"Si pudieras verme ahora" - читать интересную книгу автора (Ahern Cecelia)Capítulo 3 Luke fue muy amable al invitarme a cenar ese día. Cuando le dije que la pizza es mi plato favorito en realidad no tenía intención de que me invitaran a cenar. Pero ¿cómo iba a decir que no al lujazo de comer pizza en viernes? Había motivo para una celebración doble. Sin embargo, debido al incidente en el cuarto de jugar me dio la impresión de no haberle caído muy bien a la tía de Luke, cosa que no me sorprendió lo más mínimo, ya que por lo general suele ocurrir. Los padres siempre piensan que preparar comida para mí es un desperdicio, porque siempre terminan tirándola. Pero para mí es un asunto peliagudo. Vamos a ver, tienes que comerte la cena apretujado en un sitio minúsculo que te dejan en la mesa mientras los demás te miran y se preguntan si tu comida va a desaparecer o no. Al final me pongo tan paranoico que no puedo comer y tengo que dejar la comida en el plato. No lo digo por quejarme, que te inviten a cenar está muy bien, pero los adultos nunca ponen la misma cantidad de comida en mi plato que en el de los demás. En el mío nunca llegan a poner ni siquiera la mitad de la comida que al resto de los comensales y siempre dicen cosas como «Bueno, seguro que Ivan no tiene mucho apetito hoy.» Vamos a ver, ¿cómo lo saben? Nunca preguntan. Suelo estar apretujado entre mi amigo íntimo de turno y algún hermano mayor pesado que me roba parte de la comida cuando nadie mira. Se olvidan de darme cosas como servilletas, cubiertos y, por descontado, nunca son generosos con el vino. A veces se contentan con darme un plato vacío y decirle a mi amigo que la gente invisible come comida invisible. Vamos a ver, por favor, ¿acaso el invisible viento agita árboles invisibles? Suelen ponerme un vaso de agua y eso sólo si se lo pido educadamente a mis amigos. Los adultos ven raro que necesite un vaso de agua para acompañar la comida y hacen un montón de aspavientos cuando lo pido con hielo. Y digo yo, habida cuenta de que el hielo es gratis, ¿a quién no le apetece una bebida fresca en un día caluroso? Por lo general son las madres quienes más charlan conmigo. Sólo que hacen preguntas y no escuchan las respuestas o fingen ante todos los demás que he dicho otra cosa para hacerles reír. Incluso me miran al pecho cuando me hablan como si esperasen que midiera un metro escaso. Y que conste, mido metro ochenta y os aseguro que no hacemos eso de la edad en el sitio de donde procedo; pasamos a existir tal como somos y crecemos espiritualmente más que físicamente. Es nuestro cerebro el que crece. Dejadme señalar que mi cerebro es bastante grande a estas alturas, aunque siempre hay sitio para que siga creciendo. Me dedico a este trabajo desde hace mucho tiempo y se me da bien. Nunca he decepcionado a un amigo. Los papás siempre me dicen cosas entre dientes cuando creen que no hay nadie escuchando. Por ejemplo, Barry y yo fuimos a Waterford durante las vacaciones de verano y estábamos tumbados en la playa de Brittas Bay y pasó una señora en bikini. El padre de Barry dijo entre dientes «Ésa sí que está buena, Ivan.» Los papas siempre creen que estoy de acuerdo con ellos. Siempre aseguran a mi mejor amigo que les digo cosas como «Es bueno comer verdura. Ivan me ha pedido que te diga que te comas todo el brécol» y otras tonterías por el estilo. Mis amigos íntimos saben de sobra que nunca diría nada semejante. Pero así es como son los adultos. Diecinueve minutos y treinta y ocho segundos más tarde Elizabeth llamó a Luke a cenar. Las tripas me hacían ruido y me apetecía un montón la pizza. Seguí a Luke a través del largo vestíbulo hasta la cocina asomándome a cada habitación al pasar. En la casa reinaba un silencio sepulcral y nuestros pasos resonaban. Cada habitación era toda blanca o toda beige, tan impecable que empezó a ponerme nervioso la idea de comer pizza, pues no quería hacer un estropicio. Hasta donde llegué a ver, no sólo no había ningún indicio de que viviera un niño en la casa, sino que no había indicios de que viviera nadie. Le faltaba lo que suele llamarse una atmósfera hogareña. Aun así, la cocina me gustó. El sol la había caldeado y como estaba rodeada de cristal daba la impresión de que estuviéramos sentados en el jardín. Como en una especie de picnic. Me fijé en que la mesa estaba puesta para dos personas, de modo que aguardé a que me dijeran dónde debía sentarme. Los platos eran grandes, negros y relucientes, el sol que entraba por los ventanales arrancaba destellos a la cubertería y las dos copas de cristal reflejaban colores de arco iris encima de la mesa. Había una ensaladera y una jarra de cristal con agua con hielo y limón en medio de la mesa. Todo estaba posado sobre individuales de mármol negro. A la vista de cómo refulgía todo, hasta ensuciar la servilleta daba miedo. Las patas de la silla de Elizabeth chirriaron contra las baldosas cuando se sentó. Se puso la servilleta en el regazo. Reparé en que se había cambiado y llevaba un chándal marrón oscuro que combinaba con su pelo y le realzaba la piel. La silla de Luke chirrió cuando se sentó. Elizabeth cogió el tenedor y la cuchara gigantes de la ensalada y comenzó a juntar hojas y tomatitos en su plato. Luke la miró y frunció el ceño. Luke tenía un trozo de pizza margarita en el plato. Sin aceitunas. Hundí las manos en los bolsillos y empecé a apoyarme en una y otra pierna con nerviosismo. – ¿Qué pasa, Luke? -preguntó Elizabeth aliñando su ensalada. – ¿Dónde está el sitio de Ivan? Elizabeth se detuvo, cerró con fuerza la tapa de la vinagrera y dejó el tarro otra vez en medio de la mesa. – Venga, Luke, basta ya de tonterías -dijo en tono desenfadado y sin mirarle. Me constaba que le daba miedo mirar. – No digo ninguna tontería -replicó Luke frunciendo el ceño-. Has dicho que Ivan podía quedarse a cenar. – Sí, pero ¿dónde está Ivan? -preguntó Elizabeth procurando que no se le crispara la voz mientras espolvoreaba queso rallado. Me di cuenta de que no quería que aquello se convirtiera en un problema. Lo apartaría de la mente enseguida y ya no se hablaría más de amigos invisibles. – Está de pie justo a tu lado. Elizabeth golpeó la mesa con el tenedor y el cuchillo y Luke pegó un bote en la silla. Su tía abrió la boca para hacerle callar, pero la interrumpió el timbre de la puerta. En cuanto salió de la cocina, Luke se levantó de la silla y sacó un plato del aparador. Grande y negro, igual que los otros dos. Sirvió un trozo de pizza en el plato, cogió cubiertos y una servilleta y lo puso todo encima de un individual al lado del suyo. – Este es tu sitio, Ivan -dijo alegremente, y le hincó el diente a su pizza. Le quedó colgando de la barbilla un trozo de queso fundido. Parecía un cordel amarillo. A decir verdad, no me habría sentado a la mesa si mi estómago no hubiese estado gritándome que comiera. Me constaba que Elizabeth se pondría fuera de sí, pero si engullía la comida muy deprisa antes de que regresara a la cocina quizá no llegaría a enterarse. – ¿Quieres que le pongamos aceitunas? -preguntó Luke limpiándose el tomate de la boca con la manga. Me reí y asentí con la cabeza. Se me hacía la boca agua. Elizabeth regresó a toda prisa a la cocina justo cuando Luke trataba de alcanzar el estante donde estaban las aceitunas. – ¿Qué estás haciendo? -preguntó rebuscando en uno de los cajones. – Cojo las aceitunas para Ivan -explicó Luke-. Le gusta la pizza con aceitunas, ¿recuerdas? Elizabeth miró hacia la mesa de la cocina y vio que estaba puesta para tres. Se frotó los ojos con ademán cansado. – Oye, Luke, ¿no te parece que es desperdiciar la comida lo de poner aceitunas en la pizza? No te gustan nada y voy a tener que tirarlas. – Bueno, no será ningún desperdicio, ya que se las comerá Ivan, ¿verdad, Ivan? – Desde luego -dije relamiéndome los labios y apretándome la barriga. – ¿Y bien? -Elizabeth levantó una ceja-. ¿Qué ha dicho? Luke frunció el ceño. – ¿Me estás diciendo que tampoco le oyes? -Me miró e hizo girar un dedo junto a la sien, dándome a entender que su tía estaba loca-. Ha dicho que se las comerá todas encantado. – ¡Qué bien educado! -farfulló Elizabeth sin dejar de rebuscar en el cajón-. Pero más vale que te asegures de que desaparece hasta la última miga, porque de lo contrario será la última vez que Ivan coma con nosotros. – No te preocupes, Elizabeth, pienso zampármelo todo -le dije justo antes de probar el primer bocado. No quería ni oír hablar de no volver a comer con Luke y su tía otra vez. Elizabeth tenía los ojos tristes, tristes ojos castaños, y yo estaba convencido de que la haría feliz comiéndome hasta la última miga. Comí deprisa. – Gracias, Colm -dijo Elizabeth cansinamente cogiendo las llaves que le alcanzaba el – No ha habido daños -dijo Colm observándola. – Al menos no en el coche -respondió Elizabeth intentando hacer un chiste y dando unas palmaditas al capó. Siempre pasaba vergüenza. Como mínimo una vez por semana ocurría alguna clase de incidente que implicaba a los – Ha habido que arrestarla, Elizabeth. Elizabeth levantó la cabeza de golpe, completamente alerta. – Colm-dijo asombrada-. ¿Por qué? Era la primera vez que sucedía. Hasta entonces se habían limitado a amonestar a Saoirse y devolverla a donde estuviera viviendo en aquel momento. Un trato poco profesional, a Elizabeth le constaba, pero en un pueblo tan pequeño, donde todos conocían a todos, nunca habían ido más allá de vigilar a Saoirse para impedir que hiciera alguna estupidez que acarreara consecuencias. Ahora Elizabeth temía que Saoirse hubiese agotado su cupo de advertencias. Colm jugueteaba con su gorra azul marino entre las manos. – Conducía bebida, Elizabeth, iba en un coche robado y ni siquiera tiene carné. Al oír esas palabras, Elizabeth se estremeció. Saoirse era un peligro. ¿Por qué insistía en proteger a su hermana? ¿Cuándo se daría por enterada finalmente y aceptaría que llevaban razón al decir que su hermana nunca sería el ángel que ella deseaba que fuera? – Pero si el coche no era robado -tartamudeó Elizabeth-. Le dije que podía… – No sigas, Elizabeth -interrumpió Colm con firmeza. Tuvo que taparse la boca con la mano para callarse. Inspiró profundamente y procuró recobrar la calma. – ¿Tiene que ir a juicio? -preguntó en un susurro. Colm bajó la vista al suelo y movió una piedra con el pie. – Sí. Ya no es sólo que pueda hacerse daño a sí misma. Constituye un peligro para el prójimo. Elizabeth tragó saliva y asintió con la cabeza. – Una oportunidad más, Colm-soltó sintiendo su orgullo desintegrarse-. Sólo pido que le deis una oportunidad más… por favor. -Decir las últimas palabras le dolió hasta físicamente. Todos los huesos de su cuerpo le suplicaban al agente. Elizabeth nunca pedía ayuda-. No le quitaré el ojo de encima. Prometo que no la perderé de vista ni un instante. Se portará mejor, sólo necesita un poco de tiempo para entender ciertas cosas. Elizabeth notaba que la voz le fallaba y las rodillas le temblaban mientras suplicaba en nombre de su hermana. Colm le respondió con voz triste. – Ya hemos procedido. Ahora no podemos echarnos atrás. – ¿Qué castigo le impondrán? Se sintió mareada. – Dependerá del juez que esté de guardia. Es su primera infracción; bueno, su primera infracción oficial. Puede que sea benevolente con ella, pero también puede que no. -Se encogió de hombros y se miró las manos-. Y también depende de lo que declare el – ¿Por qué? – Porque si cooperó y no causó problemas quizá cuente como atenuante, aunque también… – Es posible que no -concluyó Elizabeth con preocupación-. ¿Y bien? ¿Cooperó? Colm soltó una breve risa. – Hicieron falta dos personas para sujetarla. – Maldita sea -renegó Elizabeth-. ¿Quién la arrestó? -Se mordió las uñas. Hubo un silencio antes de que Colm contestara: – Yo. Elizabeth se quedó boquiabierta. Colm siempre había mostrado cierta indulgencia con Saoirse. Era el único que siempre se ponía de su parte, por eso el hecho de que la hubiese detenido él dejó a Elizabeth sin habla. Se mordió con nerviosismo el interior de la boca y el sabor de la sangre le bajó por la garganta. No quería que la gente comenzara a darse por vencida respecto a Saoirse. – Haré cuanto esté en mi mano por ella -prosiguió Colm en voz baja-. Procura que no se meta en problemas hasta que se celebre la vista dentro de unas semanas. Elizabeth, tras darse cuenta de que llevaba unos segundos sin respirar, soltó el aire. – Gracias. No cabía decir nada más. Aunque sintió un alivio inmenso, sabía que no podía cantar victoria. Nadie podría proteger a su hermana esta vez; tendría que enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Pero ¿cómo se suponía que iba ella a vigilar a Saoirse cuando ni siquiera sabía por dónde comenzar a buscarla? Saoirse no podía vivir con ella y Luke -estaba demasiado descontrolada para convivir con él-, y su padre hacía mucho tiempo que le había dicho que se marchara de casa y no volviera. – Bueno, te dejo con lo tuyo, que no es poco -dijo Colm amablemente. Volvió a ponerse la gorra y se dirigió hacia la calle por la entrada para vehículos adoquinada. Elizabeth se sentó en el porche para descansar las rodillas y miró su coche manchado de barro. ¿Por qué tenía que mancharlo todo Saoirse? ¿Por qué todo… y todos los que Elizabeth amaba huían despavoridos de su hermana pequeña? Notó que las nubes en lo alto empujaban contra sus hombros todo lo que mediaba entre ellas y ella misma, y le preocupó pensar qué haría su padre cuando llevaran a Saoirse a su granja, cosa que indudablemente harían. Seguro que dentro de cinco minutos llamaría a su hija Elizabeth para quejarse. El teléfono comenzó a sonar dentro de la casa y el corazón se le encogió todavía más. Se levantó del porche, dio media vuelta con lentitud y entró. Cuando alcanzó la puerta los timbrazos habían cesado y vio a Luke sentado en la escalera con el auricular en la oreja. Se apoyó contra el marco de madera de la puerta con los brazos cruzados y le observó. Un amago de sonrisa suavizó el semblante del niño. Estaba creciendo muy deprisa y Elizabeth se sentía ajena a ese proceso, como si Luke lo estuviera haciendo todo sin su ayuda, sin el cariño que sabía que debía brindarle pero que tanto le costaba ofrecerle. Le constaba que carecía de ese sentimiento, a veces carecía de sentimientos y punto, y cada día deseaba que el instinto maternal la hubiera invadido al firmar todo el papeleo. Si Luke se caía y se hacía un corte en la rodilla, su reacción inmediata era lavarle la herida y ponerle una tirita. Para ella con eso bastaba, no veía la necesidad de ponerse a bailar con él por la habitación para que dejara de llorar y pegarle golpes al suelo como había visto hacer a Edith en más de una ocasión. – Hola, abuelo -decía Luke educadamente. Hizo una pausa para escuchar a su abuelo al otro lado de la línea. – Elizabeth y yo estamos almorzando con mi nuevo amigo íntimo, Ivan. Pausa. – Una pizza de tomate y queso, aunque Ivan ha puesto aceitunas a su porción. Pausa. – Aceitunas, abuelo. Pausa. – No, me parece que no podrías cultivarlas en la granja. Pausa. – A-C-E-I-T-U-N-A-S -deletreó lentamente. Pausa. – Un momento, abuelo, mi amigo Ivan me está diciendo algo. -Luke apretó el auricular contra el pecho y miró al vacío con expresión concentrada. Finalmente volvió a llevarse el auricular a la oreja-. Ivan dice que la aceituna es un fruto oleoso pequeño que contiene un hueso. Se cultiva por sus frutos y su aceite en zonas de clima subtropical. -Apartó la vista como si escuchara-. Existe una gran variedad de aceitunas. -Dejó de hablar, miró a lo lejos y añadió-: Las aceitunas verdes siempre son verdes, pero las maduras pueden ser negras o verdes. -Volvió a escuchar el silencio-. Casi todas las aceitunas que maduran en el árbol se emplean para hacer aceite, el resto se curan en salmuera o en sal y se envasan en aceite de oliva o en salmuera o en una solución de vinagre. -Miró al vacío-. Ivan, ¿qué es salmuera? -Hubo un silencio y luego asintió-. Vaya. Elizabeth enarcó las cejas y rió nerviosamente para sus adentros. ¿Desde cuándo se había vuelto Luke experto en aceitunas? Sin duda las había estudiado en el colegio; tenía una memoria prodigiosa para cosas así. Luke escuchaba a su abuelo. – Bueno, Ivan también tiene muchas ganas de conocerte. Elizabeth puso los ojos en blanco y corrió a quitarle el teléfono a Luke antes de que dijera más sandeces. Bastante confundido estaba ya su padre a veces como para tener que explicarle la existencia, o mejor la inexistencia, de un niño invisible. – Hola -dijo Elizabeth tras apoderarse del teléfono. Luke regresó a la cocina arrastrando los pies. El ruido hizo que Elizabeth volviera a sentirse irritada. – Elizabeth -dijo la voz seria y formal de su padre con un marcado acento de Kerry-, acabo de llegar a casa y me he encontrado a tu hermana tendida en el suelo de la cocina. Le he dicho que se fuera al diablo, pero no logro averiguar si está muerta o no. Elizabeth suspiró. – No tiene gracia. Y resulta que mi hermana es tu hija, ¿vale? – Bah, no me vengas con ésas -replicó su padre con desdén-. Me gustaría saber qué piensas hacer con ella. Aquí no puede quedarse. La última vez soltó los pollos del gallinero y me pasé un día entero haciéndolos volver. Y tal como tengo la espalda y la cadera, ya no estoy para esos trotes. – Lo entiendo, pero aquí tampoco puede quedarse. Altera a Luke. – El niño no sabe lo suficiente sobre su madre como para alterarse. La mitad del tiempo ella ni siquiera recuerda que lo trajo al mundo. No tienes por qué cargar tú sola con él, ¿sabes? Elizabeth se mordió la lengua enfurecida. Decir la mitad del tiempo era ser muy generoso. – Aquí no puede venir -dijo Elizabeth con más paciencia de la que creía tener-. Antes ha aparecido por aquí y ha vuelto a llevarse el coche. Colm me lo ha traído hace nada. Esta vez la cosa va en serio. -Inspiró profundamente-. La han detenido. Su padre guardó silencio un momento y chasqueó la lengua en señal de desaprobación. – Tanto mejor. Esta experiencia le hará un bien inmenso. -Se apresuró a cambiar de tema-. ¿Por qué no has ido a trabajar hoy? Nuestro Señor dispuso que sólo descansáramos los domingos. – Esa es la cuestión, precisamente. Hoy era un día sumamente importante para mí en el trab… – Vaya, tu hermana ha regresado al mundo de los vivos y está fuera intentando liberar a las vacas. Di al pequeño Luke que venga el lunes con su amigo nuevo. Le mostraremos la granja. Se oyó un chasquido y se cortó la comunicación. Hola y adiós no eran la especialidad de su padre; todavía creía que los teléfonos móviles eran una especie de tecnología futurista alienígena diseñada para confundir a la raza humana. Elizabeth colgó el teléfono y regresó a la cocina. Luke estaba sentado solo a la mesa apretándose la barriga con ambas manos y riendo histéricamente. Elizabeth tomó asiento y continuó comiendo su ensalada. No era el tipo de persona a quien interesaba la gastronomía; sólo comía porque había que hacerlo. Las veladas basadas en una prolongada cena la aburrían y nunca tenía demasiado apetito, pues siempre andaba muy preocupada por algo o tan excitada que le resultaba imposible estarse sentada y comer. Echó un vistazo al plato que tenía justo delante y para su sorpresa vio que estaba vacío. – ¿Luke? Luke dejó de hablar consigo mismo y la miró. – ¿Seee? – Sí -corrigió Elizabeth-. ¿Qué ha pasado con el trozo de pizza que había en ese plato? Luke miró el plato vacío, volvió a mirar a Elizabeth como si estuviera loca y engulló un bocado de su pizza. – Se la ha comido Ivan. – No hables con la boca llena -le reconvino Elizabeth. Luke escupió el trozo de pizza en el plato. – Se la ha comido Ivan -repitió, y se puso a reír histéricamente A Elizabeth comenzó a dolerle la cabeza. ¿Qué mosca le había picado a su sobrino? – ¿Y las aceitunas? Percibiendo su enojo, Luke aguardó a tragarse el resto del bocado antes de hablar. – También se las ha comido. Ya te he dicho que le encantan las aceitunas. El abuelo quería saber si podría cultivarlas en la granja -agregó Luke enseñando las encías al sonreír. Elizabeth le devolvió la sonrisa. Su padre no sabría qué era una aceituna aunque ésta se le aproximara caminando y se presentara a sí misma. No sentía ninguna inclinación especial por los alimentos «novedosos»; lo más exótico que comía era arroz y en tales ocasiones se quejaba de que los granos eran demasiado pequeños y que mejor le iría dar cuenta de «una patata desmenuzada». Elizabeth suspiró mientras tiraba los restos de comida de su plato a la basura, no sin antes haber revuelto los desperdicios para ver si Luke había tirado la pizza y las aceitunas. Ni rastro. Luke solía tener más bien poco apetito y se las veía y deseaba para terminarse un trozo grande de pizza, no digamos ya dos. Elizabeth supuso que la encontraría enmohecida al cabo de unas semanas, escondida en la parte trasera de algún armario. Pero si se la había comido toda él, seguro que se pasaría la noche vomitando y Elizabeth tendría que limpiar el desaguisado. Otra vez. – Gracias, Elizabeth. – No hay de qué, Luke. – ¿Eh? -dijo Luke asomando la cabeza por la puerta de la cocina. – Luke, te lo he repetido mil veces, se dice perdón, no eh. – ¿Perdón? – He dicho «no hay de qué». – Pero si todavía no te he dado las gracias. Elizabeth metió los platos en el lavavajillas y estiró la espalda. Se frotó la parte baja de su dolorida columna vertebral. – Sí que lo has hecho. Has dicho «gracias, Elizabeth». – No lo he hecho -insistió Luke torciendo el gesto. Elizabeth no quería perder los estribos. – Luke, ya basta de jueguecitos, ¿de acuerdo? Hemos tenido un almuerzo la mar de divertido, ahora mejor dejas de fingir. ¿Vale? – No. Ha sido Ivan quien te ha dado las gracias -replicó Luke enojado. Elizabeth sintió un escalofrío. Aquello no le estaba haciendo ninguna gracia. Cerró con un sonoro golpe la puerta del lavavajillas, demasiado disgustada hasta para contestar a su sobrino. ¿Por qué no podía ponérselo fácil, aunque sólo fuese por una vez? Elizabeth pasó presurosa junto a Ivan con una taza de expreso en la mano y el olor a perfume y café llenó la nariz del chico. Se sentó a la mesa de la cocina con los hombros caídos y apoyó la cabeza en las manos. – ¡Ven ya, Ivan! -llamó Luke desde el cuarto de jugar-. ¡Esta vez te dejaré ser La Roca! Elizabeth gimió quedamente para sus adentros. Pero Ivan no se podía mover. Sus zapatillas Converse azules estaban pegadas al mármol del suelo de la cocina. Elizabeth le había oído decir gracias. Lo sabía. Ivan fue paseando lentamente ante ella para ver si advertía algún indicio de reacción ante su presencia. Chascó los dedos junto a la oreja de Elizabeth, dio un paso atrás y la observó. Nada. Dio palmas y pateó el suelo. El ruido resonaba muy alto en la gran cocina, pero Elizabeth siguió sentada en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Ninguna reacción. Pero ella había dicho «no hay de qué». Después de todos sus esfuerzos por hacer ruido a su alrededor, Ivan se quedó confundido al ver cuánto le desilusionaba que no notara su presencia. Al fin y al cabo, ella era un «padre» y ¿a quién le importaba lo que pensaran los padres? Se plantó detrás de ella y le miró la coronilla preguntándose qué ruido podría hacer a continuación. Suspiró profundamente y soltó un bufido al exhalar el aire. De repente Elizabeth se irguió en la silla, se estremeció y se subió más la cremallera del chándal. Y entonces Ivan supo que ella había sentido su aliento. |
||
|