"El Don Del Águila" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)

III. LOS CUASIRRECUERDOS DEL OTRO YO

– ¿Nos puedes decir qué es lo que está pasando? -me preguntó Néstor cuando todos nos reunimos esa noche-. ¿A dónde fueron ustedes dos ayer?

Se me había olvidado la recomendación de la Gorda. Empecé a decirles que primero fuimos al pueblo vecino y que allí encontramos una casa de lo más intrigante.

Pareció como si a todos los sacudiera un repentino temblor. Se avivaron, se miraron el uno al otro y después a la Gorda, como si esperasen que ella les hablara de eso.

– ¿Qué tipo de casa era? -quiso saber Néstor.

Antes de que pudiera responder, la Gorda me interrumpió. Empezó a hablar de una manera apresurada y casi incoherente. Era obvio que estaba improvisando. Incluso usó frases y palabras en mazateco. Me dirigió miradas furtivas que implicaban una súplica silenciosa para que yo no dijera nada.

– ¿Cómo va tu ensoñar, nagual? -me preguntó con el alivio de alguien que ha encontrado una salida-. Nos gustaría saber todo lo que haces. Es muy importante que nos platiques.

Se apoyó en mí y en el tono más casual que pudo me susurró que a causa de lo que nos había ocurrido en Oaxaca tenia que contarles todo lo referente a mi ensueño.

– ¿Qué tienen ustedes que ver con mi ensueño? -pregunté en voz fuerte.

– Creo que ya estamos muy cerca del final -dijo la Gorda, solemnemente-. Todo lo que digas o hagas es de importancia vital ahora.

Les conté entonces lo que yo consideraba mi verdadero ensoñar. Don Juan me había dicho que no tenía caso enfatizar las pruebas por las que uno pudiera pasar. Me dio una regla definitiva: si yo llegaba a tener la misma visión tres veces, tenía que concederle una importancia extraordinaria; de otra manera, los intentos de un neófito sólo eran un apoyo para construir la segunda atención.

Una vez ensoñé que despertaba y que saltaba del lecho sólo para enfrentarme a mi propio cuerpo que dormía en la cama. Me vi dormir y tuve el autocontrol de recordar que me hallaba ensoñando. Seguí entonces las instrucciones que don Juan me había dado, y que consistían en evitar sacudidas o sorpresas repentinas, y en tomar todo con un grano de sal. El ensoñador tiene que envolverse, declaraba don Juan, en experimentos desapasionados. En vez de examinar su cuerpo que duerme, el ensoñador sale del cuarto caminando. De repente me descubrí, sin saber cómo, fuera de mi habitación. Tenía la sensación absolutamente clara de que me habían colocado allí instantáneamente. En el primer momento que me hallé parado afuera de mi cuarto, el pasillo y la escalera parecían monumentales. Si hubo algo que de verdad me aterró esa noche fue el tamaño de esas estructuras, que en la vida real son de lo más comunes y corrientes; el pasillo tiene unos veinte metros de largo, y la escalera, dieciséis escalones.

No podía concebir cómo recorrer las enormes distancias que estaba percibiendo. Titubeé, y entonces algo me hizo moverme. Sin embargo, no caminé. No sentía mis pasos. De repente me hallé agarrándome al barandal. Podía ver mis manos y mis antebrazos, pero no los sentía. Me estaba sosteniendo mediante la fuerza de algo que no tenía nada que ver con mi musculatura, tal como la conozco. Lo mismo sucedió cuando traté de bajar las escaleras. No sabía cómo caminar. Simplemente no podía dar un solo paso. Era como si me hubieran soldado las piernas. Podía verlas si me inclinaba, pero no podía moverlas hacia delante o lateralmente, ni elevarlas hacia el pecho. Era como si me hubiesen pegado al escalón superior. Me sentí como uno de esos muñecos inflados, de plástico, que pueden inclinarse en cualquier dirección hasta quedar horizontales, sólo para erguirse nuevamente por el peso de sus bases redondeadas.

Hice un esfuerzo supremo por caminar y reboté de escalón en escalón como torpe pelota. Me costó un increíble esfuerzo de atención llegar a la planta baja. No podría describirlo de otra manera. Se requería algún tipo de atención para conservar los linderos de mi visión y evitar que ésta se desintegrase en las fugaces imágenes de un sueño ordinario.

Cuando finalmente llegué a la puerta de la calle no pude abrirla. Lo traté desesperadamente, pero sin éxito; entonces recordé que había salido de mi cuarto deslizándome, flotando como si la puerta hubiese estado abierta. Con sólo recordar esa sensación de flotación, de súbito ya estaba en la calle. Se veía oscuro: una peculiar oscuridad gris-plomo que no me permitía percibir ningún color. Mi interés fue atrapado al instante por una inmensa laguna de brillantez que se hallaba exactamente frente a mí, al nivel de mi ojo. Deduje, más que divisé, que se trataba de la luz de la calle, puesto que yo sabía que en la esquina había un farol de siete metros de altura. Supe entonces que me era imposible hacer los arreglos perceptivos requeridos para juzgar lo que estaba arriba, abajo, aquí, allá. Todo parecía hallarse extraordinariamente presente. No disponía de ningún mecanismo, como en la vida cotidiana, para acomodar mi percepción. Todo estaba allí, enfrente, y yo no tenía volición para construir un procedimiento adecuado que filtrara lo que veía.

Me quedé en la calle, perplejo, hasta que empecé a tener la sensación de que estaba levitando. Me aferré al poste metálico que sostenía la luz y el letrero de la calle. Una fuerte brisa me elevaba. Estaba deslizándome por el poste hasta que leí con claridad el nombre de la calle: Ashton.

Meses después, cuando nuevamente tuve el ensueño de mirar a mi cuerpo que dormía, ya tenía un repertorio de cosas por hacer. En el curso de mi ensoñar habitual había aprendido que lo que cuenta en ese estado es la voluntad: la materialidad del cuerpo no tiene relevancia. Es sólo un recuerdo que hace más lento al ensoñador. Me deslicé hacia fuera del cuarto sin titubeos, ya que no tenía que llevar a cabo los movimientos de abrir una puerta o de caminar para poder moverme. El pasillo y la escalera ya no me parecieron tan enormes como la primera vez. Avancé flotando con gran facilidad y terminé en la calle, donde me propuse avanzar tres cuadras. Me di cuenta entonces de que las luces aún eran imágenes muy perturbadoras. Si enfocaba mi atención en ellas, se convertían en estanques de tamaño inconmensurable. Los demás elementos de ese ensueño fueron fáciles de controlar. Los edificios eran extraordinariamente grandes, pero sus rasgos me resultaban conocidos. Reflexioné qué hacer. Y entonces, de una manera bastante casual, me di cuenta de que si no fijaba la vista en las cosas y sólo las ojeaba, tal como hacemos en nuestro mundo cotidiano, podía ordenar mi percepción. En otras palabras, se seguía las instrucciones de don Juan al pie de la letra, y tomaba mi ensoñar como un hecho, podía utilizar los recursos perceptivos de mi vida de todos los días. Después de unos cuantos momentos el escenario se volvió controlable, si bien no completamente normal.

La siguiente vez que tuve un ensueño similar fui al restaurante de la esquina. Lo escogí porque solía ir allí siempre, a la madrugada. En mi ensueño vi a las conocidas meseras de siempre que trabajaban el turno de esa hora; vi una hilera de gente que comía en el mostrador, y exactamente al final del mismo vi a un tipo extraño, un hombre al que veía todos los días vagabundeando por el recinto de la Universidad de California, en Los Ángeles. El fue la única persona que realmente me vio. En el instante en que llegué pareció sentirme. Se volvió y me observó.

Encontré al mismo hombre en mis horas de vigilia, unos cuantos días después, en el mismo restaurante. Me vio y pareció reconocerme. Se horrorizó y se fue corriendo sin darme oportunidad de hablarle.

En otro ensueño, regresé una vez al mismo lugar y entonces fue cuando cambió el curso de mi ensoñar. Cuando estaba viendo el restaurante desde el otro lado de la calle, la escena se alteró. Ya no podía seguir viendo los edificios conocidos. En vez de eso, vi un escenario primigenio. Ya no era de noche. Era un día brillante, y yo me hallaba contemplando un valle exuberante. Plantas pantanosas de un verde profundo, con forma de junquillos, crecían por doquier. junto a mí había un promontorio de rocas de tres o cuatro metros de altura. Un enorme tigre dientes de sable se hallaba sentado allí. Quedé petrificado. Nos miramos el uno al otro fijamente durante largo rato. El tamaño de la bestia era sorprendente y, sin embargo, no resultaba grotesco ni desproporcionado. Tenía una cabeza espléndida, grandes ojos color miel oscura, patas voluminosas y una enorme caja toráxica. Lo que más me impresionó fue el color del pelo. Era uniformemente de un marrón oscuro, casi chocolate, y me recordaba granos oscuros de café tostado, sólo que lustrosos; el tigre tenía un pelo extrañadamente largo, ni untado ni enredado. No parecía el pelo de un puma ni el de un lobo o de un oso polar. Asemejaba algo que yo no había viso jamás.

Desde ese entonces se volvió rutina para mí ver a ese tigre. En ciertas ocasiones, el escenario era nublado, frío. Veía lluvia en el valle: lluvia espesa, copiosa. Otras veces, el valle estaba bañado por luz solar. Muy a menudo podía ver a otros tigres dientes de sable en el valle, escuchar su insólito rugido chirriante: un sonido de lo más asqueante para mí.

El tigre nunca me tocaba. Nos mirábamos el uno al otro a una distancia de tres o cuatro metros. Sin embargo, yo sabía lo que quería. Me estaba enseñando a respirar de una manera específica. Llegó un momento en mi ensoñar en que podía imitar la respiración del tigre, tan bien que sentí que me convertía en tigre. Les dije a los aprendices que una consecuencia tangible de mi ensoñar era que mi cuerpo se había vuelto más musculoso.

Después de oír mi relación, Néstor se maravilló de cuán distinto era el ensoñar de ellos al mío. Ellos tenían tareas concretas en un ensueño. La suya era encontrar curaciones para todo lo que afligía al cuerpo humano. La de Benigno era predecir, prever, encontrar soluciones para cualquier cosa que fuera una preocupación humana. La tarea de Pablito consistía en hallar maneras de construir. Néstor dijo que a causa de esas tareas él negociaba con plantas medicinales; Benigno tenía un oráculo y Pablito era carpintero. Añadió que, hasta ese momento, los tres apenas habían rasguñado la superficie de su ensoñar y que no tenían nada sustancial que informar.

– Tú podrás pensar que hemos logrado mucho -continuó-, pero no es así. Genaro y el nagual hacían todo por nosotros y por estas cuatro viejas. Todavía no hemos hecho nada por nosotros mismos.

– Me parece que el nagual te preparó de una manera diferente -observó Benigno con gran lentitud y deliberación-. Tú has de haber sido un tigre y con toda seguridad te vas a volver tigre otra vez. Eso fue lo que le pasó al nagual. él había sido un cuervo antes y cuando estuvo en esta vida se volvió cuervo otra vez.

– El problema es que ese tipo de tigre ya no existe -hizo notar Néstor-. Nunca hemos oído lo que puede pasar en ese caso.

Movió su cabeza de lado a lado para incluir a todos los presentes con ese gesto.

– Yo sé lo que pasa -aseguró la Gorda-. Recuerdo que el nagual Juan Matus le llamaba a eso el ensueño fantasma. Dijo que ninguno de nosotros ha hecho jamás ese tipo de ensoñar, porque no somos violentos ni destructivos. El nunca lo hizo. Y dijo que cualquiera que lo haga está marcado por el destino para tener aliados y ayudantes fantasmas.

– ¿Qué quiere decir eso, Gorda? -pregunté.

– Quiere decir que no eres como nosotros -respondió sombríamente.

La Gorda se veía muy agitada. Se puso en pie y caminó de un extremo a otro del cuarto cuatro o cinco veces, hasta que nuevamente tomó asiento a mi lado.

Hubo una brecha de silencio en la conversación. Josefina masculló algo ininteligible. Ella también parecía estar muy nerviosa. La Gorda trató de tranquilizarla, abrazándola y palmeándole la espalda.

Josefina te va a decir algo sobre Eligio -me anunció la Gorda.

Todos se volvieron a Josefina, sin emitir una sola palabra, con los ojos interrogantes.

– A pesar de que Eligio ha desaparecido de la faz de la tierra -continuó la Gorda-, todavía es uno de nosotros. Y Josefina platica con él de vez en cuando.

Repentinamente, todos se hallaban muy atentos. Se miraron el uno al otro y después me miraron a mí.

– Se encuentran en el ensueño -sentenció la Gorda, dramáticamente.

Josefina inhaló con fuerza; parecía estar en el pináculo de la nerviosidad. Su cuerpo se sacudió convulsivamente. Pablito se tendió encima de ella, en el suelo, y comenzó a respirar con fuerza, obligándola a respirar al unísono con él.

– ¿Qué es lo que está haciendo? -le pregunté a la Gorda.

– ¡Qué es lo que está haciendo! ¿A poco no puedes verlo? -respondió con tono cortarte.

Le susurré que me daba cuenta que Pablito estaba tratando de calmarla, pero que el procedimiento era una novedad para mí. Explicó que los hombres tienen una abundancia de energía en el plexo solar, la cual las mujeres pueden almacenar en el vientre. Pablito simplemente le estaba transmitiendo energía a Josefina.

Josefina se sentó y me sonrió. Se había calmado totalmente.

– Pues de veras veo a Eligio todo el tiempo -confirmó-. Me espera todos los días.

– ¿Y por qué nunca nos dijiste nada de eso? -reprochó Pablito con tono malhumorado.

– Me lo dijo a mí -interrumpió la Gorda, y después prosiguió con una larga explicación de lo que significaba para todos nosotros que Eligio se hallara a nuestra disposición. Agregó que ella había estado esperando un signo mío para revelar las palabras de Eligio.

– ¡No te andes por las ramas, mujer! -chilló Pablito-. Dinos lo que dijo.

– ¡Lo que dijo no lo dijo para ti! -gritó la Gorda, como respuesta.

– ¿Y para quién lo dijo, entonces? -preguntó Pablito.

– Para este nagual -gritó la Gorda, señalándome.

La Gorda se disculpo por alzar la voz. Dijo que todo lo que Eligio había dicho era complejo y misterioso y que ella no podía sacar ni pies ni cabeza de todo eso.

– Yo nada más lo escuché. Eso fue todo lo que pude hacer: escucharlo -continuó la Gorda.

– ¿Quieres decir que tú también has visto a Eligio? -indagó Pablito con un tono que era una mezcla de ira y de expectación.

– Sí -respondió la Gorda, casi susurrando-. Antes no podía hablar de esto porque tenía que esperarlo a él.

Me señaló y después me empujó con las dos manos. Momentáneamente perdí el equilibrio y caía un lado.

– ¿Qué es esto? ¿Qué le estás haciendo? -censuró Pablito con voz muy enojada-. ¿A poco esas son muestras de amor indio?

Me volví a la Gorda. Ella hizo un gesto con los labios para que guardara silencio.

– Eligio dice que tú eres el nagual, pero que no eres para nosotros -me advirtió Josefina.

Hubo un silencio mortal en el cuarto. No supe qué pensar de la aseveración de Josefina. Tuve que esperar hasta que otro hablase.

– Te sientes como si te hubieran quitado un peso de encima, ¿no? -me punzó la Gorda.

Les dije a todos que no tenía opiniones de ningún tipo. Se veían como niños desconcertados. La Gorda tenía un aire de una maestra de ceremonias que está completamente apenada.

Néstor se puso en pie y enfrentó a la Gorda. Le dijo una frase en mazateco. Sonaba como orden o reproche.

– Dinos todo lo que sabes, Gorda -continuó en castellano-. No tienes derecho a jugar con nosotros, a guardarte algo importante nomás para ti.

La Gorda protestó con vehemencia. Explicó que se había guardado lo que sabía, porque Eligió le ordenó que así lo hiciera. Josefina asintió con la cabeza.

– ¿Todo esto te lo dijo a ti o se lo dijo a Josefina? -preguntó Pablito.

– Estábamos juntas -explicó la Gorda con un susurro apenas audible.

– ¿Quieres decir que Josefina y tú ensueñan juntas? -exclamó Pablito, sin aliento.

La sorpresa en su voz coincidió con la ola de conmoción que parecía haber invadido a todos los demás.

– ¿Exactamente qué les dijo Eligio a ustedes dos? -apuró Néstor cuando el impacto había disminuido.

– Dijo que yo tenía que ayudar al nagual a recordar su lado izquierdo -contestó la Gorda.

– ¿Tú sabes de qué está hablando ésta? -me preguntó Néstor.

No había manera de que yo lo pudiese saber. Les dije que buscaran las respuestas en sí mismos. Pero ninguno de ellos expresó ninguna sugerencia.

– Le dijo a Josefina otras cosas que ella no puede recordar -prosiguió la Gorda-. Así es que estamos en un verdadero lío. Eligio dijo que tú eres definitivamente el nagual y que tienes que ayudarnos, pero que no eres para nosotros. Sólo cuando recuerdes tu lado izquierdo podrás llevarnos a donde tenemos que ir.

Néstor habló a Josefina con tono paternal y la urgió a que recordara lo que Eligio había dicho, en vez de pedir que yo recordase algo que tenía que estar en alguna especie de clave, puesto que ninguno de nosotros podía descifrar nada de eso.

Josefina retrocedió y frunció el entrecejo como si se hallará bajo un peso tremendo que la oprimía. En verdad, parecía una muñeca de trapo que estaba siendo comprimida. La observó auténticamente fascinado.

– No puedo -admitió ella al fin-. Yo sé de qué me está hablando cuando habla conmigo, pero ahora no puedo decir de qué se trata. No me sale.

– ¿Recuerdas alguna palabra? -preguntó Néstor-. ¿Cualquier palabra?

Josefina sacó la lengua, sacudió la cabeza de lado a lado y gritó al mismo tiempo:

– No, no puedo.

– ¿Qué clase de ensueño haces tú, Josefina? -le pregunté.

– La única clase que sé -respondió con sequedad.

– Yo ya te dije cómo hago el mío -le recordé-. Ahora tú dime cómo haces él tuyo.

– Yo cierro los ojos y veo una pared -precisó Josefina-. Es como una pared de niebla. Eligio me espera ahí. Me lleva a través de la pared y me enseña cosas. Supongo que me enseña cosas; no se que es lo que hacemos, pero hacemos algo juntos. Después me regresa a la pared y me deja ir. Y yo me olvido de lo que vi.

– ¿Cómo ocurrió que te fuiste con la Gorda? -señalé.

– Eligio me dijo que la llevara -contestó-. Los dos esperamos a la Gorda y cuando se puso a hacer su ensueño la jalamos y la empujamos hasta el otro lado de la pared. Ya lo hemos hecho dos veces.

– ¿Cómo la jalaste? -pregunté.

– ¡No sé! -replicó desafiante-. Pero te voy a esperar y cuando hagas tu ensueño te voy a jalar y entonces ya vas a saber.

– ¿Puedes jalar a cualquiera? -pregunté.

– Claro -respondió sonriente-. Pero no lo hago porque no sirve de nada. Jalé a la Gorda porque Eligio me dijo que quería decirle algo, nomás porque ella es más juiciosa que yo.

– Entonces Eligio te ha de haber dicho las mismas cosas, Gorda -intercedió Néstor con una firmeza que me era desconocida.

La Gorda hizo un extraño gesto. Inclinó la cabeza, abriendo la boca por los lados, alzó los hombros y levantó los brazos por encima de su cabeza.

– Josefina ya te dijo lo que pasó -concedió-. No hay manera de que yo pueda recordar. Eligio habla con una velocidad distinta. El me platica, pero mi cuerpo no le entiende. No. No. Mi cuerpo no puede recordar, eso es lo que pasa. Yo sé que dijo que este nagual se acordaría y nos llevaría a donde tenemos que ir. No me pudo decir más porque había mucho que decir en muy poquito tiempo. Dijo que alguien, no recuerdo quién, me está esperando a mí en especial.

– ¿Eso es todo lo que dijo? -insistió Néstor.

– La segunda vez que lo vi, me aseguró que todos nosotros íbamos a tener que recordar nuestro lado izquierdo, tarde o temprano, si es que queremos ir a donde tenemos que ir. Pero él es el que tiene que recordar primero.

Me señaló y nuevamente me empujó como lo había hecho la vez anterior. La fuerza de su empujón me lanzó rebotando como pelota.

– ¿Para qué haces esto, Gorda? -protesté, un tanto molesto.

– Estoy tratando de ayudarte a recordar. El nagual Juan Matus me dijo que tenía que darte un empujón de cuando en cuando, para sacudirte.

La Gorda me abrazó con un movimiento muy abrupto.

– Ayúdanos, nagual -suplicó-. Estaremos peor que muertos si no nos ayudas.

Yo estaba a punto de llorar. No a causa del dilema dé ellos, sino porque sentía algo agitándose dentro de mí. Era algo que había estado tratando de salir desde el momento en que fuimos a ese pueblo.

La súplica de la Gorda me rompía el corazón. Entonces tuve otro ataque de lo que parecía ser hiperventilación. Un sudor frío me envolvió y después tuve que vomitar. La Gorda me atendió con toda solicitud.


Fiel a su práctica de esperar antes de revelar un logro, la Gorda ni siquiera quiso considerar que discutiéramos nuestro ver juntos en Oaxaca. Durante varios días se mostró distante y deliberadamente desinteresada. Ni siquiera quería hablar de mi malestar. Tampoco las demás mujeres. Don Juan solía subrayar la necesidad de esperar el momento más apropiado para dejar salir algo que traemos almacenado. Yo comprendía las razones de las acciones de la Gorda, aunque pensé que su insistencia en esperar era un tanto irritante y que estaba en desacuerdo con nuestras necesidades. No podía quedarme con ellos mucho tiempo, así es que pedí que nos reuniéramos para compartir todo lo que sabíamos. Ella fue inflexible.

– Tenemos que esperar -dijo-. Tenemos que darle a nuestros cuerpos la oportunidad de proporcionarnos una solución. Nuestra tarea es recordar, no con nuestras mentes sino con nuestros cuerpos. Todos nosotros lo entendemos así.

Me miró inquisitivamente. Parecía buscar una clave que le dijera si yo también había comprendido la tarea. Reconocí hallarme completamente desconcertado, ya que yo era efectivamente un extraño. Yo estaba solo, y ellos se tenían los unos a los otros para darse apoyo.

– Este es el silencio de los guerreros -dijo riendo, y después añadió con un tono conciliatorio-. Pero este silencio no quiere decir que no podamos hablar de otras cosas.

– Tal vez debamos volver a nuestra vieja discusión de perder la forma humana.

Había irritación en sus ojos. Le expliqué detalladamente que, en especial cuando se trataba de conceptos extraños, a mí se me tenía que clarificar constantemente sus significados.

– Exactamente, ¿qué quieres saber? -preguntó.

– Todo lo que me quieras decir.

– El nagual me dio a entender que perder la forma humana trae la libertad -dijo-. Yo creo que es así. Pero no he sentido esa libertad, todavía no.

Hubo otro momento de silencio. Obviamente, la Gorda calculaba mi reacción.

– ¿Qué clase de libertad es ésa, Gorda?

– La libertad de recordarte a ti mismo. El nagual dijo que perder la forma humana es como una espiral. Te da la libertad de recordar, y esto, a su vez, te hace aún más libre.

– ¿Por qué no has sentido aún esa libertad?

Chasqueó la lengua y alzó los hombros. Parecía confusa o renuente a proseguir la conversación.

– Estoy atada a ti. Hasta que tú pierdas tu forma humana y puedas recordar, yo no podré saber cuál es esa libertad. Pero quizá tú no puedas perder tu forma humana a no ser que primero recuerdes. De cualquier manera, no deberíamos estar hablando de esto. ¿Por qué no te vas a platicar con los Genaros?

La Gorda habló con el aire de una madre que envía a su hijo afuera a jugar. No me molestó en lo más mínimo. En cualquier otra persona, fácilmente yo habría tomado esa actitud como arrogancia o desprecio. Me gustaba estar con la Gorda, ésa era la diferencia. Encontré a Pablito, Néstor y Benigno en la casa de Genaro, envueltos en un extraño juego. Pablito se hallaba suspendido, más o menos a un metro del suelo, en algo que parecía ser un arnés de cuero oscuro que tenía atado con correas al pecho, bajo las axilas. El arnés semejaba un grueso chaleco de cuero. Al concentrar mi atención, vi que en realidad Pablito se hallaba parado en unas gruesas correas que hacían una curva por debajo del arnés, como estribos. Se encontraba suspendido, en el centro del cuarto, mediante dos cuerdas que pasaban por encima de la gruesa viga transversal que sostenía el techo. Cada cuerda sostenía el arnés, por encima de los hombros de Pablito, merced a unos anillos de metal.

Néstor y Benigno tiraban de una cuerda cada quién. Se hallaban en pie, uno frente al otro, sosteniendo a Pablito en el aire por la fuerza de su pulsión. Pablito, a su vez, aferraba con todas sus fuerzas dos palos largos y delgados, que habían sido plantados en el suelo y que cabían cómodamente en sus manos apretadas. Néstor estaba a la izquierda de Pablito, y Benigno, a la derecha.

El juego parecía ser una guerra de tirones desde tres lados, una feroz batalla entre los que tiraban y el que se hallaba suspendido.

Cuando entré en el cuarto, todo lo que pude oír fue la pesada respiración de Néstor y Benigno. Los músculos de sus brazos y de sus cuellos estaban hinchados por la tensión.

Pablito no perdía de vista a ninguno de los dos, concentrándose en cada uno con miradas fugaces. Los tres se hallaban tan absortos en su juego que ni siquiera advirtieron mi presencia o, si lo hicieron, no pudieron romper su concentración para saludarme.

Néstor y Benigno se miraron el uno al otro de diez a quince minutos, en silencio total. Después, Néstor trató de engañarlo soltando su cuerda. Benigno no cayó en la trampa, pero Pablito sí. Aceptó aún más su mano izquierda y afianzó sus pies en los palos para apuntalar su posición. Benigno aprovechó ese momento para dar un poderoso tirón, en el preciso instante en que Pablito aflojaba su fuerza.

El tirón tomó por sorpresa a Pablito y a Néstor. Benigno se colgó de la cuerda con todo su peso, Néstor ya no pudo maniobrar y Pablito luchó desesperadamente para equilibrarse. Fue inútil. Benigno había vencido.

Pablito se bajó del arnés y llegó hasta donde yo me encontraba. Le pedí que me hablara de su extraordinario juego. Me pareció un tanto renuente para hablar. Néstor y Benigno se nos unieron después de guardar sus aparejos. Néstor dijo que el juego había sido inventado por Pablito, quien halló la estructura en su ensueño y después lo concibió como juego. En un principio se trataba de un artificio que permitía tensar los músculos a dos de ellos al mismo tiempo. Se turnaban para ser elevados. Pero, después, el ensueño de Benigno les permitió entrar en un juego en el que los tres tensaban los músculos y agudizaban su agilidad visual al permanecer en estado de alerta, a veces durante horas.

– Benigno cree ahora que esto nos está ayudando para que nuestros cuerpos recuerden -prosiguió Néstor-. La Gorda, por ejemplo, juega de una manera bien rara. Siempre gana, no importa en qué posición se ponga. Benigno cree que es porque su cuerpo recuerda.

Les pregunté si ellos también observaban la regla del silencio. Se rieron. Pablito dijo que, más que nada, la Gorda quería ser como el nagual Juan Matus. Lo imitaba deliberadamente, hasta en los detalles más absurdos.

– ¿Quieren decir que entonces sí podemos hablar entre nosotros de lo que paso la otra noche? -pregunté, casi perplejo, ya que la Gorda había sido tan enfática al negarse a hacerlo.

– Nosotros no tenemos trabas -reconoció Pablito-. Tú eres el nagual.

– Aquí, Benigno se acordó de algo pero bien, bien extraño -precisó Néstor, sin mirarme.

– Yo creo que fue un ensueño a medias -adujo Benigno-. Pero Néstor cree que no.

Esperé con paciencia. Con un movimiento de cabeza, les urgí a que continuaran.

– El otro día él se acordó de que tú le enseñaste cómo encontrar huellas de gente en la tierra floja -declaró Néstor.

– Tuvo que haber sido un ensueño -dije.

Quería reír de lo absurdo que era eso, pero los tres me miraron con ojos suplicantes.

– Es absurdo -recalqué.

– De cualquier manera, más vale que te diga que yo tengo un recuerdo parecido -dijo Néstor-. Tú me llevaste a unas rocas y me explicaste cómo esconderme. Lo mío no fue un ensueño a medias. Yo estaba bien despierto. Un día iba caminando con Benigno, buscando plantas, y de repente me acordé que tú me aleccionaste, así es que me escondí como tú me enseñaste y le pegué un sustazo a Benigno.

– ¿Yo te enseñé? ¿Cómo pudo ser? ¿Cuándo?

Me estaba empezando a poner nervioso. Ninguno de ellos parecía bromear.

– ¿Cuándo? Ahí está la cosa -convino Néstor-. No podemos acordarnos de cuándo. Pero Benigno y yo sabemos que eras tú.

Me sentí pesado, oprimido. Mi respiración se volvió más dificultosa. Tuve miedo de volver a sentirme mal. En ese momento decidí contarles lo que la Gorda y yo habíamos visto juntos. Hablar de eso me calmó. Al final de mi narración, de nuevo ya podía controlarme.

– El nagual Juan Matus nos dejó un poquito abiertos -dijo Néstor-. Todos nosotros podemos ver un poco. Vemos agujeros en la gente que tiene hijos y también, de vez en vez, vemos un pequeño resplandor en la gente. Puesto que tú no ves nada, parece que el nagual te dejó completamente cerrado para que te vayas abriendo desde dentro. Ahora ya le ayudaste a la Gor da y ella puede ver por sí misma o, de lo contrario, está dejando que la lleves a cuestas.

Les dije que lo que había ocurrido en Oaxaca pudo haber sido una chiripa.

Pablito pensó que deberíamos ir a la roca favorita de Genaro y sentarnos allí con las cabezas juntas. Los otros dos dijeron que la idea era brillante. Yo no presenté objeciones. Aunque estuvimos sentados allí un largo rato, nada pasó. Pero nos sentimos muy bien.

Cuando aún nos hallábamos sentados en la roca les conté de los dos hombres que la Gorda y yo creímos que eran don Juan y don Genaro. Se resbalaron de la roca inmediatamente y entraron a casa de la Gorda. Néstor era el más agitado. Estaba casi incoherente. Todo lo que pude entender fue, así supuse, que todos ellos estuvieron esperando un signo de esta naturaleza.

La Gorda nos estaba esperando a la puerta. Ya sabía lo que yo les había dicho.

– Yo tan sólo quería darle tiempo a mi cuerpo -aclaró, antes de que nosotros pudiéramos decir algo-. Tenía que estar completamente segura, y ya lo estoy. Eran el nagual y Genaro.

– ¿Qué hay en esas chozas donde desaparecieron? -preguntó Néstor.

– No se metieron allí -aseguró la Gorda-. Se fueron caminando por el campo abierto, hacia el Este. En dirección de este pueblo.

Parecía estar decidida a apaciguarlos. Les pidió que se quedaran, pero rehusaron, se disculparon y se fueron. Estaba seguro de que se sentían incómodos en presencia de ella, quien parecía estar muy enojada. Yo más bien me divertí con las explosiones de temperamento de la Gorda, y esto era bastante contrario a mis reacciones normales. Siempre me había sentido inquieto en presencia de alguien que estaba enojado, con la misteriosa excepción de la Gorda.


Durante las primeras horas de la noche nos congregamos en el cuarto de la Gorda. Todos se veían preocupados. Tomaron asiento silenciosamente, mirando al piso. La Gorda trató de iniciar la conversación. Explicó que no había estado ociosa, que hizo ciertas indagaciones y que encontró una solución.

– Esto no es un asunto de hacer indagaciones -dijo Néstor-. Esta es una tarea de recordar con el cuerpo.

Parecía que todos habían estado conferenciando entre sí, a juzgar por los asentimientos que Néstor obtuvo de los otros. Eso nos dejó aparte a la Gorda y a mí.

– Lidia también recuerda algo -continuó Néstor-. Ella creía que era su pura estupidez, pero al oír lo que yo recordé, nos dijo que este nagual la llevó con una curandera y la dejó allí para que le curaran los ojos.

La Gorda y yo nos volvimos hacia Lidia. Ella inclinó la cabeza como si estuviera avergonzada. Habló entre dientes. El recuerdo seguramente le era muy doloroso. Dijo que cuando don Juan la encontró por primera vez, sus ojos estaban infectados y no podía ver. Alguien la llevó en automóvil una gran distancia, a una curandera que la sanó. Lidia siempre estuvo convencida de que don Juan había hecho eso, pero al oír mi voz se dio cuenta de que yo fui quien la llevó allí. La incongruencia de tal recuerdo la hundió en una agonía desde el primer día que me conoció.

– Mis oídos no me mienten -añadió Lidia después de un largo silencio-. Tú fuiste el que me llevó allí.

– ¡Imposible! ¡Imposible! -grité.

Mi cuerpo empezó a sacudirse, fuera de control. Tuve una sensación de dualidad. Quizá lo que yo llamo mi ser racional, incapaz de controlar al resto de mí tomó asiento como espectador. Una parte mía observaba, mientras otra se sacudía.