"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)

IX

Allí estaba el verano con todo su esplendor. El camino del faro y la casa de los fareros tantas veces visitada, las alambradas de la Batería brillando al sol, tantas veces observadas, sin haberse acercado nunca a las garitas de los centinelas.

Por la carretera de Beniteca a ciertas horas se veía pasar el camión cuba de la Batería en busca de agua o cargado ya para reponer el agua de los aljibes. Tres veces por semana los chicos veían, a media tarde, la camioneta militar que llegaba con el suministro de víveres y a las seis comenzaba a llenarse la carretera con la animación de los artilleros libres de servicio que iban al pueblo en la hora del paseo.

Una tarde, Carlos y Martín encontraron a Anita junto el portón principal de la finca, hablando con tres soldados. La chica se escapaba siempre que podía de la compañía de su hermano y de Martín, pero en aquel momento apenas les miró. Sólo les dijo con una voz fría -muy de teatro- que se fueran a jugar y que la dejaran a ella con sus amigos.

Carlos se empeñó, sombríamente, en acecharla y en seguirla cuando vieron que se iba con los soldados camino del pueblo. Según iban andando por la carretera Anita y sus amigos, otros grupos de soldados se les unían y la veían a ella charlar y reír entre aquella tropa caminando sobre sus tacones altos. Cuando vieron cómo entraba en la primera tabernilla del pueblo rodeada de su escolta, Carlos y Martín cruzaron la carretera y entraron también en la taberna. Anita estaba junto al mostrador con todos los artilleros, que se quitaban la palabra de la boca para preguntarle cosas. Carlos y Martín dieron codazos para acercarse a la chica y uno de los artilleros reconoció a Martín como al hijo del teniente Soto. Aquello surtió efecto seguramente, pues los soldados fueron amables con los chicos, les invitaron a un chato y les dejaron ponerse cada uno a un lado de Anita. Poco a poco el grupo empezó a clarear y a disolverse y al fin Anita quedó, con ellos, sola en la taberna y tan rabiosa que ni siquiera acertó a insultar a su hermano en francés.

A Martín aquella persecución le hubiera aburrido si no fuese porque siempre encontraba un encanto especial en marchar junto a Carlos y observar sus reacciones y ser confidente de los agravios que Carlos tenía contra su hermana. Martín esperaba, al acecho de las reacciones de Carlos. Con la misma tensión que el año anterior esperaba oculto entre las piedras a que un lagarto apareciese despacio, distraído, con su buche temblón y la tela de sus párpados ocultando los ojos a la caricia del sol. Con la misma tensión de alegría con que entonces veía de pronto que el lagarto se lanzaba a morder el trozo de tomate con el anzuelo oculto, esperaba ahora el momento en que Carlos dejase de una vez de pensar en su hermana y se volcase completamente en aquella amistad desinteresada, casi caballeresca, que le ofrecía Martín.

Martín sabía que aquella amistad necesitaba consolidarse. Durante la célebre comida del día en que estuvo en la finca el señor Corsi, Martín había adivinado que, bajo la calma aparente y aquella especie de vacío que había en los ojos de Carlos, muchas cosas preocupaban al muchacho. Aquellas cosas que no se podían ni rozar con preguntas. Por ejemplo, el tema de Peggy, que según parecía no era la madre de Carlos ni de Anita y el tema de quién era esta madre que indudablemente los chicos la habían tenido alguna vez y si esta señora había muerto o no había muerto, pues claramente Carlos indicó sus dudas a este respecto al interrogar a su padre.

Martín no preguntaba nada. Sabía que aún no era tiempo. Se limitaba a ir por la carretera junto a Carlos o a iniciar conversaciones sobre los ensayos de arte dramático que tanto parecían interesar a los hermanos el año anterior. Pero este año Anita se encogió de hombros en el solarium cuando Martín inició la conversación sobre Berenice y dijo bostezando que ya no se acordaba de Berenice. También intentó Martín explicar a sus amigos ciertas inquietudes de su espíritu y cómo había pintado aquel invierno a la acuarela y que empezaría con el óleo el próximo curso. Como estas confidencias no interesaban, Martín hablaba otras veces de la guerra mundial repitiendo las opiniones de Eugenio. Pero Martín sabía que Carlos -Anita también, pero a Anita le interesaba este año mucho menos- era un mundo cerrado para él aún, un misterio que no podía traspasar del todo, ni siquiera en los momentos más íntimos, en los momentos de lucha cuerpo a cuerpo a que tan aficionados eran Carlos y Martín y en la que Martín ponía tanto ardor, tanta furia, que a veces lograba vencer al compañero más alto y más fuerte, pero también menos interesado en el asunto.

A los ocho días de la llegada de los Corsi, Martín sólo pensaba en el momento en que Carlos se desengarfiase de Anita al fin y comprendiese que su amistad de hombres tenía más fuerza y más verdad que todas aquellas tonterías de hermano mimado y sometido a las que se entregaba Carlos con tan poca dignidad.

Anita no hacía más que lanzar puyas a los dos chicos y una mañana les anunció que había pedido a uno de sus amigos artilleros que le consiguiese un perro y se lo regalase para salir con él por las noches. Un perro -dijo- era compañía más discreta y mejor infinitamente que la de dos niños pequeños.

– ¿No sabes, Martín? El año pasado, cuando tú te marchaste, Juan el recadero nos regaló un perro precioso y papá se empeñó en que lo dejásemos en Beniteca al cuidado de los guardas. Tengo mala suerte con los perros, con lo que me gustan. El perro que nos regalaron se murió este invierno.

Esta salida de Anita recordó algo a Martín.

– ¿Os acordáis de Leal, el perro que tenía mi padre? Lo envenenaron este invierno. Era un perro de caza muy bueno y a mi padre le gusta cazar. Pues creo que un día apareció envenenado en el jardín, le dieron a comer carne que tenía vidrios machacados dentro.

– Comprendo mucho más que se mate a una persona que a un perro. -Anita parecía horrorizada de veras-. Si odiaban a tu padre que mataran a tu padre… Pero si yo consigo un perro puedo aseguraros que nadie lo envenenará. Ya lo cuidaré yo bien.

En aquel momento, una oleada de lealtad familiar sacudió el alma de Martín. Volvió a pensar en su padre como en otros tiempos, admirando su hombría, sus fuertes manos, su blanca e ingenua risa, y todas aquellas buenas cualidades de honradez, de sencillez profunda y sana, aquellas palabrotas que en su boca resultaban tan naturales, aquellas bruscas despedidas a las familias de los reclutas que se presentaban con regalos y que Eugenio no admitía de ninguna manera, con gran desesperación de Adela. Aquel «calla la lengua» dirigido a Adela cuando Adela desbarraba demasiado en su maledicencia o en el asco que había tomado a Martín, y hasta su gran debilidad oculta detrás de tantas palabras gruesas; su gran debilidad por Adela. Todo aquello le vino a la cabeza a Martín y quiso decir: «A mi padre no le puede odiar nadie. Eso no es posible».

Y no dijo nada, sin embargo. Escuchó lo que decía Carlos.

– Yo no te dejaré salir sola por la noche, ni con perro ni sin perro. Ya lo sabes, Ana.

– Tú me dejarás sola cuando yo quiera, no faltaba más. Ya te he buscado yo un martín pescador para entretenerte. No puedo hacer más por ti, hijo mío. Estoy harta.

Anita por la mañana, en la playa, con el cabello recogido en lo alto de la cabeza sujeto por peinecillos que a cada momento se le caían, se parecía mucho a la criatura del verano anterior. A Martín le dijo una de aquellas mañanas:

– He conocido a un amigo tuyo muy interesante. Es un chico completamente intelectual a quien no le gusta el deporte y dice que desprecia a las mujeres. Sólo le gusta leer tomos así de gordos de filosofía.

Martín se quedó asombrado y recordó en seguida al hijo de don Clemente el médico, que ya había empezado sus estudios en la Universidad. Antes de llegar los Corsi le había conocido Martín y hasta aceptó ir un día a hacerle una visita en aquella casa de pueblo que ya había visitado con Adela el verano anterior. En aquella casa que en el piso alto tenía salones oscuros, Pepe, el hijo de don Clemente, disponía para él solo de una habitación en la planta baja de la casa, junto al patio, donde le habían instalado una mesa de estudiante y una biblioteca. Era un chico de diecinueve años con la cara llena de granos y una nuez muy saliente. A Martín, la tarde en que fue a visitarle, no le habló de filosofía, sino de mujeres, diciéndole que iba todos los días a la playa de Beniteca a darse una «ración de vista» con aquellas chicas medio desnudas que se exhibían allí. Pepe había prohibido terminantemente a su madre que dejase ir a su hermana a la playa. Martín se había aburrido mucho con Pepe aquella tarde y no le había vuelto a ver. Aquella mañana le dijo a Anita, delante de Carlos, que Pepe no le parecía interesante y que era un sucio con sus opiniones sobre las bañistas. Pero a Carlos sólo le interesaba una cosa.

– No sé dónde has conocido a este tipo, Ana. No me lo puedo explicar.

– Ah, yo tengo mis secretos, tonto mío. Me interesa mucho ese muchacho, Martín. Es distinto a todos, por lo que me cuentas.

– Yo quiero saber cómo lo has conocido.

– Pues te quedarás con las ganas de saberlo.

Carlos miró a Martín en aquel momento, con una mirada llena de impotencia y Martín tuvo como un presentimiento de que comenzaba entre ellos aquella unión tan esperada. Por la tarde, a la hora de la siesta -Anita se empeñaba este año en dormir la siesta en su habitación como la gente vulgar de Beniteca-, Martín le dijo a Carlos que si quería él le presentaría a aquel Pepe e incluso podrían ir a su casa y así lo conocería.

– ¿Para qué? Yo lo que quiero saber es cómo lo ha conocido Anita y sé que no me lo dirá. Pero no puedo comprender cuándo lo ha conocido. No lo entiendo.

Martín, un par de días más tarde, empezó a comprender cuándo había podido conocer Anita a Pepe. Fue la noche en que Adela le dijo a Martín que el hijo de don Clemente había vuelto a buscarle sin encontrarlo tampoco.

– ¿Ha vuelto? ¿Es que ha venido antes otra vez?

– Mira, Eugenio, éste ni se entera de lo que se le habla. Estoy harta de decirle que Pepe ha venido por aquí y como si nada. Parece alelado este hijo tuyo… No sé para qué lo traes a Beniteca. Aquí no hace más que comer y dormir llenando la casa de peste, que hasta me da ganas de vomitar… A ti te digo, Eugenio, no sé para qué traes a éste.

Eugenio parecía la estampa del amor paternal. Se había puesto una toalla sobre las rodillas y agitaba allí a su hija pequeña sosteniéndola por la espalda. Cuando Adela terminó de hablar depositó a la niña en el cochecito y el bebé empezó a lloriquear.

– Cógela tú ahora, Adela, coño, y no me marees con el chico.

– Sí, cógela, cógela… ¿Y quién pone la cena? Dásela a tu hijo que la entretenga. Que la pasee él.

– Conmigo no quiere estar la niña.

– ¡Contigo no quiere estar! No sirves para nada. Oblígale a que cuide de su hermana, Eugenio.

– Adela, coño, no quiero que mi hijo haga de niñero, ¿entiendes?

El mismo Eugenio empezó a pasear el cochecito y la niña quedó callada.

– No quieres que haga de niñero, no quieres que haga de niñero… Para qué le traes aquí entonces. ¿Para comer? Di, ¿para comer de lo nuestro? Viene aquí y ni mira a su hermana. Le hablas y no se entera de lo que le dices. Todo el día con esos sinvergüenzas, con la niña esa que es una puta. Sí, señor, una puta con todas sus letras y si no pregúntaselo a los artilleros.

¿Por qué Martín estaba callado, sin salir en defensa de Anita? Cuando decía Adela aquellas cosas, Martín callaba siempre. Ahora se dio cuenta de que era inútil tratar de que su familia viese a los Corsi como él los veía. Era tan inútil, que el señor Corsi había fingido otra personalidad delante de Eugenio para hacerse entender. Y él, Martín, siempre callaba y no intentaba explicar nada. Por otra parte -resultaba curioso-, los Corsi tampoco creían que Eugenio y Adela eran personas corrientes, como una gran mayoría de las personas que componen el mundo conocido. No, a los Corsi Eugenio y Adela les parecían rarísimos. También delante de los Corsi Martín callaba ciertas cosas que comprendía en su familia.

– Martín es un hombre, coño. Que vaya con quien le dé la gana. Y ésta es su casa, ¿entiendes?

– Ya estás haciendo llorar a la niña… ¡Hija de mi alma, a ti nadie te quiere, tú eres hembra, pobrecita mía!… Ah, pero tendrás un hermano, tendrás un hermano de padre y madre. No será ése el único varón. No, no lo será.

Casi no había medio de entenderse con Adela. Pero después de calmados los ánimos Martín logró saber que el hijo de don Clemente había ido a buscarle un par de mañanas cuando él ya se había marchado a la playa.

Martín empezó a atar cabos en la soledad de su habitación aquella noche. Era muy posible que Pepe hubiera visto a Anita aquellas mañanas. Por lo general este año iban Carlos y Martín al solarium antes de que Anita se decidiese a bajar a la playa. A veces ni aparecía en el solarium y la encontraban cerca del sombrajo levantado para el señor Corsi cuando cansados de esperar iban a buscarla. Allí debía de haberla encontrado Pepe.

Después de pensarlo mucho Martín decidió callar aquellas sospechas suyas. En realidad prefería que Pepe apartase por completo a Anita de Carlos y de él. Prefería que Carlos se curase de aquella especie de enfermedad de perseguir a su hermana y no quería echar leña al fuego de su interés.

Al día siguiente de su conversación con Adela, Anita le dio la sorpresa a Martín de aparecer muy temprano en las dunas junto a Carlos, llamándole. Parecía la Anita de otros tiempos inventando conversaciones locas y corriendo por la playa, hacia el promontorio del faro, perseguida por los dos chicos. Incluso, antes de que se decidieran a meterse en el mar para ir al solarium, Anita dijo que quería luchar ella con Martín.

Martín tuvo verdaderos deseos de vencer a Anita en la lucha. La atacó con más furia aún de lo que lo hacía con Carlos. Pero Anita era desleal luchando. Clavaba las uñas y daba golpes bajos, dolorosos e increíbles. Anita venció en la lucha. Quedó jadeante un momento y luego se tiró en la arena, donde Martín la vio tendida a lo largo y mirándole, con la boca apretada por su peor sonrisa. Martín miró aquel cuerpo fuerte y nervioso en parte, delicado y desagradable en parte también, para su gusto. Un cuerpo lleno de acechanzas como su sonrisa mala y su mirada. Y a su lado el hermano. ¿Cómo le llamaba el señor Corsi? Un efebo rubio, un Adán inocente y desamparado. Martín, delante de ellos, era un larguirucho desgalichado y sin gracia. Anita se levantó recogiendo los peinecillos caídos en la arena y ajustándolos entre su cabello.

– Estoy cansada hoy. No quiero bañarme con vosotros. Me vuelvo a casa.

Martín la dejó ir con una sorda alegría. Carlos quedó un rato pensativo viéndola alejarse. Martín, en aquel momento, tuvo un pensamiento que le hizo arder las orejas. Recordó que las mujeres tienen días misteriosos en que no pueden bañarse. Sin embargo, Anita se bañaba siempre con ellos. Todos los días del verano anterior, todos aquellos días menos esta mañana. Cuando Carlos le dio un golpecito en el hombro y le propuso que fueran al solarium y Martín entró en el agua en competición con su amigo, se le borraron de la cabeza los oscuros y vergonzosos pensamientos.

Fue una mañana magnífica para Martín. Las horas de sol pasaron sin palabras apenas entre los dos muchachos, pero llenas de armonía. El toque de corneta en la Batería llamando a la comida llegó demasiado pronto, en el momento en que las rocas parecían licuarse de tanto calor y tanta luz y temblaban y espejeaban como el mar.

Martín acababa de llegar a su habitación de la azotea y se estaba vistiendo para bajar a comer cuando oyó los silbidos de Carlos en la finca del inglés. Carlos debía de haber cruzado corriendo el pinar, sin casi detenerse en su casa. En efecto, cuando le vio allá abajo, solo en el claro de los pinos junto al muro, aún llevaba Carlos sus pantalones de baño.

– Martín -gritó haciendo bocina con las manos-, ven a comer conmigo.

Martín bajó para avisar a Adela y al padre, que acababa de llegar, de que comería con sus amigos. Eugenio iba a decirle algo, pero Adela le interrumpió dirigiéndose a Martín.

– Anda y que te den de comer todos los días… ¡Así te envenenen!

Era una magnífica exclamación. La antipatía que le tenía Adela aquel año, a Martín le parecía la puerta de la libertad absoluta. Y se sentía agradecido.

Encontró cerrado el portillo de los Corsi. Este año siempre estaba cerrado el portillo, pero nada más agitar la campanilla, el viejo Paco vino a abrirle como todas las tardes.

A pesar del calor, Frufrú había colocado los cubiertos en la mesita pequeña junto al balancín, donde tomaron el café con Corsi la otra vez. Tres cubiertos.

– Anita comió temprano y dijo que se acostaba -anunció Frufrú-. La demoño esa ha debido de tomar una insolación, por fin. No la molestéis.

Carmen les sirvió la comida, sudando la pobre en sus paseos desde la cocina a la explanada. Y apenas terminaron de comer dijo Carlos que quería ir al cuarto de Anita a preguntar cómo estaba. Frufrú le detuvo.

– Tú, quieto. Ve con Martín por ahí, hijo. La niña me pidió que no la molestarais. Os lo he dicho, las mujeres necesitamos libertad. Ah, sí. Necesitamos que nos dejen libres como el aire. Una mujer encerrada es una mujer dañina.

– Pero usted, Frufrú, siempre está encerrada en la finca y nunca quiere libertad.

La carita de mono de Frufrú se animó muchísimo y empezó a agitar sus manos.

– No, Martín, no. A mí me gusta estar en la finca.

Eso es otra cosa. Pero si yo quiero ir al pueblo voy al pueblo y si quiero un día coger la maleta y marcharme, pues me voy. Corsi lo sabe. Por eso estoy con los niños, porque quiero. Si un día me canso de España me presento en el consulado y me voy. Ah, sí. Por eso me quedo, porque puedo irme… Y si quiero ir al pueblo aunque me tiren piedras, voy al pueblo. Pero no quiero ir al pueblo. Y si quiero ir a misa, me disfrazo con unas medias y me pongo una capa para taparme los brazos como hay que hacer en este pueblo y me pongo el velo de viuda de Carmen, y voy… Pero como no quiero ir a misa vestida de carnaval, pues no voy. Ya lo sabes, ñiño.

Carlos se reía.

– Bueno, Frufrú, bueno… Pero si Anita está mala yo quiero verla.

– Anita no está mala, ñiño. Anita está aburrida de estar siempre con vosotros. ¿Por qué he dejado que tenga este año una alcoba para ella sola? Pues porque veo que está aburrida. Ella es una mujer y quiere pensar en sus cosas. Es una niña que tiene imaginación y nada más. Si la dejáis tranquila se aburrirá de estar sola y llamará a su Carlos a gritos. Pero si la perseguís no la veréis en todo el verano. No, Carlos, haz caso a tu Frufrú. Deja tranquila a la niña.

Carlos no estaba convencido. Martín le propuso que fueran hasta el faro y Carlos no aceptó el paseo. Se encerró con Martín en la leonera y estuvo dando cuerda a la gramola y poniendo viejos discos uno detrás de otro durante mucho rato. Martín encontró un lápiz y un trozo de papel y empezó a hacer dibujos, casi mecánicamente, observando a su amigo de cuando en cuando. Carlos en un momento determinado salió de la habitación. Volvió en seguida anunciando:

– Anita no está en su cuarto.

– ¡Hombre, estará por ahí! ¿Qué importa?

Porque Carlos parecía demudado. Parecía un niño pequeño a quien alguien ha tratado de engañar. Martín le siguió por la casa mientras el chico gritaba el nombre de su hermana de habitación en habitación.

Carlos despertó a Frufrú, amodorrada en el balancín, y Frufrú dijo que seguramente Anita estaría en el pinar. -¿Por qué va a estar en el pinar? ¿La has visto pasar tú?

– Yo no la he visto, ñiño, yo no la he visto. Te he dicho que la dejes. En fin, haz lo que quieras.

La llamaron poco tiempo entre los pinos. Carlos con un frunce en el ceño no creía que Anita estuviese por allí. Martín le recordó cuántas veces él y Anita se habían escondido entre los pinos el año anterior y le habían hecho buscarlos.

– Eso era distinto. El año pasado todavía jugábamos al escondite. Anita no se ha escondido sola en el pinar, se aburriría… Ella tiene que haber pensado en otra cosa… Martín, ya lo tengo. Anita se ha escondido en la habitación de la torre. El otro día me dijo que quería esconderse en la habitación de la torre y vivir allí sin que nadie la molestara… Vamos a preguntarle a Frufrú dónde se guardan las llaves de esa habitación.

Frufrú explicó que ella no tenía la llave de la torre, que los guardas se habían quedado con aquella llave y que de ninguna manera se la darían a los chicos, que era mucho mejor que dejasen de pensar en tonterías.

Sin acabar de escuchar a Frufrú, Carlos echó a correr hacia la casita de los guardas con Martín a los talones. Llamaron mucho rato a la puerta y al fin salió el viejo Paco abrochándose los pantalones sobre la camiseta y con los rugosos pies descalzos. Habían interrumpido su siesta y el hombre se rascaba la cabeza entre los escasos pelos canosos como si no acabase de comprender lo que los chicos querían. Al fin explicó:

– La señorita no puede estar en la torre. Eso es imposible. Si doña Frufrú no tiene la llave es que no se puede entrar. Nosotros no tenemos la llave. Pregúntenle a mi hija que está en casa de ustedes recogiendo los cacharros. Ella les dirá. Pero quítense de la cabeza que la señorita esté en la torre. Eso no es posible.

Martín miró hacia la misteriosa torre de la casa del inglés. Un cuadrado entre dos vertientes de tejados, con su tejadillo particular encima y una veleta herida por el sol. Martín sabía que la habitación tenía dos ventanas enrejadas, una hacia la fachada de la casa y otra hacia la parte trasera del edificio. Siempre que había visto aquellas ventanas desde el pinar le parecieron a Martín muy cerradas detrás de las rejas.

– ¿Por qué se va a haber escondido ahí Anita, Carlos? Se habrá ido de paseo.

– No.

Carlos echó el brazo sobre los hombros de Martín cuando subían hacia la casa y le hizo una confidencia en voz baja.

– Creo que no es la primera vez que sube Anita a la torre. La otra noche me pareció oír sus pasos en la escalera. Yo estaba medio despierto, medio dormido. Era muy tarde y casi no me fijé en que oía pasos, ¿comprendes? Es que mi cuarto está bajo la habitación de la torre. Hasta me pareció oír como que corrían muebles arriba. Nadie se atrevería a subir a medianoche a esa habitación a no ser Anita. La conozco. La conozco muy bien.

Carmen que fregaba el suelo de la cocina se volvió muy espantada hacia los chicos cuando le preguntaron por la llave de la torre. Se quedó de rodillas, escurriendo el trapo en el cubo, con aquellos ojos tan abiertos y el pecho agitado bajo el delantal.

– No tenemos la llave de la torre, señorito Carlos. Si no la tiene doña Frufrú es que su papá se la mandó a Mr. Pyne. Mr. Pyne no quiere que suba nadie allá arriba. Nadie, nadie… ¿Qué hace, señorito? ¡No suba!

Pero Carlos ya subía las escaleras que llevaban al cuarto de la torre y Martín detrás de él. Carlos empezó a golpear la puerta, mientras Carmen, desde abajo, gritaba ahora como una condenada que allá arriba no había nadie y que la señorita Ana no podía estar allí. Martín inclinándose sobre la barandilla de la escalera pudo ver la cara de la mujer con su boca de gárgola y los ojos desquiciados que tanto habían impresionado al señor Corsi. Carmen gritaba de tal manera desde abajo y Carlos golpeaba la puerta con tal furia gritando «¡Anita, ríndete!», que a Martín le entró risa y se tapó los oídos.

Carlos renunció al fin a que le contestaran y bajó las escaleras con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. La guardesa estaba casi llorando.

– No, señorito, usted no suba más allá arriba. Por la Virgen y por los santos se lo pido. Mr. Pyne nos echaría a mi padre y a mí si ustedes entraran en la torre. Se lo juro, señorito.

La actitud de Carmen no podía ser más exagerada. A Martín le extrañó mucho. Carlos ni la miraba, pero Martín se fijó en que la mujer estaba temblando como aquel día en que sirvió en la mesa al señor Corsi.

– Oye, ¿no tendrá razón tu padre? ¿No estará algo loca esa mujer?

Habían salido por la puerta trasera de la casa a la luz hiriente de la tarde y la bofetada de calor que venía de los pinos. Carlos parecía sonámbulo. Al fin dijo:

– Anita estaba allá arriba, Martín. La he sentido respirar.

– Bueno -Martín estaba cansado-, pues déjala. Ya la veremos cuando se canse de estar allí. Ya nos lo contará.

Carlos se sentó sobre la tierra apoyándose en el tronco de un árbol, empezó a morder sus uñas nervioso mientras miraba hacia aquella parte trasera de la casa y hacia la ventana posterior de la torre que parecía cerrada, con las maderas bien juntas detrás de los barrotes.

– Anita no me cuenta nada ahora. Me ha tomado manía. La otra noche la encontré mirándose al espejo que hay sobre la cómoda de su cuarto, se había puesto ese velo negro de gasa que tiene Carmen y cuando yo entré se enfadó. Me dijo que se estaba ensayando para vestir de luto cuando yo me muriera.

Martín se echó a reír y al fin logró que Carlos sonriera también.

– Chico, yo creo que Anita comparada con nosotros es como muy niña aunque presuma tanto de su edad. Simpre le ha gustado disfrazarse y ahora con eso de ponerse tacones le da vergüenza de que la veamos con los disfraces. Las mujeres son así.

– Anita no tiene vergüenza de nada. Y si es por eso a mí también me gusta disfrazarme y ella lo sabe. No sé por qué tiene que portarse así… Y Frufrú la protege, las dos están contra mí. Ahora todo el mundo se ha empeñado en que yo soy un idiota. Papá también.

Carlos, sentado junto al tronco del pino y un poco inclinado hacia adelante, le recordó a Martín la estampa de un gladiador vencido. Se sentó junto a él y puso una mano en el brazo de su amigo. Pero no supo decirle nada.

Carlos aplastó una hormiga que subía por su pierna y estaba a punto de meterse bajo su pantalón. Después volvió a mirar hacia la habitación de la torre fijamente.

– ¿Ves aquella rama de pino que cae sobre el tejado, Martín?

– Sí, la veo.

– Voy a subir al tejado por ahí, por el pino grande. No parece muy difícil. Hay una especie de canalillo entre los dos tejados y se puede llegar hasta la pared de la torre. Después será difícil montarse en uno de los tejados y tratar de alcanzar las rejas de la ventana. Pero lo voy a hacer. Si Anita está allí, saldrá. Y estoy seguro de que está allí. Si no te atreves a subir conmigo quédate aquí por si sale ella.

Martín miraba a Carlos admirado. Le admiraba tanto la inmensa tontería de empeñarse en buscar a su hermana de aquella manera, como la ocurrencia de subir al tejado de la casa y tratar de mirar por la ventana. Esta última idea le fue pareciendo más emocionante a cada segundo que pasaba. Carlos levantó hacia él sus ojos interrogantes y Martín dijo sencillamente:

– Yo estoy contigo para todo, Carlos. Donde tú vayas voy yo también.