"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)

XII

– Parece el argumento de don Juan Tenorio.

Anita estaba tumbada de cara al mar, cerca del sombrajo que Martín llamaba «del señor Corsi». Martín, de espaldas al mar, frente a ella, y los dos apoyados de codos sobre la arena. Martín veía desde muy cerca los rasgos de la cara de su amiga. Aquella nariz enrojecida y brillante, aquellas mejillas con grumos de crema. Era la primera vez que Martín se daba cuenta de que Anita usaba crema de tocador para proteger su piel de la acción de los rayos del sol. La verdad era que lo sabía porque muchas veces había ayudado a extender esa crema sobre los hombros y en las espaldas de Anita, pero hasta aquella mañana no se había fijado y pensado en lo extraña que resulta una mujer embadurnada así. Precisamente se había dado cuenta de aquel detalle mientras Anita le explicaba que su padre -el señor Corsi- había raptado a su madre de un convento de Sevilla donde la madre de Anita -que no se llamaba Mari Pep¡ como pretendía Frufrú, sino Mariana- se estaba educando. Mariana era rubia como la abuela de Anita, que había sido una princesa rusa. Frufrú -según Anita era una doncella de Mariana que entraba y salía del convento a voluntad y había ayudado a preparar la fuga sirviendo de cartero a los enamorados.

Martín, mientras Anita hablaba, no hacía más que mirar los pómulos de Anita y su nariz irregular y brillante y de cuando en cuando le alcanzaba uno de aquellos peinecillos de concha con que ella se sujetaba los cabellos requemados del sol y que a cada momento se le caían a la arena. Después Martín comentó que aquella historia parecía el argumento de don Juan Tenorio. Anita le miró con desconfianza entre sus pestañas entornadas.

– ¿Conoces el argumento de don Juan Tenorio?

– Sí, lo he visto representar.

– Creí que sólo se representaba en Madrid.

Martín sonrió y Anita se hizo la desentendida durante unos minutos de silencio.

– Bien -Anita se puso en pie con uno de sus nerviosos movimientos-, ahora que ya lo sabes todo vamos a ensayar un poquito de lucha.

Hacía algún tiempo que Anita estaba enseñando a Martín todo lo que ella sabía de las llaves de judo y de ciertas trampas que eran las que le daban la victoria a ella en otros tiempos. Martín, un poco humillado, pero contento de sus avances, no comprendía el porqué de aquella generosidad de Anita. No sólo no le importaba, sino que parecía ponerse muy contenta cuando Martín la vencía. Además de la lucha cuerpo a cuerpo, por las tardes Anita había inventado que Martín ensayase a dar puñetazos en un saquito lleno de arena que había colgado de un árbol. Martín se envolvía las manos en trapos que sustituían los guantes de boxeo.

– ¿Es que quieres hacer un campeón de este martín pescador?

Esto lo preguntaba Carlos con cierto recelo. Por gusto de Anita también Carlos se hubiese entrenado con su brazo sano, pero a esto se oponía Frufrú. Carlos, con el brazo enyesado descansando en un pañuelo de seda atado al cuello, sólo podía ser espectador de estos entrenamientos. Y por complacer a Anita también él tentaba los músculos de Martín y le decía:

– Te vas endureciendo, chico. Ya veremos cuando yo me cure quién va a ganar cuando luchemos.

– Pero demoña -decía Frufrú-, ¿qué te ha dado este año para querer que los chicos sean campeones de boxeo? Di, ¿qué te pasa por la cabeza?

El verano se había centrado ahora alrededor de Carlos. Eugenio Soto se presentó en la finca del inglés al día siguiente de la caída del muchacho y para Martín fue un motivo de orgullo esta gentileza de su padre y la seguridad que dio a Frufrú de que don Clemente era un médico notable y que podían fiarse en todo de su opinión sobre lo que había que hacer a Carlos. También se ofreció a llamar por teléfono a don Clemente desde la Batería siempre que ellos quisieran. Y efectivamente Eugenio avisó al médico y don Clemente apareció por la finca del inglés, reconoció a Carlos de nuevo, recetó unos calmantes y avisó que un par de días más tarde reduciría la fractura cuando el brazo estuviese menos inflamado, gracias al reposo.

El «arreglo del hueso de Carlos» -así llamó Anita a la operación- fue terrible según le explicaron a Martín. A Frufrú le costó una verdadera enfermedad. Todavía estaba verde debajo de sus pinturas en la tarde de aquel día, cuando Martín pudo verla. Don Clemente se había presentado en la finca con un practicante y con Perico el tartanero y aún reclamó la ayuda de Paco el guarda y de Carmen para que ayudasen a sujetar a Carlos. Don Clemente recomendó que por toda anestesia dieran a Carlos unos tragos de coñac. El dolor del «arreglo del hueso», según explicó Frufrú a Martín, había sido terrible para Carlos. Carlos casi se había desvanecido y luego devolvió todo aquel coñac que le metieron en el estómago. Pero ni Carlos ni Anita querían que se hablase de eso y mandaban callar a Frufrú cuando lo explicaba. Martín, impresionado, lo contó en su casa recibiendo la respuesta de Adela que donde estuviera un parto que se quitasen todos los otros dolores y Eugenio dijo que los hombres tenían que acostumbrarse a ser valientes y que si Martín hubiera visto lo que él había visto en la guerra, no se asustaría por oír contar una operacioncilla de nada.

Por cierto que Eugenio no volvió a visitar a Carlos nunca más y Martín sospechó que Adela se lo había prohibido. Sin embargo, cuando tres días después de la operación, Martín le dio un recado para don Clemente de parte de Anita, Eugenio lo transmitió por teléfono y don Clemente se presentó en la finca por la tarde cuando Carlos, Martín y Anita estaban sentados en el balancín. Carlos puso mala cara al ver aparecer a don Clemente, que subía andando por la avenida de los pinos. Martín se puso en pie y Anita corrió para saludarle. Don Clemente preguntó si ocurría alguna novedad porque encontraba a Carlos con muy buen aspecto y después se hizo un lío preguntando por la mamá de los chicos.

– ¿Quiere usted decir Frufrú? Ahora vendrá, aunque le tiene miedo a usted; Martín irá a avisarla para que nos prepare una merienda… Siéntese, siéntese aquí a mi lado en el balancín. Carlos, deja sitio a tu médico, el brazo no se te resentirá por sentarte en la silla de enfrente.

– ¿Has tenido fiebre, chico?

Aunque don Clemente se dirigía a Carlos, Martín notó que casi no podía apartar los ojos de Anita. Y Anita fue la que le contestó:

– No, no le pasa nada. Pero quiero que venga a verlo usted de cuando en cuando. No quiero que papá diga luego que no le hemos cuidado.

Don Clemente se afilaba el bigotillo y sonreía a Anita.

– Vendré con mucho gusto, aunque honradamente le aseguro que no hace falta.

– Desde luego, papá le pagará a usted todas las visitas.

– No me avergüence usted, Anita. Lo del dinero fue una broma que gasté al muchacho el otro día. Los médicos no pensamos nunca en nuestros honorarios. En realidad no merece la pena, no se preocupe.

– Usted es un verdadero caballero español… ¿No es cierto Carlos? Don Clemente tiene cara de caballero del Greco. Es usted mucho más interesante que su hijo Pepe, don Clemente. Y qué belleza esas sienes plateadas… ¡Extraordinario!

Martín pensó que Anita se estaba burlando del médico, pero don Clemente seguía la broma complacido y Carlos tenía cara de pocos amigos. Martín, nervioso, no hizo más que pasarse los dedos por la cara durante toda aquella visita de don Clemente, durante la merienda servida por Frufrú y luego cuando Anita acompañó a don Clemente hasta el portón perdiéndose junto a él entre los pinos. Tardó mucho en volver Anita y Carlos le dijo que no quería volver a ver a aquel tipo.

– Carlos, tonto mío. Debes estar bien atendido. Don Clemente volverá el sábado. Me lo ha prometido. Después de todo es un triunfo porque imagínate lo poco que le va a gustar a la bruja de su mujer el interés que nos demuestra. Y no volverá a hacerte daño nunca más.

Martín, tartamudeando un poco, pues no le gustaba hablar de aquellas cosas, explicó que la familia de don Clemente andaba diciendo en el pueblo que Anita había intentado atrapar a Pepe. Y Anita miró burlonamente a Martín.

– Yo no hago caso de habladurías, pequeñajo.

Y otra vez Martín y Carlos se sintieron unidos a espaldas de Anita contra la incomprensible manera de ser de aquella chica.

– Cuando vuelva don Clemente a verme me esconderé, te juro que me esconderé.

Pero Carlos no cumplió su bravata y cuando don Clemente volvió el sábado a la caída de la tarde, Carlos tomó la misma actitud del primer día observando con el ceño fruncido a don Clemente y a su hermana, pero sin rechistar. Y don Clemente se despidió hasta el próximo sábado y ya quedó establecido que todos los sábados iría a merendar con ellos a la finca del inglés. A Carlos le recomendó que hiciese su vida normal, pero desde luego procurando no mover el brazo ni cansarse demasiado. Como era natural, los baños de mar estaban prohibidos a Carlos hasta quedar libre de la escayola.

Martín y Anita se bañaban juntos por las mañanas, pero sin alejarse de la finca del inglés para estar más cerca de Carlos, que se negaba a bajar a la playa al no poderse meter en el mar. Por las tardes paseaban a veces los tres amigos juntos; a veces se quedaban en el pinar de la finca y siempre a la caída de la tarde se reunían a charlar alrededor de Frufrú.

Aquellas reuniones tomaron un interés enorme cuando a Eugenio Soto le regalaron un cachorro de perro lobo y Martín lo llevó, cada tarde, a casa de sus amigos. Cuando Lobo estaba con ellos, los tres chicos se sentían casi tan bien, tan descuidados y tan alegres como el verano anterior. Lobo, según decía Martín, tenía algo especial, una vitalidad que le hacía parecer de la familia Corsi y Anita le pidió a Martín que se lo regalara. Esto fue un problema angustioso para el chico, que no se atrevía ni a proponerle a su padre esta petición de Anita. Pero el caso es que Lobo estaba con ellos todas las tardes y a quien más obedecía y con quien más jugaba era con Anita. Además, se metía por todas partes seguido por los chicos. Entraba en todas las habitaciones de la casa del inglés, olisqueaba los muebles y ladraba a las sábanas de las camas, mordiéndolas algunas veces sin que ni siquiera Frufrú se lo tomase a mal. Una tarde subió las escaleras que llevaban al cuarto de la torre y empezó a olisquear, arañar y ladrar junto a la puerta de aquella habitación. Carmen la guardesa gritó al pie de la escalera como el día en que Carlos se empeñó en llamar a aquella puerta creyendo que se escondía allí Anita. Los tres chicos estaban divertidos, pero Carmen parecía realmente enfadada mandándoles que bajasen de allí. Anita bajó deslizándose por la barandilla de la escalera.

– Carmen, encargue usted una llave de ese cuarto. Lobo estaba muy nervioso. Tiene que haber ratas allí dentro.

– Señorita Anita, no me dé bromas con eso. Míster Pyne no quiere que nadie entre en ese cuarto.

– Pero si ya sabemos lo que hay dentro, Carmen, unas porcelanas y unos muebles antiguos Si hay ratas lo estropearán todo.

Mientras tanto Lobo había vuelto a subir la escalera seguido de Carlos y de Martín y seguía arañando y ladrando junto a la puerta.

Carmen se puso tan trágica subiendo ella también la escalera y dando gritos, que hasta Frufrú acudió y mandó a los chicos que salieran de la casa con el perro.

Unos días más tarde Martín encontró solo a Carlos a la hora de la siesta. Y fue en el pinar, rodeados por el calor y el canto de las chicharras, sentados en tierra los dos amigos, cuando Carlos le dijo a Martín que sería conveniente llevar de nuevo a Lobo a la puerta de la torre.

– Mira, Martín, desde hace tres días duermo otra vez en mi leonera y he vuelto a oír pasos y ruidos de muebles arriba.

– ¿Lo sabe Anita?

Carlos puso su mano sana en la pierna de Martín.

– No se lo he dicho a nadie más que a ti.

Martín llamó a Lobo con un silbido y los dos chicos, sin decirse nada más, condujeron al perro al interior de la casa y le hicieron subir la escalera. Lobo olisqueó todo según su costumbre, pero sin el mismo interés que el primer día. Movió la cola, sonrió a Carlos y a Martín con su lengua fuera de la boca y se volvió para jugar con ellos. Pero no arañó la puerta ni ladró como la vez anterior. Y de nuevo Carmen al pie de la escalera con sus ojos desorbitados.

– Señoritos, por lo que más quieran, no anden ahí arriba con el perro.

– Bueno, Carmen, ¿qué te pasa a ti con la torre esa?

– No me pasa nada, señorito Carlos, pero es una habitación de mala suerte. Recuerde lo que le ocurrió cuando intentó entrar en ella… Y quíteme a ese perro de delante, quitelo de mis faldas.

– No le hace nada, mujer. Sólo la huele a usted.

Cuando Carlos, Lobo y Martín salieron al pinar, Martín se iba riendo de la mujer, pero Carlos estaba serio y se volvió a explicar a Martín que creía volverse loco con aquellos ruidos nocturnos.

– Cuando dormías en la habitación de Frufrú, ¿no oías nada?

– No, allí no oía nada. Por eso no quiero decírselo a nadie más que a ti. Frufrú y Anita creerían que lo que quiero es dormir con Frufrú otra vez. Y no quiero por nada del mundo dormir con Frufrú. Cuando dormía allí no podía darme una vuelta sin encontrar la cara de Frufrú encima de la mía y a veces me daba hasta un susto con todos esos papelillos para rizar el pelo que se pone de noche y que le hacen tan rara. Además tiene la manía de dormir con una lamparilla de aceite encendida y aunque pone mosquitero en la ventana entran insectos o se enredan en la tarlatana y le ponen a uno nervioso. Yo no quiero dormir en el cuarto de Frufrú, pero tienes que creerme que desde que estoy en la leonera oigo ruidos extraños en la habitación de la torre.

Carlos estaba flaco y ojeroso y Martín sintió una enorme ternura al mirarlo. Pensó que seguramente eran pesadillas de Carlos aquellos ruidos que oía por las noches. Pero no se lo dijo. Estimaba demasiado sus confidencias para hacerle creer que ponía en duda lo que le contaba. Sólo le hizo notar que Lobo aquella tarde no había dado grandes muestras de interés delante de la puerta cerrada y que en aquel momento, en cambio, en pleno pinar no hacía más que olisquear la tierra, arañar y ladrar como si esperase que saliese un duende debajo de la pinocha.

Los dos amigos estaban hablando y jugando con el perro cuando apareció Anita vestida con su traje estampado de gran escote, al cuello uno de los collares de Frufrú y muy peinada y perfumada pidiéndole a Martín que le prestase a Lobo porque quería salir sola a dar un paseo.

– Vamos todos contigo.

– No, Carlos. A ti no te conviene andar mucho. Tú te quedas con martín pescador y yo me llevo a Lobo.

Tuvieron que dejarla marchar con el perro y Martín detuvo a Carlos que quería seguirla.

– Va a dar un paseo por el campo, no te preocupes. Lleva puestas las alpargatas.

– En la bolsa que llevaba al brazo iban los zapatos de tacón. No me fío de mi hermana.

– ¿Crees tú también que es amante de Pepe?

– No lo tomes con tanto calor, Martín. Ella tiene derecho a ser amante de quien quiera. Me lo ha dicho muchas veces.

– Ella dice muchas tonterías, Carlos. Tú sabes que siempre está diciendo mentiras y tú no crees que ella vaya ahora al pueblo a reunirse con Pepe. Quiere pasear con el perro y nada más. Nosotros estamos mejor solos.

– Unas veces dice mentiras y otras veces verdades. Y no se puede uno fiar de ella nunca.

La tarde estaba muy hermosa empezando a enrojecerse entre los troncos de los pinos y Martín se sentía contento de estar solo con Carlos. Pero se encogió de hombros, respiró fuertemente y dijo con tono de fastidio:

– Verdaderamente podrías haber tenido tú otra clase de hermana.

Carlos le miró enfadado.

– ¡Qué clase de hermana quieres que tenga! No podría soportar a una hermana distinta de Anita. Si me importa que Anita se vaya es porque me aburro sin ella. Anita no se parece a nadie.

Y en eso tenía razón Carlos -pensó Martín aquella mañana en la playa-. Anita no se parecía a nadie. Lo pensó aquella mañana en que Anita contó la historia de sus padres, sin que Martín hubiese vuelto a preguntar ni a ella ni a Carlos ni a la misma Frufrú, una sola palabra sobre la madre de Anita. Y aquella historia a Martín le hacía ver a la madre de Anita y Carlos -Mari Pepa según Frufrú, Mariana según Anita- vestida como una novicia, convertida en doña Inés. Y le hacía ver a Frufrú como Brígida y al señor Corsi como don Juan. Pero sobre todo lo que Martín pensó aquella mañana era que Anita no se parecía a nadie.

Cuando después de la lucha la tuvo vencida, tirada en la arena, sujeta bajo la presión de sus manos, Anita le miró risueña. Estaba allí, bajo su cuerpo, y Martín siguió pensando que era distinta de todas las mujeres. Anita, tan atractiva al parecer para Pepe y últimamente para don Clemente el médico, a él no le atraía por su cuerpo. No le inspiraba ningún pensamiento turbio mientras luchaba con ella; sólo era capaz de inquietarle algunas veces con sus palabras.

– Bien -aplaudió Anita luego-, pero no luches con tanta lealtad. Conmigo es distinto. Pero si te enfrentas con un verdadero enemigo no luches con lealtad… De todas maneras estás aprendiendo mucho, Martín.

Escucharon el toque de corneta en la Batería y Martín dijo que iba a meterse en el agua un rato más y que ya pasaría a ver a Carlos por la tarde.

– Yo también me bañaré contigo, Martín. ¿Te imaginas al pobre Carlos, que no puede meterse en el mar?

Gracias a que Frufrú le baña con una esponja.

Anita hablaba como siempre, descuidadamente. Y aquello era lo que mortificaba a Martín, este descuido en las palabras de Anita que le sugerían el cuerpo de su amigo desnudo, manejado por las manos de Frufrú como el cuerpo de un bebé. Tampoco Carlos daba importancia a estos asuntos y él mismo le había contado a Martín este baño con esponjas, alabando a Frufrú y su cariño por él. Era terrible que Martín, tan limpio al jugar con Anita o con Carlos en la playa, se sonrojase como un tonto cuando se trataban cuestiones de éstas en que podía imaginar el desnudo completo de una persona.

– ¡Qué estarás pensando, martín pescador, con esa cara de malo y esas orejas coloradas!… A veces tienes cara de pensar en cosas interesantes y todo… ¿Se me ha llenado de arena la espalda? Claro, con la grasa tiene que pegarse la arena. Ahora me daré un baño. Chico, si tú me guardases bien, después me quitaría el bañador para tomar el sol… Tú vigilarías sin mirar, porque eres tan bueno que no mirarías…

– ¡No lo hagas!

– No lo voy a hacer, idiota… lo dije para ver cómo te pones colorado por estas tonterías.

Anita se echó a reír a carcajadas y Martín corrió al mar y se tiró de cabeza al agua. Por una parte, Anita y Carlos le producían una impresión de pureza y de inocencia que no había sentido jamás Martín delante de nadie. A principio de verano, para asombrarles, Martín les había contado algunos chistes de doble intención grosera y sexual que Martín conocía por sus amigos del instituto. Y Carlos y Anita casi no entendieron los chistes. Martín tuvo que explicárselos y a ellos no les hicieron gracia. Casi ni sonrieron. Y sin embargo en otras cosas, como en esta de la desnudez, a los dos les gustaba atormentar a Martín. Sobre todo a Anita le gustaba avergonzarle y reírse de él. Era distinta de todas las mujeres, no cabía duda alguna. No se podía imaginar a Anita interesada como se interesaba la pequeña Mari Tere por una conversación de señoras sobre noviazgos escandalosos o partos complicados. Sin embargo, era capaz de desnudarse por completo en la playa si él la provocaba a hacerlo. De eso estaba seguro. Y sólo de pensarlo tenía que hundir la cabeza debajo del agua para refrescarse, aunque Anita no le atraía. Pero la vergüenza que él sentía era algo aparte de cualquier atracción, y le parecía una vergüenza mala, sin motivo.

Anita apareció a su lado en el mar escupiéndole un chorro de agua en la cara y riéndose, como si adivinara sus pensamientos.

Aquella mañana no la olvidó Martín fácilmente. Hubiera sido como otra cualquiera del verano, se hubiera hundido entre la calina y el brillo de todos los días… Pero al llegar Martin a su casa se dio cuenta antes de entrar para subir a la azotea de que pasaba algo extraño en el jardín. En la parte de delante, junto a la entrada, estaban su padre, Adela y el asistente, hablando con excitación. Martín se acercó a ellos y vio en el suelo el cuerpo rígido de Lobo. Se acercó más dudando de lo que veía, pero no cabía duda de qué el cachorro estaba muerto y tieso.

Adela, al ver a Martín, le acusó con la mano extendida hacia él.

– Han sido éste y sus amigos, Eugenio. Son esos chicos del demonio los que han envenenado al perro.

Martín se había inclinado hacia el cadáver del animal y tenía tal asombro y desconsuelo en la cara que Eugenio no quiso ni oír a Adela.

– Calla, coño, que el chico está más disgustado que yo. Otra vez ha sido con carne llena de vidrios machacados. Hemos encontrado pedazos de carne junto al muro del inglés. ¿Estás seguro de que esos muchachos de ahí al lado no le tenían ojeriza al perro?

– Anita y Carlos querían a Lobo más que yo. Anita quería que se lo regalara.

– Pues no busques más, Eugenio. Son ellos. Lo han matado por envidia. ¡Para ellos estaba el perrito! El año pasado me rompieron mi frasco de perfume porque no se lo podían llevar; este año envenenan al perro.

– No -dijo Martín temblando-, no.

– Parece como si hubiesen echado la carne por encima del muro del inglés… -dijo el asistente.

– Meta usted al animal en un saco, Cirilo, y esta tarde lo entierra usted bien lejos de la casa. ¿Entendido? Como coja yo al que envenena los perros por aquí le doy un tiro, coño. Este invierno no estaban los chicos de al lado, Adela, y mataron al otro perro. No pueden ser esos chicos.

Martín quedó tan impresionado por la muerte de Lobo que nunca pudo olvidar aquella mañana y siempre unió en su imaginación esta muerte con aquel descubrimiento de la cara de Anita embadurnada de crema contra el sol y de sus bromas de mal gusto acerca de los desnudos. También quedó mezclado en su mente el recuerdo de aquella mañana con un hondo rencor y el juramento que se hizo a sí mismo de descubrir al envenenador de perros, quienquiera que fuese. Estaba seguro de que Anita y Carlos le ayudarían en esta búsqueda.

La tarde de aquel día no la pudo olvidar tampoco.