"El embrujo de Shanghai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)3La señora Anita me recibió con una bata de seda malva ribeteada de marabú ya sin lustre ni vigor, una toalla al hombro y un vaso de vino en la mano. Era de un pueblo de Almería cuyo nombre oí pronunciar por vez primera en boca del capitán Blay: Cuevas de Almanzora. Mantuvo la puerta abierta y me miró con un leve extravío en sus bonitos ojos de cielo velados por una tristeza. Tenía unos treinta y ocho años, el pelo rubio rizado y revuelto, un cuerpo menudo y vivaz y las pupilas más azules que yo jamás había visto. Su rostro fatigado, con los párpados grávidos y la boca despintada, reflejaba una dulzura inerme y agraviada. – Vengo de parte del capitán Blay -dije-. Por el dibujo… Me miró un rato como si no entendiera. Luego sonrió: – Ah, sí. Pasa. Pero me parece que Susana aún no se ha decidido. Esta hija mía es un poco lunática, ¿sabes? – Si quiere vuelvo otro día. – No, no, pasa. -Tiró de mi brazo y cerró la puerta-. No se lo digas al pobre Blay, pero la verdad es que me parece una solemne tontería lo que se propone… Pero bueno, será un entretenimiento para la niña, tendrá compañía por las tardes, cuando yo no estoy. ¿Cómo te llamas, guapo?, – Daniel. – Daniel. Qué nombre más bonito. Mi Susana se habría llamado igual de haber sido un chico… ¡Daniel y los leones! Siempre me gustó. Bueno, sigue por este pasillo hasta el comedor, a la izquierda está la galería. -Alzando la voz y dirigiéndola al fondo del pasillo añadió -: ¡Cariño, es el chico del dibujo! No hubo respuesta y yo no me moví. La música de la radio cesó. – Anda, ven. -La señora Anita se colgó de mi brazo y me llevó-. Y no le hagas mucho caso si te pone mala cara. En realidad te estaba esperando. Me acompañó un trecho, hasta el umbral de un dormitorio que supuse era el suyo, y me animó con una sonrisa a seguir yo solo hasta la galería. Por dentro, la torre no era tan grande como parecía vista desde fuera. Pero ya en esta primera visita, el corredor en penumbra me confundió: parecía interminable, tan largo que me produjo la extraña sensación, mientras avanzaba por él, de estar rebasando los límites de la torre y de adentrarme en otro ámbito. Caminaba bajo un techo alto de estucados roídos por una lepra y había en las paredes cuadros antiguos en artísticos marcos, espejos modernistas con nubes ciegas y por doquier figuras de mármol y de porcelana en pedestales, algunas descalabradas y acumulando polvo; capté el olor rancio de los muebles y recordé que los padres de Susana habían sido ricos. Los pesados muebles de caoba tenían un aire de armatostes inamovibles, rencorosos y de algún modo peligrosos; parecían los mudos testigos de un drama que hubiese tenido lugar aquí años atrás, y del cual ni Susana ni su madre se hubiesen aún repuesto. Me llegó también, según me acercaba a la galería, el aroma a eucalipto y la humedad cálida y enfermiza del ambiente: una densidad del aire y un olor que no había respirado en ninguna casa y que me produjo una mezcla de excitación y de aprensión. Decidí mantenerme a prudente distancia de la cama de la enferma. Cruzando el comedor vi una garrafa de vino destapada sobre la mesa, y enseguida, al asomar la cabeza a la galería, oí su voz: – Pasa. ¡Deprisa, hombre, antes de que venga mamá! La olla humeaba sobre la estufa y el sol pálido penetraba en la galería como en un acuario, bañando la pequeña cama de cabecera metálica arrimada a la pared y la mesilla de noche con un aparato de radio que era una reliquia. En el otro extremo había una mesa camilla, dos sillas y una mecedora blanca. En una de las sillas, de pie y apoyado contra la pared, un cojín con encaje de bolillos a medio hacer. Me sorprendió encontrar a la niña tísica sentada al borde de la cama con la espalda muy erguida, las piernas cruzadas y el camisón subido hasta las rodillas, descalza y con una margarita de trapo en el pelo, los brazos en jarras y la toquilla sobre los hombros. Mantenía la postura con algún esfuerzo y me miraba con ojos confiados y desafiantes, como exigiendo mi aprobación. Yo no podía entonces adivinar que esa rebuscada postura y ese encanto improvisado era el resultado de horas de meditación y de ensayos frente al espejo: se mostraba así porque había decidido que yo la dibujara así, y esa aura de ansiedad que irradiaba su expresión, esas desesperadas ganas de gustar, la pulsión animal que flotaba en los aledaños de sus labios pálidos y secos y en las finas aletas de su nariz era tan intensa y directa que me pareció la muchacha más hermosa que había visto nunca. Su pelo negro enmarcaba una frente translúcida, brillante de sudor, y sus mejillas lucían pequeños rosetones a fuerza de pellizcos, como no tardaría en saber. Tenía el labio superior muy dibujado y grueso y un poco replegado hacia la nariz, por lo que parecía más ancho y carnoso que el inferior y le daba a su boca un aire enfurruñado, infantil y turbador a la vez. No mostraba ojeras ni las mejillas chupadas ni el pecho hundido, no estaba excesivamente pálida ni respiraba con la boca abierta ni nada de eso; no se parecía en absoluto a la muchacha tísica que había imaginado y que nada más verla, sólo con respirar a su lado, podía contagiarme sus humores envenenados y su febril ensoñación en torno a la muerte. Junto a ella, sobre el lecho, había fotos recortadas de revistas y diarios, unas tijeras, un frasco de agua de colonia, una baraja y un gato negro de felpa con ojos verdes de vidrio, sobre cuya cabeza la enferma apoyaba la mano. – Yo te conozco -dijo-. Te llamas Daniel. – Sí. – Eres el chico que descubrió un gran escape de gas en la plaza Rovira. – Lo descubrió el capitán Blay. – Y vives en la calle Cerdeña. – Sí. – Y no tienes padre -bajó el tono y añadió -: ¿Verdad? En su voz anidaba una somnolencia que a ratos se enredaba en una flema adherida a sus cuerdas vocales; pensé que tendría mucha fiebre, y que su voz transmitía de algún modo esa fiebre y esa flema contaminada. – ¿Verdad que no tienes? -volvió a decir. – No lo sé. – ¡¿No sabes si tienes padre o no?! ¡Pues chico, estás tú bien! ¿Eres tonto o qué? Observé sus uñas cuidadas, pintadas con esmalte rojo cereza. – Nunca volvió de la guerra -dije-. Pero no sabemos si lo mataron, nadie lo sabe. Podría estar vivo en alguna parte, con la memoria extraviada o malherida, quiero decir, sin acordarse de su familia ni de nada, y no saber volver a casa… Así que no puedo decir que no tengo padre. Susana me miró con curiosidad y luego dijo: – Pues como si no lo tuvieras. Lo mismo que yo. -Sacó su pañuelo de debajo de la almohada, lo empapó en agua de colonia del frasco que tenía a mano y se mojó las sienes y el cuello. El pañuelo era de una blancura impoluta. Ahora me miraba con recelo y añadió-: Tú eres un poco rarito, ¿verdad? – ¿Yo? ¿Por qué? -me encogí de hombros. Sin apartar sus ojos de mí, ella parecía reflexionar. Luego habló enfurruñada: – ¿No te han dicho que estoy muy enferma y que no debes acercarte mucho, niño? – Sí. – ¿Y sabes lo que tengo? Tardé un poco en responder: – Tienes los pulmones enfermos. – No señor. Los pulmones no. El pulmón. Sólo uno. ¿Y sabes cuál? – No. – El izquierdo. Permaneció callada un rato y sin dejar de escrutar mi cara. Había en su mirada una rebuscada malicia y una voluntariosa crispación que se imponía al mandato de la fiebre y a los agobios de la sangre y que muchas veces, a lo largo de nuestra relación, llegaría a turbarme más que la idea misma del contagio. De pronto pareció muy fatigada, cerró los ojos y suspiró lenta y cuidadosamente, como si temiera hacerse daño. Entonces dije: – Finito me dio esto para ti -y le entregué las horquillas y el almanaque de Rip Kirby, al que no dedicó ni una mirada. Escogió dos horquillas y mientras se las ponía, recogiendo el pelo sobre la nuca y las pálidas orejas, observé en la mesilla de noche la foto de su padre en un marco de plata: el Kim con un abrigo claro de solapas alzadas, de medio perfil, el ala del sombrero tapándole un ojo y la sonrisa ladeada. En sus ojos sombríos anidaba una luz socarrona, el chispazo de la aventura. – ¿Es verdad que sabes dibujar? -dijo Susana. – Un poco. Abrí la carpeta y le enseñé los dibujos que había escogido, uno de un almendro en flor, una bruma rosada copiada del natural en el Baix Penedès, y dos del parque Güell que a mí me gustaban mucho por su colorido; uno del dragón de cerámica de la escalera y otro del banco ondulante de la plaza con la silueta de Barcelona al fondo. No le entusiasmaron, y le mostré una lámina que llevaba de reserva: Gene Tierney con un vestido verde muy ceñido y sentada sobre el mostrador de un casino, insinuante y despeinada, el humo del cigarrillo enroscado en su cara. La había copiado del programa de mano de una película y estaba regular el dibujo, no tenía mérito, ni siquiera se parecía mucho, pero fue el que más le gustó. – Éste está muy bien. Qué guapa. -Me devolvió la carpeta, se quitó las horquillas y se soltó nuevamente el pelo, descruzó las rodillas y volvió a cruzarlas y añadió bajando la voz -: ¿Mamá sigue en el baño? – No lo sé. – Tenemos que darnos prisa. Si me ve fuera de la cama le da el ataque. – Humedeció sus labios con la lengua, los mordisqueó, se pellizcó las mejillas-. Ahora mírame. ¿Qué tal? No supe qué contestar. De pronto parecía una pepona. Insistió: – ¿Estoy bien así? -No te entiendo. – Así como estoy, sentada en la cama. Quiero que me dibujes así, como si ya estuviera curada y a punto de salir a la calle, con colores en las mejillas y zapatos y un vestido verde que todavía no puedo ponerme pero que un día te enseñaré. Nada de camisón y toquilla de lana, nada de lo que ves. Debería tener algo en las manos… un espejo, o un bolso muy bonito que me regaló papá. ¿Qué te parece, sabrás hacerlo? Le dije que eso no era lo convenido con el capitán Blay y que yo tenía instrucciones de dibujarla postrada en la cama, muy pálida y respirando el humo tóxico de la chimenea de la fábrica… – ¡Y con grandes ojeras y la cara chupada y hecha una birria, vamos! -me cortó otra vez enfurruñada-. Una pobre tísica a punto de diñarla. ¡Pues no! – Tampoco es eso -dije para animarla-: Se te ve casi curada. Vaya, estupendamente. Pero el capitán quiere que en el dibujo se te vea de otra manera… – ¡Sé muy bien lo que quiere el viejo locatis! Estaba muy contrariada y descompuso la estudiada postura, creyó oír los pasos de su madre y se metió apresuradamente en la cama, la espalda apoyada en los almohadones y estirando las sábanas y el edredón celeste hasta su pecho. Pero su madre no apareció. – Pues así no quiero que me dibujes -añadió sin mirarme-. Metida en la cama y tosiendo como una pánfila, no. – Bueno, podrías estar echada encima, como si descansaras… No te sacaré muy pálida, vaya, lo menos posible. Y puedes llevar una flor en el pelo, si quieres. Si el dibujo fuera para ti, lo haría a tu gusto. Susana movió la cabeza despacio y me miró con curiosidad. – Es que no lo quiero para mí -reflexionó unos segundos y volvió a animarse-. Está bien, haremos una cosa. Dejaré que me dibujes para el capitán así, como una niña tótila rodeada de medicinas; pero con una condición: me harás otro dibujo en la postura que yo te diré, vestida y peinada como yo te diré, en colores y de lo más bonito. El retrato de una chica más alegre y más guapa, un retrato en el que se me ha de ver tal como seré dentro de muy poco, de unos meses… – El dibujo para el capitán también será bonito, ya verás. – Ése no me importa. -Cogió el gato de felpa y lo apretó contra su pecho-. Puedes dibujarme fea y esmirriada y con la cara blanca como la cera y los ojos colorados de fiebre, y hasta escupiendo sangre, me da igual. Pero el otro sí me importa, porque es para mandárselo a mi padre y no quiero que me vea enferma y birriosa. ¿Entiendes? – Sí. – Será un regalo sorpresa para él, ¿entiendes? – Que sí, que sí. – Entonces, ¿lo harás? – Espero que me salga bien… – ¡Pues claro! ¡Te quedará precioso! – ¿Y de fondo ponemos también la chimenea y el humo que te envenena, como en el dibujo para el capitán Blay? Se encogió de hombros. – Me da igual. No tiene nada que ver conmigo ni puede afectarme, ni ese asqueroso humo ni el olor a gas ni nada de nada de lo que pasa por ahí… Nada. – ¿Por qué lo dices? Sus ojos brillantes me miraban fijamente, pero no parecían verme. – Porque muy pronto me iré lejos de aquí -dijo con una sonrisa maliciosa-. Por eso, niño. |
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