"Juego De Espejos" - читать интересную книгу автора (Silva Daniel)1Beatrice Pymm murió aquella noche porque perdió el último autobús de Ipswick. Veinte minutos antes de morir se encontraba en la lúgubre parada y leía el horario a la escasa luz de la única farola existente en la calle del pueblo. Al cabo de unos pocos meses, la claridad de aquella farola se extinguiría de acuerdo con las normas que iban a obligar a las poblaciones a sumirse en la oscuridad. Beatrice Pymm no llegaría a conocer tales oscurecimientos oficiales. En aquel momento, la farola apenas proporcionaba la luz justa para que Beatrice lograse distinguir los datos del horario. Para verlo mejor, se puso de puntillas y deslizó por debajo de los números la punta del dedo índice sucia de pintura. Su difunta madre siempre se quejaba acerbamente de las manchas de pintura. Opinaba que no era propio de una dama tener constantemente la mano manchada. Nunca dejó de desear que Beatrice tuviese una afición más limpia, que dedicara su tiempo libre a la música, que emprendiese alguna tarea de voluntariado, incluso que le diese por escribir, aunque la madre no se llevaba nada bien con los escritores. – Maldita sea -murmuró Beatrice, con la yema del índice aún pegada al cuadro indicador de las horas del servicio de autobuses. Normalmente, Beatrice siempre era puntual hasta la inmoralidad. En una vida sin responsabilidades financieras, sin amigos, sin familia, Beatrice se había establecido un riguroso plan personal. Hoy se había apartado del mismo, al seguir pintando durante demasiado tiempo y al emprender la vuelta a casa demasiado tarde. Separó la mano del horario y se la llevó a la mejilla; su rostro se contrajo en una expresión preocupada. «Tiene la misma cara de su padre», solía decir siempre la madre en tono de desesperación: frente ancha y plana, nariz grande y noble, barbilla hundida. A los treinta recién cumplidos, su cabellera tenía un color prematuramente gris. Se inquietó, sin saber qué hacer. Había por lo menos ocho kilómetros hasta Ipswich, donde estaba su casa, demasiada distancia para ir a pie. A primera hora del atardecer aún habría suficiente tráfico por la carretera. Y tal vez alguien se hubiera brindado a llevarla. Dejó escapar un largo suspiro de frustración. Se le heló el aliento, cuyo vapor flotó durante unos segundos frente a su rostro y luego voló impulsado por el gélido viento del pantano. Las nubes se fragmentaron y por los espacios celestes que acababan de abrirse apareció una luna rutilante. Beatrice levantó la mirada y vio el aura de hielo que rodeaba el satélite. Se estremeció y por primera vez notó el frío. Cogió sus cosas: una mochila de cuero, un lienzo y un maltratado caballete. Se había pasado el día dándole a los pinceles en el estuario del río Orwell. Pintar era su único amor y el paisaje de East Anglia su único tema. La consecuencia era una cierta repetición en su obra. A su madre le gustaba ver personas en los cuadros, escenas callejeras, cafés llenos de gente. Llegó incluso una vez a sugerir a Beatrice que se fuese a pintar a Francia durante una temporada. Beatrice se negó. Le gustaban las ciénagas y los diques, los estuarios y los anchos espacios, las marismas del norte de Cambridge, los ondulantes pastos de Suffolk. De muy mala gana, emprendió la marcha hacia su casa, caminando a buen paso por el borde de la calzada, a pesar de que sus trebejos pesaban bastante. Vestía camisa de algodón masculina, tan manchada como los dedos, grueso jersey que la hacía sentirse como un oso de juguete, chaqueta de mangas demasiado largas y pantalones con las perneras embutidas en las cañas de unas botas Wellington. Dejó atrás la esfera de resplandor amarillo de la farola; se la engulló la oscuridad. No le producía aprensión alguna avanzar a través de las tinieblas que saturaban el paisaje. Su madre, a la que llenaban de temor las largas caminatas en solitario que solía darse Beatrice, no cesaba de ponerla en guardia contra los violadores. Y con idéntica constancia, Beatrice consideraba improbable esa amenaza y la desestimaba tranquilamente. Se estremeció de frío. Pensó en su hogar, una casita de campo que le había dejado su madre, situada en los aledaños de Ipswich. Detrás del edificio, al final del sendero del jardín, Beatrice había construido un estudio inundado de claridad, donde permanecía la mayor parte del tiempo. No era raro que Beatrice se pasara días enteros sin hablar con ningún otro ser humano. Todo eso, y más, lo sabía su asesina. Al cabo de cinco minutos de marcha Beatrice oyó a su espalda el ruido de un motor. Un vehículo comercial, pensó. Y bastante viejo, a juzgar por las vibraciones irregulares del motor. Beatrice vio el fulgor de los faros desparramarse como los rayos del sol naciente sobre la hierba de ambos lados de la carretera. Notó que el motor perdía potencia y que el vehículo se deslizaba impulsado por su propia inercia. Un ramalazo de viento sacudió a Beatrice al pasar el vehículo por su lado. El tufo que despedía el tubo de escape la asfixió. Vio al vehículo desviarse a un lado de la carretera y detenerse junto a la cuneta. La mano, visible bajo la brillante claridad de la luna, le pareció a Beatrice un tanto extraña. Asomó por la ventanilla de la parte del conductor segundos antes de que la furgoneta se detuviera e hizo señas indicando a la muchacha que siguiera adelante. Beatrice observó que llevaba un grueso guante de cuero, la clase de guante que usan los trabajadores que transportan cosas. Un obrero de mono azul oscuro, tal vez. La mano hizo una seña más. Y, de nuevo, hubo algo en su movimiento que no resultaba del todo normal. Beatrice era una artista, y los artistas conocen bien cuanto se refiere al movimiento y la fluidez. Y había algo más. Cuando la mano se movió, entre el extremo de la manga y la base del guante quedó expuesta la piel. A pesar de la menguada luz, Beatrice observó que la piel era blanca, carecía de vello -no era la muñeca propia de ningún trabajador que ella hubiese visto nunca- y resultaba insólitamente fina. Sin embargo, Beatrice no experimentó la menor alarma. Aceleró el paso y en pocas zancadas se llegó a la portezuela del asiento del pasajero. La abrió y puso sus cosas en el suelo del vehículo, delante del asiento. Abultaban tanto que casi no le quedaba espacio para acomodarse allí. Después miró por primera vez el interior de la furgoneta y observó que el conductor no estaba tras el volante. En los últimos segundos de su vida consciente, Beatrice Pymm se preguntó por qué iba a utilizar alguien una furgoneta para trasladar una moto. Pero allí estaba, descansando en la parte lateral del departamento de carga trasero, junto a dos bidones de gasolina. Aún de pie al lado de la furgoneta, Beatrice cerró la portezuela y llamó en voz alta. No obtuvo respuesta. Unos segundos después oyó el ruido de unas botas de cuero sobre la grava. El sonido se repitió, más cerca. Volvió la cabeza y vio al conductor allí de pie. Le miró a la cara, pero no vio más que una negra máscara de lana. Dos minúsculos estanques azul claro la contemplaban gélidamente detrás de los agujeros que eran los ojos. Unos labios que parecían femeninos, ligeramente entreabiertos, rutilaban más allá de la hendidura de la boca. Beatrice abrió la boca para chillar. Apenas consiguió emitir un breve jadeo antes de que la mano enguantada del conductor se oprimiera contra su boca. Los dedos se clavaron en la carne suave de la garganta. El guante tenía un sabor horrible: a polvo, a gasolina y a sucio aceite de motor. Las náuseas silenciaron a Beatrice, que acto seguido devolvió los restos de su almuerzo campestre: pollo asado, queso azul Stilton y vino tinto. Notó luego la presión de otra mano que exploraba su cuerpo alrededor del seno izquierdo. Durante unos segundos, Beatrice pensó que los temores de su madre acerca de la violación estaban fundados. Pero la mano que le rozaba el seno no era la de un violador ni la de un adicto a los abusos sexuales. Era una mano hábil, diestra como la de un médico, y curiosamente delicada. Se trasladó del pecho al costado y endureció la presión. Beatrice dio un respingo, se le escapó un grito ahogado y mordió con fuerza la mano que le tapaba la boca. El conductor no dio muestras de que los dientes de la muchacha hubiesen atravesado la tela del guante. La mano llegó a la parte inferior de las costillas y sondeó la carne blanda de la parte superior del abdomen. No fue más lejos. Un dedo continuó ejerciendo su presión sobre aquel punto. Beatrice percibió un agudo chasquido. Un instante de espantoso dolor, un estallido de refulgente luz blanca. Luego, una oscuridad clemente. La asesina había sido adiestrada concienzuda e interminablemente para cumplir misiones como la de aquella noche, pero era la primera vez que actuaba. La asesina retiró su mano enguantada de la boca de la víctima, luego volvió la cabeza y sufrió un violento vómito. No había tiempo para sentimentalismos. La asesina era un soldado, un comandante del servicio secreto, y Beatrice Pymm pronto hubiera sido el enemigo. Su muerte, si bien una desdicha, no dejaba de ser necesaria. La asesina limpió el vómito de los labios de su máscara y puso manos a la obra: asió el mango del estilete y tiró de él. La propia herida retenía la hoja, pero la asesina tiró con más fuerza y el estilete se deslizó fuera de la carne. Una excelente ejecución, muy poca sangre. Vogel se sentiría orgulloso. La asesina limpió la sangre del estilete, volvió la hoja a su sitio y se guardó el arma en el bolsillo del mono. A continuación, cogió por las axilas el cuerpo de la víctima, lo arrastró hasta la parte trasera de la furgoneta y lo soltó sobre el borde desmenuzado del asfalto. La asesina abrió las puertas posteriores del vehículo. El cuerpo se contorsionó. Levantarlo y colocarlo dentro de la furgoneta le costó a la asesina un esfuerzo tremendo, pero al cabo de un momento la tarea estuvo cumplida. Tras un titubeo inicial, el motor acabó por ponerse en marcha. La furgoneta avanzó de nuevo, resplandecieron sus faros a través de la aldea sumida en la oscuridad y luego volvió a desembocar en la desierta carretera. Recuperada la compostura, pese a la presencia del cuerpo, la asesina entonó quedamente una canción de su infancia con ánimo de que le ayudase a pasar el tiempo. Iba a ser una viaje largo, de cuatro horas por lo menos. Durante la preparación, había recorrido aquella ruta en motocicleta, en la misma motocicleta que en aquel momento yacía junto a Beatrice Pymm. Ahora, al volante de la furgoneta, la conducción le llevaría más tiempo. El motor tenía una potencia escasa, los frenos se encontraban en bastante mal estado y el vehículo se desviaba a la derecha. La asesina se prometió robar una furgoneta mejor la próxima vez. Las cuchilladas en el corazón, por regla general, no producen la muerte instantánea. Incluso aunque el arma profundice hasta una aurícula, el corazón continúa latiendo durante cierto tiempo, hasta que la víctima se desangra y muere. Mientras la furgoneta traqueteaba carretera adelante, la cavidad pectoral de Beatrice Pymm fue llenándose rápidamente de sangre. El cerebro de la muchacha se acercó a algo muy semejante al estado de coma. Tuvo la sensación de que estaba a punto de morir. Recordó las advertencias de su madre acerca de encontrarse sola en la madrugada. Notó la húmeda viscosidad de su propia sangre, que le brotaba del cuerpo y le empapaba la blusa. Se preguntó si el cuadro se habría estropeado. Oyó un canturreo. Una canción bonita. Tardó un poco, pero al final se dio cuenta de que el conductor no cantaba en inglés. Aquella canción era alemana y la voz pertenecía a una mujer. Luego, Beatrice Pymm murió. Primera parada, diez minutos después, en la orilla del río Orwell, en el mismo lugar donde Beatrice Pymm había estado pintando aquel día. La asesina dejó en punto muerto el motor de la furgoneta y se apeó. Anduvo hasta la portezuela del asiento del pasajero, la abrió y sacó de la furgoneta el caballete, la tela y la mochila. Colocó de pie el caballete muy cerca del pausado curso de las aguas del río y puso encima la tela. La asesina abrió la mochila, sacó las pinturas y la paleta y lo depositó todo en el húmedo suelo. Echó un vistazo al lienzo inacabado y le pareció una obra bastante buena. Era una lástima que no hubiese podido matar a alguien con menos talento. A continuación sacó la botella de vino medio vacía, vertió el resto del tinto en el río y dejó caer la botella junto a las patas del caballete. Pobre Beatrice. Demasiado vino, un paso descuidado, una caída en las aguas heladas y un lento viaje hacia el mar abierto. Causa de la muerte: supuesto ahogamiento, presumible accidente. Caso cerrado. Seis horas después, la furgoneta dejaba atrás la aldea de Whitchurch, en las West Midlands, y torcía por un áspero camino que bordeaba la linde de un campo de cebada. La sepultura había sido excavada la noche anterior, lo bastante honda como para ocultar un cadáver, pero no lo suficiente como para que no pudiera descubrirse nunca. La asesina arrastró el cuerpo de Beatrice Pymm desde la parte posterior de la furgoneta y luego le quitó las ensangrentadas ropas. Cogió por los pies el cadáver desnudo y lo llevó a rastras hasta la tumba. Regresó entonces a la parte trasera de la furgoneta y tomó tres cosas: una maza de hierro, un ladrillo de color rojo y una pala pequeña. Aquella era la parte de la misión que más le aterraba; por varias razones, era peor que el propio asesinato. Soltó los tres objetos junto al cadáver e hizo acopio de valor. Combatió como pudo la oleada de náuseas, empuñó la maza con la mano enguantada, la levantó y la abatió con fuerza para aplastar la nariz de Beatrice Pymm. Cuando todo estuvo cumplido, apenas tenía ánimo para mirar lo que quedaba del semblante de Beatrice Pymm. Utilizando primero la maza y después el ladrillo había convertido la cabeza de la víctima en un amasijo de sangre, tejido, huesos destrozados y piezas dentarias rotas. Había logrado el efecto que pretendía: las facciones quedaron borradas, el rostro irreconocible. Había hecho todo lo que le ordenaron que hiciese. Ella tenía que ser distinta. La habían entrenado en un campamento especial a lo largo de muchos meses, durante un período bastante más prolongado que el de otros agentes. La iban a plantar a bastante más profundidad. Por eso había tenido que matar a Beatrice Pymm. No derrocharía su tiempo haciendo lo que podían hacer otros agentes menos dotados: efectuar recuento de tropas, controlar ferrocarriles, evaluar daños producidos por bombardeos. Eso era fácil. A ella la reservarían para misiones mejores y más importantes. Iba a ser una bomba de relojería, cuyo tictac iba a sonar durante bastante tiempo en Inglaterra, en tanto aguardaba a que la activasen, en tanto esperaba el momento de estallar. Apoyó una bota en las costillas de su víctima y le dio un empujón. El cadáver cayó dentro de la fosa. Cubrió el cuerpo de tierra. Recogió las prendas de ropa manchadas de sangre y las echó en la parte de atrás de la furgoneta. Tomó del asiento delantero un bolso de mano que contenía una cartera y un pasaporte holandés. En la cartera había diversos documentos de identificación, un permiso de conducir expedido en Amsterdam y la fotografía de una familia holandesa sonriente y regordeta. Todo falsificado en Berlín por la Abwehr. Arrojó el bolso entre los árboles que bordeaban el campo de cebada, a escasos metros de la tumba. Si todo salía de acuerdo con el plan, el cuerpo mutilado y en avanzado estado de descomposición se descubriría al cabo de unos cuantos meses, junto con el bolso de mano. Las autoridades policíacas creerían que la mujer muerta era Christa Kunt, una turista holandesa que había entrado en el país en octubre de 1938 y cuyas vacaciones tuvieron un fin desdichado y violento. Antes de marcharse, la asesina lanzó una última mirada a la tumba. Sintió un ramalazo de pena por Beatrice Pymm. En la muerte, le habían robado el rostro y el nombre. Y algo más: la asesina también había perdido su propia identidad. Durante seis meses había vivido en Holanda, porque el holandés era uno de sus idiomas. Se había fabricado cuidadosamente un pasado, votó en las elecciones locales de Amsterdam e incluso se permitió el lujo de tener un amante joven, un muchacho de diecinueve años con un enorme apetito y una no menos inmensa voluntad de aprender cosas nuevas. Ahora, Christa Kunt yacía en el fondo de una sepultura poco profunda, al borde de un campo de cebada inglés. A la mañana siguiente, la asesina asumiría una nueva identidad. Pero esa noche no era nadie. Repostó y condujo la furgoneta durante veinte minutos. La aldea de Alderton, lo mismo que Beatrice Pymm, había sido seleccionada meticulosamente: un lugar donde no se repararía de inmediato en una furgoneta que era pasto de las llamas en plena noche. Bajó la motocicleta haciéndola rodar por un grueso y pesado tablón de madera, tarea bastante ardua incluso para un hombre fuerte. Bregó con la moto y cedió cuando estaba a un metro de la carretera. La motocicleta se estrelló contra el suelo con estrépito, el único fallo que la mujer cometió en toda la noche. Levantó la moto y la hizo rodar, con el motor apagado, cuarenta y cinco metros, carretera adelante. En uno de los bidones aún quedaba algo de gasolina. La vació dentro de la furgoneta, si bien vertió la mayor parte del combustible sobre las ropas ensangrentadas de Beatrice Pymm. Para cuando la furgoneta se había convertido en una bola de fuego, la mujer ya había puesto en marcha la moto. Contempló durante unos segundos la furgoneta incendiada, la claridad de color naranja que onduló sobre los áridos campos y la hilera de árboles que se erguían más allá Luego encaró la motocicleta hacia el sur y se dirigió a Londres. |
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