"Si pudieras verme ahora" - читать интересную книгу автора (Ahern Cecelia)Capítulo 2 El corazón de Elizabeth latía ruidosamente en su pecho mientras, calzada con otro par de zapatos, recorría de punta a punta el parquet de arce del alargado vestíbulo de su hogar. Con el teléfono bien apretado entre la oreja y el hombro, su mente era un remolino de pensamientos mientras oía el estridente tono de llamada. Dejó de caminar el rato suficiente para contemplar su reflejo en el espejo. Sus ojos castaños se abrieron horrorizados. Rara vez se permitía presentar un aspecto tan desaliñado. Tan descontrolado. Unos cuantos mechones de cabello color chocolate se habían escapado del apretado moño francés, de tal modo que parecía que hubiese metido los dedos en un enchufe. El rimel se había alojado en las arrugas de debajo de los ojos; el pintalabios se había desvanecido dejando sólo el trazo del perfilador color ciruela a modo de marco, y la base de maquillaje se pegaba a las partes secas de su piel olivácea. ¿Qué había sido de su impecable aspecto habitual? Eso hizo que el corazón le latiera aún más deprisa y que su pánico se hiciera mayor. «Respira, Elizabeth, concéntrate en respirar», se dijo a sí misma. Se atusó el pelo alborotado con mano temblorosa, colocando en su sitio los mechones rebeldes. Se limpió los restos de rimel con un dedo mojado, apretó los labios, se alisó la chaqueta del traje y carraspeó. Sólo se trataba de una momentánea pérdida de concentración por su parte, eso era todo. No volvería a ocurrir. Se pasó el teléfono a la oreja izquierda y reparó en la marca que el pendiente Claddagh le había dejado en el cuello. Por fin contestó alguien y Elizabeth dio la espalda al espejo y se enderezó. Vuelta al trabajo. – Comisaría de la Garda de Baile na gCroíthe, dígame. Elizabeth hizo una mueca al reconocer la voz del teléfono. – Hola, Marie, soy Elizabeth… otra vez. Saoirse se ha llevado el coche… -hizo una pausa- otra vez. Se oyó un suspiro amable al otro lado de la línea. – ¿Cuánto hace de eso, Elizabeth? Elizabeth se sentó en el primer escalón y se dispuso a contestar las preguntas de costumbre. Cerró los ojos sólo para descansar la vista un momento, pero el alivio de apartar de sí todo lo demás la incitó a mantenerlos cerrados. – Apenas cinco minutos. – Bien. ¿Dijo adonde iba? – A la luna -contestó Elizabeth con toda naturalidad. – ¿Cómo dices? -preguntó Marie. – Lo has oído bien. Ha dicho que se iba a la luna -agregó Elizabeth con firmeza-. Por lo visto la gente de allí la entenderá. – La luna -repitió Marie. – Sí -contestó Elizabeth un tanto irritada-. Quizá podríais empezar a buscar por la autopista. Me figuro que si me dirigiera a la luna pensaría que es el camino más rápido para llegar allá, ¿tú no? Aunque no estoy del todo segura de qué salida tomaría. La que quede más al norte, digo yo. Tal vez se esté dirigiendo hacia el nordeste, hacia Dublín, o, quién sabe, lo mismo va camino de Cork; a lo mejor tienen un avión listo para llevársela de este planeta. En cualquier caso, yo avisaría a las patrullas de la autop… – Cálmate, Elizabeth; sabes de sobra que tengo que hacerte estas preguntas. – Es verdad. Elizabeth procuró volver a serenarse. En aquel preciso instante debería estar en la importante reunión que tenía programada; era importante para ella, importante para su negocio de diseño de interiores. La canguro de Luke cuidaba de él en sustitución de su anterior niñera, Edith. Ésta había emprendido pocas semanas atrás el viaje de tres meses alrededor del mundo con el que venía amenazando a Elizabeth desde hacía seis años, dejando a la joven e inexperta canguro expuesta a la inconstancia y los cambios de humor de Saoirse. Saoirse había llamado a su hermana al trabajo, presa del pánico… otra vez. Y Elizabeth había tenido que dejar de hacer todo lo que estaba haciendo… otra vez. Y salir pitando hacia casa… otra vez. Aunque no debería sorprenderle que aquello hubiese ocurrido… otra vez. No obstante, le sorprendía que Edith, antes de realizar ese viaje a Australia, hubiera seguido acudiendo puntual al trabajo cada día. Durante seis años Edith había ayudado a Elizabeth a cuidar de Luke, seis años de drama, y aun así, después de tantos años de lealtad, Elizabeth esperaba a diario una llamada suya o una carta de dimisión. Ser la niñera de Luke traía aparejado un montón de problemas. Aunque no muchos más que el hecho de ser su madre adoptiva. – Elizabeth, ¿estás ahí? – Sí. -Abrió los ojos de golpe. Se estaba desconcentrando-. Perdona, ¿qué decías? – Te he preguntado qué coche se ha llevado. – El mismo de siempre, Marie. El mismo puñetero coche que la semana pasada y que la semana anterior y la anterior a ésa -espetó Elizabeth. Marie se mantuvo firme. – ¿De qué marca…? – BMW -soltó Elizabeth-. El mismo puñetero BMW 330 Cabriolet negro. Cuatro ruedas, dos puertas, un volante, dos retrovisores, luces y… – No marees la perdiz -interrumpió Marie-. ¿En qué estado se encontraba? – Reluciente. Acababa de lavarlo -replicó con descaro Elizabeth. – Estupendo, ¿y en qué estado iba Saoirse? – En el de costumbre. – Borracha. – Exacto. Elizabeth se levantó y cruzó el vestíbulo hacia la cocina, su refugio siempre soleado. Los tacones resonaban con fuerza contra el suelo de mármol en aquella habitación desnuda de techo alto. Todo estaba en su sitio. El resplandor del sol a través de los cristales del invernadero templaba el ambiente. Elizabeth entornó los ojos cansados ante tanto brillo. La cocina inmaculada relucía, las encimeras de granito negro centelleaban, la grifería y otros accesorios cromados reflejaban el día radiante. Un paraíso de acero inoxidable y nogal. Fue directa a la máquina de café expreso. Su salvadora. Necesitada de una inyección de vida en su cuerpo agotado, abrió el aparador de la cocina y sacó una tacita beis de café. Antes de cerrar el armario giró un tazón para que el asa quedara hacia el lado correcto, igual que todas las demás. Abrió el cajón ancho de la cubertería de acero, vio un cuchillo en el compartimiento de los tenedores, lo puso en su sitio, cogió una cuchara y volvió a cerrar el cajón. Por el rabillo del ojo percibió el paño de cocina colgado de cualquier manera en el tirador del horno. Arrojó al office el paño arrugado, sacó uno limpio del pulcro montón que guardaba en el armario, lo dobló exactamente por la mitad y lo dispuso con primor en el tirador del horno. Cada cosa tenía su sitio. – Bueno, no he cambiado la matrícula durante la última semana, o sea que sí, sigo teniendo el mismo número -contestó con aburrimiento a otra de las absurdas preguntas de Marie. Puso la taza humeante de expreso encima de un posavasos para proteger la mesa de cristal de la cocina. Se alisó los pantalones, se quitó una pelusa de la chaqueta, se sentó en el invernadero y contempló su jardín largo y estrecho y las ondulantes colinas de más allá que se perdían en el infinito. Cuarenta tonos de verde, dorado y marrón. Inspiró el rico aroma de su expreso humeante y se tranquilizó de inmediato. Imaginó a su hermana recorriendo a toda velocidad las colinas con la capota del descapotable bajada, los brazos en alto, los ojos cerrados, la melena llameante al viento, creyéndose libre. Saoirse significaba libertad en irlandés. El nombre lo había elegido su madre en un último intento desesperado para que los deberes maternos que tanto aborrecía parecieran menos un castigo. Su deseo fue que su segunda hija la librara de las ataduras del matrimonio, la maternidad, la responsabilidad…, la realidad. Su madre contaba sólo dieciséis años cuando conoció a su padre. Ella estaba de paso en el pueblo, viajando con un grupo de poetas, músicos y soñadores, y entabló conversación con Brendan Egan, un granjero, en el pub. Éste le llevaba doce años y quedó prendado de su misteriosa personalidad y su carácter desenvuelto. Ella se sintió halagada. De modo que se casaron. A los dos años de matrimonio tuvieron su primera hija, Elizabeth. Pero resultó que su madre era indomable y se fue adueñando de ella una creciente frustración por saberse retenida en un pueblo aletargado, rodeado de montes, que en un principio ella sólo había querido atravesar. Un bebé llorón y las noches en vela la fueron enajenando de su entorno. Los sueños de libertad personal se confundían con la realidad y comenzó a ausentarse durante varios días seguidos. Salía de exploración para descubrir sitios nuevos y conocer a otras personas. A los doce años de edad Elizabeth cuidaba de sí misma y de su silencioso y amargado padre, y no preguntaba cuándo volvería a casa su madre porque en el fondo de su corazón sabía que tarde o temprano regresaría con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, hablando sin tregua sobre el mundo y todo lo que éste tenía que ofrecer. Entraría flotando en sus vidas como una brisa fresca en verano, trayendo consigo entusiasmo y esperanza. Elizabeth se sentaría a los pies de la cama de su madre para escuchar encandilada el relato de sus aventuras. Este ambiente sólo se prolongaría unos pocos días hasta que su madre de súbito se cansase de referir historias en vez de vivirlas. A menudo traía recuerdos como conchas, piedras, hojas. Elizabeth recordaba un jarrón de hierbas recién cortadas que solía ocupar el centro de la mesa del comedor como si fueran las plantas más exóticas de toda la creación. Si preguntaba a su madre sobre el campo de donde habían sido arrancadas, su madre le guiñaba el ojo y le daba un toque en la punta de la nariz prometiendo a Elizabeth que algún día lo entendería. Su padre guardaba silencio en su sillón junto a la chimenea, leyendo el periódico, pero sin pasar nunca la página. Estaba tan perdido como su esposa en el mundo de las palabras de ésta. Cuando Elizabeth contaba doce años su madre volvió a quedarse embarazada y, pese a ponerle el nombre de Saoirse a la recién nacida, aquella criatura no le brindó la libertad que ella tanto ansiaba. Por eso emprendió otra expedición. Y no regresó. Su padre, Brendan, no manifestó el menor interés por la vida en ciernes que le había arrebatado a su esposa, de modo que aguardó a su mujer en silencio sentado en su sillón junto al fuego, leyendo el periódico sin pasar nunca la página. Durante años. Para siempre. El corazón de Elizabeth no tardó en cansarse de esperar el regreso de su madre y así fue como Saoirse pasó a ser responsabilidad de su hermana mayor. Saoirse había heredado los rasgos celtas de su padre, pelo rubio rojizo y piel clara, mientras que Elizabeth era el vivo retrato de su madre. Piel olivácea, cabellos marrón chocolate, ojos casi negros; rasgos que ambas llevaban en la sangre desde la influencia española de cientos de años atrás. Elizabeth cada día se parecía más a su madre y era consciente de la desazón que eso causaba en su padre. Llegó a odiarse a sí misma por ello, y además de esforzarse por entablar conversación con su padre, aún puso mayor ahínco en demostrarle a él y también a sí misma que no tenía nada que ver con su madre: que sabía lo que era la lealtad. Cuando Elizabeth terminó la escuela a los dieciocho años se enfrentó con el dilema de quedarse en casa o mudarse a Cork para ir a la universidad, decisión ésta que tomó haciendo acopio de todo su coraje. Su padre consideró que el escoger esa alternativa equivalía a abandono; también era abandono que ella trabara amistad con quienquiera que fuese. Él tenía ansias de atención, siempre exigía ser la única persona en la vida de sus hijas, como si eso fuera a impedir que un buen día se emanciparan. Bueno, faltó poco para que lo consiguiera y desde luego era uno de los motivos por los que Elizabeth carecía de vida social y de un círculo de amistades. Se veía obligada a marcharse en cuanto empezaba el intercambio de frases corteses, sabedora del precio que le tocaría pagar por el tiempo innecesario pasado fuera de la granja, un precio consistente en soportar palabras cargadas de resentimiento y fulminantes miradas desaprobadoras. En cualquier caso, cuidar de Saoirse y acudir al instituto constituía un trabajo a jornada completa. Brendan la acusaba de ser como su madre, de pensar que estaba por encima de él y que era superior al común de la gente de Baile na gCroíthe. Elizabeth encontraba claustrofóbico el pueblo y tenía la impresión de que aquella casa de campo tan fea estaba hundida en la oscuridad, ajena al paso del tiempo. Era como si el reloj del abuelo estuviera aguardando el regreso de su madre en la entrada. – ¿Y Luke? ¿Dónde está? -preguntó Marie por teléfono, devolviendo a Elizabeth al presente de golpe. Elizabeth replicó con amargura: – ¿De verdad crees que Saoirse se lo llevaría con ella? Silencio. Elizabeth suspiró. – Está aquí. El nombre de Saoirse había traído consigo algo más que una manera de llamar a la hermana de Elizabeth. Le había otorgado una identidad, un estilo de vida. Todo cuanto representaba ese nombre se le transmitió a la sangre. Era fogosa, independiente, alocada y libre. Seguía el patrón de conducta de una madre a quien no recordaba, y hasta tal punto lo hacía que Elizabeth a veces tenía la impresión de estar viendo a su madre. Pero cada dos por tres se perdía de vista. Saoirse quedó embarazada a los dieciséis sin que nadie supiera quién era el padre, empezando por la propia Saoirse. Una vez que tuvo el bebé no le preocupó gran cosa ponerle nombre, pero con el tiempo empezó a llamarlo Lucky, es decir «afortunado». Otro capricho. Así que Elizabeth le puso Luke de nombre. Y una vez más, a los veintiocho años de edad, Elizabeth asumió la responsabilidad de criar a un chiquillo. Nunca aparecía una chispa de afecto en los ojos de Saoirse cuando miraba a Luke. A Elizabeth la asombraba que no existiera entre ellos ningún vínculo, ninguna clase de conexión. Elizabeth no había planeado tener hijos; en realidad había pactado consigo misma no tenerlos jamás. Se había criado a sí misma y había criado a su hermana; no tenía ningunas ganas de criar a nadie más. Por fin llegaba la hora de cuidar de sí misma. A los veintiocho años, tras haber vivido esclavizada por el colegio y la universidad, había abierto con éxito su propia empresa de diseño de interiores. La circunstancia de trabajar de firme la convertía en el único miembro de la familia capaz de proporcionar una buena vida a Luke. Había alcanzado sus metas llevando siempre el control, manteniendo el orden, sin quitarse el ojo de encima, siendo siempre realista, creyendo en hechos, no en sueños y, por encima de todo, aplicándose y trabajando duro. Su madre y su hermana le habían enseñado que no llegaría a ninguna parte persiguiendo sueños nostálgicos y abrigando esperanzas poco realistas. Por eso ahora tenía treinta y cuatro años y vivía sola con Luke en una casa que le encantaba. Una casa que había comprado y todavía pagaba ella sólita. Una casa que había convertido en su cielo particular, el lugar al que retirarse y sentirse a salvo. Sola, porque el amor figuraba en la lista de sentimientos que una nunca controlaba. Y necesitaba controlar. Ya había amado y había sido amada, conocía el sabor de los sueños y sabía qué se sentía al no tener los pies sobre la tierra. También había aprendido lo que era aterrizar dándose un doloroso trompazo. Tener que hacerse cargo del hijo de su hermana había ahuyentado a su amado y desde entonces nadie lo había reemplazado. Elizabeth resolvió no volver a perder el control de sus sentimientos nunca más. La puerta principal dio un portazo y acto seguido oyó el correteo de unos pies pequeños por el vestíbulo. – ¡Luke! -llamó Elizabeth tapando el auricular con la mano. – ¿See? -contestó Luke inocentemente, ojos azules y pelo rubio asomando a la jamba de la puerta. – Se dice sí, no see -le corrigió Elizabeth con severidad. Su voz estaba cargada de una autoridad digna de la profesional en que se había convertido con el paso de los años. – Sí -repitió el niño. – ¿Qué estás haciendo? Luke entró al vestíbulo y los ojos de Elizabeth bajaron al acto a las rodillas manchadas de hierba. – Yo e Ivan estamos jugando con el ordenador -explicó Luke. – Ivan y yo -le corrigió Elizabeth, y siguió escuchando a Marie al otro lado del teléfono organizando la salida de un coche de la Garda. Luke miró a su tía y regresó al cuarto de jugar. – Espera un momento -gritó Elizabeth al teléfono cuando por fin se dio cuenta de lo que Luke acababa de decirle. Se levantó de un salto golpeándose con la pata de la mesa y derramando el expreso sobre el cristal. Soltó un taco. Las patas de hierro forjado negro de la silla chirriaron contra el mármol. Sosteniendo el teléfono contra el pecho, corrió por el vestíbulo hasta el cuarto de jugar. Asomó la cabeza y vio a Luke sentado en el suelo con los ojos pegados a la pantalla de televisión. Aquel cuarto y su dormitorio eran las únicas habitaciones de la casa donde Elizabeth permitía que tuviera sus juguetes. Ocuparse de un niño no la había hecho cambiar, como muchos habían pensado; no había relativizado sus opiniones en lo más mínimo. Había visitado las casas de varios amigos de Luke al ir a recogerlo o acompañarlo, tan llenas de juguetes por todas partes que hacían tropezar a cualquiera que osara cruzarse en su camino. Muy a su pesar, había aceptado tazas de café ofrecidas por sus madres, sentada encima de peluches, rodeada de biberones, leche en polvo y pañales. Pero en su casa ni hablar. A Edith le había explicado las reglas al principio de su relación laboral y ésta las había obedecido a pies juntillas. A medida que fue creciendo y comprendiendo a su tía, Luke respetó obedientemente sus deseos y sólo jugaba en la habitación que Elizabeth había dedicado a las necesidades lúdicas del sobrino. – Luke, ¿quién es Ivan? -preguntó Elizabeth barriendo la habitación con la vista-. Ya sabes que no debes traer desconocidos a casa -agregó preocupada. – Es mi nuevo amigo -contestó Luke como un zombi, sin apartar los ojos del luchador forzudo que daba una paliza a su oponente en la pantalla. – Te tengo dicho que quiero conocer a tus amigos antes de que los invites a casa. ¿Dónde está? -inquirió Elizabeth terminando de abrir la puerta y penetrando en el espacio de Luke. Pidió a Dios que aquel amigo fuese mejor que el último monstruito que resolvió pintar en la pared con rotuladores mágicos un retrato de su familia feliz al completo, lo cual la obligó a hacer pintar la habitación de nuevo. – Ahí -dijo Luke señalando con la cabeza en dirección a la ventana, aún sin mover los ojos. Elizabeth anduvo hasta la ventana y miró el jardín delantero. Cruzó los brazos. – ¿Está escondido? Luke pulsó «Pausa» en el teclado del ordenador y por fin apartó los ojos de los dos luchadores de la pantalla. La confusión le arrugó el rostro. – ¡Está justo ahí! -exclamó señalando el asiento consistente en un enorme y blando saco relleno llamado también «saco de alubias». Elizabeth abrió los ojos como platos y miró fijamente el saco de alubias. – ¿Dónde? – Justo ahí -repitió Luke. Elizabeth miró pestañeando a su sobrino. Levantó los brazos con ademán de interrogación. – A tu lado, en el saco de alubias -explicó Luke alzando la voz con nerviosismo. Miraba fijamente la funda de pana amarilla del saco de alubias como si alentara a su amigo a aparecer. Elizabeth siguió su mirada. – ¿Le ves? -Luke dejó caer el mando y se puso de pie de un salto. Siguió un tenso silencio en el que Elizabeth percibió el odio contra ella que manaba de todos los poros del cuerpo de Luke. Sabía de sobra lo que estaba pensando su sobrino: ¿por qué no le veía sin más, por qué no le seguía el juego aunque sólo fuese aquella vez, por qué era incapaz de fingir? Se tragó el nudo de la garganta y echó un vistazo más al cuarto por si en efecto le había pasado por alto la presencia de su amigo. Nada. Al agacharse para ponerse al mismo nivel que el niño le crujieron las rodillas. – En esta habitación sólo estamos tú y yo -le susurró bajito. Parecía más fácil decirlo en voz baja. Ahora bien, lo que ya no sabía era si resultaba más fácil para Luke o para ella. Las mejillas de Luke se pusieron coloradas y su respiración se hizo más agitada. Estaba de pie en medio del cuarto, rodeado de cables de consola de ordenador, con las manitas dejadas caer a los lados y aquel aire de desamparo. Elizabeth tenía palpitaciones mientras suplicaba para sí «por favor, no seas como tu madre, por favor, no seas como tu madre, por favor, no seas como tu madre». Sabía demasiado bien la capacidad de absorción que tenían los mundos de fantasía. Finalmente Luke no pudo seguir callado y, mirando hacia el saco de alubias, ordenó: – ¡Ivan, dile algo! Reinó el silencio mientras Luke aguardaba hasta que soltó una risita histérica. Se volvió hacia Elizabeth y su sonrisa se difuminó enseguida al comprobar que ésta no reaccionaba. – ¿No le ves? -chilló nerviosamente. Entonces, más enojado, repitió-: ¿Por qué no le ves? – ¡Vale, vale! -Elizabeth procuró dominar el pánico. Se enderezó y recobró su altura normal. En ese nivel tenía control. No podía ver al tal Ivan y su conciencia se negaba a dejarla fingir. Le vinieron ganas de salir de la habitación cuanto antes. Levantó la pierna como para ir a pasar por encima del saco de alubias, pero se detuvo, optando por rodearlo. Una vez en la puerta echó un último vistazo por si localizaba al misterioso Ivan. Ni rastro. Luke se encogió de hombros, se sentó y siguió jugando con el juego de lucha libre. – Voy a preparar un poco de pizza, Luke. Silencio. ¿Qué más debía decir? En momentos como aquél era cuando se daba cuenta de lo inútiles que resultaban todos los manuales del mundo sobre cómo ser madre. La buena maternidad te salía del corazón, era instintiva, y no por vez primera le preocupó estar defraudando a Luke. – Estará lista dentro de veinte minutos -añadió con torpeza. – ¿Qué? -Luke pulsó «Pausa» de nuevo y miró por la ventana. – He dicho que estará lista dentro de vein… – No es eso -dijo Luke zambulléndose de nuevo en el mundo de los videojuegos-. Ivan también tomaría un poco. Me ha dicho que la pizza es su plato favorito. – Vaya. Elizabeth tragó saliva con impotencia. – Con aceitunas -prosiguió Luke. – Pero, Luke, si tú odias las aceitunas. – See, pero a Ivan le encantan. Le vuelven loco. – Caramba… – Gracias -dijo Luke a su tía. Miró el saco de alubias, le hizo una señal de victoria, sonrió y volvió a apartar la vista. Elizabeth se batió en lenta retirada del cuarto de jugar. Reparó en que todavía llevaba el teléfono sujeto contra el pecho. – ¿Sigues ahí, Marie? Se mordió una uña y miró fijamente la puerta cerrada del cuarto de jugar preguntándose qué debía hacer. – Empezaba a pensar que tú también te habías largado a la luna -contestó Marie riendo entre dientes. Pero, tomando por enojo el silencio de Elizabeth, se disculpó enseguida-. De todos modos llevabas razón, Saoirse iba camino de la luna, pero por suerte decidió detenerse para repostar combustible. Aunque fue más bien ella quien repostó. Tu coche ha sido localizado bloqueando la calle mayor con el motor aún en marcha y la puerta del conductor completamente abierta. Tienes suerte de que Paddy lo haya encontrado antes de que alguien se lo llevara. – A ver si lo adivino. El coche estaba delante del pub. – Correcto. -Marie hizo una pausa-. ¿Quieres poner una denuncia? Elizabeth suspiró. – No. Gracias, Marie. – De nada. Haremos que alguien te lleve el coche a casa. – ¿Qué pasa con Saoirse? -Elizabeth iba de un lado a otro del vestíbulo-. ¿Dónde está? – Nos la quedaremos aquí un rato, Elizabeth. – Voy a buscarla -dijo Elizabeth enseguida. – No -insistió Marie-. Te llamaré más tarde y hablaremos de eso. Es preciso que tu hermana se tranquilice antes de ir a donde sea. Elizabeth oyó a Luke reír y hablar en voz alta dentro del cuarto de jugar. – La verdad, Marie -agregó con un amago de sonrisa-, antes de colgar me entraban ganas de pedirte que los que me lleven el coche a casa traigan un psiquiatra con ellos. Según parece a Luke ahora le ha dado por los amigos imaginarios… Dentro del cuarto de jugar Ivan puso los ojos en blanco y se contoneó hundiéndose aún más en el saco de alubias. Había oído las palabras de Elizabeth al teléfono. Desde sus comienzos en aquel trabajo los padres le habían llamado así y eso estaba comenzando a preocuparle. No había absolutamente nada imaginario en él. |
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