"Juego De Espejos" - читать интересную книгу автора (Silva Daniel)2Dorothy Lauterbach consideraba su señorial mansión de piedra la más hermosa de la Costa Norte. Casi todos sus amigos se mostraban de acuerdo, porque Dorothy era rica y deseaban que los Lauterbach los invitasen a las dos fiestas que organizaban todos los veranos, un guateque bullanguero y cumplidamente alcohólico que tenía efecto en el mes de junio y una recepción algo más comedida que solía celebrarse a últimos de agosto, cuando la temporada estival languidecía rumbo a un punto final melancólico. La parte posterior de la casa daba al Sound. Había una agradable playa de arena blanca transportada desde Massachusetts en camiones. Desde la playa hasta dicha parte posterior se extendían unos espacios de césped bien abonado, que de vez en cuando se interrumpían para servir de margen a los exquisitos jardines, la pista de arcilla roja y la piscina azul real. Los sirvientes se habían levantado temprano para preparar a la familia su jornada de bien merecida inactividad y a tal efecto dispusieron el terreno de juego del croquet, así como la red de badminton que nunca iba a tocarse. También retiraron la funda de lona que cubría una lancha motora cuyas amarras jamás se desatarían del muelle, En cierta ocasión, un criado tuvo la audacia de comentarle a la señora Lauterbach lo absurdo de aquel rito cotidiano; la señora Lauterbach le replicó de forma brusca y nunca más volvió a cuestionarse aquella práctica. Aquellos juguetes se montaban todas y cada una de las mañanas sólo para estar a tono con la tristeza de una decoración de Navidad desplegada en el mes de mayo, hasta que volvían a desmontarse ceremoniosamente con la puesta de sol y se retiraban para permanecer guardados durante la noche. La planta baja de la casa se extendía a lo largo del agua desde el solario hasta el salón, el comedor y, finalmente, la llamada sala Florida, aunque ningún otro miembro de la familia Lauterbach comprendía el motivo de la insistencia de Dorothy en denominarla así, sala Florida, cuando el sol estival de la Costa Norte no podía ser tan caluroso. La casa se había comprado treinta años atrás, cuando los jóvenes Lauterbach daban por sentado que engendrarían un pequeño ejército de vástagos. Pero lo que produjeron, en cambio, fueron sólo dos hijas, ninguna de las cuales tuvo mucho interés en gozar de compañía de la otra: Margaret, una preciosa e inmensamente popular muchacha para la que alternar en sociedad era encontrarse como pez en el agua, y Jane. De modo que la casa se convirtió en un lugar apacible de cálido sol y colores suaves, donde la mayor parte de los ruidos los producían las cortinas cuando las agitaba la brisa gemebunda y la impaciente búsqueda de perfección en todas las cosas a la que Dorothy Lauterbach se entregaba continuamente. Aquella mañana -la mañana siguiente a la última fiesta de los Lauterbach- las cortinas colgaban perpendiculares e inertes en las abiertas ventanas, a la espera de unos soplos de aire que nunca iban a presentarse. Relucía el sol y una neblina refulgente flotaba sobre la bahía. La atmósfera era densa y punzante. En su habitación del primer piso, Margaret Lauterbach-Jordan se quitó el camisón y se sentó ante el tocador. Se cepilló el pelo con rapidez. Tenía un tono rubio ceniza, aclarado por el sol, y lo llevaba anticuadamente corto. Pero era cómodo y fácil de arreglar, aparte de que a la joven le gustaba el modo en que le enmarcaba el rostro y realzaba la grácil elegancia de su cuello. Contempló su cuerpo reflejado en el espejo. Había conseguido por fin eliminar los recalcitrantes kilos que acumulara durante el embarazo de su primer hijo. Las alargadas estrías se habían desvanecido y el estómago tenía ya un espléndido tono bronceado. Los estómagos al aire estaban de moda aquel verano y a ella le encantó la sorpresa que en la Costa Norte manifestaron todos al ver la magnífica forma en que se encontraba. Sólo sus pechos eran distintos: más grandes, lo que a Margaret le parecía estupendo, ya que siempre se había sentido un tanto acomplejada a causa de su tamaño. El nuevo sostén que se llevaba aquel verano era más pequeño y rígido, diseñado para lograr el efecto de senos altos. A Margaret le gustaba porque a Peter le atraía el modo en que destacaba sus formas. Se puso unos pantalones blancos de algodón, una blusa sin mangas, atada bajo los senos, y se calzó unas sandalias. Lanzó una última mirada a su imagen en el espejo. Era hermosa, lo sabía, pero no al modo audaz y llamativo que impulsa a la gente a volver la cabeza en las calles de Manhattan. La belleza de Margaret era intemporal y discreta, perfecta para el estrato social en el que la habían alumbrado. Pensó: «¡Y pronto vas a convertirte otra vez en una foca rolliza!». Se apartó del espejo y descorrió las cortinas. Una oleada de violentos rayos solares se derramaron por la alcoba. La explanada de césped era un caos. Estaban desmontando las tiendas, los empleados del servicio de comidas a domicilio embalaban mesas y sillas, levantaban y trasladaban panel a panel la pista de baile. La hierba, anteriormente verde y lozana, aparecía ahora aplastada y pisoteada. Margaret abrió las ventanas y aspiró el olor dulzarrón y empalagoso del champán derramado. Algo en todo aquello la deprimió. «Es posible que Hitler se esté preparando para conquistar Polonia, pero cuantos asistieron a la gala anual que organizan Bratton y Dorothy Lauterbach la noche del sábado de agosto disfrutaron de una velada deslumbrante…» Margaret casi podía escribir en aquel momento la correspondiente nota de sociedad. Encendió la radio de encima de la mesita de noche y sintonizó la WNYC. Sonó en tono suave Miró el brumoso cielo y frunció el ceño. Peter detestaba que hiciese aquel tiempo en agosto. Iba a estar de mal humor todo el día, irritable y gruñón. Era muy probable que se desencadenara una tormenta que estropeara su viaje de vuelta a la ciudad. Margaret pensó: «Tal vez debería esperar un poco antes de darle la noticia». – Arriba, Peter, o te quedarás sin conocer el final del asunto -dijo Margaret, al tiempo que le aguijoneaba con la puntera de la sandalia. – Cinco minutos más. – No tenemos cinco minutos más, cariño. Peter no se movió. – Café -suplicó. Las doncellas habían dejado café delante de la puerta del dormitorio. Era un costumbre que Dorothy Lauterbach aborrecía; a sus ojos, dejar el servicio en mitad del pasillo del primer piso le daba la sensación de encontrarse en el hotel Plaza. Pero se permitía si con ello se lograba que los niños acatasen la única regla que ella establecía los fines de semana: que a la temprana hora de las nueve de la mañana hubieran bajado ya a desayunar. Margaret llenó una taza de café y se la tendió a Peter. Peter se dio media vuelta, se incorporó apoyado en un codo y tomó un sorbo. Luego se sentó en la cama y miró a Margaret. – ¿Cómo te las arreglas para estar tan guapa dos minutos después de haber saltado de la cama? Margaret se sintió aliviada. – Desde luego, te has despertado de buen talante. Temía que tuvieras resaca y que te pasaras todo el día de un humor lo que se dice asqueroso. – Tengo resaca. Benny Goodman está tocando dentro de mi cabeza y siento la lengua como si necesitara que la afeitasen a fondo. Pero no tengo la menor intención de comportarme… -Hizo una pausa-. ¿Cuál fue la palabra que empleaste? – Asqueroso. -Margaret se sentó en el borde de la cama-. Hay una cosa que es preciso que tratemos y me parece que ahora es un momento tan bueno como cualquier otro. – Hummm… Parece cosa seria, Margaret. – Eso depende. -La muchacha lo mantuvo bajo su mirada picara y, al cabo de unos segundos, fingió estar irritada-. Antes, sin embargo, levántate y empieza a vestirte. ¿O no eres capaz de vestirte y escuchar al mismo tiempo? – Soy una persona muy bien preparada y un ingeniero muy bien considerado. -Peter se obligó a bajar de la cama y el esfuerzo le arrancó un gruñido-. Es probable que pueda soportarlo. – Se trata de una llamada telefónica que recibí ayer por la tarde. – ¿Aquella de la que te mostraste tan evasiva? – Sí, ésa. Era del doctor Shipman. Peter interrumpió la operación de vestirse. – Estoy embarazada otra vez. Vamos a tener otro hijo. -Margaret bajó la mirada y jugueteó con el nudo de la blusa-. Es algo que no había planeado. Ha sucedido y nada más. Mi cuerpo se recuperó del parto de Billy y…, bueno, la naturaleza siguió su curso. -Alzó la mirada hacia Peter-. Lo estuve sospechando durante algún tiempo, pero temía decírtelo. – ¿Por qué diablos ibas a temer decírmelo? Pero Peter conocía la respuesta a su pregunta. Le había dicho a Margaret que no deseaba tener más hijos hasta haber convertido en realidad el sueño de su vida: establecer su propia firma de ingeniería. A los treinta y tres años recién cumplidos se había hecho un nombre y tenía fama de ser uno de los ingenieros más importantes del país. Tras graduarse con el número uno de su promoción en el prestigioso Instituto Politécnico, empezó a trabajar para la Compañía de Puentes del Nordeste, la empresa constructora de puentes más importante de la Costa Este. Cinco años después le nombraron ingeniero jefe, le hicieron socio de la firma y le asignaron un equipo de personal de cien colaboradores. La Sociedad Estadounidense de Ingeniería Civil le nombró ingeniero del año en 1938 por su obra innovadora, plasmada en el puente sobre el río Hudson en el norte del estado de Nueva York. La revista – ¿De cuánto estás? -preguntó. – Casi de dos meses. Una sonrisa estalló en el rostro de Peter. – ¿No estás enfadado conmigo? -dijo Margaret. – ¡Claro que no! – ¿Qué hay de tu empresa y de todo lo que decías acerca de esperar a tener más críos? Peter la besó. – Eso no importa. Nada de eso importa. – La ambición es algo maravilloso, pero la ambición desmedida no lo es. A veces tienes que relajarte y disfrutar un poco de las cosas, Peter. La vida no es un ensayo general. Peter se irguió y terminó de vestirse. – ¿Cuándo piensas decírselo a tu madre? – En el momento que me parezca mejor. Acuérdate de su actitud cuando estuve embarazada de Billy. Casi me volvió loca. Tengo tiempo de sobra para decírselo. Peter se sentó a su lado, en el borde de la cama. – Hagamos el amor antes de desayunar. – No podemos, Peter. Mi madre nos matará si no bajamos en seguida. Él la besó en el cuello. – ¿Qué decías antes acerca de que la vida no es un ensayo general? Margaret cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. – Eso no es justo. Siempre le buscas las vueltas a lo que digo. – No, de eso, nada…, te estoy besando. – Sí… – ¡Margaret! Resonó escaleras arriba la voz de Dorothy Lauterbach. – Ya vamos, madre. – ¡Qué lástima! -murmuró Peter, y siguió a Margaret rumbo al desayuno. Walker Hardegen se reunió con ellos a la hora del almuerzo junto a la piscina. Se sentaron a la sombra de un parasol: Bratton y Dorothy, Margaret y Peter, Jane y Hardegen. Una brisa húmeda soplaba a rachas desde el Sound. Hardegen era el lugarteniente principal de Bratton Lauterbach en el banco. Era un hombre alto, de amplio pecho y anchas espaldas, y casi todas las mujeres pensaban que se parecía a Tyrone Power. Universitario de Harvard, durante su último año marcó un ensayo en el partido contra Yale. Sus días de practicante del fútbol americano le dejaron una rodilla hecha polvo y una leve cojera que, en cierto modo, le hacía aún más atractivo. Tenía un moroso acento de Nueva Inglaterra y la sonrisa casi continuamente a flor de labios. Al poco de ingresar en el banco pidió a Margaret que saliera con él y tuvieron varias citas. Hardegen deseaba que aquellas relaciones continuasen, pero Margaret no. Puso fin a ellas de un modo sosegado, aunque conservaron la amistad y siguió viendo a Walker con regularidad en diversas fiestas. Seis meses después, Margaret conoció a Peter y se enamoró. Hardegen se puso fuera de sí. Una noche, en el Copacabana, un poco bebido y un mucho celoso, acorraló a Margaret y le suplicó que volviera a salir con él. Al negarse ella, la cogió violentamente por el hombro y la sacudió. La gélida expresión que apareció en el rostro de Margaret le dejó bien claro que estaba dispuesta a acabar con la carrera profesional de Hardegen si éste no cesaba en su comportamiento infantil. Mantuvieron en secreto el incidente. Ni siquiera Peter lo sabía. Hardegen ascendió con rapidez eh el escalafón del banco y se convirtió en el empleado de mayor confianza de Bratton. Margaret notaba la existencia de una latente tensión entre Hardegen y Peter, una competitividad natural. Ambos eran jóvenes, apuestos, inteligentes y triunfadores. La situación empeoró a principios de aquel verano, al enterarse Peter de que Hardegen se oponía a que se le prestase dinero para montar la empresa de ingeniería. – Normalmente no soy lo que se considera un entusiasta de Wagner, y menos aún en el clima político actual -especificó Hardegen, e hizo una pausa para tomar un sorbo de su copa de vino blanco frío mientras los demás celebraban el comentario con una risita-. Lo que sí les recomiendo, sin embargo, es que no se pierdan a Herbert Janssen en su interpretación del – He oído ponerlo por las nubes -confirmó Dorothy. Le encantaba charlar de ópera y de teatro, comentar las novedades literarias y las películas que se estrenaban. Y a pesar de la enorme cantidad de trabajo que le abrumaba, Hardegen solía arreglárselas para verlo y leerlo todo y para complacer a Dorothy en ese aspecto. El de las artes era un tema seguro, a diferencia de los asuntos familiares y los cotilleos, cuestiones que Dorothy aborrecía. – Vimos a Ethel Merman en el nuevo musical de Cole Porter -dijo Dorothy cuando sirvieron el primer plato, ensalada de gambas frescas-. El título se me ha ido de la cabeza. Hardegen continuó hablando. Había ido la tarde anterior a Forest Hill, donde vio ganar su partido a Bobby Riggs. Opinaba que Riggs era el ganador fijo del Abierto de aquel año. Margaret observó a su madre, cuya mirada estaba fija en Hardegen. Dorothy adoraba a Hardegen, al que trataba prácticamente como miembro de la familia. En su momento dejó bien claro que prefería a Hardegen en detrimento de Peter. Hardegen procedía de una familia de Maine adinerada y conservadora, no tan rica como los Lauterbach, pero sí lo bastante cerca de ellos como para sentirse cómodos. Peter pertenecía a una familia irlandesa de clase media baja y se crió en el West Side de Manhattan. Podría ser un brillante ingeniero, pero jamás sería «uno de los nuestros». La disputa amenazó con destruir las relaciones entre Margaret y su madre. Y a ella puso fin Bratton, que no se mostró dispuesto a tolerar reparo alguno a la elección de esposo que hiciera su hija. Margaret se casó con Peter en una boda de cuento de hadas que se celebró en el mes de junio de 1935 en la iglesia episcopaliana de St. James. Hardegen figuró entre los seiscientos invitados a la ceremonia. Bailó con Margaret durante la fiesta y se comportó como un perfecto caballero. Incluso se quedó a presenciar la partida de la pareja hacia Europa, en un viaje de luna de miel que se prolongaría durante dos meses. Fue como si el incidente del Copacabana jamás hubiese ocurrido. Los criados sirvieron el almuerzo, salmón fresco escalfado, y la conversación derivó inevitablemente hacia la guerra que se avecinaba en Europa. – ¿Hay algún modo de detener ahora a Hitler o Polonia va a acabar convertida en la provincia más oriental del Tercer Reich? -preguntó Bratton. Abogado, así como hábil inversionista, Hardegen había asumido la misión de desembarazar al banco de sus inversiones en Alemania y de otras arriesgadas operaciones europeas. Dentro de la empresa bancaria solían aludir afectuosamente a él como «nuestro nazi interno», a causa de su apellido, su perfecto alemán y sus frecuentes viajes a Berlín. Mantenía también una red de excelentes contactos en Washington y actuaba como encargado del servicio de información del banco. – He hablado esta mañana con un amigo mío que pertenece al estado mayor de Henry Stimson en el Departamento de Guerra -dijo Hardegen-. Cuando Roosevelt regresó a Washington tras su crucero en el – Roosevelt volvió a Washington hace una semana -observóMargaret. – Exacto. Haz la cuenta tú misma. Y creo que Stimson era optimista. Me parece que la guerra puede ser cosa de horas. – ¿Pero qué hay de ese comunicado que he leído esta mañana en el Hitler había enviado la noche anterior un mensaje a Gran Bretaña y el – Creo que trata de ganar tiempo -opinó Hardegen-. Los alemanes tienen sesenta divisiones destacadas a lo largo de la frontera polaca a la espera de la orden de avanzar. – Así pues, ¿qué aguarda Hitler? -terció Margaret. – Una excusa. – Desde luego, los polacos no van a darle una excusa para que los invada. – No, claro que no. Pero eso tampoco va a detener a Hitler. – ¿Qué estás dando a entender, Walker? -inquirió Bratton. – Hitler inventará un motivo que justifique su ataque, una provocación que le permita invadir Polonia sin previa declaración de guerra. – ¿Cómo reaccionarán británicos y franceses? -preguntó Peter-. ¿Harán honor a su responsabilidad y declararán la guerra a Alemania si ésta ataca a Polonia? – Eso creo. – No le pararon los pies a Hitler en Renania, ni en Austria, ni en Checoslovaquia -hizo notar Peter. – Sí, pero Polonia es distinto. Gran Bretaña y Francia comprenderán ahora que no se debe negociar con Hitler. – En cuanto a nosotros, ¿qué? -preguntó Margaret-. ¿Podemos permanecer al margen? – Roosevelt insiste en que quiere mantenerse fuera de la zona de juego -dijo Bratton-, pero no me fío de él. Si Europa entera entra en guerra, dudo que nos sea posible a nosotros quedar al margen del conflicto durante mucho tiempo. – ¿Y el banco? -preguntó Margaret. – Estamos concluyendo todas nuestras operaciones con intereses alemanes -replicó Hardegen-. Si se desencadena una guerra habrá infinidad de nuevas oportunidades de inversión. Puede que esta guerra sea precisamente lo que nos hacía falta para librar por fin al país de la Depresión. – Ah, nada como sacarle provecho a la muerte y la destrucción -comentó Jane. Margaret miró con el ceño fruncido a su hermana menor y pensó: «Típica Jane». Le gustaba presentarse como iconoclasta: una intelectual reflexiva y enigmática, muy crítica con su clase y con lo que representaba. Al mismo tiempo, alternaba en sociedad con entusiasmo implacable y gastaba el dinero de su padre como si el pozo estuviese a punto de secarse. A sus treinta años, Jane no tenía medios de sustento ni perspectivas de matrimonio. – ¡Oh, Jane! ¿Ya has estado leyendo a Marx otra vez? -preguntó Margaret irónicamente. – Por favor, Margaret -intervino Dorothy. – Hace unos años. Jane pasó una temporada en Inglaterra -explicó Margaret como si no hubiera oído la súplica de su madre invocando paz-. Casi se hizo comunista entonces. ¿verdad, Jane? – Me asiste el derecho a tener una opinión, Margaret -replicó Jane con brusquedad-. Hitler no gobierna esta casa. – Creo que a mí también me gustaría hacerme comunista -dijo Margaret-. El verano ha resultado más bien aburrido, con tanto hablar de guerra. Convertirme al comunismo seria un sugestivo cambio de ritmo. Los Hutton van a dar una fiesta de disfraces el próximo fin de semana. Podríamos asistir disfrazadas de Lenin y Stalin. Cuando acabase el sarao, nos dirigiríamos a North Fork y colectivizaríamos todas las granjas. Sería una diversión por todo lo alto. Bratton, Peter y Hardegen estallaron en carcajadas. – Muchas gracias, Margaret -dijo Dorothy en tono severo-. Ya nos has divertido bastante por hoy. Dorothy decidió que el tema de conversación de la guerra ya había durado lo suficiente. Alargó la mano y tocó a Hardegen en el brazo. – Lamento que no pudieras asistir a nuestra fiesta de anoche, Walker. Fue maravillosa. Deja que te cuente todo lo que pasó en ella. El espléndido piso de la Quinta Avenida que dominaba Central Park había sido un regalo de boda de Bratton Lauterbach. A las siete de aquella tarde, Peter Jordan se encontraba de pie junto a la ventana. Sobre la ciudad se había desplazado una tormenta eléctrica. Los relámpagos centelleaban por encima de las verdes copas de los árboles del parque. El viento lanzaba la lluvia contra los cristales. Peter había vuelto solo a la ciudad porque Dorothy se empeñó en que Margaret asistiese a una fiesta que Edith Blakemore daba en los jardines de su casa. Wiggins, el chófer de los Lauterbach, llevaría después a Margaret a la ciudad. Y ahora el mal tiempo los iba a sorprender por el camino. Peter estiró el brazo y consultó su reloj de pulsera por quinta vez en el transcurso de los últimos cinco minutos. Estaba previsto que se reuniera para cenar en el Stork Club, a las siete y media, con el director de la comisión encargada de la carretera y el puente de Pennsylvania. Pennsylvania aceptaba los presupuestos y planos que le presentaron del nuevo puente sobre el río Allegheny. El jefe de Peter deseaba cerrar el acuerdo aquella noche. Le convocaban con frecuencia para entretener a los clientes. No sólo era joven e inteligente, sino que además estaba casado con la bonita hija de uno de los banqueros más poderosos del país. Constituían una pareja impresionante. Peter pensó: «¿Dónde infiernos estará Margaret?». Telefoneó a la casa de Oyster Bay y habló con Dorothy. – No sé qué decirte, Peter. Salió de aquí hace mucho rato. Tal vez el mal tiempo haya retrasado a Wiggins. Ya conoces a Wiggins, en cuanto asoma el menor rastro de lluvia pone el coche a paso de tortuga. – La concederé quince minutos más. Luego tendré que marcharme. Peter sabía que Dorothy no iba a pedir disculpas, así que colgó antes de que pudiera producirse un incómodo silencio. Se sirvió una tónica con ginebra, que bebió rápidamente mientras esperaba. A las siete y cuarto bajó en el ascensor y se quedó en el vestíbulo en tanto el portero salía a la lluvia y agitaba el brazo llamando a un taxi. – Cuando llegue mi esposa, dígale que vaya directamente al Stork Club. – Sí, señor Jordan. La cena transcurrió con normalidad, pese a que Peter se levantó de la mesa en tres ocasiones para telefonear a su apartamento y a la casa de Oyster Bay. A las ocho y media ya no se sentía contrariado, sino enfermo de preocupación. A las nueve menos cuarto de la noche, Paul Delano, el jefe de camareros, se acercó a la mesa de Peter. – Tiene usted una llamada en el bar, señor. – Gracias, Paul. Peter se excusó. En el bar se vio obligado a levantar la voz por encima del tintineo de los vasos y el alboroto de las conversaciones. – Peter, soy Jane. Peter percibió el temblor que estremecía la voz de la muchacha. – ¿Qué ocurre? – Me temo que ha habido un accidente. – ¿Dónde estás? – Con la policía del condado de Nassau. – ¿Qué ha pasado? – Un coche surgió de pronto frente a ellos en la carretera. La lluvia impidió a Wiggins verlo a tiempo. Cuando lo vio ya era demasiado tarde. – ¡Oh, Dios! – Wiggins se encuentra muy grave. Los médicos no tienen muchas esperanzas de que sobreviva. – ¿Y Margaret, maldita sea? Los Lauterbach no lloraban en los funerales; el dolor se manifestaba en privado. Las exequias se celebraron en la iglesia episcopaliana de St. James, el mismo templo donde Peter y Margaret se habían casado cuatro años antes. El presidente Roosevelt envió una nota de condolencia y expresó cuánto lamentaba no poder asistir a las honras fúnebres. Sí asistió la mayoría de la alta sociedad de Nueva York. Así como prácticamente todo el mundo financiero, a pesar del desconcierto que imperaba en los mercados bursátiles. Alemania había invadido Polonia y el mundo esperaba la segunda y definitiva parte de la operación. Billy permaneció junto a Peter durante el servicio religioso. Llevaba pantalones cortos, blazer y corbata. Cuando la familia desfilaba fuera de la iglesia, alzó la mano y dio un tirón a la falda del vestido negro de su tía Jane. – ¿Mamá no volverá más a casa? – No, Billy…, no volverá. Nos ha dejado, Edith Blakemore oyó la pregunta del niño y estalló en lágrimas. – ¡Qué tragedia! -sollozó-. ¡Qué tragedia más inútil! Enterraron a Margaret bajo un cielo luminoso en el terreno funerario de la familia en Long Island. Mientras el reverendo Pugh pronunciaba las últimas palabras, un murmullo se elevó y circuló entre los asistentes que se encontraban junto a la tumba, un rumor que se apagó en seguida. Al concluir el entierro, Pete regresó hacia su limusina, acompañado de su mejor amigo, Shepherd Ramsey. Shepherd era la persona que presentó Peter a Margaret. Incluso ataviado con su traje oscuro de luto parecía que acababa de abandonar la cubierta de su velero. – ¿De qué se pusieron todos a hablar? -preguntó Peter-. Fue un detalle condenadamente grosero. – Alguien que llegó tarde había escuchado un boletín de noticias por la radio de su automóvil -explicó Shepherd-. Francia y Gran Bretaña acaban de declarar la guerra a Alemania. |
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