"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)

VIII

Dentro de la cabeza de Martín flotaban todas aquellas impresiones cuando se sentó a la mesa de sus amigos aquel mediodía. La primera impresión del señor Corsi en la playa y la de sus dos amigos tan iguales y tan distintos, al mismo tiempo, que el año anterior. La segunda impresión del señor Corsi con voz aburrida y palabras convencionales hablando con Eugenio. Y la curva del trasero de Adela, inclinada, escuchando por la cerradura del comedor mientras la niña perneaba y lloraba en su cochecito junto a ella. Y la cara de cansancio y de concentración casi cómica del señor Corsi en el taxi. También la impresión de este taxi, un coche enorme con matrícula de Murcia que el señor Corsi debía de haber alquilado para traer a la finca a toda la familia. Y hasta tenía en la memoria la sombra del taxi que quedó aparcado junto al pinar a un lado de la explanada. La sombra del coche se alargaba más allá de la del pino que le protegía en parte, alcanzaba hasta el borde de un pilón seco adornado con la estatua verdosa de un niño que sostenía una bota en la mano.

Al sentarse a la mesa la atención de Martín volvió al señor Corsi; porque si Carlos y Anita no se parecían a otros muchachos de su edad que Martín conocía, el señor Corsi le parecía distinto también a todos los hombres maduros que había conocido en su vida. En su casa, Corsi estaba nuevamente de buen humor, descuidado y frivolo. Posiblemente -se dijo el chico-, el señor Corsi también representa comedias como hacen sus hijos.

Aparte de las meriendas que el año anterior había preparado Frufrú a los chicos en la cocina -acompañadas de aquel té hirviendo al que Martín llegó a acostumbrarse y que efectivamente acabó por ayudarle a quitar la sed las tardes calurosas-, nunca había comido Martín con los Corsi. Anita exclamó:

– Ya estamos juntos toda la Familia. ¿Verdad que somos una familia muy simpática?

Y Martín, feliz e impresionado de notarse uno más entre todos ellos, encontró esta exclamación muy justa.

Se sentaron alrededor de la mesa ovalada del comedor del inglés. Este comedor no lo usaban nunca los Corsi cuando no estaba allí el padre, pero aquel mediodía Frufrú se había esmerado en la presentación de la mesa que lucía un mantel, de buena clase aunque un poco amarillento, que pertenecía al ajuar de la casa de míster Pyne. Por fantasía de Anita -ella misma la hizo resaltar alabándose descaradamente- se habían cerrado las ventanas y ardían velas sobre la mesa como en una cena de gala. El señor Corsi acogió esta idea con el buen humor que parecía habitual en él.

– ¿No es extraordinario el efecto, papá?

– Extraordinario -dijo Frufrú-. No me explicaba yo cómo encontró tanta vela esta niña, hasta que recordé el paquete de velas que dejamos aquí el año pasado. Lo teníamos en previsión de los cortes de luz que hay aquí a menudo. Mañana tendré que encargar más velas… Si Anita sigue teniendo ideas de ama de casa será un gran trastorno, me parece a mí.

Fue en aquel momento cuando Martín se dio cuenta de algo perteneciente a Frufrú que no había acabado de captar el año anterior. Los vestidos de Frufrú, esos vestidos de telas brillantes que ya no sorprendían a Martín sino que incluso le gustaban, pues no concebía a Frufrú sin ellos, tenían a pesar de su brillo un aire ajado, como si hubieran sido usados en la guardarropía de un teatro. El cabello de Frufrú había cambiado de tono desde la última vez, tenía una calidad de estopa y ahora era descaradamente amarillo. Los largos pendientes en tono granate, la blusa verde y ¡a falda estampada en rabos multicolores ya las conocía Martín. Las manitas de Frufrú con las muñecas adornadas por todas aquellas pulseras tan conocidas, eran carnosas, estropeadas y con las uñas desgastadas por el trabajo.

Martín se había vestido de manera muy parecida a la que Carlos acostumbraba el año anterior: hasta se había arremangado los pantalones de pescador por debajo de las rodillas, pero Carlos este año estaba muy elegante con pantalones blancos como su padre y una camisa de vivo color azul. En cuanto Anita resultaba desconocida con la melena suelta sobre el cuello, el vestido blanco y los zapatos de tacón. A pesar de que Anita no se pintaba los labios como la mayoría de las jóvenes que Martín había visto, aquella tendencia a seguir la moda como otras mujeres, en los zapatos y en el peinado, a Martín le molestó. Pero por fortuna estaba demasiado interesado por la personalidad del señor Corsi para pensar en la pérdida de aquella Anita infantil del año anterior.

– Bien, excelente idea, Anita. Con esta noche artificial no sentimos el calor de ahí fuera… ¿Has cuidado de que le den de comer al chófer, Frufrú?

– ¿Cómo no voy a cuidar del chófer, Corsi? Carmen le está atendiendo en la cocina y para cuando salgáis de madrugada tendrá su buena taza de café negro hecho a mi estilo.

– Bien, Frufrú, bien. Debí recordar que los chóferes han sido la clase de hombres que más has admirado en tu vida.

– Es una broma de mal gusto, Corsi. Hace mucho que los caballeros no cuentan para mí, si exceptuamos a nuestro Carlos, naturalmente.

Carmen la guardesa sirvió la comida con su amplio cuerpo envuelto en un delantal blanco sobre el traje negro. Martín se fijó en que Carmen temblaba tanto al servir, que la fuente se tambaleaba peligrosamente en sus manos. El señor Corsi se dio cuenta también y se dirigió a ella en su tono más cordial y tranquilizador.

– Deje la fuente sobre la mesa, figliola. Yo mismo serviré a todos. No se asuste usted, por Dios.

Carmen dejó la fuente de ensalada -una ensalada riquísima a los ojos de Martín con mucho pollo frío entre la verdura- y se marchó grande y silenciosa con sus zapatillas de goma, cerrando la puerta.

– El año pasado -dijo Anita-, venía una mujer a hacer las faenas de la casa desde el pueblo, pero Carmen esta mañana casi pidió de rodillas a Frufrú que le dejase hacer todo a ella.

– Hum… En fin, Dios os proteja este verano. Creo que Frufrú resulta más castigada que vosotros por vuestra desaplicación.

– Ah, Corsi, a mí me gusta el aire libre y el calor. Me gusta mucho. Y no repitas tanto que has castigado a los niños porque acabarán por creérselo los pobrecitos. Sabes muy bien que traerlos aquí no ha sido castigo. Te convenía y nada más.

Anita y Carlos no parecían creerse castigados, se dirigían sonrisas mirándose por encima de la mesa. -Están castigados, pescatore. No se puede hacer carrera de ellos. Les han echado del Liceo. Se cansaron de que nunca pudieran salir de la cinquiéme. ¿Tú estudias bachillerato?

– Sí, yo acabo de terminar quinto curso.

– No, no. Te equivocas, pescatore. La cinquiéme corresponde al segundo de tu bachillerato y no al quinto. Son unas calamidades estos hijos. Ya no se puede pensar en más estudios para ellos que los de idiomas.

– No sé por qué tienes que contar esas cosas, papá. Sabes muy bien que yo sirvo para estudiar, pero no quise, por no dejar mal a Carlos.

– Mira, pescatore, encima se enfada esta hija mía. En realidad no importa mucho. Estudio más, estudio menos… Estoy convencido de que en la vida esas cosas no importan demasiado. Pero siempre tuve la idea de que estos hijos míos eran inteligentes, y nada. Los hijos de Peggy están resultando unos financieros extraordinarios y estos dos sólo resultan unos guapos chicos. En fin, cualquiera sabe lo que es mejor.

– Papá, no te pongas tan serio. Tú sabes que Anita quiere estudiar arte dramático y yo también.

– Bueno, ¿y qué hacemos con el inglés? La mejor escuela de arte dramático es la de New York, pero vosotros no aprendéis inglés. Si Frufrú no fuese como es podría daros clase este verano. En otros tiempos entendía perfectamente el inglés esta Frufrú.

Frufrú comenzó a cloquear y a reír.

– Corsi, sabes muy bien que no tengo memoria. ¿Qué podría enseñarles a los chicos? I love you? Eso lo saben ellos y yo ya lo he olvidado. Ya aprenderán cuando vayan al país. Ah, pero te lo advierto, no les gustarán los Estados Unidos. Yo los conozco, sé que no les gustará el país.

– No hables mal de U.S.A., Frufrú. Gracias a U.SA. vivimos tú y yo.

– ¿Quieres decir que vivimos gracias a Peggy? Nos lo hace sudar, Corsi. Siempre nos lo ha hecho sudar.

– Esa palabra sudar es tan fea. Frufrú…

Se interrumpió el señor Corsi porque Carmen apareció con el plato de pescado. Contemplar la cara del señor Corsi mirando a Carmen con las cejas alzadas ligeramente y contemplar a Carmen con sus ojos trágicos un poco más abiertos que de ordinario, las comisuras de la boca muy caídas en forma de gárgola de catedral y aquella fuente temblona sobre sus manos, fue para Martín un espectáculo. Cuando Carmen se ausentó de nuevo, el señor Corsi suspiró profundamente.

– En fin, hijos míos. Si vosotros podéis soportar a esta hermosa femme de chambre, yo nada tengo que decir, pero creo que enfermaría del hígado si tuviese que quedarme aquí.

– Pero si Carmen es simpática, papá, no seas tonto. Y el viejo Paco el guarda es un gran tipo. Canta flamenco muy bien aunque es viejo y el año pasado me enseñó a coger lagartos con anzuelo.

– Ya sería hora de que aprendieses cosas más a propósito con tu estatura, hijo mío. Aunque no sé a qué vas a dedicarte aquí si no es a cantar flamenco y a pescar lagartos… Al menos aprende a cantar flamenco bien. Alguna vez puede que te sirva para ganarte la vida. Es una pena que no tengas tipo de gitano. Anita pasaría mejor por gitana auténtica, pero no tiene oído.

Anita se reía pensando en otras cosas.

– Martín, desde que yo era pequeña todo el mundo se enamoraba de mí y me llamaba gitanilla. ¿Verdad, papá, que es cierto? ¿Sabes que vinimos a parar a esta finca porque Mr. Pyne se enamoró de mí? Quería prohijarme y su mujer también. En realidad Mr. Pyne quería comprarme y papá necesitaba dinero entonces, de modo que fue una tentación muy fuerte para papá…

– Eres una descarada, hija mía. Pescatore va a pensar que estamos locos.

– Yo le propuse a papá que me vendiese y que yo luego me escaparía, pero Frufrú y Carlos lloraban y lo estropearon todo.

– Qué manera de contar las cosas, hija. Me parece que Carlos hubiera estado muy satisfecho si yo le hubiese dejado de hijo único. ¿No es verdad, efebo mío?

– Claro que sí. Aquello de la venta de Anita fue una broma, Martín. Además, Mrs. Pyne terminó teniéndole un miedo horrible a Anita.

– Fue cosa de Frufrú, que asustó a Mrs. Pyne diciéndole que yo mordía y que me daban ataques epilépticos.

– Yo conozco a Corsi y sabía lo que me hacía al prevenir a aquella señora. Bien, no me mires así, Corsi. Sé perfectamente que no eres capaz de desprenderte de Anita para siempre, pero sé que eres capaz de meterte en un lío de los más tontos si te ponen dinero en la mano cuando lo necesitas.

El señor Corsi se limpió los labios con su servilleta y bebió un poco de vino blanco y frío de su vaso en el que se reflejaba la llama de una vela.

– Este Martín pescatore puede creer todo lo que contáis.

– Yo no creo nada -logró decir Martín con tono entre alarmado y jocoso.

– ¿No crees nada, pescatore? Eres muy inteligente… Anita, hija, ¿sabes que me estoy cansando de esta negrura y de este ambiente de catacumba? Sobre todo cuando aparece la mucama esa vestida de negro y blanco. Tengo algo así como una impresión de sesión de espiritismo que me pone la carne de gallina. No me gustan las sesiones de espiritismo si no soy yo quien las organiza y preparo los trucos. Brrr, tengo hasta frío.

– Tomaremos el café fuera, bajo la sombra de los pinos, Corsi.

– Sí, sí. Estoy necesitando un poco de calor, la verdad. Calor y luz.

Anita se inclinó a Martín.

– ¿No crees nada? Papá puede decirte lo que le costó quedar tan amigo de Mr. Pyne y su señora cuando dijo definitivamente que no me daba a adoptar. Le costó regalarles una pareja de pekineses, unos cachorros preciosos que yo quería para mí. Mrs. Pyne quedó tan entusiasmada del cambio de mi adopción por la de los cachorros que estuvo animando a su marido a que nos alquilara esta casa porque papá entonces no sabía qué hacer con nosotros con todo eso de la guerra europea y de que él tenía que pasar el verano viajando entre Lisboa y Madrid… Así vinimos a la finca, porque además míster Pyne no quiso cobrar alquiler alguno. Él no piensa volver hasta que se pcabe la guerra en el mundo y parece que va a tardar mucho en acabarse, según dice papá… Dile a Martín si esta historia es mentira, papá.

– Pero, hija, a Martín no le importan nada estas crónicas familiares.

Martín, aunque ya sabía que los Corsi no toleraban preguntas directas, tuvo el raro atrevimiento de interrogar al señor Corsi en qué lugar del mundo habían conocido a míster Pyne.

– ¿Fue en Tánger, Frufrú?

– Primero le conocimos en Gibraltar, pero luego le encontramos otra vez en Tánger cuando tú no estabas. Los niños reconocieron un día a Mr. Pyne en la calle y fueron a saludarle.

– Martín, ¿te interesan los viajes? Ya veo que no has viajado nunca. Cuando tengas unos cuantos años más, digamos mi edad, te aburrirán muchísimo los viajes, pescatore.

– Papá está perezosísimo, casi no le reconocemos -dijo Anita-. Este año le daba pena dejar el piso de Madrid y meterse en el Palace, ¿verdad, papá?

– Sí, ha sido un sacrificio. Pero creo que tendremos un piso mejor este invierno. Tengo mis proyectos. No me gustaría salir de Madrid por ahora. Ah, no, necesito un poco de paz.

– Si no estuvieran esos demoños delante, Corsi, ya te diría yo cómo se llama la paz que tú necesitas ahora en Madrid. La única tranquilidad es saber que no te casarás. No puedes mientras esté yo cerca de ti como testigo.

– Estás hecha una vieja bruja descarada. Frufrú. Charlas por los codos y no piensas en que tenemos invitados.

Carlos tenía la cara enrojecida por la luz de las velas. Martín quedó asombrado al mirarle por la belleza de aquella cara de su amigo. Era como si la viera por primera vez. Y en aquel momento las facciones de Carlos estaban tensas. Con una voz un poco rara, contenida, empezó a interrogar a su padre:

– ¿Es cierto que no te puedes casar, papá? Entonces ¿es que no ha muerto ella? Tengo derecho a saberlo.

– ¿Ves, Frufrú, ves? He aquí tu obra… Carlos, no puedo casarme porque no quiero. Ésa es la única razón. Ya me he casado demasiadas veces y ya tengo bastantes complicaciones con vosotros, como bien sabe Frufrú. Ah, aquí está nuestra buena y simpática Carmen con el postre. Gracias, Carmen, es usted la amabilidad en persona.

Hubo un largo silencio hasta que Carmen salió del comedor, siempre grande, temblorosa y callada.

– Frufrú, hija -dijo entonces el señor Corsi-, tú que eres tan buena médium ¿no notas algo raro en el ambiente? ¿No te da miedo quedarte sola con los chicos en esta casa? Si no lo puedes resistir ponme un telegrama y os vendré a recoger inmediatamente.

– Son las velas de Anita, Corsi. No empieces con tus fantasías. Abre la ventana, Carlos, que nos acostumbremos a la luz.

Efectivamente -el señor Corsi sonrió al abrir Carlos las maderas de la ventana-, efectivamente, la idea de Anita fue un poco macabra. Además estas velas humean mucho… Este invierno, Anita, si, como espero, salen las cosas bien, podrás desplegar tu fantasía cuando demos alguna cena, pero con velas de cera perfumada y no de éstas. No te entristezcas, guapa. La mesa estaba bonita, sólo que yo sentía algo por dentro cuando venía esa mujer a la luz de las velas… ¿Estáis seguros de que le rige bien la cabeza a esa Carmen? Tiene un ojo un poco extraño. El izquierdo. Es un síntoma de desequilibrio… Martín, en cambio, me gusta mucho. Creo que habéis hecho una buena adquisición con Martín. Encaja perfectamente en la Familia. Encaja mejor en nuestra familia que en la suya propia… ¿Eh, pescatore?

Martín sonrió, azorado.

– Bien, Martín, figlio, no tomes a ofensa lo que he dicho. Tu casa es encantadora, pero me parece que te sientes más a gusto aquí. Adivino que no te interesan los bebés y tu casa parece llena de bebés… Oí llorar a uno todo el rato mientras estuve allí.

– Uf, claro que se siente a gusto con nosotros Martín. Todo el mundo se siente a gusto con nosotros y este martín pescador está bouche bée desde que le conocimos. Yo en cuanto le vi con su cara de pájaro le dije a Carlos que le quería por amigo. Carlos se opuso muchísimo. Sí, sí, Carlos, te opusiste y este año en cambio no hacías más que hablar de martín pescador cuando supiste que veníamos a Beniteca. Puedes estar orgulloso, Martín.

Y Martín se sintió orgulloso en efecto. Incapaz de razonar claramente. Feliz tan sólo de estar con todos ellos. Feliz también cuando salieron a la finca y se sentaron alrededor de una mesita junto al balancín y bajo la sombra del pino más cercano. El señor Corsi se sentó en el balancín con Frufrú a un lado y Anita al otro y Martín y Carlos en dos sillas de hierro frente a ellos. El señor Corsi pasaba un brazo por el hombro de Frufrú y otro por el de Anita y a veces atraía a una o a otra hacia él en una caricia fraternal.

– Cuídame a esta loquilla Frufrú. Aunque si es verdad lo que me ha contado el teniente Soto no me da cuidado alguno lo que hace en este pueblo. Nada más sano que subirse a las tapias de los huertos y robar fruta. Fue mi sueño dorado cuando niño. Pero sólo pude robar fruta en las fruterías, nunca me llevaron al campo. Ah, qué tiempos aquellos…

– Este verano no pienso robar fruta, papá. Este verano pienso buscarme un enamorado.

– Como no te enamores de Paco el guarda o de Martín…

Carlos se reía, a un tiempo despectivo e inquieto.

– Julieta tenía doce años o cosa así cuando se enamoró Romeo de ella, ¿verdad, papá? Yo estoy resultando una vieja solterona ya sin que me pasen aventuras.

– Bien, haced lo que queráis -dijo el señor Corsi bostezando-. Yo voy a dormir un poco de siesta. Lo necesito. El olor del pimentero no me dejó dormir anoche.

– ¿Qué pimentero, papá?

– El jazmín, efebo mío, el jazmín que trepa por las paredes de esta casa es un pimentero. Da su olor cuando cae la noche. ¿No lo habéis notado?

Un rato más tarde Martín y Carlos estaban solos. Habían trepado a un pino acomodándose entre las ramas. Carlos tenía la esperanza de que Anita viniese a buscarles y de poder hacerla rabiar un poco hasta que les encontrase. Martín dijo pensativo:

– ¿ Por qué te llama tu padre de esa manera tan rara: efebo?

– Ah, no sé. Cosas de papá. Me lo ha empezado a llamar este invierno y me lo seguirá llamando hasta que se le quite la costumbre… ¿Has visto qué tonta se vuelve Anita cuando la mima mi padre? Ha dicho que quería estar sola esta tarde hasta que se levante papá de la siesta y es tan cabezota que estará en su cuarto, aburrida, antes de dar su brazo a torcer y venir con nosotros. Me estoy aburriendo yo también aquí. Hace mucho calor.

Martín acomodado en aquella horquilla del árbol dominaba un paisaje de ramas rojizas y cielo intensamente azul. Respiraba el olor de los pinos envuelto en el canto rasposo de las chicharras. Y se sentía muy bien.

– ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí? ¿Qué falta nos hace tu hermana? Ninguno de mis amigos del instituto van nunca con sus hermanas. Ya sabes cómo se vuelven las mujeres cuando crecen. Creo que los hombres nos entendemos mejor solos. ¿Qué te parece? ¿nos vamos sin esperarla?

Carlos volvió hacia Martín su cara pensativa con un ligero frunce en la frente, tan lisa otras veces.

– No. No nos vamos.

Martín consideró a su amigo desde el fondo de sus oscuros ojos con una mezcla de compasión y de ternura que sin embargo no lograban quitarle la admiración que sentía hacia él. No protestó y esperó pacientemente a que Carlos decidiese lo que tenían que hacer aquella tarde.