"El Don Del Águila" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)

IV. EL TRANSBORDE DE LOS LINDEROS DEL AFECTO

– ¿Qué nos está pasando, Gorda? -le pregunté cuando los demás se habían ido.

– Nuestros cuerpos están recordando, pero no me da qué es lo que recuerdan -determinó.

– ¿Crees en esos recuerdos de Lidia, Néstor y Benigno?

– Claro que sí. Ellos son gente seria. No se pondrían a decir esas cosas así nomás por que sí.

– Pero lo que dicen es imposible. Me crees, ¿verdad, Gorda?

– Yo creo que no puedes recordar, pero de un momento a otro…

No concluyó la frase. Vino a mi lado y empezó a cuchichear en mi oído. Me contó que había algo que el nagual Juan Matus la había obligado a guardar hasta que llegara el momento propicio, algo que sólo debería usarse cuando no hubiese ninguna otra salida. Con un murmullo dramático añadió que el nagual previó la nueva organización que había surgido cuando yo me llevé a Josefina a Tula para que estuviera con Pablito. Dijo que existía una endeble oportunidad de que pudiéramos triunfar como grupo si seguíamos el orden natural de esa organización. Me explicó que, puesto que nos hallábamos divididos en parejas, formábamos un organismo viviente. Éramos una serpiente, una víbora de cascabel. La serpiente tenía cuatro secciones y se hallaba dividida en dos mitades longitudinales, masculina y femenina. Aseguró que ella y yo conformábamos la primera sección de la serpiente: la cabeza. Se trataba de una cabeza fría, calculadora, ponzoñosa. La segunda sección, formada por Néstor y Lidia, era el firme y bello corazón de la serpiente. La tercera era el vientre: un vientre furtivo, caprichoso, desconfiable, que componían Pablito y Josefina. Y la cuarta sección, la cola, donde se hallaba el cascabel, estaba formada por la pareja que en la vida real podía cascabelear en su lengua tzotzil por horas enteras, Benigno y Rosa.

La Gorda se enderezó de la posición que había adoptado para susurrar en mi oído. Me sonrió y me dio unas palmaditas en la espalda.

– Eligio dijo una palabra que me ha estado dando vueltas en la cabeza -continuó-. Josefina está de acuerdo conmigo en que la palabra era "sendero", una y otra vez. ¡Vamos a ir por un sendero!

Sin darme oportunidad de formular preguntas, anunció que se iba a dormir un rato y que después congregaría al grupo para que nos fuéramos de viaje.


Iniciamos el camino antes de la medianoche y avanzamos bajo la brillante luz de la luna. Todos los demás, en un principio, se mostraron renuentes a salir, pero la Gorda, con gran habilidad, desplegó la supuesta descripción que don Juan hizo de la serpiente. Antes de echar a andar, lidia sugirió que lleváramos comida por si el viaje resultaba largo. La Gorda rechazó la sugerencia con base en que no teníamos idea de la naturaleza de la jornada. Recordó que el nagual Juan Matus una vez le señaló el principio de un sendero, y le dijo que en la oportunidad correcta debíamos ir a ese sitio para dejar que el poder del sendero se nos revelara. Añadió que no era camino de cabras, común y corriente, sino una línea natural de la tierra, la cual, había dicho el nagual, nos daría fuerza y conocimiento si la podíamos seguir y ser uno con ella.

Nos desplazamos bajó un liderazgo mixto. La Gorda aportaba el ímpetu y Néstor conocía el terreno en cuestión. Ella nos condujo a un lugar en las montañas. Néstor se hizo cargo entonces y localizó una vereda. Era evidente nuestra formación, con la cabeza como guía y los demás ordenados de acuerdo con el modelo anatómico de la serpiente: corazón, intestinos y cola. Los hombres iban a la derecha. Cada pareja a metro y medio detrás de la que avanzaba delante de ellos.

Caminamos tan rápida y calladamente como nos fue posible. Unos perros ladraron durante un rato; y conforme subíamos sólo iba quedando el sonido de los grillos. Caminamos mucho. De súbito, la Gorda se detuvo y tomó mi brazo. Nos señaló hacia delante. A unos veinte o treinta metros, exactamente en el centro del sendero, se hallaba la aparatosa silueta de un hombre enorme, de más de dos metros de altura. Nos bloqueaba el camino. Nos agrupamos en un montón apretado. Nuestros ojos se hallaban fijos en la forma oscura. No se movía. Después de un momento, Néstor avanzó unos pasos hacia él. Hasta entonces se movió la figura. Vino hacia nosotros. A pesar de ser gigantesca, caminaba ágilmente.

Néstor regresó corriendo. En el momento en que se nos unió, el hombre se detuvo. Audazmente, la Gorda dio un paso hacia él. El hombre correspondió con otro hacia nosotros. Era evidente que si continuábamos yendo hacia delante, chocaríamos con el gigante. Y no éramos partido para él, fuese lo que fuese. Sin esperar a comprobarlo, tomé la iniciativa, empujé a todos hacia atrás y prestamente los alejé de ese sitio.

Regresamos a casa de la Gorda, en silencio total. Nos tomó horas llegar. Estábamos absolutamente exhaustos. Cuando ya nos hallábamos a salvo, sentados en el cuarto de la Gorda, ésta habló:

Estamos fregados -me dijo-. No quisiste que avanzáramos. Esa cosa que vimos en el sendero era uno de tus aliados, ¿verdad? Salen de sus escondites cuando tú los jalas.

No respondí. No tenía caso protestar. Recordé las incontables veces en que yo creí que don Juan y don Genaro se habían conjurado el uno con el otro. Yo creía que mientras don Juan hablaba conmigo en la oscuridad, don Genaro se ponía un disfraz para asustarme, y don Juan insistía en que era un aliado. La idea de que hubiera aliados o entidades en el mundo, que escapan a nuestra atención cotidiana, resultaba demasiado inverosímil para mí. Pero luego, mi forma de vida me hizo descubrir que los aliados de los que don Juan hablaba sí existían en realidad; eran, como él dijera, entidades en el mundo.

Con un estallido autoritario, extraño para mí en mi vida de todos los días, me puse en pie y le dije a la Gorda y al resto que les tenía una proposición y que podían aceptarla o rehusarla. Si estaban listos para irse de allí yo me hallaba dispuesto a asumir la responsabilidad de llevarlos a otra parte. Si no estaban listos, me sentiría exonerado de toda relación ulterior con ellos.

Sentí un brote de optimismo y seguridad. Nadie dijo nada. Me miraron silenciosamente, como si en su interior sopesaran mi proposición.

– ¿Cuánto tiempo les llevaría juntar todas sus cosas? -pregunté.

– No tenemos cosas -dijo la Gorda-. Nos iremos como estamos. Y nos podemos ir en este mismo minuto si es necesario. Pero si podemos esperar tres días, todo irá mejor.

– ¿Qué pasará con las casas que tienes? -pregunté.

– Soledad se encargará de eso.

Esa era la primera ocasión en que se mencionaba el nombre de doña Soledad, desde la última vez que la había visto. Esto me intrigó tanto que transitoriamente olvidé el drama del momento. Me senté. La Gorda se mostró indecisa a responder a mi pregunta, acerca de doña Soledad. Néstor se adelantó y replicó que doña Soledad andaba por ahí, pero que ninguno de ellos sabía gran cosa de sus actividades. Y venía sin avisarle a nadie, y el arreglo entre ellos consistía en que ellos cuidarían la casa de ella, y viceversa. Doña Soledad sabía que ellos tendrían que irse tarde ó temprano, y que ella asumiría la responsabilidad de hacer lo que fuera necesario para disponer de las propiedades.

– ¿Y como le van a avisar? -pregunté.

– Eso es cosa de la Gorda -respondió Néstor-. Nosotros no sabemos dónde está.

– ¿Dónde está doña Soledad, Gorda? -pregunté.

– ¿Cómo diablos lo voy a saber? -me replicó.

– Pero tú eres quien la llama -dijo Néstor.

La Gorda me miró. Era una mirada casual, pero me dio un escalofrío. Pude reconocer esa mirada; pero, ¿de dónde? Las profundidades de mi cuerpo se agitaron, mi plexo solar adquirió una solidez que nunca antes había sentido. Mi diafragma parecía empujar por su propia cuenta. Me hallaba considerando si debería tenderme en el suelo, cuando de pronto me hallé parado.

– La Gorda no sabe -les advertí-. Yo soy el único que sabe dónde está.

Hubo una conmoción, quizá más en mí que en nadie. Acababa de hacer esa afirmación sin ninguna base racional. Sin embargo, en el momento en que la hice tuve la convicción exacta de que sabía dónde se hallaba. Fue como un relámpago que cruzó mi conciencia. Vi una zona montañosa con picos áridos, muy rugosos; un terreno escabroso, frío y desolado.

Tan pronto como hube hablado, mi subsiguiente pensamiento consciente fue que sin duda había visto ese paisaje en una película y que la presión de estar con esa gente me estaba causando un colapso nervioso.

Les pedí disculpas por desconcertarlos de esa manera tan estrepitosa como involuntaria. Volví a tomar asiento.

– ¿Quieres decir que no sabes por qué dijiste eso? -me preguntó Néstor.

Había elegido cada palabra cuidadosamente. Lo natural, al menos para mi, era que hubiese dicho: "Así que en realidad no sabes dónde está". Les dije que algo desconocido me había posesionado. Les describí el terreno que vi y planteé la certeza que tuve de que doña Soledad se encontraba allí.

– Eso nos pasa seguido -corroboró Néstor.

Me volví hacia la Gorda, quien asintió. Le pedí que se explicara.

– Estas cosas raras y confusas nos han estado viniendo a la cabeza -reforzó la Gorda-. Pregúntale a Lidia, o a Rosa, o a Josefina.

Desde que habían iniciado su nueva organización de vida, Lidia, Rosa y Josefina casi no me hablaban. Se limitaron a saludarme y a hacer comentarios triviales sobre la comida o el tiempo.

Lidia evitó mis ojos. Murmuró que había pensado que en momentos recordaba otras cosas.

– A veces, de veras te odio -me dijo-. Creo que estás haciendo el estúpido. Y después me acuerdo de que estuviste muy enfermo por nosotros. ¿Eras tú?

– Claro que era él -intervino Rosa-. Yo también recuerdo cosas. Me acuerdo de una señora que era muy buena conmigo. Me enseñó a lavarme, y este nagual me cortó el pelo por primera vez, mientras que la señora me tenía agarrada porque yo estaba espantada. Esa señora me quería. Ha sido la única persona que se ha preocupado por mí. Con mucho gusto me hubiera ido a la tumba por ella.

– ¿Quién era esa señora, Rosa? -le preguntó la Gorda con el aliento entrecortado.

– El sabe -afirmó Rosa.

Todos me miraron, esperando una respuesta. Me enojé y le grité a Rosa que no tenía por qué andar afirmando cosas que en realidad eran acusaciones. De ninguna manera yo les estaba mintiendo.

Rosa no se inmutó ante mi estallido. Calmadamente me explicó que se acordaba de la señora diciéndole que yo regresaría algún día, después de estar curado de mi enfermedad. Comprendió que la señora estaba atendiéndome, cuidándome para que yo recuperara la salud; por tanto, tenía que saber quién era ella y dónde estaba, puesto que ya estaba sano.

– ¿De qué estaba enfermo, Rosa? -quise saber.

– Te enfermaste porque no podías seguir con tu mundo -aseveró con la máxima convicción-. Alguien me dijo, y de esto creo que hace mucho tiempo, que tú no estabas hecho para nosotros, lo mismo que Eligio le dijo a la Gorda en su ensueño. Tú te fuiste por eso y Lidia nunca te perdonó. Te va a odiar más allá de este mundo.

Lidia protestó que sus sentimientos hacia mí no tenían nada que ver con lo que Rosa estaba diciendo. Ella simplemente era de temperamento brusco y se enojaba con facilidad ante mis estupideces.

Le pregunté a Josefina si ella también se acordaba.

– Claro que sí -afirmó con una sonrisa-. Pero tú ya me conoces, estoy loca. No puedes confiar en mi. No soy digna de confianza.

La Gorda insistió en escuchar lo que Josefina recordaba, pero ésta no quiso decir nada y todos se pusieron a discutir; finalmente, Josefina se dirigió a mí:

– ¿Qué caso tiene toda esta habladuría de acordarse? Es pura baba -afirmó-. Y no vale un pito.

Josefina pareció haber ganado un punto sobre todos nosotros. Ya no hubo más que decir. Todos empezaron a ponerse en pie para irse.

– Me acuerdo que me compraste ropas bonitas -dijo repentinamente Josefina-. ¿No te acuerdas de cuando me caí de las escaleras de una tienda? Casi me rompí la pierna y tú tuviste que sacarme cargada.

Todos volvieron a tomar asiento con los ojos fijos en Josefina.

– También recuerdo a una vieja loca -continuó-. Me pegaba y me correteaba por toda la casa hasta que tú te enojaste y la paraste.

Me sentí exasperado. Todos pendían de las palabras de Josefina, cuando ella misma nos había dicho que no confiáramos en ella porque estaba loca. Tenía razón. Sus recuerdos eran aberración pura para mí.

– Yo también sé por qué te enfermaste -prosiguió-. Yo estaba ahí. Pero no me acuerdo dónde. Te llevaron al otro lado de la pared de niebla para buscar a esta estúpida Gorda. Me supongo que se habría perdido. No tuviste fuerza para regresar. Cuando te sacaron ya estabas casi muerto.

El silencio que siguió a estas revelaciones fue opresivo. Yo tuve miedo de hacer más preguntas.

– No puedo recordar por qué demonios fue a dar allá la Gor da, o quién te trajo de regreso -continuó Josefina-. Pero sí me acuerdo que estabas tan enfermo que ya no me podías reconocer. Esta estúpida Gorda jura que no te conocía cuando llegaste por primera vez a esta casa hace unos meses. Yo te reconocí al instante. Me acordé de que tú eras el nagual que se enfermó. ¿Quieres saber una cosa? Creo que estas viejas nomás se están haciendo las difíciles. Y también los hombres, en especial ese estúpido Pablito. Tienen que acordarse. Ellos también estaban allí.

– ¿Te puedes acordar dónde estábamos? -pregunté.

– No. No puedo -negó Josefina-. Pero si tú me llevas ahí, lo sabré. Cuando nosotros estábamos allí nos decían los borrachos, porque siempre andábamos mareados. Yo era la menos mareada de todos, por eso me acuerdo bien.

– ¿Quién nos decía borrachos? -pregunté.

– A ti no, sólo a nosotros -replicó Josefina-. No sé quién, el nagual Juan Matus, supongo.

Miré a cada uno de ellos, y cada uno rehuyó mi mirada.

– Estamos llegando al final -murmuró Néstor, como si hablara consigo mismo-. Ya nuestro fin se nos está echando encima.

Parecía estar al borde de las lágrimas.

– Debería sentirme contento y orgulloso porque ya llegamos al final de nuestros días -continuó-. Y sin embargo estoy triste. ¿Puedes explicarme eso, nagual?

De repente, todos estábamos tristes. Incluso la desafiante Lidia había entristecido.

– ¿Qué les pasa a todos ustedes? -pregunté con tono conviviente-. ¿De qué final están hablando?

– Yo creo que todos saben de qué final se trata -manifestó Néstor-. Últimamente he estado experimentando sentimientos extraños. Algo nos llama. Y no nos dejamos ir como deberíamos. Nos aferramos.

Pablito tuvo un verdadero momento de galantería y apuntó que la Gorda era la única entre ellos que no se aferraba a nada. El resto, me aseguró, eran egoístas casi irremediables.

– El nagual Juan Matus nos dijo que cuando sea el momento de irnos de este mundo tendremos un signo -planteó Néstor-. Algo que en verdad nos guste nos saldrá al paso para llevarnos.

– Dijo que no tiene que ser nada grandioso -añadió Benigno-. Cualquier cosilla que nos guste será suficiente.

– Para mí, el signo aparecerá con la forma de los soldaditos de plomo que nunca tuve -me dijo Néstor-. Una hilera de húsares a caballo vendrá para llevarme. ¿Qué será en tu caso?

Recordé que una vez don Juan me había dicho que la muerte se escondía detrás de cualquier cosa imaginable, incluso detrás de un punto en mi cuaderno de notas. Me dio luego la metáfora definitiva de mi muerte. Yo le había dicho que una vez caminando por el Hollywood Boulevard, en Los Ángeles, había oído el sonido de una trompeta que tocaba una vieja, idiota tonada popular. La música venía de una tienda de discos al otro lado de la calle. Nunca antes había oído yo un sonido tan hermoso. Quedé extasiado con él. Me tuve que sentar en la acera. El límpido sonido metálico de esa trompeta se colaba directo a mi cerebro. Lo sentí por encima de mi sien derecha. Me apaciguó hasta que me embriagué con él. Cuando concluyó supe que nunca habría manera de repetir esa experiencia, y tuve el suficiente desapego para no ir corriendo a la tienda a comprar el disco y un equipo estereofónico en el cual tocarlo.

Don Juan dijo que ése había sido un signo que me fue dado por los poderes que gobiernan el destino de los hombres. Cuando me llegue el momento de dejar el mundo, en cualquier forma que sea, escucharé el mismo sonido de esa trompeta, la misma tonada idiota, el mismo trompetista inigualable.


El día siguiente fue frenético para todos. Parecían tener infinitas cosas que hacer. La Gorda dijo que sus quehaceres eran personales y que tenían que ser ejecutados por cada uno de ellos sin ninguna ayuda. Yo también tenía cosas que hacer. Me sentó muy bien quedarme solo. Manejé hasta el pueblo cercano que me había perturbado tanto. Fui directo a la casa que nos fascinara. Toqué a la puerta. Una señora abrió. Le inventé la historia de que yo, de niño, viví en esa casa y que quería verla de nuevo. La señora era muy gentil. Me dejó recorrer la casa, disculpándose reiteradamente por un inexistente desorden.

Había un acopio de recuerdos ocultos en esa casa. Allí se encontraban, podía sentirlos, pero no pude recordar nada.


Al día siguiente, la Gorda salió al amanecer; yo juzgué que estaría fuera todo el día, pero regresó a eso de las doce. Se veía muy molesta.

– Ya vino Soledad y quiere verte -me avisó llanamente.

Sin otra palabra de explicación me llevó a la casa de doña Soledad. Ésta se hallaba a la puerta. Se veía más joven y más fuerte que la última vez que hablé con ella. Sólo le quedaba un leve parecido con la mujer a la que yo había conocido años antes.

La Gorda parecía a punto de soltar las lágrimas. La tensión nerviosa por la que pasábamos hacía que su humor me fuera perfectamente comprensible. Se fue sin decir una palabra.

Doña Soledad dijo que sólo tenía muy poco tiempo para hablar conmigo y que estaba dispuesta a aprovechar hasta el último segundo. Se mostraba extrañamente diferente. Había un tono de urbanidad en cada palabra que decía.

Hice un gesto para interrumpirla y formular una pregunta. Quería saber dónde había estado. Ella me desairó de una manera delicadísima. Escogió cada palabra cuidadosamente, y reafirmó que la falta de tiempo sólo le permitiría decir lo que fuese esencial.

Atisbó en mis ojos durante un momento que me pareció largo y poco natural. Esto me molestó. Durante ese lapso bien pudo hablar conmigo y responderme varias preguntas. Rompió el silencio y empezó a decir lo que yo juzgué puras cosas absurdas. Dijo que me había atacado tal como yo se lo pedí el día en que cruzamos las líneas paralelas por primera vez, y que sólo esperaba que el ataque hubiera sido efectivo y que hubiese cumplido su propósito. Quise gritarle que yo nunca le había pedido nada de eso. No entendía nada de líneas paralelas y todo lo que me decía era insensato. Ella cerró mis labios con su mano. Me eché hacia atrás automáticamente. Pareció entristecerse. Dijo que no había manera de que pudiéramos hablar porque en ese momento estábamos en dos líneas paralelas y ninguno de los dos tenía la energía suficiente para cruzarlas; solamente sus ojos me expresarían su estado de ánimo.

Sin razón aparente comencé a tranquilizarme; algo dentro de mí se sintió cómodo. Advertí que las lágrimas rodaban por mis mejillas. Y después, una sensación increíble me posesionó momentáneamente. Fue un instante, pero lo suficientemente largo como para sacudir los cimientos de mi conciencia, o de mi persona, o de los que yo creo y siento que soy yo mismo. Durante ese breve instante supe que ella y yo nos hallábamos muy próximos el uno al otro en propósito y temperamento. Nuestras circunstancias eran semejantes. Le dije, sin decir palabra alguna, que la nuestra había sido una lucha ardua, pero que esa lucha aún no terminaba. Nunca terminaría. Ella me decía adiós. Me decía que nuestros caminos jamás se volverían a cruzar, que habíamos llegado al fin de un sendero. Una ola perdida de afiliación, de parentesco, surgió desde algún inimaginable rincón oscuro de mí mismo. Fue un relámpago, estalló como una carga eléctrica en mi cuerpo. La abracé; mi boca se movía, decía cosas que no tenían significado para mí. Sus ojos se iluminaron. Ella también me decía algo que yo no podía comprender. Lo único que me era claro era que yo había cruzado las líneas paralelas, y esto no tenía ningún significado pragmático para mí. Había una angustia almacenada dentro de mi, que empujaba hacia afuera. Alguna fuerza inexplicable me hendía. No podía respirar y todo se oscureció.


Sentí que alguien me movía, me sacudía con suavidad. El rostro de la Gorda se volvió nítido. Me hallaba tendido en la cama de doña Soledad, y la Gorda estaba sentada a mi lado. Nos hallábamos solos.

– ¿Dónde está doña Soledad? -pregunté.

– Se fue -respondió la Gorda.

Quería contarle todo a la Gorda. Ella me lo pidió. Abrió la puerta. Todos los aprendices se encontraban afuera, esperándome. Se habían puesto sus ropas más parchadas. La Gor da me explicó que rasgaron las demás que tenían. Ya empezaba a atardecer. Había dormido durante horas. Sin hablar, caminamos a casa de la Gorda, donde mi auto se hallaba estacionado. Todos se apilaron dentro, como niños que van a su paseo dominical.

Antes de subir al auto me quedé contemplando el valle. Mi cuerpo inició una lenta rotación e hizo un círculo completo, como si tuviese voluntad, propósito por sí mismo. Sentí que me hallaba capturando la esencia de ese lugar. Quería conservarlo dentro de mi, pues sabía inequívocamente que nunca lo volvería a ver en esta vida.

Los otros seguramente ya lo habían hecho. Estaban libres de melancolía, reían y se hacían bromas.

Arranqué el auto y nos fuimos. Cuando llegamos a la última curva de la carretera, el sol estaba poniéndose, y la Gorda gritó que me detuviera. Salió del auto y corrió hasta una pequeña colina que se hallaba junto al camino. Trepó a ella y echó una última mirada a su valle. Extendió sus brazos hacia él y trató de inhalarlo.


Descender esas montañas nos tomó un tiempo extrañamente corto; fue un viaje sin ningún tipo de percances. Todos iban callados. Traté de iniciar una conversación con la Gorda, pero ella se negó del todo. Explicó que esas montañas eran posesivas y que exigían ser dueñas de ellos, y que si no guardaban su energía, las montañas nunca los dejarían ir.

Una vez que llegamos a las tierras bajas, todos se animaron mucho más, la Gorda en especial. Parecía burbujear de energía. Incluso me proporcionó informaciones sin ninguna coacción de mi parte. Una de las cosas que dijo fue que el nagual Juan Matus le había dicho, y Soledad se lo confirmó, que había otro lado en nosotros. Al oír esto, los demás se unieron a la conversación con preguntas y comentarios. Todos se encontraban terriblemente confundidos con los extraños recuerdos que tenían de eventos que lógicamente no pudieron haber ocurrido. Puesto que algunos de ellos me habían conocido unos cuantos meses antes, recordarme en un pasado remoto era algo que rebasaba los confines de la razón.

Les hablé de mi encuentro con doña Soledad. Les describí mi sensación de haberla conocido íntimamente desde antes, y sobre todo, la sensación de haber cruzado inequívocamente lo que ella llamaba las líneas paralelas. Esto último les causó una gran agitación; parecía que ya habían escuchado el término con anterioridad, pero yo no estaba seguro de que comprendiesen lo que significaba. Para mí era una metáfora. Pero no podría asegurar si sería lo mismo para ellos.

Cuando nos acercábamos a la ciudad de Oaxaca expresaron el deseo de visitar el lugar donde la Gorda aseguró que don Juan y don Genaro habían desaparecido. Manejé directo hasta ese sitio. Salieron apresuradamente del auto y parecían estar orientándose, olfateando algo, buscando huellas. La Gorda señaló la dirección en la que creía que don Juan y don Genaro se habían ido.

– Cometiste un error terrible, Gorda -dijo Néstor en voz muy alta-. Ese no es el Este, es el Norte.

La Gorda protestó y defendió su opinión. Las mujeres la apoyaron, al igual que Pablito. Benigno no quiso comprometerse; sólo continuaba mirándome como si yo fuera el que proporcionaría la respuesta, lo cual hice. Me referí al mapa de la ciudad de Oaxaca que tenía en el auto. La dirección que la Gorda señalaba ciertamente era el Norte.

Néstor comentó que había estado seguro, desde el primer momento, que su partida del pueblo no fue prematura o forzada en lo más mínimo; el cronometraje había sido correcto. Los otros no tuvieron tal seguridad y sus titubeos fueron a raíz del error de la Gorda. Ellos habían creído, al igual que la Gorda, que el nagual señaló hacia el pueblo, lo cual significaba que debían quedarse allí. Yo admití, después de considerarlo, que a fin de cuentas yo era el único culpable, porque, a pesar de que tenía el mapa, no lo utilicé en aquel momento.

Después les mencioné haber olvidado decirles que uno de los dos hombres, el que yo creí que era don Genaro, nos había llamado con un movimiento de cabeza. Los ojos de la Gorda se abrieron con sorpresa genuina, o incluso alarma. Ella no percibió el gesto, afirmó. La seña sólo había sido para mí.

– ¡Ya estamos! -exclamó Néstor-. ¡Nuestros destinos están sellados!

Se volvió para dirigirse a los demás. Todos ellos hablaban al mismo tiempo. Néstor hizo gestos frenéticos con las manos, para calmarlos.

– Lo único que espero es que todos ustedes hayan hecho lo que tenían que hacer como si nunca fueran a regresar -expresó-. Porque ya no vamos a regresar.

– ¿Nos estás diciendo la verdad? -me preguntó Lidia con una mirada feroz en sus ojos, y los demás me contemplaron llenos de ansiedad.

Les aseguré que yo no tenía ninguna razón para inventarlo. El hecho de que yo hubiese visto a ese hombre haciéndome gestos con la cabeza no tenía ningún significado para mí. Además, ni siquiera estaba convencido de que esos hombres hubieran sido don Juan y don Genaro.

– Eres muy mañoso -dijo Lidia-. A lo mejor nos estás diciendo todo esto para que te sigamos mansamente.

– Oye, un momento -objetó la Gorda-. Este nagual podrá ser todo lo mañoso que quieras, pero jamás haría algo así.

Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Traté de mediar y tuve que gritar, por encima de sus voces, que lo que hubiese podido ver, de cualquier manera no significaba nada.

Muy cortésmente, Néstor me explicó que Genaro les había dicho que cuando llegara el momento de abandonar el valle, de algún modo él se los haría saber con un movimiento de su cabeza. Todos guardaron silencio cuando les dije que si sus destinos se hallaban sellados por ese evento, lo mismo ocurría con el mío: todos iríamos hacia el Norte.

Después, Néstor nos llevó a un sitio dónde alojarnos, una casa de pensión en la que él se hospedaba cuando hacía sus negocios en la ciudad. Todos se mostraban contentísimos, tanto que me hacían sentir incómodo. Incluso Lidia me abrazó y se disculpó por ser tan problemática. Me explicó que ella le creyó a la Gorda a pie juntillas y por tanto no se habían tomado la molestia de romper sus vínculos definitivamente. Josefina y Rosa parecían estar en un paroxismo de alegría y me daban feroces palmadas en la espalda una y otra vez. Yo quería hablar con la Gorda. Necesitaba discutir nuestro curso de acción. Pero no hubo manera de estar a solas con ella esa noche.


Néstor, Pablito y Benigno salieron muy temprano en la mañana para arreglar unos asuntos. Lidia, Rosa y Josefina también se fueron de compras. La Gorda me pidió que la ayudara a adquirir su ropa nueva. Quería que yo le escogiera un vestido: una selección perfecta que le daría confianza en sí misma, necesaria para ser una guerrera fluida. No sólo le encontré el vestido, sino un atuendo completo.

La llevé a dar un paseo. Vagabundeamos por el centro de la ciudad como un par de turistas, mirando a los indios con sus trajes regionales. Siendo una guerrera sin forma, la Gorda se hallaba perfectamente a gusto en su elegancia. Se veía arrebatadora. Era como si nunca hubiese vestido de otra manera. Yo era quien estaba azorado.

Me resultaba imposible formular las preguntas que quería hacerle a la Gorda, a pesar de que eso debería ser tan fácil para mí. No tenía idea de qué preguntarle. Le dije, con gran seriedad, que su nueva apariencia me afectaba sobremanera. Muy sobriamente, contestó que el transborde de los linderos del afecto era lo que me había alterado.

– Anoche cruzamos unos linderos -añadió-. Soledad ya me había dicho lo que iba a suceder, así es que yo estaba preparada. Pero tú no.

Empezó a explicarme lentamente lo que significaba que la noche anterior hubiéramos transbordado unos linderos de afecto. Enunciaba cada sílaba como si hablara con un niño o con un extranjero. Pero yo no me podía concentrar. Regresamos a nuestra pensión. Necesitaba descansar, y sin embargo terminé saliendo nuevamente. Lidia, Rosa y Josefina no habían podido encontrar nada y querían algo como el atuendo de la Gorda.

A media tarde estaba de vuelta en el hospedaje admirando a las hermanitas. Rosa tenía dificultades con los zapatos de tacón alto. Estábamos haciéndole bromas sobre sus pies cuando la puerta se abrió con lentitud y Néstor hizo su dramática aparición. Vestía un traje azul. Su pelo estaba cuidadosamente peinado y un poco afelpado, como si hubiera usado una secadora. Miró a las mujeres y ellas lo miraron a él. Pablito entró, seguido por Benigno. Los dos estaban impresionantes. Sus zapatos eran nuevecitos y los trajes parecían cortados a la medida.

Mi sorpresa era total al verlos a todos ellos en ropas citadinas. Me recordaban enormemente a don Juan. Quizá me hallaba tan conmocionado al ver a los tres Genaros con sus trajes citadinos, como lo había estado al ver a don Juan vistiendo traje, y sin embargo acepté el cambio instantáneamente. Por otra parte, aunque no me sorprendía la transformación de las mujeres, por alguna razón no podía acostumbrarme a ella.

Pensé que los Genaros habían tenido un mágico golpe de suerte para poder encontrar trajes tan perfectos. Ellos rieron cuando me oyeron entusiasmarme por su suerte. Néstor me aclaró que un sastre les había hecho los trajes desde hacía meses.

– Cada uno de nosotros tiene otro traje -confirmó-. Es más, también tenemos maletas de cuero. Ya sabíamos que nuestra vida en las montañas se había acabado. ¡Y ya estamos listos para partir! Por supuesto, primero tienes que decirnos a dónde vamos. Y también cuánto tiempo nos quedaremos aquí.

Me explicó que tenía algunos viejos asuntos que atender y que necesitaba tiempo para cerrarlos. La Gorda se hizo cargo y con gran seguridad y autorización afirmó que esa noche iríamos tan lejos como el poder nos lo permitiera; consecuentemente, tenían hasta el fin del día para arreglar sus asuntos. Néstor y Pablito se detuvieron en la puerta, titubeaban. Me miraron, esperando alguna confirmación. Pensé que lo menos que podía hacer era ser honesto con ellos, pero la Gorda me interrumpió justo cuando empezaba a decir que no tenía la más remota idea de lo que iríamos a hacer.

– Nos veremos en la banca del nagual al atardecer -dijo la Gorda-. Partiremos de allí. Para entonces debemos haber hecho aquí todo lo que tengamos o queramos hacer, sabiendo que nunca más en esta vida regresaremos.

La Gorda y yo nos quedamos solos una vez que todos se fueron. Con un movimiento abrupto y un tanto torpe, ella se sentó en mis piernas. Era tan ligera, que yo podía hacer que todo su delgado cuerpo se estremeciera con sólo contraer los músculos de mis pantorrillas. Su cabello tenía una fragancia peculiar. Bromeé diciéndole que su perfume era intolerable. Ella reía y se sacudía cuando, de la nada, un sentimiento me llegó… ¿Un recuerdo? Súbitamente era otra Gorda la que estaba sentada en mis piernas, y era obesa, de doble tamaño de la Gorda que conocía. Tuve la sensación de que yo la cuidaba.

El impacto de ese espurio recuerdo me hizo ponerme en pie. La Gorda cayó estrepitosamente al suelo. Le describí lo que acababa de "recordar". Le dije que sólo una vez la había visto cuando era gorda, tan brevemente que no tenía idea de sus rasgos, y, sin embargo, hacía un momento tuve la visión de su rostro cuando era obeso.

No hizo ningún comentario. Se quitó la ropa y se volvió a poner su viejo vestido.

– Todavía no estoy lista para vestirme así -anunció, señalando sus nuevas ropas-. Todavía tenemos otra cosa que hacer antes de que seamos libres. De acuerdo con las instrucciones del nagual Juan Matus, debemos sentarnos juntos en un sitio de poder que él eligió.

– ¿Dónde está ese sitio?

– En alguna parte de las montañas en estos alrededores. Es como una puerta. El nagual me dijo que había una hendidura natural en ese sitio, que ciertos lugares de poder son agujeros en este mundo; si no tienes forma, puedes pasar por uno de esos agujeros hacia lo desconocido, hacia otro mundo. Ese mundo y este mundo en que vivimos están en dos líneas paralelas. Hay muchas posibilidades de que todos nosotros hayamos sido llevados a través de esas líneas una o varias veces, pero no lo recordamos. Eligio está en ese otro mundo. Algunas veces llegamos a él a través del ensueño. Josefina, por supuesto, es la mejor ensoñadora de nosotros. Cruza las líneas todos los días, pero el estar loca la hace indiferente, hasta un poco tonta, así es que Eligio me ayudó a cruzar las líneas pensando que yo era más inteligente y resulté igual de pendeja. Eligio quiere que nos acordemos de nuestro lado izquierdo. Soledad me indicó que el lado izquierdo es la línea paralela a la que estamos viviendo en este momento. Así es que si Eligio quiere que lo recordemos, es porque tuvimos que haber estado allí. Y no en ensueños. Por eso es que todos nosotros recordamos cosas raras de vez en cuando.

Sus conclusiones eran lógicas dadas las premisas con las que operaba. Yo entendía lo que ella estaba diciendo; esos recuerdos desasociados que ninguno solicitaba, estaban empapados de la realidad de la vida cotidiana, y sin embargo no podíamos hallar la secuencia temporal que les correspondía, ninguna apertura en el continuo de nuestras vidas donde pudiesen encajar.

La Gorda se reclinó en la cama. Había desazón en sus ojos.

– Lo que me preocupa es cómo vamos a encontrar ese lugar de poder -se angustió-. Sin eso, no hay manera de hacer el viaje.

– Lo que a mí me preocupa es a dónde voy a llevarlos a todos ustedes y qué voy a hacer contigo -reflexioné.

– Soledad me explicó que iríamos al Norte, cuando menos hasta la frontera -recordó la Gorda-. Algunos de nosotros quizá vayamos más al norte. Pero tú no nos acompañarás hasta el final de nuestro camino. Tú tienes otro destino.

La Gorda se quedó pensativa unos momentos. Frunció el entrecejo con el aparente esfuerzo de ordenar sus pensamientos.

– Soledad me aseguró que tú me vas a llevar a cumplir mi destino -enfatizó-. Yo soy la única de todos nosotros que está a tu cargo.

En todo mi rostro debió pintarse la alarma. Ella sonrió.

– Soledad también me advirtió que estás taponado -prosiguió la Gorda-. Sin embargo, tienes momentos en que si eres un nagual. Dice Soledad que el resto del tiempo eres así como un loco que es lúcido sólo por unos momentos y luego se hunde nuevamente en su locura.

Doña Soledad había usado una imagen que yo podía comprender. En su manera de ver, debí haber tenido un momento de lucidez cuando supe que había cruzado las líneas paralelas. Ese mismo momento, en mi modo de pensar, fue el más incongruente de todos. Doña Soledad y yo ciertamente nos hallábamos en distintas líneas de pensamiento.

– ¿Qué más te dijo? -pregunté.

– Que tenía que forzarme a recordar -respondió-. Se agotó tratando de limpiarme la memoria, por eso ya no pudo tratar conmigo.

La Gorda se levantó; estaba lista para salir. La llevé a pasear por la ciudad. Se veía muy contenta. Iba de lugar en lugar observando todo, deleitando sus ojos en el mundo. Don Juan me había dado esa imagen. Decía que un guerrero sabe que está esperando y también sabe qué es lo que está esperando, y, mientras espera, deleita sus ojos en el mundo. Para él la máxima hazaña de un guerrero era el gozo. Esa día, en Oaxaca, la Gorda seguía las enseñanzas de don Juan al pie de la letra.


Después de la puesta del sol, antes del crepúsculo, nos sentamos en la banca de don Juan. Benigno, Pablito y Josefina llegaron primero. Después de unos minutos, los otros tres se nos unieron. Pablito tomó asiento entre Josefina y Lidia y abrazó a las dos. Todos habían vuelto a ponerse sus viejas ropas. La Gorda se incorporó y empezó a hablarles del sitio de poder.

Néstor se rió de ella y todos los demás le hicieron coro.

– Ya nunca más nos vas a engatusar con tu aire de mando -criticó Néstor-. Ya nos liberamos de ti. Anoche transbordamos los linderos.

La Gorda siguió imperturbable, pero los demás estaban enojadísimos. Tuve que intervenir. Dije en voz alta que quería saber más acerca de los linderos que habíamos transbordado la noche anterior. Néstor explicó que ésos les pertenecían sólo a ellos. La Gorda estuvo en desacuerdo. Parecía que ya iban a empezar a pelearse. Llevé a Néstor a un lado y le ordené que me hablara de los linderos.

– Nuestros sentimientos establecen límites alrededor de cualquier cosa -expuso-. Mientras más queremos algo, más fuerte es el cerco. En este caso nosotros queríamos a nuestra casa, y antes de irnos tuvimos que deshacernos de ese sentimiento. Los sentimientos por nuestra tierra llegaban hasta la cumbre de las montañas que están al oeste de nuestro valle. Ese fue el lindero, y cuando cruzamos la cima de esas montañas, sabiendo que ya nunca regresaríamos, los rompimos.

– Pero yo también sabía que no iba a regresar -dije.

– Es que tú no amabas esas montañas igual que nosotros -replicó Néstor.

– Eso está por verse -terció la Gorda, crípticamente.

– Estábamos bajo su influencia -intervino Pablito, poniéndose en pie y señalando a la Gorda-. Esta nos tenía del pescuezo. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que fui por culpa de ella. No tiene caso llorar por lo que ya pasó, pero nunca me volverá a suceder lo mismo.

Lidia y Josefina se unieron a Néstor y a Pablito. Benigno y Rosa observaban todo como si ese altercado ya no les incumbiese más.

En ese momento experimenté otro instante de certeza y de conducta autoritaria. Me levanté y, sin ninguna volición consciente de mi parte, anuncié que yo me hacía cargo y que relevaba a la Gorda de cualquier obligación ulterior de hacer comentarios o de presentar sus ideas como única solución. Cuando terminé de hablar me asombré de mi audacia. Todos, inclusive la Gorda, estaban contentísimos.

La fuerza que generó mi explosión fue primero la sensación física de que mis fosas nasales se abrían, y después la certeza de que yo sabía lo que don Juan quería decir y dónde se hallaba con exactitud el lugar al que teníamos que ir para poder ser libres. Cuando mis fosas nasales se abrieron tuve una visión de la casa que me había intrigado.

Les dije a dónde íbamos a ir. Todos aceptaron mis instrucciones, sin discutir e incluso sin comentarios. Pagamos en la pensión y nos fuimos a cenar. Luego, paseamos por la plaza hasta las once de la noche. Fuimos a mi auto, se apilaron ruidosamente dentro de él, y nos encaminamos a ese misterioso pueblo. La Gorda se quedó despierta para hacerme compañía, mientras los demás dormían. Después, Néstor manejó y la Gorda y yo dormimos.