegaba cuando llegaba. Compartimos aquella sopa de caldo de sobras con pan, rodeados por el murmullo pegajoso de los seriales de radio que se colaban a través de las ventanas abiertas a la plaza de la iglesia. – Entonces, ¿qué tal todo hoy con don Gustavo? – Conocí a su sobrina, Clara. – ¿La ciega? Dicen que es una belleza. – No sé. Yo no me fijo. – Más te vale. – Les dije que a lo mejor me pasaba mañana por su casa, al salir del colegio, para leerle algo a la pobre, que está muy sola. Si tú me das permiso. Mi padre me examinó de reojo, como si se preguntase si estaba él envejeciendo prematuramente o yo creciendo demasiado rápido. Decidí cambiar de tema, y el único que pude encontrar era el que me consumía las entrañas. – En la guerra, ¿es verdad que se llevaban a la gente al castillo de Montjuïc y no se les volvía a ver? Mi padre apuró la cucharada de sopa sin inmutarse y me miró detenidamente, la sonrisa breve resbalándole de los labios. – ¿Quién te ha dicho eso? ¿Barceló? – No. Tomás Aguilar, que a veces cuenta historias en el colegio. Mi padre asintió lentamente – En tiempos de guerra ocurren cosas que son muy difíciles de explicar, Daniel. Muchas veces, ni yo sé lo que significan de verdad. A veces es mejor dejar las cosas como están. Suspiró y sorbió la sopa sin ganas. Yo le observaba, callado. – Antes de morir, tu madre me hizo prometer que nunca te hablaría de la guerra, que no dejaría que recordases nada de lo que sucedió. No supe qué contestar. Mi padre entornó la mirada, como si buscase algo en el aire. Miradas o silencios, o quizá a mi madre para que corroborase sus palabras. – A veces pienso que me he equivocado al hacerle caso. No lo sé. – Es igual, papa… – No, no es igual, Daniel. Nada es igual después de una guerra. Y sí, es cierto que hubo mucha gente que entró en ese castillo y nunca salió. Nuestras miradas se encontraron brevemente. Al poco, mi padre se levantó y se refugió en su habitación, herido de silencio. Retiré los platos y los deposité en la pequeña pila de mármol de la cocina para fregarlos. Al volver al salón, apagué la luz y me senté en el viejo butacón de mi padre. El aliento de la calle aleteaba en las cortinas. No tenía sueño, ni ganas de tentarlo. Me acerqué al balcón y me asomé hasta ver el reluz vaporoso que vertían las farolas en la Puerta del Ángel. La figura se recortaba en un retazo de sombra tendido sobre el empedrado de la calle, inerte. El tenue parpadeo ámbar de la brasa de un cigarrillo se reflejaba en sus ojos. Vestía de oscuro, una mano enfundada en el bolsillo de la chaqueta, la otra acompañando al cigarro que tejía una telaraña de humo azul en torno a su perfil. Me observaba en silencio, el rostro velado al contraluz del alumbrado de la calle. Permaneció allí por espacio de casi un minuto fumando con abandono, la mirada fija en la mía. Luego, al escucharse las campanadas de medianoche en la catedral, la figura hizo un leve asentimiento con la cabeza, un saludo tras el cual intuí una sonrisa que no podía ver. Quise corresponder, pero me había quedado paralizado. La figura se volvió y le vi alejarse cojeando ligeramente. Cualquier otra noche apenas hubiese reparado en la presencia de aquel extraño, pero tan pronto le perdí de vista en la neblina sentí un sudor frío en la frente y me faltó el aliento. Había leído una descripción idéntica de aquella escena en La Som |
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