"La Exhalación" - читать интересную книгу автора (Gary Romain)

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Fukien se encuentra en la orilla Sur del Yangtsé y, según el remoto conocimiento del pueblo chino, su suelo fue siempre el más fértil de China y, sin embargo, nunca consiguió alimentara sus habitantes. La fertilidad provenía de la tierra rica y húmeda, casi tan buena como la tchernozem rusa, e igual que la pobreza llegaba también con el Yangtsé, pues en esta región llana no había obstáculos para la fantasía devastadora de las corrientes cuando el río corría libre como lo hacía cada tantos años en ciclos periódicos, como celebrando algún ritual pagano. Ahora, por primera vez, el pueblo de la República China estaba poniendo coto a los caprichos medievales del río. La represa de Fukien estaba terminada desde hacía un año. Dos mil obreros brindaron su máxima buena voluntad y espíritu para la inmensa planta hidroeléctrica, y la gratitud de los campesinos, libres al fin de la plaga inmemorable, los había hecho los más adictos y fieles partidarios del régimen. En repetidas ocasiones la comunidad de Fukien había obtenido una mención de honor del partido. Por encima de toda norma prescripta, los obreros se ofrecían voluntariamente para trabajar. En Fukien no había vida hogareña, ni vida de ocio, ni de amor, apenas el presente, solamente el futuro. En el área cultivaban más alimentos por acre que en cualquier otra granja colectiva de China. La victoria sobre el Yangtsé había despertado a la gente que se preocupaba por cosas aun más importantes para el futuro. Se habían propuesto ser los primeros en el salto tecnológico e industrial que daría China. Pero no ignoraba que si en el país existía gente dispuesta a alimentar mediante su energía el nuevo sistema experimental de fuerza, entre la misma se contarían los granjeros y los obreros de Fukien, los que habían sido liberados del dragón por la tecnología moderna.

Un joven miembro del partido lo condujo del aeropuerto al pueblo. Se mantenía respetuosamente silencioso ante la presencia de un general joven, héroe de la República Popular y figura venerada en su pueblo natal.

Toda la comarca estaba bajo severo control militar. Había controles cada pocas millas y su llegada era transmitida de tramo en tramo por radio-teléfono. Después del tercer control, el conductor se dirigió a Pei para excusarse.

– Es a causa del auto, camarada general, dijo-. Aún se encuentra en la faz experimental y en la lista de los secretos máximos.

Pei sintió que la boca se le secaba, y se maldijo severamente por el resurgimiento del medievalismo del que su padre era culpable. Desde su más tierna infancia, su mente había sido envenenada por cuentos de viejas sobre dragones y espíritus, lo que le había dejado un trauma psíquico. Siguió manteniendo los ojos sobre la ruta. Sentía el traqueteo dolorosamente. Tenía un cuerpo de Pobeda al estilo ruso. De pronto sintió náuseas, una especie de horror físico, como si todos sus nervios estuviesen recibiendo un mensaje intolerable. El principio científico era bien simple: el movimiento era el resultado de las características naturales de la energía, en otras palabras, su "tracción", que trataba de liberarse.

– Lo que resulta extraño, camarada general, es que no parecen importar ni la edad ni el sexo de la energía. No interesa si es de una mujer, de un niño o de una anciana.

– Pienso que no estás suficientemente entrenado para la tarea, camarada -dijo Pei amablemente-. Das la impresión de que has estado escuchando algunas historias de viejas comadres.

– Por favor, no les cuente eso, camarada general. Por favor perdone mi pensamiento atrasado y reaccionario…

– Está bien. No te delataré; te lo prometo.

Luego el conductor hizo un chiste sólo para demostrar que no estaba preocupado. Era el más antiguo chiste chino y fue acompañado por la más vieja sonrisa china.

– No me importaría nada si allí dentro estuviese mi suegra -aseguró.

Pei se dirigió directamente al hospital.

La gente le decía a menudo que Lan era muy hermosa, pero Pei no opinaba al respecto. Ciertamente nunca había mirado a otras mujeres, y el opinar que una mujer era hermosa o no significaba haberla mirado con ojos experimentados. Lan había sido una actriz en el Teatro del Pueblo, que prometía mucho, pero llegó la enfermedad golpeándola con toda la fuerza y los médicos le dijeron que la misma databa de largo tiempo, desde la niñez, y Pei supo que así había sido. Recordaba las inundaciones y el hambre y cómo robaba un puñado de arroz para llevárselo. Se sentó junto a la cama y los dos entrecruzaron una sonrisa optimista. China tenía un gran futuro por delante; las cosas mejoraban a gran velocidad; no había ninguna razón para sentirse tristes y desalentados. Las enfermeras sonreían; los médicos llegaban y sonreían: los otros pacientes los miraban; contentos escuchaban su conversación y reían con discreción. Todos sabían quién era el general Pei y estaban ansiosos de demostrarle su indestructible fe en el futuro, aunque en este pabellón casi todos se estaban muriendo. No obstante, colectivamente, tenían ambiciones tremendas, y allí estaban, radiantes, yaciendo sobre las espaldas, demasiado débiles para moverse. Pei se sentó junto a la cama tratando de encontrar las palabras adecuadas, palabras para transmitirle a Lan valor y esperanza haciéndola enfrentar el futuro con confianza.

– Este año nuestro crecimiento económico ha sido doblemente más rápido que el del resto del mundo y casi tres veces mayor que el de los países desarrollados capitalistas.

– Estoy tan contenta -comentó.

– Nuestros camaradas de la industria textil han incrementado la producción en más de un setenta y cinco por ciento.

Ahora podían mostrar deleite, aunque no les estaba permitido tomarse de las manos ni besarse, y todos sabían que en la forma de sonreírse no había nada de personal o de egoísmo, que la luz de los ojos y la ternura de las sonrisas se debían al incremento de la tasa de producción de los obreros textiles y el crecimiento general económico del país. En China no existían los pequeños mundos privados.

Siguió contándole todas las buenas noticias, puesto que estar allí sentado, en silencio, hubiese sido embarazoso. Había muchas otras cosas que deseaba contar, si bien lo que quería era tenerla en los brazos. La deseaba sobre todas las otras cosas de la vida, casi tanto como ansiaba la prosperidad y la libertad del pueblo chino. Ya era la hora de partir, empero no conseguía arrancar de allí y seguía sentado un tanto rígido, la gorra que tenía la estrella roja sobre las piernas y la cabeza calva al descubierto, mientras trataba de pensar en alguna otra cosa que decir, de las que le gustan a las muchachas.

– Los números muestran que hemos elevado nuestra producción agrícola e industrial en un diez por ciento anual.

Era una buena excusa, y Lan le tomó la mano apretándola con amor.

Los médicos sonreían, las enfermeras sonreían y los enfermos sonreían, compartiendo su felicidad. Era el general más joven del Ejército del Pueblo y aunque hubiese venido a visitar a su novia, se dirigía a todos y compartía su presencia.

Guardó la mano de él el mayor tiempo posible sin que pareciese algo personal y, entonces, Pei advirtió lágrimas en los ojos; mas no importaba, nadie podía verlas.

Se puso de pie, sonrió y pasó por delante de los otros enfermos, intercambiando algunas palabras, diciéndoles que pronto mejorarían y volverían a trabajar diez horas diarias como todos los trabajadores, que la atención médica era la mejor, y que pronto volverían a ser útiles.

Luego se dirigió al consultorio de los médicos; habló con ellos durante unos minutos. El especialista en enfermedades pulmonares le dijo que Lan tenía menos de un pulmón y que casi constantemente estaba en la carpa de oxígeno. Poseían el mejor equipo técnico checoslovaco y, de ser posible, desearían conseguir más carpas. Le dieron todos los detalles y las últimas estadísticas sobre el hospital. Pei los escuchó atentamente, pues los temas eran de interés general, verdaderamente importantes, los únicos importantes.

Pei pasó las horas que siguieron visitando la nueva planta de energía y los montajes que almacenaban los primeros equipos de calefacción, último adelanto de los nuevos hogares para obreros. Era una planta en pequeña escala, y el estado mental de los obreros allí empleados era de un equilibrio total, probablemente debido a la cuidadosa supervisión del ingeniero jefe de la estación experimental, el doctor Han Tse, un activo y enérgico hombrecito, de anteojos brillantes. El doctor Han Tse aclaró que los obreros tenían privilegios especiales, excelentes raciones alimenticias y vestimentas extraordinarias.

– El único efecto negativo con el que hemos tropezado es el apego casi excesivo relacionado con el envase. La gente tiene tendencia a considerarlo casi como una mascota. Ya hemos podido abastecer a algunas familias de calentadores portátiles y si usted quiere puede observar personalmente cómo la gente se adapta…

Era un pequeño departamento, limpio y agradable, en la nueva manzana, el primero del pueblo de esa naturaleza e importancia. La familia se componía de un obrero, su esposa, tres hijos y el abuelo de setenta años. El anciano estaba achacoso, yacía en cama, la cara arrugada de campesino y la tradicional barbita de los mayores. No tenía ninguna enfermedad fuera de vejez y cansancio. El departamento tenía calefacción; y era alegre; en los lugares apropiados se veían los retratos de Mao Tse-tung y de Lenín. El padre estaba en la planta de energía; los niños habían regresado de la escuela. Corrían alegremente por allí; la mujer recibió a los visitantes con una sonrisa feliz. Trabajaba en el montaje, pero era su día de descanso. El anciano consiguió esbozar una especie de sonrisa, en sus casi invisibles labios blancos, aunque en sus ojos había una expresión de asombro, y era difícil decir si aún quedaba algo en su mente, excepto una especie de perpleja sorpresa. En la pared, colgado sobre la cama, había un pergamino que tenía una leyenda hermosamente escrita: Estoy feliz de dar lo mejor para el bienestar de mi pueblo.

El pequeño tanque blanco que estaba sobre el piso se conectaba con el calentador, cerca de la ventana, con las lámparas y con los aparatos que se utilizan en la cocina.

Sobre el tanque había un ramo de flores.

De tanto en tanto el anciano dirigía la mirada hacia el calentador; entonces la expresión de asombro de sus ojos parecía aun mayor. Su nieta reía alegremente y los otros niños jugaban en un rincón.

– Como usted puede ver -dijo el doctor Han Tse-, las condiciones psicológicas son excelentes. Excepto, tal vez, lo del ramito de flores. Por supuesto, ésta no es una situación típica. Las circunstancias son particularmente favorables. Aquí existe una relación de familia. Estamos pasando un invierno muy frío y es obvio que el anciano se deleita con la idea de que pronto podrá contribuir al bienestar físico de sus nietos. Los lazos familiares crean aquí, por supuesto, las condiciones ideales.

El anciano de pronto se rió y vio que su nieta y los niños empezaban a reír sin parar. Fue entonces cuando Pei llegó a la conclusión de que el doctor Han Tse estaba completamente equivocado.

La familia entera, el abuelo, la mujer y los niños estaban en un estado que rayaba con la idiotez. La mujer no podía dejar de reírse, y los tres niños estaban al borde de la histeria. En cuanto al anciano, juzgando por la expresión de los ojos, era bastante evidente que tenía la sensación de que el tanque lo miraba.

– Aquí tenemos un excelente caso de la vieja generación adaptándose muy bien -dijo el doctor Han Tse.

Y, entonces, sucedió. Proviniendo de un hombre de su edad y en ese estado de postración, fue casi increíble; pero la velocidad de relámpago con que el campesino moribundo saltó de la cama fue fenomenal. Con un sonoro y corto grito, el venerable anciano saltó por encima del tanque y del calentador, atravesó la puerta y, pocos segundos después Pei lo vio atravesar la calle a la disparada y luego los campos, echando de vez en cuando una mirada hacia atrás como para asegurarse de que el tanque no lo seguía de cerca. Luego la mujer se tiró sobre la cama boca abajo, y se puso a dar gritos espasmódicos, histéricos y de terror.

– No creo que podamos sacar ninguna conclusión positiva de aquí -dijo el doctor Han Tse cuando salían-. La relación de familia es anticuada…

El joven general se dio cuenta de que la prueba decisiva sería la visita al hospital. Al acercarse el edificio rodeado por algunos cientos de baldosas blancas perladas, distribuidas en forma de obelisco, pertenecientes a los acumuladores o captadores, no muy diferentes de los pozos de petróleo, sintió que un recelo se apoderaba de él. Como soldado había visto morir a sus mejores camaradas y había leído en los ojos la última súplica de muda imploración. Pero esto era diferente, porque no había ojos que lo mirasen y, sin embargo, mientras caminaba entre los exhaladores, todos sus nervios parecían estar recibiendo un mensaje de angustia. Trató de decirse que estaba siendo víctima de la histeria colectiva, mas no pudo sustraerse a la sensación de que el llamado, el mensaje, era casi físico, que dentro de él había algo que ahora actuaba como un receptor interno. Era casi como si los seres humanos pudiesen incorporarse uno dentro del otro, como si existiese una especie de unidad orgánica, una fraternidad, y como si algo esencial no se pudiera capturar o destruir sin que una herida interior se propalase de un hombre a otro a través de la humanidad entera.

Advirtió que estaba en el jardín del hospital y que el doctor Han Tse lo miraba con curiosidad.

– ¿No se siente bien, camarada general? Pei lo miró fijamente y asintió.

– Estaba pensando en el nuevo futuro que la ciencia comunista abre ante nosotros -dijo.

– Nuestro pueblo está completamente convencido de ello -dijo rápidamente el doctor Han Tse-. Desde que hemos hecho explotar nuestra primera bomba atómica no ha habido más que alegría y regocijo en todas partes.

La sala de espera se encontraba en la planta baja. Allí estaban sentadas aproximadamente treinta personas entre hombres y mujeres. Al principio Pei creyó que eran enfermos que concurrían al hospital para seguir tratamientos. Pero luego reparó en los receptores que cada uno sostenía sobre las rodillas. Estaban sentados como si estuviesen esperando que se les distribuyera comida. Los envases eran todos del mismo tamaño, el tamaño de una lata de nueve litros deformada.

– Estamos llevando a cabo una distribución de exha para uso individual -explicó el doctor Han Tse-. Lo realmente notable al respecto es la multiplicidad de usos de las pilas. Cada envase puede ser conectado sin dificultad a una heladera o a una cocina. Un muchachito hábil puede ponérselo a su bicicleta para transformarla en una moto. Al principio hubo algunos incidentes. Desaparecieron algunos de los envases, y los encontramos tirados en el campo; tenían muestras de que algún rufián estuvo tratando de abrirlos. Por supuesto, no pueden hacerlo; están hechos con estalagnita. Puro vandalismo. Dentro de pocas semanas tendremos iluminación en las calles y calefacción para toda la ciudad suministradas solamente por el hospital.

Pei miraba a un muchacho que encabezaba la fila, y que sostenía el envase sobre las rodillas. Sus ojos miraban la luz verde sobre el calibrador. Pei vio que la luz verde se desvanecía y, poco a poco, se enrojecía. El exhalador estaba alimentado.

Nuevamente pensó en Lan.

Del bolsillo extrajo un pañuelo y se enjugó, la frente. El muchacho continuó mirando la luz roja; luego se levantó de la silla y empezó a alejarse.

Parecía tener una cierta dificultad para caminar.

– ¡Oh, estará bien! -aseguró el doctor Han Tse-. Algunos de estos chicos todavía tienen a su alcance literatura occidental, y ocasionalmente experimentan alguna reacción de decadencia burguesa. Probablemente también escuchen música occidental.

Subieron hasta los pabellones de los enfermos.

– Todavía no hemos instalado ascensores. Por supuesto, haremos que el hospital se sustente por sí mismo. No se desperdiciará ni un átomo de energía. Creo, camarada general, que mucho depende del informe que usted haga. Me doy cuenta completamente de que no es solamente una cuestión técnica. Que está involucrada una decisión básica ideológica. Aunque soy reacio a admitirlo, el experimento tiene un aspecto técnico que es un tanto perturbador. Este nuevo adelanto hace que los trabajadores chinos sean más vulnerables a la propaganda de Occidente.

Pei ya no escuchaba. Habían entrado en una de las salas y caminaban entre dos filas de camas.

– Ésta es la sala de psiquiatría, ¿no es verdad?

El doctor Han Tse estaba profundamente molesto.

– No, -dijo disgustado-. No, solamente los casos que ya se consideran incurables.

– Noto que se les ha dicho.

– Tuvimos que decírselo. Es la base de todo el experimento. Queríamos estudiar las reacciones.

Pei, de pie, en el centro de la sala, trataba de no mirar y de no escuchar. Era más de lo que podía soportar. Tenía que valerse de toda su voluntad para no apretarse las orejas. Jamás en toda su vida había escuchado nada igual. Muchas veces había caminado por los campamentos de emergencia de las líneas de combate escuchando las voces de los soldados heridos que yacían en el barro antes de que llegaran las camillas y que se les administrara una inyección. Pero, esto era completamente diferente. No había palabras para describirlo, porque ahora era tal el aceleramiento del progreso que todas las palabras pertenecían al pasado. Se recorría una gama que iba desde la risa de un imbécil hasta los gemidos y ladridos de hombres transformados en perros. Ni siquiera empezaba a transmitir el lamento de los seres humanos enfrentados aun terror mucho más grande que todo lo que la vida puede ofrecer.

– Tuvimos que decirles -musitó el doctor Han Tse-. No había otra forma…

– ¿Dónde está el teléfono?

– Afuera, en el vestíbulo…

Pei hizo un movimiento hacia la puerta; en seguida se detuvo.

– Detendremos el experimento inmediatamente -dijo rápido-. En este mismo instante. ¿Me escucha? Quiero que todos los envases de la sala de espera se apaguen ahora mismo y que todos los acumuladores exteriores sean desconectados. ¡Corra, hombre, corra! Tomo toda la responsabilidad. Estoy aquí bajo órdenes especiales del presidente Mao Tse-tung. Suspenda, me escucha, suspenda todo ya mismo. Deberá anunciarlo sin dilación por el alto parlante. Quiero que al instante se anuncie a todos los enfermos aquí presentes que por orden del Comité Central del Partido Comunista… no, por orden personal de Mao Tse-tung,… no serán utilizados. Repito, no serán utilizados. Quiero que esta orden se cumpla en el acto.

Corrió hasta el pasillo y se apoderó del teléfono. Le llevó apenas unos minutos conseguir con Pekín; luego pasó la señal que indicaba que tenía la suficiente autoridad como para hablar personalmente con Mao Tse-tung.

El general Pei tuvo que esperar más de veinte minutos, lo que le dio tiempo para recobrarse. También le dio tiempo para pensar con mayor mesura y rigor y para efectuar una autocrítica de sí mismo.

Los científicos ya lo habían prevenido sobre los efectos traumáticos de lo que se conocía como el "escape" de exha: la histeria, el desequilibrio emocional, el sentimentalismo, todo lo cual tendía a causar engaños típicamente burgueses, pseudo humanitarios, individualistas y espirituales. Su propia reacción ante lo que había presenciado en el hospital demostraba cuan fácil era ser presa de todos los escombros podridos de la cultura "idealista" burguesa. El otro factor evidente era la preponderancia que tenía en su mente el amor que sentía por Lan, antepuesto a las consideraciones esenciales marxista-leninistas. La idea de que su exhalación sería usada para alimentar el sistema energético que trabajaba eternamente en alguna planta industrial, le resultaba aborrecible y, por supuesto, no era nada más que individualismo reaccionario que demostraba cuan firmemente seguía influido aún por el obscuro pasado supersticioso del pueblo. Recordó las palabras pronunciadas por Chou En-lai: "El pensamiento guía de un científico socialista debe alcanzar a la sociedad sin clases. Una vez que su pensamiento ha sido adquirido por las masas, la fuerza espiritual se volverá fuerza material.

La fuerza espiritual se volverá fuerza material… Pero el mismo Mao, durante la revolución cultural había dicho: Primero la cultura, luego la economía; el hombre antes que el acero. El joven general estaba profundamente perturbado, incapacitado para tomar una decisión, y esto lo hacía sentirse enojado consigo mismo.

Aún esperaba que lo comunicaran con el presidente cuando apareció en el corredor un practicante que le anunció que en el consultorio del médico había un llamado urgente para él. Entró y tomó el teléfono.

– ¿El general Pei Hsiu?

Pei reconoció de inmediato la voz seca y de hierro.

– El general Hsiu Lin al habla. Tengo entendido que usted está en Fukien realizando una gira de inspección.

– Correcto, camarada Hsiu.

– Por supuesto estará al tanto de que el sector está fuera de los límites fijados para quienquiera que no haya recibido órdenes del mariscal Lin Piao.

– Me encuentro aquí por instrucciones personales del presidente Mao -contestó Pei con calma.

Una pausa; luego en la voz del jefe de estado mayor se notó una nota llena de sarcasmo.

– Estoy seguro de que el ejército estará muy contento al saber que el camarada Mao se interesa en nuestro gran proyecto… por fin.

La mandíbula de Pei se endureció. Era el primer desafío abierto y deliberado de los jefes del ejército hacia el Fundador.

– No dejaré de transmitir al presidente sus conceptos -dijo presuroso.

Hubo otro momento de incómodo silencio.

– ¿Y qué más le hará… presente, general Pei Hsiu? ¿Supongo que estará preparando un informe?

– Así es, camarada general.

– ¿Puedo preguntar qué clase de informe será? Me siento obligado a recordarle que fuesen cuales fuesen sus deberes políticos con el presidente, usted sigue siendo un oficial de alta graduación del Ejército Popular y que, como tal, tiene responsabilidad directa con respecto a su jefe el mariscal Lin Piao. ¿Qué clase de informe será, camarada general?

Todas las dudas y vacilaciones habían desaparecido. Ya se había decidido, su conciencia estaba en paz. Estaba en contra del nuevo sistema de energía. Estaba en contra del uso total e inhumano de la energía del pueblo chino en la búsqueda sin fin del poder absoluto: Y también sabía que su amor por Lan no era la razón culpable y secreta oculta en su elección. La razón era que amaba y respetaba a los campesinos y a los obreros de China. Primero la cultura, luego la economía; el hombre antes que el acero… Cuando habló fue sin ironía, porque había aprendido de su Maestro el arte de la astucia y de la sagacidad. Porque lo que estaba en juego era muchísimo más importante que el consentirse a sí mismo un sarcasmo. Pero como se encontraba solo en la habitación, no hizo ningún esfuerzo para suprimir la expresión de enojo, de resentimiento y de casi crueldad de su cara.

– Con gusto informaré al presidente Mao que el gran proyecto del Ejército está saliendo bien y que apunta a un glorioso futuro para el pueblo de China -aclaró.