"El Don Del Águila" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)II. VIENDO JUNTOSDurante varias semanas después de mi regreso a Los Ángeles experimenté repetidamente una leve sensación de incomodidad, que la explicaba como causada por un mareo o como una repentina pérdida del aliento causada por cualquier esfuerzo físico agotador. Culminó todo esto una noche en que desperté aterrorizado, sin poder respirar. El médico al que fui a ver diagnosticó mi problema como hiperventilación, probablemente debida a tensión nerviosa. Me recetó un tranquilizante y sugirió que respirara dentro de una bolsa de papel si el ataque se repetía de nuevo. Decidí volver a México para pedir consejo a la Gorda. Le dije cuál era el diagnóstico de mi médico; calmadamente, ella me aseguró que no se trataba de ninguna enfermedad, sino que al fin y al cabo estaba yo perdiendo mis salvaguardas, y que lo que experimentaba era "la pérdida de mi forma humana" y el ingreso a un estado de separación con los asuntos humanos. – No le hagas lucha -aconsejó-. Nuestra reacción normal es asustarnos y pelearnos con todo esto. Al hacerlo, lo alejamos. Deja los temores a un lado, y sigue la pérdida de tu forma humana paso a paso. Agregó que en su caso la desintegración de su forma humana comenzó en su vientre, con un dolor severo y una presión excesiva que lentamente se desplazaba en dos direcciones, por abajo hacia sus piernas y por arriba hasta su garganta. Reiteró que los efectos se sienten inmediatamente. Yo quería anotar cada matiz de mi entrada a ese nuevo estado. Me preparé para describir un relato detallado de todo lo que ocurriese. Desafortunadamente, nada más sucedió. Tras unos días de inútil espera abandoné la advertencia de la Gorda y concluí que el médico había diagnosticado mi aflicción correctamente. Esto resultaba comprensible. Me hallaba cargado de una responsabilidad que generaba una tensión insoportable. Había aceptado el liderazgo que los aprendices creían que me correspondía, pero no tenía la menor idea de cómo guiarlos. La presión de mi vida también se reflejó de un modo más serio. Mi acostumbrado nivel de energía decaía uniformemente. Don Juan me habría dicho que estaba perdiendo mi poder personal, y por tanto llegaría también a perder la vida. Don Juan había arreglado mis asuntos de tal modo que vivía exclusivamente del poder personal, el cual yo atendía como un estado de ser, una relación de orden entre el sujeto y el universo, una relación que si se desarregla resulta irremediablemente la muerte del sujeto. Puesto que no había forma previsible de cambiar mi situación, deduje que mi vida se extinguía. Esa sensación de irrefutable condena, enfurecía a todos los aprendices. Decidí dejarlos solos por un par de días para atenuar mi lobreguez y la tensión de ellos. Cuando regresé los encontré parados afuera de la puerta principal de la casa de las hermanitas, como si me estuvieran esperando. Néstor corrió a mi auto y, antes de que apagara el motor, me dijo a gritos que Pablito nos había dejado a todos, que se fue a morir a la ciudad de Tula, al lugar de sus antepasados. Me desconcerté. Me sentí culpable. La Gorda no compartía mi preocupación. Estaba radiante, contentísima. – Ese pinche cabrón está mejor muerto -aseguró-. Ahora vamos a vivir en armonía, como debe ser. El nagual nos dijo que tú traerías cambios a nuestras vidas. Bueno, pues así fue. Pablito ya no nos joderá más. Te deshiciste de él. Mira qué contentos estamos. Estamos mejor sin él. Me escandalizo su dureza. Afirmé, lo más vigorosamente posible, que don Juan nos había dado, de la manera más laboriosa, el marco de la vida de un guerrero. Enfaticé que la impecabilidad del guerrero me exigía que no dejara morir a Pablito, así nada más. – ¿Y qué te crees que vas a hacer? -preguntó la Gorda. Me voy a llevar a una de ustedes a que viva con él hasta el día en que todos, incluyendo a Pablito, puedan irse de aquí. Se rieron de mí, incluso Néstor y Benigno, a quienes yo siempre creí más afines a Pablito. La Gorda se rió mucho más que todos, desafiándome obviamente. Apelé a la comprensión de la Gorda. Le rogué. Utilicé todos los argumentos que se me ocurrieron. Me miró con desprecio total. – Vámonos -les ordenó a los demás. Me ofreció la más vacua de las sonrisas. Alzó los hombros e hizo un vago gesto al fruncir los labios. – Puedes venir con nosotros -me ofreció-, siempre y cuando no hagas preguntas ni hables de ese pendejo. – Eres una guerrera sin forma -dije-. Tú misma me lo dijiste. ¿Por qué, entonces, ahora juzgas a Pablito? La Gorda no respondió. Pero sintió el golpe. Frunció el entrecejo y no quiso mirarme. – ¡ La Gorda está con nosotras! -chilló Josefina con una voz terriblemente aguda. Las tres hermanitas se congregaron en torno a la Gorda y la empujaron al interior de la casa. Las seguí. Néstor y Benigno también entraron. – ¿Qué vas a hacer, llevarte a fuerzas a una de nosotras? -me gritó la Gorda. Le dije a todos que yo consideraba un deber ayudar a Pablito y que haría lo mismo por cualquiera de ellos. – ¿De veras crees que puedes salirte con la tuya? -me preguntó la Gorda, con los ojos llameando de ira. Yo quería rugir de rabia, como una vez lo hice en su presencia, pero las circunstancias eran distintas. No podía hacerlo. – Me voy a llevar a Josefina -avisé-. Soy el nagual. La Gorda juntó a las tres hermanitas y las escudó con su propio cuerpo. Estaban a punto de tomarse de las manos. Algo en mí sabía que, de hacerlo, su fuerza combinada sería terrible y mis esfuerzos por llevarme a Josefina resultarían inútiles. Mi única oportunidad consistía en atacar antes de que ellas pudieran agruparse. Empujé a Josefina con las palmas de las manos y la lancé tambaleándose hasta el centro del cuarto. Antes de que tuvieran tiempo de agruparse, golpeé a Lidia y a Rosa. Se doblaron, adoloradas. La Gorda vino hacia mí con una furia que jamás le había visto. Toda su concentración se hallaba en un solo impulso de su cuerpo. De haberme golpeado habría acabado conmigo. Por centímetros no me atinó en el pecho. La atrapé por detrás con un abrazo de oso y caímos al suelo. Rodamos y rodamos hasta quedar completamente exhaustos. Su cuerpo se relajó. Empezó a acariciar el dorso de mis manos, que se hallaban fuertemente apretadas en torno a su estómago. Vi a Néstor y Benigno junto a la puerta. Los dos parecían estar a punto de vomitar. La Gorda sonrió tímidamente y me susurró al oído que estaba muy bien el que yo la hubiera dominado. Me llevé a Josefina con Pablito. Creí que ella era la única de los aprendices que genuinamente necesitaba a alguien que la cuidara, y a la que menos detestaba Pablito. Estaba seguro de que el sentido de caballerosidad de Pablito lo forzaría a auxiliarla cuando ella lo necesitara. Un mes después volví nuevamente a México. Pablito y Josefina habían regresado. Vivían juntos en la casa de don Genaro, y la compartían con Benigno y Rosa. Néstor y Lidia vivían en la casa de Soledad, y la Gorda habitaba sola en la casa de las hermanitas. – ¿Te sorprende la manera como nos arreglamos para vivir? -consultó la Gorda. Mi sorpresa era más evidente. Quería saber cuáles eran las implicaciones de esta nueva organización. La Gorda replicó, secamente, que no había nada de implicaciones. Decidieron vivir en pares, pero no como parejas. Agregó que, al contrario de todo lo que yo pudiera pensar, todos ellos eran guerreros impecables. El nuevo arreglo parecía bastante agradable. Todos se hallaban completamente en paz. Ya no había más pleitos o explosiones de conducta competitiva entre ellos. También les dio por vestirse con las ropas indígenas típicas de la región. Las mujeres usaban vestidos con faldas largas que casi tocaban el suelo, rebozos negros y el pelo en trenzas, a excepción de Josefina, la cual siempre llevaba sombrero. Los hombres se vestían con ligeros pantalones y camisas de manta blanca, que parecían piyamas. Usaban sombreros de paja, y todos calzaban huaraches hechos en casa. Le pregunté a la Gorda cuál era la razón de su nueva manera de vestir. Me dijo que estaban preparándose para partir. Tarde o temprano, con mi ayuda o por sí mismos, iban a abandonar ese valle. Irían hacia un mundo nuevo, hacia una nueva vida. Cuando lo hicieran, todos se darían cuenta cabal del cambio, porque mientras más usaran la ropa india, más dramático sería el cambio cuando se pusieran la indumentaria de la ciudad. Añadió que les enseñaron a ser fluidos, a estar a sus anchas en cualquier situación en que se encontrasen, y que a mí me habían enseñado lo mismo. Lo que se demandaba de mi consistía en actuar con ellos sin perder la ecuanimidad, a pesar de lo que me hicieran. Para ellos, la demanda consistía en abandonar el valle y establecerse en otro sitio a fin de averiguar si de verdad podían ser tan fluidos como los guerreros deben serlo. Le pedí su honesta opinión sobre nuestras posibilidades de tener éxito. Me dijo que el fracaso estaba marcado en nuestros rostros. La Gorda cambió el tema abruptamente y dijo que en su ensueño se había hallado contemplando una gigantesca y estrecha barranca entre dos enormes montañas redondas; presumía que las dos montañas le eran conocidas y que quería que yo la llevara en mi auto hasta un pueblo cercano. La Gorda pensaba, sin saber por qué, que las dos montañas se hallaban allí, y que el mensaje de su Partimos al rayar el alba. Yo ya había estado en las cercanías de ese pueblo con anterioridad. Era muy pequeño y nunca había advertido nada en los alrededores que se acercase siquiera a la visión de la Gorda. Por ahí sólo había colinas erosionadas. Resultó que las dos montañas no se encontraban ahí, o, si así era, no las pudimos localizar. Sin embargo, durante las dos horas que pasamos en el pueblo, tanto ella como yo tuvimos la sensación de que conocíamos algo indefinido, una sensación que en momentos se transformaba en certeza y que después retrocedía nuevamente a la oscuridad y se convertía en mera molestia y frustración. Visitar ese pueblo nos inquietó de una manera misteriosa; o, más bien, por razones desconocidas, los dos quedamos muy agitados. Yo me descubrí angustiado por un conflicto sumamente lógico. No recordaba haber estado alguna vez en el pueblo mismo y, sin embargo, podía jurar que no sólo estuve ahí, sino que había vivido ahí algún tiempo. No se trataba de una evocación clara; no podía recordar ni las calles ni las casas. Lo que sentía era la aprensión vaga pero poderosa de que algo se clarificaría en mi mente. No estaba seguro de qué, un recuerdo quizá. En momentos, esa incierta aprensión se volvía inmensa, en especial al ver una casa en particular. Me estacioné frente a ella. La Gorda y yo la miramos desde el auto quizá durante una hora y, no obstante, ninguno de nosotros sugirió que bajáramos del auto para ir a ella. Los dos nos hallábamos muy tensos. Empezamos a hablar acerca de la visión de la Gorda de las dos montañas y nuestra conversación pronto devino en pleito. Ella creía que yo no había tomado en serio su ensueño. Nuestros temperamentos se encendieron y terminamos gritándonos el uno al otro, no tanto por ira como por nerviosidad. Me di cuenta de ello y me contuve. Al regresar, estacioné el auto a un costado del camino de tierra. Nos bajamos para estirar las piernas. Caminamos unos momentos, pero hacía demasiado viento para estar a gusto. La Gorda estaba aún agitada. Regresamos al auto y nos sentamos dentro. – Si nomás recuperaras lo que sabes -me dijo la Gorda con tono suplicante-, si replegaras tu conocimiento, te darías cuenta de que perder la forma humana… Se interrumpió a mitad de la frase; mi ceño debió haberla detenido. Sabía muy bien lo difícil que era mi lucha. Si hubiese habido algún conocimiento que hubiera podido recuperar conscientemente, ya lo habría hecho. – Pero es que somos seres luminosos -convino con el mismo tono suplicante-. Tenemos tanto… Tú eres el nagual. Tú tienes más aún. – ¿Qué crees que debo hacer? – Tienes que abandonar tu deseo de aferrarte -sugirió-. Lo mismo me ocurrió a mí. Me aferraba a las cosas, por ejemplo la comida que me gustaba, las montañas donde vivía, la gente con la que disfrutaba platicar. Pero más que nada me aferraba al deseo de que me quieran. Le dije que su consejo no tenía sentido para mí porque no estaba consciente de aferrarme a algo. Ella insistió en que de alguna manera yo sabía que estaba poniendo barreras a la pérdida de mi forma humana. – Nuestra atención ha sido entrenada para enfocar con terquedad -continuó-. Esa es la manera como sostenemos el mundo. Tu primera atención ha sido adiestrada para enfocar algo que es muy extraño para mí, pero muy conocido para ti. Le dije que mi mente se engarzaba en abstracciones, pero no en abstracciones como las matemáticas, por ejemplo, sino más bien en proposiciones razonables. – Ahora es el momento de dejar todo eso -propuso-. Para perder tu forma humana, necesitas desprenderte de todo ese lastre. Tu contrapeso es tan fuerte que te paralizas. No estaba con humor para discutir. Lo que la Gorda llamaba perder la forma humana era un concepto demasiado vago para una consideración inmediata. Me preocupaba lo que habíamos experimentado en ese pueblo. La Gorda no quería hablar de ello. – Lo único que cuenta es que repliegues tu conocimiento, que recuperes lo que sabes -opinó-. Lo puedes hacer cuando lo necesitas, como ese día en que Pablito se fue y tú y yo nos agarramos a chingadazos. La Gorda dijo que lo ocurrido ese día era un ejemplo de "replegar el conocimiento". Sin estar plenamente consciente de lo que hacía, había llevado a cabo complejas maniobras que implicaban ver. – Tú no nos diste de chingadazos nomás porque sí -añadió-. Tú viste. Tenía razón en cierta manera. Algo bastante fuera de lo común tuvo lugar en esa ocasión. Yo lo había considerado detalladamente, confinándolo, sin embargo, a una especulación puramente personal, puesto que no podía darle una explicación apropiada. Pensé que la carga emocional del momento me había afectado en forma inusitada. Cuando hube entrado en la casa de ellos y enfrenté a las cuatro mujeres, en fracciones de segundo advertí que podía cambiar mi manera ordinaria de percibir. Vi cuatro amorfas burbujas de luz ámbar muy intensa frente a mí. Una de ellas era de matiz delicado. Las otras tres eran destellos hostiles, ásperos, blancoambarinos. El brillo agradable era el de la Gorda. Y en ese momento los tres destellos hostiles se cernieron amenazantemente sobre ella. La burbuja de luminosidad blancuzca más cercana a mí, que era la de Josefina, estaba un tanto fuera de equilibrio. Se hallaba inclinándose, así que di un empujón. Di puntapiés a las otras dos, en una depresión que cada una de ellas tenía en el costado derecho. Yo no tenía una idea consciente de que debía asestar allí mis puntapiés. Simplemente descubrí que la depresión era adecuada: de alguna manera ésta invitaba a que yo las pateara allí. El resultado fue devastador. Lidia y Rosa se desmayaron en el acto. Las había golpeado en el muslo derecho. No se trato de un puntapié que rompiera huesos, sino que solo empujé con mi pie las burbujas de luz que se hallaban frente a mí. No obstante, fue como si les hubiera dado un golpe feroz en la más vulnerable parte de sus cuerpos. La Gorda tenía razón. Yo había recuperado algún conocimiento del cual no estaba consciente. Si eso se llama ver, la conclusión lógica de mi intelecto sería que ver es un conocimiento corporal. La preponderancia del sentido visual en nosotros, influencia este conocimiento corporal y lo hace aparecer relacionado con los ojos. Pero lo que experimenté no era del todo visual. Vi las burbujas de luz con algo que no sólo eran mis ojos, puesto que estaba consciente de que las cuatro mujeres se hallaban en mi campo de visión durante todo el tiempo que lidié con ellas. Las burbujas de luz ni siquiera se encontraban sobreimpuestas en ellas. Los dos conjuntos de imágenes estaban separados. Si me desplacé visualmente de una escena a la otra, el desplazamiento tuvo que haber sido tan rápido que parecía no existir; de allí que sólo podía recordar la percepción simultánea de dos escenas separadas. Después de que di los puntapiés a las dos burbujas de luz, la más agradable – la Gorda- se acercó a mí. No vino directamente, pues dibujó un ángulo a la izquierda a partir del momento en que comenzó a moverse; obviamente no intentaba golpearme, así es que cuando el destello pasó junto a mí lo atrapé. Mientras rodaba en el suelo con él, sentí que me fundía en el destello. Ese fue el único momento en el que en verdad perdí el sentido de continuidad. De nuevo estuve consciente de mí mismo cuando la Gorda acariciaba los dorsos de mis manos. – En nuestro La Gorda continuó hablando acerca de los efectos debilitadores del sexo. Me sentí incómodo. Traté de desviar la conversación de ese tema, pero ella parecía decidida a volver a él a pesar de mi contrariedad. – Vámonos tú y yo a la ciudad de México -le dije, desesperado. Pensé que eso la espantaría. No respondió. Frunció los labios, entrecerrando los ojos. Contrajo los músculos de su barbilla, echando hacia adelante el labio superior hasta que quedó bajo la nariz. Su rostro quedó tan torcido que me desconcerté. Ella reaccionó ante mi sorpresa y relajó los músculos faciales. – Ándale, Gorda -insistí-. Vamos a la ciudad de México. – Claro que sí, ¿por qué no? -dijo-. ¿Qué necesito? No esperaba esa respuesta y yo fui el que acabó escandalizándose. – Nada -dije-. Nos vamos como estamos. Sin decir otra palabra se hundió en el asiento y nos encaminamos hacia la ciudad de México. Aún era temprano, ni siquiera el mediodía. Le pregunté si se atrevería a ir a Los Ángeles conmigo. Lo pensó unos momentos. – Acabo de hacerle esa pregunta a mi cuerpo luminoso -precisó. – ¿Y qué te contestó? – Que sólo si el poder lo permite. Había tal riqueza de sentimiento en su voz que detuve el auto y la abracé. Mi afecto hacia ella en ese momento era tan profundo que me asustó. No tenía nada que ver con el sexo o con la necesidad de un reforzamiento psicológico, se trataba de un sentimiento que trascendía todo lo que me era conocido. Abrazar a la Gorda me devolvió la sensación, antes experimentada, de que algo, que estaba embotellado en mí, empujado a sitios recónditos a los que no podía llegar conscientemente, se hallaba a punto de liberarse. Casi supe lo que era, pero lo perdí cuando estaba a punto de obtenerlo. La Gorda y yo llegamos a la ciudad de Oaxaca al anochecer. Estacioné el auto en una calle cercana y caminamos hacia el centro de la ciudad, al zócalo. Buscamos la banca en la que don Juan y don Genaro solían sentarse. No estaba ocupada. Tomamos asiento allí, en un silencio reverente. Luego, la Gorda dijo que muchas veces había estado allí con don Juan, al igual que con otras personas que no podía recordar, No estaba segura si esto se trataba solamente de algo que había soñado. – ¿Qué hacías con don Juan en esta banca? -le pregunté. – Nada Aquí nos sentábamos a esperar el camión, o un camión maderero que nos llevaba de aventón a las montañas -respondió. Le dije que cuando don Juan y yo nos sentábamos allí platicábamos horas y horas. Le conté la gran predilección que don Juan tenía por la poesía, y cómo yo solía leerle cuando no teníamos que hacer. Oía los poemas bajo la base de que sólo el primero, o en ocasiones el segundo párrafo, valía la pena de ser leído; creía que el resto sólo era un consentirse del poeta. Únicamente unos cuantos poemas, de los cientos que debí haberle leído, llegó a escuchar hasta el final. En un principio buscaba lo que a mí me agradaba; mi preferencia era la poesía abstracta, cerebral, retorcida. Después me hizo leer una y otra vez lo que a él le gustaba. En su opinión, un poema debía ser, de preferencia, compacto, corto. Y tenía que estar compuesto de imágenes punzantes y precisas, de gran sencillez. A la caída de la tarde, sentados en esa banca de Oaxaca, un poema de César Vallejo siempre recapitulaba para él un especial sentimiento de añoranza. Se lo recité de memoria a la Gorda, no tanto en su beneficio como en el mío. El recuerdo que tenía de don Juan era increíblemente vívido. No se trataba de un recuerdo en el plano del sentimiento, ni tampoco en el plano de mis pensamientos conscientes. Era una clase desconocida de recuerdo, que me hizo llorar. Las lágrimas fluían de mis ojos, pero no me aliviaban en lo más mínimo. Las últimas horas de la tarde siempre tenían un significado especial para don Juan. Yo había aceptado sus consideraciones hacia esa hora, y su convicción de que si algo de importancia me ocurría tendría que ser entonces. La Gorda apoyó su cabeza en mi hombro. Yo puse mi cabeza sobre la suya. En esa posición nos quedamos unos momentos. Me sentí calmado; la agitación se había desvanecido de mí. Era extraño que el solo hecho de apoyar mi cabeza en la de la Gorda me proporcionara tal paz. Quería bromear y decirle que deberíamos amarrarnos las cabezas. La idea de que ella lo tomaría al pie de la letra me hizo desistir. Mi cuerpo se estremeció de risa y me di cuenta de que me hallaba dormido, pero que mis ojos estaban abiertos. De haberlo querido, habría podido ponerme en pie. No quería moverme, así es que permanecí allí, completamente despierto y sin embargo dormido. Vi que la gente caminaba frente a nosotros y nos miraba. No me importaba en lo más mínimo. Por lo general, me habría molestado que se fijaran en mí. Y de súbito, en un instante, la gente que se hallaba frente a mí se transformó en grandes burbujas de luz blanca. ¡Por primera vez en mi vida, de una manera prolongada me enfrentaba a los huevos luminosos! Don Juan me había dicho que, a los videntes, los seres humanos se aparecen como huevos luminosos. Yo había experimentado relampagueos de esa percepción, pero nunca antes había enfocado mi visión en ellos como ese día. Las burbujas de luz eran bastante amorfas en un principio. Era como si mis ojos no se hallaran adecuadamente enfocados. Pero después, en un momento, era como si finalmente hubiese ordenado mi visión y las burbujas de luz blanca se transformaran en oblongos huevos luminosos. Eran grandes; de hecho, eran enormes, quizá de más de dos metros de altura y más de un metro de ancho, o tal vez más grandes. En un momento me di cuenta de que los huevos ya no se movían. Vi una sólida masa de luminosidad frente a mi. Los huevos me observaban, se inclinaban peligrosamente sobre mi. Me moví deliberadamente y me senté erguido. La Gorda se hallaba profundamente dormida sobre mi hombro. Había un grupo de adolescentes en torno a nosotros. Deben haber creído que estábamos borrachos. Nos imitaban. El adolescente más atrevido estaba acariciando los senos de la Gorda. La sacudí y se despertó. Nos pusimos en pie apresuradamente y nos fuimos. Nos siguieron, vituperándonos y gritando obscenidades. La presencia de un policía en la esquina los disuadió de continuar con su hostigamiento. Caminamos en completo silencio, del zócalo hasta donde había estacionado mi auto. Ya casi había oscurecido. Repentinamente, la Gorda tomó mi brazo. Sus ojos estaban desmedidos, la boca abierta. Señaló y gritó: – ¡Mira! ¡Mira! ¡Ahí está el nagual y Genaro! Vi que dos hombres daban la vuelta a la esquina una larga cuadra adelante de nosotros. La Gorda se arrancó corriendo con rapidez. Corrí tras ella, preguntándole si estaba segura. Se hallaba fuera de sí. Me dijo que cuando había alzado la vista, don Juan y don Genaro la estaban mirando. En el momento en que sus ojos encontraron los de ellos, los dos se echaron a andar. Cuando nosotros llegamos a la esquina, los dos hombres aún conservaban la misma distancia. No pude distinguir sus rasgos. Uno era fornido, como don Juan, y el otro, delgado como don Genaro. Los dos hombres dieron vuelta en otra esquina y de nuevo corrimos estrepitosamente tras ellos. La calle en la que habían volteado se hallaba desierta y conducía a las afueras de la ciudad. Se curvaba un tanto hacia la izquierda En ese momento, algo ocurrió que me hizo pensar que en realidad sí podría tratarse de don Juan y don Genaro. Fue un movimiento que hizo el hombre más pequeño. Se volvió tres cuartos de perfil hacia nosotros e inclinó su cabeza como diciéndonos que los siguiéramos, algo que don Genaro acostumbraba hacer cuando íbamos al campo. Siempre caminaba delante de mí, instándome, alentándome con un movimiento de cabeza para que yo lo alcanzara. La Gorda empezó a gritar a todo volumen: – ¡Nagual! ¡Genaro! ¡Espérense! Corría adelante de mí. A su vez, ellos caminaban con gran rapidez hacia unas chozas que apenas se distinguían en la semioscuridad. Debieron entrar en alguna de ellas o enfilaron por cualquiera de las numerosas veredas; repentinamente, ya no los vimos más. La Gorda se detuvo y vociferó sus nombres sin ninguna inhibición. Varias personas salieron a ver quién gritaba. Yo la abracé hasta que se calmó. – Estaban exactamente enfrente de mí -aseguró, llorando-, ni siquiera a un metro de distancia. Guando grité y te dije que los vieras, en un instante ya se encontraban una cuadra más lejos. Traté de apaciguarla. Se hallaba en un alto estado de nerviosismo. Se colgó de mí, temblando. Por alguna razón indescifrable, yo estaba absolutamente seguro de que esos hombres no eran don Juan ni don Genaro, por tanto no podía compartir la agitación de la Gorda. Me dijo que teníamos que regresar a casa, que el poder no le permitiría ir conmigo a Los Ángeles, ni siquiera a la ciudad de México. Estaba convencida de que el haberlos visto, significaba un augurio. Desaparecieron señalando hacia el este, hacia el pueblo de ella. No presenté objeciones para volver a su casa en ese mismo instante. Después de las cosas que nos habían ocurrido ese día, debería estar mortalmente fatigado. En cambio, me hallaba vibrando con un vigor de los más extraordinarios, que me recordaba los días con don Juan, cuando había sentido que podía derribar murallas con los hombros. Al regresar al auto me sentí lleno del más apasionado afecto por la Gorda. Nunca podría agradecerle suficientemente su ayuda. Pensé que lo que fuera que ella hizo para ayudarme a ver los huevos luminosos, había dado resultado. Además, la Gorda fue muy valerosa arriesgándose al ridículo, e incluso a alguna injuria física, al sentarse conmigo en esa banca. Le expresé mi gratitud. Ella me miró como si yo estuviera loco y después soltó una carcajada. – Yo pensé lo mismo de ti -reconoció-. Pensé que tú lo habías hecho nada más por mí. Yo también vi los huevos luminosos. Esta fue la primera vez para mí también. ¡Hemos visto juntos! Como el nagual y Genaro solían hacerlo. Cuando abría la puerta del auto para que entrara la Gorda, todo el impacto de lo que habíamos hecho me golpeó. Hasta ese momento estuve aturdido, algo en mí me había vuelto lerdo. Ahora, mi euforia era tan intensa como la agitación de la Gorda momentos antes. Quería correr por la calle y pegar de gritos. Le tocó a la Gorda contenerme. Se encuclilló y me masajeó las pantorrillas. Extrañamente, me calmé en el acto. Descubrí que me estaba resultando difícil hablar. Mis pensamientos iban por delante de mi habilidad para verbalizarlos. No quería manejar de regreso a la casa en ese instante. Me parecía que aún había mucho que hacer. Como no podía explicar con claridad lo que quería, prácticamente arrastré a la renuente Gorda de vuelta al zócalo, pero a esa hora ya no encontramos bancas vacías. Me estaba muriendo de hambre, así que empujé a la Gorda hacia un restaurante. Ella pensó que no podría comer, pero cuando nos trajeron la comida tuvo tanta hambre como yo. El comer nos tranquilizó por completo. Más tarde, esa noche, nos sentamos en la banca. Yo me había refrenado para no hablar de lo que nos sucedió, hasta que tuviéramos oportunidad de sentarnos allí. En un principio, la Gorda no parecía dispuesta a hablar. Mi mente se hallaba en un extraño estado de regocijo. En tiempos anteriores experimenté momentos similares con don Juan, pero éstos se hallaban asociados, inevitablemente, con los efectos posteriores a la ingestión de plantas alucinogénicas. Empecé por describir a la Gorda lo que había visto. El rasgo de esos huevos luminosos que más me impresionó eran los movimientos. No caminaban. Se movían como si flotaran y, sin embargo, se hallaban en el suelo. La manera como se movían era desagradable. Sus movimientos eran mecánicos, torpes y a sacudidas. Cuando se movían, toda su forma se volvía más pequeña y redonda; parecían brincar o tironearse, o sacudirse de arriba abajo con gran velocidad. El resultado era un temblor nervioso sumamente fatigoso. Quizá la manera más aproximada de describir esa molestia física causada por los movimientos sería decir que sentí como si hubieran acelerado las imágenes de una película. Otra cosa que me intrigaba era que no podía vislumbrar sus piernas. Una vez había visto una representación de ballet en la que los bailarines imitaban el movimiento de soldados en patines de hielo; para lograr el efecto se pusieron túnicas sueltas que llegaban hasta el suelo. No había manera de verles los pies, de allí la ilusión de que se deslizaban sobre el hielo. Los huevos luminosos que habían desfilado frente a mí me dieron la impresión de que se desplazaban sobre una superficie áspera. La luminosidad se sacudía de arriba abajo casi imperceptiblemente, pero lo suficiente como para casi hacerme vomitar. Cuando los huevos luminosos reposaban, empezaban a extenderse. Algunos eran tan largos y rígidos que parecían las imágenes de un ícono de madera. Otro rasgo aún más perturbador de los huevos luminosos era la ausencia de ojos. Nunca había comprendido tan punzantemente hasta qué punto nos atraen los ojos de los vivientes. Los huevos luminosos estaban completamente vivos y me observaban con gran curiosidad. Los podía ver sacudiéndose de arriba abajo, inclinándose para mirarme, pero sin ojos. Muchos de estos huevos luminosos tenían manchas negras: huecos enormes bajo la parte media. Otros no las tenían. La Gorda me había dicho que la reproducción afecta a los cuerpos, lo mismo de mujeres que de hombres, provocándoles un agujero bajo el estómago; empero, las manchas de esos seres luminosos no parecían agujeros. Eran áreas sin luminosidad, pero en ellas no había profundidad. Los que tenían las manchas parecían ser apacibles, o estar cansados; la cresta de su forma de huevo se hallaba ajada, se veía opaca en comparación con el resto del brillo. Por otra parte, los que no tenían manchas eran cegadoramente brillantes. Los imaginaba peligrosos. Se veían vibrantes, llenos de energía y blancura. La Gorda dijo que en el instante que apoyé mi cabeza sobre la suya, ella también entró en un estado que parecía Nuestras visiones diferían en cuanto que ella podía distinguir a los hombres de las mujeres por la forma de unos filamentos que ella llamó "raíces". Las mujeres, dijo, tenían espesos montones de filamentos que semejaban la cola de un león; éstos crecían hacia adentro a partir de los genitales. Explicó que esas raíces eran las donadoras de vida. El embrión, para poder efectuar su crecimiento, se adhiere a una de estas raíces nutritivas y después la consume por completo, dejando sólo un agujero. Los hombres, por otra parte, tenían filamentos cortos que estaban vivos y flotaban casi separados de la masa luminosa de sus cuerpos. Le pregunté cuál era, en su opinión, la razón de que hubiésemos Después de que la Gorda y yo tomamos asiento en la banca favorita de don Juan, en el atardecer de ese día, y después de que yo había recitado el poema que le gustaba, me sentí profundamente cargado de emotividad. Mis emociones debieron haber preparado a mi cuerpo. Pero también tenía que considerar el hecho de que, con la práctica del La Gorda rió tímidamente cuando dijo lo que pensaba. – No estoy de acuerdo contigo -rechazó-. Yo creo que lo que pasa es que tu cuerpo ha empezado a recordar. – ¿Qué quieres decir con eso, Gorda? -sondeé. Hubo una larga pausa. La Gorda parecía luchar por decir algo que no quería, o bien luchaba desesperadamente por encontrar la palabra adecuada. – Hay tantas cosas que sé -dijo-, sin embargo ni siquiera sé qué es lo que sé. Recuerdo tantas cosas, que al final termino sin recordar nada. Creo que tú te encuentras en la misma situación. Le aseguré que, si eso era así, no me daba cuenta. Ella se negó a creerme. – En verdad, a veces creo que no sabes nada -dijo-. Otras veces creo que estás jugando con nosotros. El nagual me dijo que él mismo no lo sabía. Ahora me estoy volviendo a acordar de muchas cosas que me dijo de ti. – ¿Qué es lo que significa que mi cuerpo ha comenzado a recordar? -insistí. – No me preguntes eso -contestó con una sonrisa-. Yo no sé qué será lo que se supone que debes recordar, o cómo se recuerda. Nunca lo he hecho, de eso estoy segura. – ¿Hay alguno entre los aprendices que me lo podría decir? -pregunté. – Ninguno -enfatizó-. Creo que yo soy como un mensajero para ti, un mensajero que en esta ocasión sólo puede darte la mitad del mensaje. Se puso de pie y me suplicó que la llevara de nuevo a su pueblo. En ese momento, yo me hallaba muy alborozado como para irme. A sugerencia mía caminamos un poco por la plaza. Por último nos sentamos en otra banca. – ¿No se te hace extraño que hayamos podido No sabía qué se traía ella en la cabeza. Titubeé en responder. – ¿Qué dirías si yo te dijera que creo que desde antes hemos No podía comprender qué quería decir. Me repitió la pregunta una vez más y, sin embargo, seguí sin poder comprender el significado. – ¿Cuándo pudimos haber – Ahí está la cosa -replicó-. No tiene sentido y no obstante tengo la sensación de que ya hemos Sentí un escalofrío y me incorporé. De nuevo recordé la sensación que tuve durante la mañana en aquel pueblo. La Gorda abrió la boca para decir algo, pero se interrumpió a media frase. Se me quedó viendo, perpleja, me puso una mano en los labios y después prácticamente me arrastró al automóvil. Manejé toda la noche. Quería hablar, analizar, pero ella se quedó dormida como si a propósito quisiera evitar toda discusión. Estaba en lo correcto, por supuesto. De nosotros dos, ella era la que conocía bien el peligro de disipar un estado anímico analizándolo con exceso. Cuando bajó del auto, al llegar finalmente a su casa, me dijo que no podríamos hablar, en lo más mínimo, de lo que nos había ocurrido en Oaxaca. – ¿Y eso por qué, Gorda? -pregunté. – No quiero que desperdiciemos nuestro poder -replicó-. Esa es la costumbre del brujo. Nunca desperdicies tus ganancias. – Pero si no hablamos de eso, nunca sabremos qué fue lo que realmente nos pasó -protesté. – Podemos quedarnos callados, cuando menos nueve días -dijo. – ¿Y no podemos hablar de ello solamente entre tú y yo? -pregunté. – Una conversación entre tú y yo es precisamente lo que debemos evitar -contradijo-. Somos vulnerables. Tenemos que procurarnos tiempo para curarnos. |
||
|