"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)XIMARTÍN, MUY CANSADO, no se molestó en dar la vuelta por el camino de las dunas. Atravesó el pinar lleno de sombras y blancas manchas de luna, trepó a lo alto del muro y cayó en el jardín de su casa. Estaba abierta la ventana del comedor y vio las figuras de su padre y de Adela. El padre estaba en mangas de camisa y Adela llevaba su eterno quimono. Cuando Martín entró en el recibidor Adela empezó a interrogarle. – Tenía ganas de verte. ¿Qué ha pasado esta tarde? Ven aquí en seguida y cuéntaselo a tu padre. Martín apareció con cara de sonámbulo en la luz cruda del comedor. No hacía más que mirar hacia todas aquellas mariposas y hormigas con alas que daban vueltas alrededor de la lámpara y preguntó a su vez por la pequeña Adelita. – La niña está durmiendo -dijo Adela con impaciencia-, y yo te estoy preguntando a ti qué es lo que pasó esta tarde en casa de don Clemente. Sabemos que estabas allí cuando encontraron a la fresca esa de casa del inglés acostada en la cama con Pepe y sabemos que doña María está mala del disgusto. – No… No es verdad. – Coño, no te quedes con esa cara de tonto, Martín. En la Batería no se hablaba esta tarde de otra cosa. Alguien dio el soplo por teléfono desde el pueblo y desde el capitán hasta el último recluta cuentan la historia. Di de una vez lo que pasó. – Carlos se cayó desde el tejado de su casa y dice don Clemente que tiene un brazo roto. Eso es todo lo que hay. – Bien, Jabato, bien, ¿conque eso es todo? ¿No había ido antes esa chica a meterse en el cuarto de Pepe? Mañana se enterará Adela por la misma doña María. – Carlos tiene un brazo roto. Don Clemente dice que si quieren que lo lleven a Murcia para que vean la rotura a rayos X. Adela con la cara crispada por una sonrisa de incredulidad empujó la sopera que contenia gazpacho hasta el sitio de Martín. – Entonces la niña esa, ¿no estaba con Pepe? Entonces ¿no es verdad que vinisteis juntos todos en la tartana de Perico? Porque si no es verdad el pueblo entero vio visiones. Y si es mentira que doña María le dio una bofetada a la fresca esa, todo el pueblo miente y si tú no te has enterado de nada tú eres un idiota y un lelo, eso es lo que eres. – Anita fue a casa de don Clemente para avisar que íbamos. – No mientas, coño, que se te ponen las orejas coloradas. Martín dejó su cuchara al borde del plato. – No sé nada. Adela se enfadó a su manera, alborotando y chillando. Eugenio miró pensativo a su hijo y Martín sintió una oleada del viejo cariño hacia su padre. – Déjalo, mujer. Déjalo, coño. Si el chico no quiere hablar que no hable. Mañana te enterarás tú de todo lo que quieras enterarte. – Carlos es un tío valiente -dijo Martín despacio-. Fue al pueblo andando con el brazo roto. Otro no lo hubiera hecho. – ¿Un tío valiente? Tiene pinta de marica el guapito ese. Y la hermana un pendoncillo. Eso es lo que son tus amigos. – Para mí no son eso. – ¿Has visto este sinvergüenza, Eugenio, plantándome cara? ¿Has visto? – Calla ya, coño. Calla y déjalo. Es un hombre. Déjalo. Lo que Martín veía era la cara de Carlos cuando le tendieron en el diván forrado de hule del despacho de don Clemente. La cara de Carlos, con los ojos casi negros de tan dilatadas las pupilas, cuando apareció doña María a ver qué pasaba y miró a Pepe que estaba allí, en un rincón, medio escondido, y miró hacia Anita que acariciaba a su hermano. Doña María se dirigió a Anita con los dientes apretados y con una voz que salla cortante entre aquellos dientes le dijo: – ¡Vayase usted de aquí, zorra! Pepe fue el que salió de la habitación, de prisa, con la cabeza gacha, escondiéndose detrás de las criadas. Anita en cambio levantó sus ojos brillantes y sus severas cejas fruncidas hacia doña María. – ¿Es usted el médico? Cuando el médico me diga que salga, saldré, pero creía que el médico era su marido. – Mi marido vendrá a ver a este chico aunque debería mandarlo a otra parte, ¿entiende usted? Pero usted no vuelve a pisar esta casa, grandísima sinvergüenza. A mi hijo no lo atrapa usted. Porque si usted es menor de edad, también mi hijo es menor de edad. ¡Fuera, fuera de aquí! Anita soltó la mano de Carlos y se puso de pie delante de aquel brazo tembloroso y tendido de doña María. – He venido invitada por su hijo para estudiar filosofía. Pero ahora no me voy porque mi hermano está malo. Lo dijo levantando la cabeza, muy rabiosa a pesar del miedo que Martín le notaba. Esto es lo que sucedía con Anita: a veces se le notaba miedo. Martín se lo había notado en muchas ocasiones, sobre todo en las correrías del año anterior cuando entraban en los huertos y había que correr delante de los perros o en cualquier otro momento de peligro. Pero a pesar del miedo, Anita nunca se daba por vencida. Doña María, aquella doña María de cara severa y triste, tan alta, tan majestuosa, crispó la cara con rabia y dio una tremenda bofetada a Anita y luego gritó en un ataque de histerismo que echaran a aquella mala mujer de allí. Todas Jas criadas empujaban a Anita, que se dejó llevar y sacar fuera de la puerta de la consulta metida en su gran aturdimiento. Carlos gritó entonces llamándola y quiso incorporarse, pero con tan mala fortuna que se apoyó en el brazo enfermo y el dolor fue demasiado grande para permitirle realizar su intento. Las criadas rodearon a doña María, que estaba sollozando con la cara entre las manos en el momento en que apareció don Clemente, muy pulcro, con su cara de hurón y sus sienes plateadas. Martín se había sentado junto a Carlos. Sólo le atendía a él. – Hum, pero ¿qué pasa aquí?… María, por Dios, sube arriba. Éste no es tu sitio. Sube en seguida. Llévense a la señora. Atiéndanla. – No le cures -gritó doña María al salir-. La hermana ha intentado meterse en esta casa honrada. Ha intentado comprometer a Pepe para casarse con él. – ¡Usted es una vieja bruja! -gritó Carlos-. Una bruja fea y más mala que la quina… ¡Pégale, Martín! Dale una bofetada a ella. No eres hombre si no le pegas. Y Martín, como paralizado. Don Clemente sacó a su mujer suavemente fuera de la consulta y con doña María salieron las criadas. Todas aquellas mujeres alborotadas alrededor del llanto de su señora. Martín no se atrevía a volver a sentarse junto a Carlos. La mirada furiosa de éste le detuvo. – Bueno, gallito -don Clemente miraba a Carlos-, quiero saber quién me va a pagar a mí si yo te curo. – Nadie -dijo desdeñosamente Carlos-. Mi padre pagará a quien me cure, puede preguntar en el pueblo cómo paga mi padre a todo el mundo. Pero yo me marcho de aquí y no es usted quien me va a curar… Me marcho ahora mismo. – Calma, chico, calma. Dile tú, Martín, quién es el otro médico. Si no fuera un borracho yo mismo te llevaría allí. Pero no tengo conciencia de dejarte en sus manos… Vamos a correr un velo sobre lo que ha pasado aquí esta tarde. Para mí eres un paciente y nada más. – Su mujer ha insultado a mi hermana y yo me voy. Martín, ayúdame. Me voy. Don Clemente estaba lavándose las manos, tranquilo, con una sonrisilla escéptica bajo el fino bigote. Y en aquel momento en que Carlos estaba hablando y don Clemente le miraba a través del espejo del lavabo, el pomo de la puerta de la consulta empezó a moverse y la puerta entera a temblar como si alguien quisiese abrir aquella puerta desde fuera. – Abre, Martín, haz el favor -dijo don Clemente. Martín descorrió el pestillo, abrió y entró Anita. -He ido a buscar la tartana. Ahí fuera está ya para llevarte a casa, Carlos. Anita estaba muy fea con su cara enrojecida, el cabello suelto, despeinado y aquella expresión de furia. Don Clemente miró a la chica con una larga mirada que recorrió la figura de la muchacha de arriba abajo. Su mirada se detuvo en las piernas de Anita. – Bien, señorita, bien. Usted se llevará a su hermano, pero antes tengo que mirarlo. – Lo llevaré a otro médico. – Le recomiendo que le lleve a Murcia o que le lleve a Alicante. Por lo que puedo apreciar a simple vista va a ser mejor que traten a su hermano como es debido. Y honradamente no puedo recomendarle a mi compañero. Anita tenía las cejas fruncidas, la boca prieta. Pero la mirada de don Clemente -una larga mirada de gato viejo que dejaba traslucir admiración- empezó a dulcificarla un poco. – Reconozca usted a mi hermano -dijo al fin. Carlos se negó. Había logrado sentarse y estaba dispuesto a marchar. Pero Anita se le acercó sugestionándole con su mirada y con caricias sobre la cabeza del muchacho, como si Carlos fuese una fiera que tuviese que amansar. Y al fin el chico hizo un gesto de asentimiento. Y don Clemente se acercó a él y empezó a tocar aquel brazo hinchado mientras Carlos apretaba los dientes para no gritar. Martín apretó los dientes también todo estremecido por aquel dolor. Carlos dijo que no quería ir a Murcia ni a Alicante a que le vieran a rayos X. Quería ir a su casa de una vez. – Es lo mejor -dijo don Clemente-. Tres o cuatro días de reposo absoluto en cama. Yo puedo atenderle después si ustedes quieren y si no, ya saben mi consejo: llévenlo fuera de este pueblo. Ah, entendido: si voy a la finca del inglés tendrán que pagarme el vehículo que yo turne para ir allí. – Ya -la voz de Anita era fría-. Lo más probable es que mi padre mande un especialista desde Madrid. El viaje en tartana hasta la finca fue bastante malo. A Carlos le dolía mucho el brazo con el traqueteo del carricoche, aunque Anita le sujetaba con cuidado, amorosamente. A veces insultaba en francés a doña María, o al idiota cobarde de Pepe y también a Martín que había hecho un papel tan poco airoso. Martín, desolado, notaba aún en la nariz el olor a desinfectante de la clínica de don Clemente. Se sentía malo, con ganas de vomitar. – ¿Por qué no le pegaste tú misma, Ana, a la vieja bruja? Anita permaneció callada un rato. Martín observó su cara, sus mejillas llenas, sus cejas fruncidas, su boca. – No sé, Carlos… Nos han educado mal… Nunca podemos pegar a los viejos. Entonces no pude y ahora me gustaría pegarle hasta hacerle sangre. No sé por qué no me tiré a ella a arañarla. No lo sé… Y a esas otras brujas, sus criadas. A todas las mordería. – ¡Juiiiiip! -gritó el cochero estremeciendo a Martín-. ¡Sooo! Despacio, caballo. – No quiero que me cure este tiparraco; no ha hecho nada más que hacerme retorcer de dolor. Tampoco quiero ir a Murcia ni a Alicante. Quiero que venga el otro médico, el borracho. – No -Martín estaba asustado-. El otro médico, no. Ha dejado morir a una mujer que iba a dar a luz. Lo contó mi padre. Está siempre borracho. Anita seguía pensativa acariciando a Carlos. – Debí de haberle tirado el florero a la cabeza al granujiento ese cuando me besó. Pero tuvo su castigo. Intentó cogerme en brazos y no pudo. – ¡Juiiiiip! ¡Arre, Lucero! – Te dejaste besar. – No, tonto. Sólo un poco… No sabe nada de filosofía. No sabe latín. Todo es cuento. – Te dejaste besar. – ¡Pero si tampoco sabe besar! Es un idiota el tipo ese… Tú, quieto ¿Te duele mucho? Ya llegamos. Fue Martín quien se bajó de la tartana para abrir el portón y luego el cochecillo inició la subida por el camino entre los pinos. Carlos maldecía. Anita tenía un ceño severo. Y Martín no podía olvidar aquel armarito de instrumental de don Clemente, el diván de reconocimientos forrado de hule de color blanco tirando a amarillo, y aquel olor y las manos afiladas de don Clemente y aquella doña María, tan distinta de la abuela María, pero también vestida de negro. Y Pepe huyendo por detrás de las criadas. Y la bofetada de doña María en la cara de Anita. Más tarde, paseando por una sala oscura con muebles enfundados, tuvo ganas de llorar esperando a que Frufrú, Carmen y Anita acomodasen a Carlos en su cama. Anita apareció de repente a su lado, mientras Carmen pasaba hacia la cocina con una palangana llena de agua sucia y una toalla al brazo. Martín estaba mirando a Carmen cuando Anita le dio un pellizco en el brazo. – Espabila, tonto. Ahora entraremos a ver a Carlos. Espabila. No pasa nada… ¿Tú eres el que siempre estas hablando de ir a la guerra? ¿Y el que sabe manejar la pistola de tu padre? Pues sí que sirves para un momento de apuro tú. Frufrú no había querido instalar a Carlos en la leonera, sino en su propio cuarto, en la cama que el año anterior ocupaba Anita. Carlos estaba muy pálido cuando entraron a verle y Frufrú le daba una aspirina y le hacía beber agua. Martín sentía en la nariz el olor a desinfectante de la clínica de don Clemente y se notaba malo. – Estamos demasiado bien educados -dijo Anita-. Estamos demasiado bien educados para lo que se usa en este pueblo. – He visto más de una rotura de huesos en el circo -explicó Frufrú muy nerviosa, atrepellando las palabras que no podía contener, aliviándose al hablar-, no es nada una rotura de huesos. Yo le pondría un telegrama a Corsi, si Corsi sirviera para algo en las enfermedades… Pero Corsi para estas cosas es una calamidad… Ah, qué demoños estos, en qué apuros me ponen. Anita se acercó a Frufrú y empezó a besarla. – No te preocupes, pobrecita. Ya sabes que a papá le dijeron que ese don Clemente es muy buen médico. No te preocupes de nada y no le pongas telegramas a papá. Es mejor ponérselo cuando Carlos esté ya bueno. Frufrú paseó un poco por el cuarto, luego se sentó en la cama vacía junto a la de Carlos, suspiró y empezó a hablar como si contase un cuento. – Una vez el león – ¿Mataron a – No, los mozos le redujeron con mangueras de agua para sacar de la jaula a Serginaz. No ocurrió en la función, sino una mañana, durante el ensayo del número. Era magnífico aquel Serginaz con sus bigotes y aquella mañana, aunque no llevaba su chaqueta roja, toda la camiseta la tenía roja de sangre. – Frufrú, Carlos se pone pálido cuando hablas de esas cosas. – Pero si no fue nada triste, ñiños míos. Para mí fue el destino… Frufrú era entonces joven y bonita, cruzaba el alambre vestida de mariposa, pero Frufrú estaba dominada por Serginaz y por la terrible Maricka, la mujer de Serginaz. Estaba dominada igual que En aquel momento entraron Carmen y Paco el guarda en la habitación. Quedaron de pie junto a la puerta balbuceando disculpas. A Martín le pareció que oscurecían el aire ya oscuro de aquel cuarto. – Doña Frufrú, con perdón de usted, aquí mi padre piensa que la señorita Anita podría acompañarnos a telefonear para que trajeran una ambulancia y todos ustedes se fueran con el señorito Carlos a Murcia o a Alicante a que le curen… Carlos se excitó entonces. – ¡Échalos, Ana, que se vayan! Quiero estar solo con vosotros y que Frufrú me cuente cosas. No quiero ninguna ambulancia. Cuando los guardas iniciaron la retirada, Martín se levantó también, aturdido por aquel olor a desinfectante que se le había quedado dentro de la nariz y aquella obsesión del instrumental de don Clemente cruzada ahora por otra imagen: la imagen de Frufrú con alas de mariposa bailando en una cuerda tendida a través de la clínica, sobre la cama de reconocimientos. Martín se restregó los ojos. – No te vayas, martín pescador -dijo Anita-, tú eres de la familia. Martín sintió una oleada de gratitud y se quedó en el cuarto, sentado en su rincón otra vez, pasando sus largos dedos por la mejilla huesuda de arriba abajo, de abajo arriba, una vez y otra. Volvió a escuchar a Frufrú que en seguida cogió el hilo de la conversación y escuchó los rumores de la tarde fuera de la ventana entornada y los ojos se le llenaron de aquellas sombras de la habitacion, de la figura de Anita sentada en la cama de Carlos, de la cabeza de Carlos sobre la almohada y de sus hombros y torso desnudos hasta el embozo de la sábana. – Cuéntame cómo conoció papá a mamá. – Pero si ya lo sabes, ñiño mío. Sucedió cuando encontramos las variedades Aldao y nos contrataron porque el director era mi primo. No era un circo. Era, como digo, una compañía de variedades. Ni leones, ni tigres, ni elefantes… Allí no había nada. Unos cuantos equilibristas, los payasos, los perros amaestrados y aquella pequeña que acababa de perder a su padre y a todos nos daba lástima aunque bailaba tan bien. Acababa de llegar de España y perdió a su padre, figuraos. Ella tenía muchas ambiciones, quería ser bailarina de verdad, pero mientras tanto hacía un número en la compañía y gustaba mucho, sabía moverse muy bien y mover aquella falda de volantes que tenía. A Corsi se le antojó en seguida que formase parte en nuestro número. Ya sabéis, a mí me cortaba por la mitad y después aparecía entera… Yo no tenía ganas de complicaciones con aquella Mari Pepa, pero ella era capaz de robar el corazón tanto a hombres como mujeres. Hablaba con un acento andaluz que era graciosísimo y era muy bonita. No tan guapa como Carlos, pero con más gracia en la cara. Una andaluza rubia, graciosa como ella sola. Tenía muy mal genio y mucha gracia. Dormía conmigo en el carromato y en seguida me preguntó si yo era amante de Corsi. Yo le aconsejé que no se enamorase de Corsi porque le conocía desde pequeño y jamás le había visto enamorado a él, aunque sí encaprichado varias veces. «Le he visto rico y pobre, casado y soltero, pero enamorado nunca», le dije. Y ella se enamoró en seguida. Y lo gracioso es que Corsi se enamoró también, aunque yo no podía dar crédito a mis ojos cuando le vi enamorado. Ya lo sabéis todo. Mari Pepa no tenía más edad que Anita tiene ahora. Nos escapamos los tres una noche sin más explicaciones cuando se recibió el dinero de Peggy y nos marchamos a Buenos Aires. Eso fue todo. – Pero se casaron. – Claro que se casaron, ñiño mío. Se casaron. – ¿Y cómo murió ella, Frufrú? Nunca queréis decirme cómo murió ella. Martín se sentía enfermo, enfermo y lleno de interés. Con la boca seca escuchando. – Ah, ñiño, no se debe hablar de muerte. Corsi no quiere que se hable de muerte. Yo le he jurado que no hablo de eso. ¿Verdad, Anita, que tú tampoco quieres oír hablar de esas cosas? – Carlos está malo y le duele mucho el brazo, Frufrú, y tú le estás poniendo dolor de cabeza con esos cuentos. Además, Frufrú, no debes decir esas cosas delante de Martín. Aunque a Carlos le guste pensar que mamá fue una bailarina, tú sabes muy bien que mamá era hija de un conde español y de una princesa rusa. Tú sabes muy bien que todo eso del circo son tonterías, pero Martín puede creérselo porque es muy tonto… Ay, en fin, yo sólo pienso en mi venganza esta tarde. – ¿Qué venganza, demoña? – Una venganza… Quizá Martín tendrá que robar la pistola de su padre para ayudar a mi venganza. – ¡Qué disparate! Martín es un ñiño bueno y no robará ninguna pistola… Martín, no hagas caso a estos demoños. Anita empezó a reír con suavidad. Soltó la mano de Carlos que tenía cogida y fue a abrazar y besar a Frufrú. Las horas o los minutos o lo que quedara de aquella tarde se mezclaron en un remolino oscuro para Martín. Estaba muy cansado cuando salió al fin al aire libre de los pinos. No se molestó en salir por el portillo trasero, sino que cruzó lentamente el pinar, con sus manchas negras y sus manchas blancas de luna y el crujido de la pinocha bajo los pies y el olor a resina y las bocanadas de olor a jazmín. Trepó por el muro y saltó la tapia. Le dolían los huesos y la cabeza y le parecía que todo su cuerpo estaba impregnado de sudor y del olor a desinfectante de don Clemente. La idea de que el señor Corsi hubiera trabajado alguna vez como ilusionista partiendo a Frufrú por la mitad, le parecía fantástica. Pero no era más fantástica aquella idea que la imagen enlutada de doña María, con su cara crispada de rabia, dando una bofetada a Anita. Y aquella madre de Anita y de Carlos de la que se había hablado por primera vez de una manera directa aquella tarde, resultaba una andaluza rubia con faldas de volantes. Y tan joven como Anita. Pero Anita no era rubia. Martín siempre había pensado que la madre de Anita y Carlos tenía que haber sido una gran señora. Martín estaba muy mareado cuando entró en su casa. Y Adela empezó a hacerle preguntas. |
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