"La sombra del viento" - читать интересную книгу автора (Zafón Carlos Ruiz)6Un sueño espeso de olvido y la perspectiva de que aquella tarde volvería a ver a Clara me persuadieron de que la visión no había sido más que una casualidad. Quizá aquel inesperado brote de imaginación febril fuera sólo presagio del prometido y ansiado estirón que, según todas las vecinas de la escalera, iba a hacer de mí un hombre, si no de provecho, al menos de buena planta. A las siete en punto, vistiendo mis mejores galas y destilando vapores de colonia Varón Dandy que había tomado prestada de mi padre, me planté en la vivienda de don Gustavo Barceló dispuesto a estrenarme como lector a domicilio y moscón de salón. El librero y su sobrina compartían un piso palaciego en la plaza Real. Una criada de uniforme, cofia y una vaga expresión de legionario me abrió la puerta con reverencia teatral. – Usted debe de ser el señorito Daniel -dijo-. Yo soy la Bernarda, para servirle a usted. La Bernarda afectaba un tono ceremonioso que navegaba con acento cacereño cerrado a cal y canto. Con pompa y circunstancia, la Bernarda me guió a través de la residencia de los Barceló. El piso, un principal, rodeaba la finca y describía un círculo de galerías, salones y pasillos que a mí, acostumbrado a la modesta vivienda familiar en la calle Santa Ana, me semejaba una miniatura de El Escorial. A la vista estaba que don Gustavo, amén de libros, incunables y todo tipo de arcana bibliografía, coleccionaba estatuas, cuadros y retablos, por no decir abundante fauna y flora. Seguí a la Bernarda a través de una galería rebosante de follaje y especímenes del trópico que constituían un verdadero invernadero. El acristalado de la galería tamizaba una luz dorada de polvo y vapor. El aliento de un piano flotaba en el aire, lánguido y arrastrando las notas con desabrigo. La Bernarda se abría paso entre la espesura blandiendo sus brazos de descargador portuario a modo de machetes. Yo la seguía de cerca, estudiando el entorno y reparando en la presencia de media docena de felinos y un par de cacatúas de color rabioso y tamaño enciclopédico a las que, según me explicó la criada, Barceló había bautizado como Ortega y Gasset, respectivamente. Clara me esperaba en un salón al otro lado de este bosque que miraba sobre la plaza. Enfundada en un vaporoso vestido de algodón azul turquesa, el objeto de mis turbios anhelos tocaba el piano al amparo de un soplo de luz que se prismaba desde el rosetón. Clara tocaba mal, a destiempo y equivocando la mitad de las notas, pero a mí su serenata me sonaba a gloria y el verla erguida frente al teclado, con una media sonrisa y la cabeza ladeada, me inspiraba una visión celestial. Iba a carraspear para denotar mi presencia, pero los efluvios de Varón Dandy me delataron. Clara cesó su concierto de súbito y una sonrisa avergonzada le salpicó el rostro. – Por un momento había pensado que eras mi tío -dijo-. Me tiene prohibido que toque a Mompou, porque dice que lo que hago con él es un sacrilegio. El único Mompou que yo conocía era un cura macilento y de propensión flatulenta que nos daba clases de física y química, y la asociación de ideas se me apareció grotesca, cuando no improbable. – Pues a mí me parece que tocas de maravilla -apunté. – Qué va. Mi tío, que es un melómano de pro, hasta me ha puesto un maestro de música para enmendarme. Es un compositor joven que promete mucho. Se llama Adrián Neri y ha estudiado en París y en Viena. Tengo que presentártelo. Está componiendo una sinfonía que le va a estrenar la orquesta Ciudad de Barcelona, porque su tío está en la junta directiva. Es un genio. – ¿El tío o el sobrino? – No seas malicioso, Daniel. Seguro que Adrián te cae divinamente. Como un piano de cola desde un séptimo piso, pensé. – ¿Te apetece merendar algo? -ofreció Clara-. Bernarda hace unos bizcochos de canela que quitan el hipo. Merendamos como la realeza, devorando cuanto la criada nos ponía a tiro. Yo ignoraba el protocolo de estas ocasiones y no sabía muy bien cómo proceder. Clara, que siempre parecía leer mis pensamientos, me sugirió que cuando quisiera podía leer – Me recuerda un poco a – No te confíes -dije-. Es sólo el principio. Luego las cosas se complican. – Tienes que irte ya, ¿verdad? -preguntó Clara. – Me temo que sí. No es que quiera, pero… – Si no tienes otra cosa que hacer, puedes volver mañana -sugirió Clara-. Pero no quiero abusar de… – ¿A las seis? -ofrecí-. Lo digo porque así tendremos más tiempo. Aquel encuentro en la sala de música del piso de la plaza Real fue el primero entre muchos más a lo largo de aquel verano de 1945 y de los años que siguieron. Pronto mis visitas al piso de los Barceló se hicieron casi diarias, menos los martes y jueves, días en que Clara tenía clase de música con el tal Adrián Neri. Pasaba horas allí y con el tiempo me aprendí de memoria cada sala, cada corredor y cada planta del bosque de don Gustavo. La Sombra – Como si llevase una máscara de piel -decía. – Eso te lo estás inventando, Clara. Clara juraba y perjuraba que era cierto, y yo me rendía, atormentado por la imagen de aquel desconocido de dudosa existencia que se complacía en acariciar ese cuello de cisne, y a saber qué más, mientras a mí sólo me estaba permitido anhelarlo. Si me hubiese parado a pensarlo, hubiera comprendido que mi devoción por Clara no era más que una fuente de sufrimiento. Quizá por eso la adoraba más, por esa estupidez eterna de perseguir a los que nos hacen daño. A lo largo de aquel verano, yo sólo temía el día en que volviesen a empezar las clases y no dispusiera de todo el día para pasarlo con Clara. La Bernarda, que ocultaba una naturaleza de madraza bajo su severo semblante, acabó por tomarme cariño a fuerza de tanto verme y, a su modo y manera, decidió adoptarme. – Se conoce que este muchacho no tiene madre, fíjese usted -solía decirle a Barceló-. A mí es que me da una pena, pobrecillo. La Bernarda había llegado a Barcelona poco después de la guerra, huyendo de la pobreza y de un padre que a las buenas le pegaba palizas y la trataba de tonta, fea y guarra, y a las malas la acorralaba en las porquerizas, borracho, para manosearla hasta que ella lloraba de terror y él la dejaba ir, por mojigata y estúpida, como su madre. Barceló se la había tropezado por casualidad cuando la Bernarda trabajaba en un puesto de verduras del mercado del Borne y, siguiendo una intuición, le había ofrecido empleo a su servicio. – Lo nuestro será como en La Bernarda, cuyo apetito literario se saciaba con la – Oiga, que una será pobre e ignorante, pero muy decente. Barceló no era exactamente George Bernard Shaw, pero aunque no había conseguido dotar a su pupila de la dicción y el duende de, don Manuel Azaña, sus esfuerzos habían acabado por refinar a la Bernarda y enseñarle maneras y hablares de doncella de provincias. Tenía veintiocho años, pero a mí siempre me pareció que arrastraba diez más, aunque sólo fuera en la mirada. Era muy de misa y devota de la virgen de Lourdes hasta el punto del delirio. Acudía a diario a la basílica de Santa María del Mar a oír el servicio de las ocho y se confesaba tres veces por semana como mínimo. Don Gustavo, que se declaraba agnóstico (lo cual la Bernarda sospechaba era una afección respiratoria, como el asma, pero de señoritos), opinaba que era matemáticamente imposible que la criada pecase lo suficiente como para mantener semejante ritmo de confesión. – Si tú eres más buena que el pan, Bernarda -decía, indignado-. Esta gente que ve pecado en todas partes está enferma del alma y, si me apuras, de los intestinos. La condición básica del beato ibérico es el estreñimiento crónico. Al oír tamañas blasfemias, la Bernarda se santiguaba por quintuplicado. Más tarde, por la noche, decía una oración extra por el alma poluta del señor Barceló, que tenía buen corazón, pero a quien de tanto leer se le habían podrido los sesos, como a Sancho Panza. De Pascuas a Ramos, a la Bernarda le salían novios que le pegaban, le sacaban los pocos cuartos que tenía en una cartilla de ahorros, y tarde o temprano la dejaban tirada. Cada vez que se producía una de estas crisis, la Bernarda se encerraba en el cuarto que tenía en la parte de atrás del piso a llorar durante días y juraba que se iba a matar con el veneno para las ratas o a beberse una botella de lejía. Barceló, tras agotar todas sus artimañas de persuasión, se asustaba de veras y tenía que llamar al cerrajero de guardia para que abriese la puerta de la habitación y a su médico de cabecera para que le administrase a la Bernarda un sedante de caballo. Cuando la pobre despertaba dos días después, el librero le compraba rosas, bombones, un vestido nuevo y la llevaba al cine a ver una de Cary Grant, que según ella, después de José Antonio, era el hombre más guapo de la historia. – Oiga, y dicen que Cary Grant es de la acera de enfrente -murmuraba ella, atiborrándose de chocolatinas-. ¿Será posible? – Sandeces -sentenciaba Barceló-. El cazurro y el zoquete viven en un estado de perenne envidia. – Qué bien habla el señor. Se conoce que ha ido a la universidad esa del sorbete. – Sorbona -corregía Barceló, sin acritud. Era muy difícil no querer a la Bernarda. Sin habérselo pedido nadie, cocinaba y cosía para mí. Me arreglaba la ropa, los zapatos, me peinaba, me cortaba el pelo, me compraba vitaminas y dentífrico, e incluso llegó a regalarme una medallita con un frasco de cristal que contenía agua bendita traída desde Lourdes en autobús por una hermana suya que vivía en San Adrián del Besós. A veces, mientras se empeñaba en examinarme el pelo en busca de liendres y otros parásitos, me hablaba en voz baja. – La señorita Clara es lo más grande del mundo, y quiera Dios que me caiga muerta si algún día se me ocurre criticarla, pero no está bien que el señorito se obsesione mucho con ella, si me entiende usted lo que quiero decir. – No te preocupes, Bernarda, si sólo somos amigos. – Pues eso mismo digo yo. Para ilustrar sus argumentos, la Bernarda procedía entonces a relatarme alguna historia que había oído por la radio en torno a un muchacho que se había enamorado indebidamente de su maestra y al que, por obra de algún sortilegio justiciero, se le había caído el pelo y los dientes al tiempo que la cara y las manos se le recubrían de hongos recriminatorios, una suerte de lepra del libidinoso. – La lujuria es muy mala cosa -concluía la Bernarda-. Se lo digo yo. Don Gustavo, pese a los chistes que se marcaba a mi costa, veía con buenos ojos mi devoción por Clara y mi entusiasta entrega de acompañante. Yo atribuía su tolerancia al hecho de que probablemente me consideraba inofensivo. De tarde en tarde, seguía dejándome caer ofertas suculentas para adquirir la novela de Carax. Me decía que había comentado el tema con algunos colegas del gremio de libros de anticuario y todos coincidían que un Carax ahora podía valer una fortuna, especialmente en Francia. Yo siempre le decía que no y él se limitaba a sonreír, ladino. Me había entregado una copia de las llaves del piso para que entrase y saliese sin estar pendiente de si él o la Bernarda estaban en casa para abrirme. Mi padre era harina de otro costal. Con el paso de los años había superado su reparo innato a abordar cualquier tema que le preocupase de veras. Una de las primeras consecuencias de este progreso fue que empezó a mostrar su clara desaprobación de mi relación con Clara. – Tendrías que ir con amigos de tu edad, como Tomás Aguilar, que lo tienes olvidado y es un muchacho estupendo, y no con una mujer que ya tiene años de casarse. – ¿Qué más dará la edad que tenga cada uno si somos buenos amigos? Lo que más me dolió fue la alusión a Tomás, porque era cierta. Hacía meses que no salía por ahí con él, cuando antes habíamos sido inseparables. Mi padre me observó con reprobación. – Daniel, tú no sabes nada de las mujeres, y ésa juega contigo como un gato con un canario. – Eres tú el que no sabe nada de mujeres -replicaba yo, ofendido-. Y de Clara, menos. Nuestras conversaciones sobre el tema rara vez iban más allá de un intercambio de reproches y miradas. Cuando no estaba en el colegio o con Clara, todo mi tiempo lo dedicaba a ayudar a mi padre en la librería. Ordenando el almacén de la trastienda, llevando pedidos, haciendo recados o atendiendo a los clientes habituales. Mi padre se quejaba de que no ponía la cabeza ni el corazón en el trabajo. Yo, a mi vez, replicaba que me pasaba la vida entera allí y que no entendía de qué tenía que quejarse. Muchas noches, sin poder conciliar el sueño, recordaba aquella intimidad, aquel pequeño mundo que ambos habíamos compartido en los años que siguieron a la muerte de mi madre, los años de la pluma de Víctor Hugo y las locomotoras de latón. Los recordaba como años de paz y tristeza, un mundo que se desvanecía, que se había venido evaporando desde aquel amanecer en que mi padre me había llevado a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Un día mi padre descubrió que yo había regalado el libro de Carax a Clara y montó en cólera. – Me has decepcionado, Daniel -me dijo-. Cuando te llevé a aquel lugar secreto, te dije que el libro que escogieras era algo especial, que tú lo ibas a adoptar y que debías responsabilizarte de él. – Entonces tenía diez años, papá, y aquello era un juego de niños. Mi padre me miró como si le hubiese apuñalado. – Y ahora tienes catorce, y no sólo sigues siendo un niño, eres un niño que se cree un hombre. Vas a llevarte muchos disgustos en la vida, Daniel. Y muy pronto. En aquellos días yo quería creer que a mi padre le dolía que pasase tanto tiempo con los Barceló. El librero y su sobrina vivían en un mundo de lujos que mi padre apenas podía olfatear. Pensaba que le molestaba que la criada de don Gustavo se comportase conmigo como si fuese mi madre y que le ofendía que yo aceptase que alguien pudiera desempeñar aquel papel. A veces, mientras yo andaba por la trastienda haciendo paquetes o preparando un envío, oía a algún cliente bromear con mi padre. – Sempere, usted lo que tiene que hacer es buscarse una buena chavala, que ahora sobran viudas de buen ver y en la flor de la vida, ya me entiende usted. Una buena moza le arregla a uno la vida, amigo mío, y le quita veinte años de encima. Lo que no puedan un par de tetas… Mi padre nunca respondía a estas insinuaciones, pero a mí cada vez me parecían más sensatas. En una ocasión, en una de nuestras cenas que se habían transformado en combates de silencios y miradas robadas, saqué el tema a relucir. Creía que si era yo quien lo sugería, facilitaría las cosas. Mi padre era un hombre bien parecido, de aspecto pulcro y cuidado, y me constaba que más de una mujer en el barrio lo veía con buenos ojos. – A ti te ha resultado muy fácil encontrar una sustituta para tu madre -replicó con amargura-. Pero para mí no la hay y no tengo interés alguno en buscarla. A medida que pasaba el tiempo, las insinuaciones de mi padre y de la Bernarda, e incluso de Barceló, empezaron a hacer mella en mí. Algo en mi interior me decía que estaba metiéndome en un camino sin salida, que no podía esperar que Clara viese en mí más que a un muchacho al que llevaba diez años. Sentía que cada día se me hacía más difícil estar junto a ella, sufrir el roce de sus manos o llevarla del brazo cuando paseábamos. Llegó un punto en que la mera proximidad con ella se traducía en casi un dolor físico. A nadie se le escapaba este hecho, y menos que a nadie a Clara. – Daniel, creo que tenemos que hablar -me decía-. Yo creo que no me he portado bien contigo… Nunca le dejaba acabar sus frases. Salía de la habitación con cualquier excusa y huía. Eran días en que creí estar enfrentándome al calendario en una carrera imposible. Temía que el mundo de espejismos que había construido en torno a Clara se acercase a su fin. Poco imaginaba yo que mis problemas apenas habían empezado. |
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