"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)

VII

Salió a las dunas a media mañana entre aquel sol que había levantado ampollas en sus hombros los días anteriores. La arena quemaba ya bajo los pies y brillaba delante de los ojos de Martín. En aquellos días Martín dormía mucho y se levantaba con el sol ya alto, sudando entre las oleadas de calor que llegaban hasta su cama desde la azotea, entre el mundo de colores de su cuarto. En seguida bajaba a la playa solitaria y magnífica.

A pesar de su deslumbramiento vio en seguida aquel día el sombrajo de hojas de palma, semejante a los que allá, frente a las casas de Beniteca y junto a las barcas de los pescadores, servían de refugio a los bañistas del pueblo. Nunca había visto un sombrajo de hojas de palma en aquella parte de la playa. Precisamente lo habían levantado frente al portillo trasero de la finca del inglés. ¿Quería decir esto que los Corsi habían llegado?

No se podía imaginar a Carlos y a Anita Corsi bajo el refugio de un sombrajo de hojas de palma. Durante aquellos días primeros de Beniteca, Martín había imaginado muchas veces su encuentro con los Corsi, pero este toldo no entraba en sus previsiones. Ya durante su viaje en la camioneta de Juan, Martín supo que los Corsi iban a venir. El mismo recadero le informó que unos días antes había hecho un viaje hasta la estación de Murcia sólo para recoger varios bultos y baúles consignados a la finca del inglés desde Madrid. Martín no había podido dominar su impaciencia y a la tarde siguiente a su llegada, hizo sonar la campanilla de la puerta trasera de la finca, junto a la casa de los guardas. Después de mucho llamar, Carmen la guardesa abrió un palmo de aquella puerta, sólo un palmo, contemplándole con sus ojos tristes y asustados y sin reconocerle en el primer momento. Carmen se mostró muy poco hospitalaria, sin terminar de abrir la puerta durante su conversación, pero le informó que muy pronto vendrían los señores, que ella ya tenía preparada la casa y que los mismos señoritos avisarían a Martín cuando llegasen.

Martín había descansado en aquellos días de espera sintiéndose perezoso y tranquilo entre el sol de las mañanas y la calidez de las noches en el silencio de la azotea. Por las noches no oía ahora, antes de dormir, los pasos y los ladridos del perro. Leal, según le dijo su padre, había muerto aquel invierno. Martín oía los grillos y el llanto lejano de la niña de Adela algunas veces, mientras cerraba los ojos y pensaba, vagamente, que quizá el siguiente día le trajese el encuentro con sus amigos.

Ahora echó a correr hacia el sombrajo y luego se detuvo frenando sus largos pasos, acercándose con cierta precaución y con más desconfianza cada vez. No podía imaginar a los Corsi refugiándose en la sombra, junto a la puerta de su casa, en vez de correr como salvajes hacia las peñas que rodeaban el «solarium». Bajo la sombra de aquel toldo rústico aún le esperaba otra sorpresa. Un sillón de lona colocado en el lugar más protegido del sol parecía aguardar a alguien. Pero nadie se veía por los alrededores.

Martín un poco retirado de aquellas cosas tuvo una molesta conciencia de su propio cuerpo desgalichado sin más protección que su pantalón de baño. La conciencia de sus largas piernas cubiertas de vello oscuro, de la piel levantada en sus hombros y en su nariz por las quemaduras del sol. Tuvo conciencia de sus palpitantes costillas y hasta tocó su cara donde las facciones aparecían desencajadas por el crecimiento de aquel año. Hasta tuvo el impulso de oler su brazo. Olía a sal aunque aún no se había metido en el mar. No era un olor fuerte ni desagradable, pero Adela se empeñaba este año en que el olor de Martín le daba náuseas. Eugenio había explicado a Martín que Adela estaba embarazada de nuevo y que este año e! embarazo le daba por los olores, de modo que Martín no hacía caso de lo que dijese o dejase de decir Adela. Pero en aquel momento allí en la playa, contemplando el sombrajo vacío, Martín tuvo un impulso de timidez y de miedo a que los Corsi le desconociesen como le había desconocido Carmen la guardesa o que, como Adela, huyesen de él. Y además también tenía miedo -aquel sombrajo le inquietaba- de que a él le resultasen distintos los Corsi.

Acabó tumbándose al sol boca abajo, de espaldas al mar y de cara a las dunas acechando el camino que los Corsi deberían recorrer para llegar al sombrajo. Tardaron mucho, tanto que Martín se cansó y apoyó la frente entre los brazos doblados respirando muy de cerca el aliento de la arena y tratando de evocar con los ojos cerrados la figura de sus amigos. Sólo los veía en lo alto del muro como cuando aparecieron a sus ojos la primera vez. Pero sus facciones estaban borrosas. Podía evocar sus siluetas y el llamear de sus cabellos, pero las facciones se habían borrado. Empezó a pensar en la edad de sus amigos. Carlos era unos meses mayor que Martín. Habría cumplido ya los dieciséis aquella primavera. Anita tenía un año más que su hermano. Anita daba mucha importancia a la edad, pretendía que un año más da una madurez enorme a una persona, una sabiduría y un dominio. Pero era imposible que un año les hubiese cambiado totalmente. Era imposible. El sol se metía en la nuca y en la espalda de Martín, el mar lanzaba un aliento ronco y suave entre el hervor del sol y Martín llegó a sentirse sin edad y hasta sin cuerpo ahora, tumbado y esperando.

Cuando oyó voces y risas se incorporó de un salto conteniendo el extraño deseo de echar a correr. Retrocedió unos pasos cuando les vio aparecer entre las dunas, pero se quedó quieto al fin arrodillándose en la arena como si quisiera disminuir de estatura y desaparecer disuelto en la luz.

Eran tres los que venían. Anita y Carlos desde luego, pero entre ellos algo muy extraño, un hombre -parecía un hombre- envuelto en un enorme toallón a rayas de colores y con la cabeza cubierta por un sombrero de paja. Anita y Carlos iban en bañador y sostenían al bulto de la toalla por el lugar donde debía de tener los brazos ayudándole a caminar entre las dunas. Cuando llegaron al sombrajo el hombre se desprendió de la ayuda que le prestaban Carlos y Anita y de la toalla enorme. Martín pudo ver a un señor muy moreno, con el torso y las piernas desnudos y metido en unos pantaloncitos azules. Llevaba los pies calzados con magníficas sandalias.

Después del toallón aquel señor se desprendió del sombrero, sonriendo a los chicos que le miraban como fascinados. Martín vio su fuerte y rizoso cabello gris en contraste con su cara morena, vio también las cejas espesas de la misma forma que las de Anita y hasta los ojos magnéticos de Anita en aquella cara irregular de hombre. Martín comprendió que estaba delante del señor Corsí. El señor Corsi hizo algunos ejercicios respiratorios aplaudido por sus hijos y luego descubrió a Martín, a quien sonrió en seguida.

– Ahí tenéis a vuestro amigo, hijos, si no me equivoco. Haced el favor de presentármelo.

Anita y Carlos corrieron hacia Martín al grito de «¡martín pescador, martín pescador!» Le cogieron de la mano y le llevaron delante del señor Corsi.

El señor Corsi se había arrellanado en su sillón de lona y asentía complacido a las noticias que le daban sus hijos de lo mucho que había crecido Martín aquel invierno, tanto que ya no parecía pequeñajo junto a Carlos, aunque Carlos había crecido también y seguía siendo más alto. Anita si no llevase el pelo recogido sobre la cabeza en aquel momento -lo que aumentaba dos dedos su estatura, al menos- sería más baja que Martín.

Carlos había crecido desde luego, pero no se le notaba porque no había perdido la armonía de su figura. No era un espantapájaros como Martín. Con el sol se le notaba en la cara un ligero vello rubio, pero su piel no tenía granos como Martín había visto tantas veces en otros chicos con barba incipiente. En cuanto Anita parecía más mujer, quizá por aquel pelo largo recogido sobre la cabeza con peinecillos. O por cualquier otra cosa que Martín no sabía explicarse. Seguía teniendo el cuerpo muy parecido al año anterior, sus senos apenas abultaban bajo el bañador aunque sus piernas y sus caderas eran de mujer. Su cambio consistía en algo que no se podía apreciar con los ojos.

– Papá, fíjate en este pescador… Martín, si no te hubieses vuelto tan feo te tomaría por amante este verano, ya tienes estatura para eso. Pero… ¡qué feo estás. Dios mío! Tienes cara de vieja.

– Si quieres tener amantes, descarada -el señor Corsi dirigió a su hija una sonrisa divertida y bondadosa al mismo tiempo-, no digas nunca a un hombre que es feo… Siéntate, siéntate aquí, pescatore, y cuéntanos algo de tu vida. Ah, qué ojos más inteligentes tienes, pescatore, caro. Uf, qué calor. Estos pobres bambinos míos no sé cómo pueden quedarse aquí tan contentos. Claro que están castigados como siempre, pero a pesar de todo qué viaje hemos hecho, Dios mío… Dame el sombrero, Anita, guapa, deja que me abanique un poco… Y ese mar, brrrr, debe estar frío en contraste.

Martín había olvidado por el momento a Carlos y a Anita para estar pendiente del señor Corsi. Buscaba en su cara el parecido con los hijos y aparte de aquellos ojos de Anita era difícil encontrar parecido alguno. Sucedía como con la madurez de Anita, era algo impalpable porque aunque facción por facción el señor Corsi no se pareciese a sus hijos, al mismo tiempo se parecía muchísimo. Tenía un cuerpo muy bien formado aunque era más bajo que Carlos y hasta que el mismo Martín.

– Pescatore, caro, tú comprenderás el sacrificio de un padre. Venir a este desierto para acompañar a los hijos es un sacrificio. Meterse en esta tierra de fuego…

Anita y Carlos se reían.

– Papá, no hables de tierra de fuego. Tú has estado en Tierra de Fuego de verdad. Cuéntale a Martín cosas de allí. Martín no te ha oído nunca contar esas cosas.

– ¿Has visto qué ignorantes, pescatore? Saben que Tierra de Fuego es uno de los sitios más fríos del mundo y no se lo acaban de creer. Brrrr, me estremece recordarlo, hijos. Martín, caro, no vayas a Tierra de Fuego. Sólo encontrarás ovejas y ovejas hasta volverte loco. La chiflada de Peggy fue capaz de vivir un año en la Estancia con todas aquellas ovejas. Perder un año de vida, como yo le dije, es un pecado siendo una mujer tan rica. Pero Peggy es así. Brrrr, se me pone la carne de gallina al recordarlo, pescatore.

– Anita -dijo Carlos excitado poniendo su mano cálida y firme sobre el hombro dolorido de Martín-, Anita nació en Tierra de Fuego.

– En Punta Arenas -aclaró Anita con orgullo.

– Ahora le llaman Magallanes -explicó el señor Corsi con benevolencia-. Pero adivino que pescatore lo sabe ya todo y le estamos aburriendo. Sólo le diré que jamás hubiera ido yo a Tierra de Fuego si llego a ser rico como Peggy. Aún era peor de lo que ella había contado.

– No digas que no eres rico, papá.

– Voy a ponerme este chapean porque esos rayitos de sol, ¿eh? Esos rayitos le matan a uno. Estos sombrajos, ¿se llaman así?, no sirven para nada.

– Martín no sabe nada, papá. ¿Verdad que nunca te contamos lo de Tierra de Fuego, Martín? Anda, cuéntale lo de la Estancia y cómo parecía un mar el rebaño de ovejas y cómo iban los peones a caballo, delante, para que los caballos rompieran la escarcha con las patas y pudieran pastar las ovejas luego. Anda, cuéntalo. Martín no está aburrido, ¿verdad?. Martín negó con la cabeza su supuesto aburrimiento. Se notaba metido de lleno en aquel círculo de familia. Anita a un lado, Carlos a otro y él, Martín, en medio. Los tres arrodillados y sentados sobre sus talones entre aquel aire caliente bajo el sombrajo, entre infinitas flechas de sol que como había hecho notar el señor Corsi se filtraban entre las hojas de palma trenzada en el techo. Los tres como adorando al señor Corsi.

– Pescatore, estos muchachos sólo saben hablar de ellos mismos. Se figuran que a todos les interesan sus asuntos y no porque yo no les haya dicho que sus asuntos no interesan a nadie… Han dado una guerra este invierno que ríete de la guerra mundial, Martín. Expulsados del Liceo otra vez. Y aquí los tienes tan tranquilos… ¿Crees que aprendieron inglés al menos este invierno? No, señor, no aprendieron inglés. Pero no se puede con ellos. Les castiga uno a esta playa y están tan contentos… Hum, ¿no tienes sed, pescatore? Me estoy quedando afónico de sed.

– Carlos -ordenó Anita-, sube a casa y trae un refresco a papá. Hay hielo, que te ponga Frufrú mucho hielo en el vaso.

El señor Corsi detuvo a Carlos.

– Espera, espera. Después del baño… Aunque no creo que me decida a meterme en un agua con tanta sal. No soy amante de la naturaleza como estos hijos míos, pescatore.

Martín sonrió enseñando su blanca y fuerte dentadura para corresponder a la continua atención que el señor Corsi le dedicaba. No comprendía por qué el señor Corsi le llamaba pescador en italiano y caro, pero hasta estas originalidades aumentaban la delicia que sentía el muchacho. El señor Corsi se había quitado el sombrero para abanicarse un poco soplando suavemente y mirando con el ceño ligeramente fruncido hacia el mar.

– No, pescatore, no me gusta el frío, pero el calor lo soporto mejor en la ciudad que aquí. Creo que le pasa

al contrario a todo el mundo, sentí caro. ¿Sabes lo que significa conseguir hielo en este pueblo? Pues significa un triunfo personal… Pescatore, hoy comerás con nosotros. Tú eres de la familia.

Martín balbuceó una disculpa hablando confusamente de su padre y de su madrastra, para ocultar un placer que le azoraba.

– No nos tienen simpatía en casa de Martín, papa.

– No es extraño, no es extraño eso. Bien, trataré de convencer al señor pescatore papá.

– No -dijo Martín sugestionado por los ojos brillantes y la sonrisa del señor Corsi-, yo mismo iré a avisar a mi casa. Cuando suba a vestirme avisaré.

– Tendré mucho gusto en presentar mis respetos a tu padre. ¿Sabes, pescatore? Ahora bañaos tranquilamente que yo me daré un baño civilizado en casa con jabón y con colonia. El mar por un día perjudica más que beneficia… No, no me acompañéis, hijos, mal que bien sé andar entre la arena. En otras peores me he visto en la vida. Ayúdame a envolverme en la toalla, Carlos. Mucho gusto, pescatore, me ha encantado tu conversación.

Le estuvieron mirando durante medio minuto al menos mientras envuelto en el toallón a rayas se alejaba entre las dunas.

Cuando Martín entró en su casa por la puerta trasera vio que Adela estaba en el pasillo mirando por el ojo de la cerradura hacia el comedor. Se volvió al sentirle y le dijo que se diera prisa que le estaban esperando. Adela iba en quimono, como de costumbre, y estaba gruesa y como dislocada aquel verano. Al bajar Martín de la azotea la encontró en la misma postura y cuando se apartó para dejarle pasar se tapó la nariz mirándole como si Martín llevase la peste encima. Aquel año lo hacía siempre que el chico pasaba cerca de ella. Martín con un encogimiento de hombros pensó que era Adela quien olía mal, ella y sus conversaciones continuas sobre el color de la caca de la niña.

El señor Corsi estaba instalado junto a la mesa del comedor y saboreaba un vasito de vino servido por Eugenio. Hizo una seña de saludo con la mano cuando Martín entró, pero no interrumpió su conversación. Martín que había tenido miedo de que Eugenio no apreciase la gracia si el señor Corsi le llamaba pescatore, se tranquilizó en seguida.

– Sí, teniente Soto, sí. Usted ya sabe lo que pasa cuando un hombre se queda viudo. La casa está fría, desapacible, no hay verdadero calor de hogar, no hay ese orden, esa paz… Siento mucho que no esté en casa su encantadora esposa, me hubiera gustado saludarla. También me gustaría obsequiarles a ustedes cuando vuelva yo en otra ocasión y esa vieja bruja de Frufrú se arregle mejor con la comida.

El señor Corsi iba impecable, con una camisa de punto de seda de color granate con mangas sobre el codo, pañuelo de seda al cuello, pantalón blanco y reloj de oro en la muñeca. Eugenio le escuchaba con seriedad.

– También a nosotros nos gustaría invitarle a comer, hombre, pero Adela no se encuentra muy bien. Cosas de mujeres. Ahora tiene que quitar el pecho a la niña con eso del nuevo embarazo y está disgustada. Usted ha tenido hijos y ya sabe lo que pasa.

– Claro, Soto, claro. Pero yo le envidio a usted. Un hombre solo es una cosa muy triste. Y además esos niños mal educados, abandonados… Son malos, lo sé, pero no es suya toda la culpa. Su chico Martín que es un pequeño caballero ejerce sobre ellos una influencia beneficiosa. En cuanto a lo que me dijo de Anita y de lo que la criticaron en el pueblo, no crea usted que no estoy preocupado y que no le agradezco su interés. Este invierno tengo el proyecto de mandarla a un convento. Sí, un convento en Avila o en Toledo o en cualquiera de esas hermosas ciudades castellanas me ayudará a sujetar a esa loquilla. Nada, nada, Anita al convento y Carlos a los frailes. ¿Dice usted que no van a misa? Pues no me lo explico; Frufrú es muy religiosa. Le dará pereza esa carretera con tanto sol… En fin, tanto gusto en saludarle, Soto.

Cuando el señor Corsi se levantó de su asiento miró con aprensión el pañal sucio que había aplastado con sus posaderas durante la visita. Eugenio empezó a reír para ocultar su turbación.

– No, no se ha manchado usted, Corsi. Caca de niño no ofende, como dicen en mi pueblo.

La sonrisa del señor Corsi era un poco más difícil que en otras ocasiones. Pero al fin venció su amabilidad.

– Si no se ha manchado el pantalón, teniente, nada tenemos que lamentar.

Eugenio acompañó al señor Corsi y a su hijo hasta el taxi que esperaba en la puerta y que asombró a Martín. Eugenio dio unas palmadas cariñosas en el hombro del señor Corsi y le aseguró que allí estaba él para todo lo que se le ofreciese a los chicos aquel verano. Una vez en el interior del vehículo y cuando ya salían a la calle para meterse inmediatamente por la avenida de los pinos de la finca del inglés, el señor Corsi cerró los ojos como si estuviese muy fatigado. Martín respetó esta fatiga sin decirle una sola palabra hasta que el automóvil se detuvo en la pequeña explanada delante de la casa.