"La presa" - читать интересную книгу автора (Brennan Allison)Capítulo 2 Michael Flynn siguió las instrucciones que le había dado Annette O'Dell para llegar a la casa de Rowan Smith, aunque no necesitaba conocer la dirección exacta para saber cuál de las grandes casas frente a la playa era la suya. Incluso ahora, un día después de hacerse pública la noticia, una docena de coches y furgonetas, más una solitaria moto -todos con acreditaciones de prensa- estaban estacionados frente al número 25450. Condujo su SUV negro por la pendiente de la entrada. La casa, desde la fachada principal, le decepcionó por lo pequeña y corriente que era, si bien las casas de Malibú en ese barrio eran espaciosas y aprovechaban al máximo la vista que tenían del mar. La casa de Smith se encontraba al final de una hilera de construcciones que compartían una playa privada. Si no recordaba mal, varias de aquellas casas habían quedado destruidas hacía años por una fuerte tormenta. Como prueba de la destrucción, vio los refuerzos de hormigón que seguían la línea del barranco en torno a las casas para evitar los corrimientos de tierra, principales causantes de los daños a las propiedades de la costa. Cerró el coche con llave por si algún miembro de la prensa depredadora se interesara por su identidad. Seguro que les habrían advertido sobre la violación de la propiedad privada porque, a pesar de percatarse de su llegada, se quedaron en la calle, y en los lindes de la propiedad. Flynn respiró hondo, y le agradó el penetrante aire salado. Pensó que podría acostumbrarse a un lugar como aquél. Miró alrededor de la casa y frunció el ceño. Era difícil proteger las propiedades que estaban en primera línea de mar. No había rejas ni vallas entre las casas, y se podía acceder a ellas por cualquiera de los cuatro costados. Sin embargo, uno de los lados de la casa de Smith lindaba con las paredes de un barranco. Era prácticamente imposible que alguien pudiera tener acceso a la propiedad desde ese punto. Quedaban tres lados desprotegidos. De pronto, un Volkswagen escarabajo de color amarillo llegó casi volando hasta la entrada y se detuvo detrás de su camioneta. Michael frunció el ceño ante esa manera atolondrada de conducir que tenía Tess. Le había sorprendido que aprobara el examen para obtener la licencia de conducir al primer intento. Ahora la vio salir del coche con su portátil en la mano y acercarse a él a toda prisa, con su pelo negro y rizado agitándose en la brisa. Flynn sacudió la cabeza. Su hermana siempre desbordaba energía. – Siento llegar tarde -dijo, y al sonreír aparecieron en sus mejillas sendos hoyuelos. – No has llegado tarde. Se supone que no tienes por qué estar aquí. – ¿Qué quieres decir? Soy tu socia. – Yo trato con los clientes. Tú te ocupas del despacho. Lo poco que conocía del caso lo inquietaba. No quería poner en peligro la vida de su hermana. Al fin y al cabo, Tess era experta en informática, no guardaespaldas. Ella suspiró con un aire melodramático. – Esta vez no, Mickey. John está fuera de la ciudad, de modo que me tienes a mí, te guste o no. -Tess sonrió y le guiñó un ojo. Michael no pudo evitar una sonrisa. Tess se ocupaba de todo lo que él y John le ordenaban desde hacía dos años, estaba dispuesta a seguir cursos de defensa personal y de manejo de armas, se había leído todos los libros que ellos le pasaban, y soportaba los ejercicios espontáneos que ellos ideaban para ayudarla a prepararse para el trabajo de campo. Pero ni él ni John iban a dejar que su hermana pequeña trabajara en la calle, aún cuando se había convertido en un miembro cada vez más importante del equipo. Es decir, del despacho. – Sólo por esta vez -dijo, y se notó la advertencia en su voz-. Por lo que me ha dicho Annette, creo que tendremos que echar mano de tu genialidad con los ordenadores. Tess dio unos golpecitos a su portátil y volvió a sonreír. – Vamos allá. – Pero recuerda quién es el jefe. – Es John, pero está en América del Sur. – Tess -le advirtió Michael, frunciendo el ceño. Ella se apoyó en la punta de los pies y lo besó en la mejilla. – No lo olvidaré, jefe. Rowan cerró las venecianas de su estudio, lo cual le impedía ver a las dos personas que conversaban en la entrada de la casa. Pensó que se trataba del equipo de seguridad que Annette quería contratar. Estupendo. Su productora, que ahora merodeaba cerca de la puerta de su estudio, esperaba que aceptara la protección de un tipo que no había visto a un peluquero en meses, y a su mujercita saltarina, o novia, o lo que fuera, que conducía un escarabajo de color amarillo chillón. Todo un modelo de discreción. Rowan se había encerrado en el estudio hacía diez minutos, harta de que Annette la tratara como una niña. Miró la pistola Glock que ahora sostenía con ambas manos. A veces deseaba haber muerto en el ejercicio del deber porque, para ella, acabar con su propia vida no era una opción. Le había dado vueltas y vueltas al asunto con su productora. Annette tenía buenas intenciones, pero se encontraba fuera de su contexto habitual. Se había plantado en la casa el día anterior y se negaba a irse. Parecía casi emocionada con todo lo que estaba pasando, lo cual desanimaba a Rowan, aunque supiera que era simplemente la manera de ser de Annette. Había insistido incluso en dormir en la habitación de huéspedes, pese a que la pequeña productora estaba muy mal preparada para defender a nadie. Tampoco era que Rowan pensara por un instante que necesitaba protección. Rowan no sabía a qué se debía la suerte de tener una amiga tan fiel, y agradecía sus sentimientos. Pero Annette la estaba volviendo loca. Al final, con la llamada telefónica de su ex jefe la noche anterior, se había resignado a que si no aceptaba la seguridad que le brindaban los estudios, el FBI le asignaría un equipo para su protección. – ¿Te encuentras bien? -le preguntó Roger cuando ella contestó la llamada en su estudio. Ella oyó el miedo en su voz, y el corazón se le aceleró. No quería que se preocupara. Roger era más que su ex jefe. Le había salvado la vida. – Estoy bien, Roger. – Mientes. ¿Cómo vas a estar bien? – Estás enterado de los detalles. – Hasta del último detalle. Le pedí a la policía de Denver que me enviara un fax con una copia del informe. Hay cuatro agentes asignados a la revisión de tus antiguos casos en busca de alguien capaz de algo así, sobre todo amigos y parientes hombres. – Bien. Quiero una copia de todos los expedientes. Quizá me acuerde de algo, algo que haya pasado por alto, una entrevista, un familiar, hombre, no lo sé. -Respiró hondo y luego soltó el aire lentamente-. No puedo quedarme sentada sin hacer nada. – Me pondré en contacto con el jefe del FBI en Los Ángeles y ellos te bajarán los archivos. Puedes recogerlos mañana por la tarde. – Gracias -dijo, y se aclaró la garganta-. Eh, ¿no pensarás que… quiero decir, supongo que no hay manera de que mi padre haya podido…? – He llamado a Bellevue. MacIntosh sigue en las mismas condiciones. – Gracias. -Se le quebró la voz y cerró los ojos. No esperaba que, después de veintitrés años, su padre recobrara la cordura, aunque desde que los inspectores Jackson y Barlow se habían despedido el día anterior, no paraba de pensar en él. Le tranquilizaba saber que el viejo seguía atrapado en su propia mente. Esperaba que siguiera viviendo en el infierno. – Gracie y yo estamos preocupados por ti. Vuelve a Washington. Siempre tendrás una habitación disponible en nuestra casa. – Lo sé -murmuró ella. Detestaba pensar que Roger se preocupaba por ella. No quería darle más sustos a su maltrecho corazón. No después de todo lo que él y Gracie habían hecho por ella-. Pero no puedo irme de aquí. – Enviaré a un equipo para protegerte. – No -dijo, con el tono más subido de lo que era su intención. – Maldita sea. He leído los informes. Ese tío va por ti. Se imaginó a Roger de pie detrás de su viejo y oscuro escritorio, tensando su mandíbula cuadrada, los ojos oscuros entrecerrados y las arrugas de angustia que le surcaban la frente. – Eso no lo sabemos -replicó ella-. Hay que dejar que la policía continúe con su investigación. Puede que no tenga nada que ver conmigo. -En realidad, no lo creía, aunque a veces los ex novios o los maridos violentos llegaban a extremos para disimular sus crímenes. Quizás eso era lo que había sucedido con Doreen Rodríguez. – Es evidente que no tienes las cosas claras si te opones. Ese tipo va a por ti, y no descansaré hasta que encontremos al muy cabrón. Voy a protegerte aunque no te guste la idea. – Roger, por favor no mandes a nadie. Apenas te lo puedes permitir con el escaso presupuesto que tiene el departamento después del once de septiembre. -Aún así, Rowan sabía que el tono de Roger no dejaba lugar a negociaciones. Y lo conocía lo bastante bien como para encontrar una alternativa aceptable para los dos. – Los estudios han contratado a una empresa de seguridad. – ¿Me estás diciendo la verdad? – Es lo que quiere mi productora, Annette O'Dell. Le dije que no quería a nadie, pero… – Lo aceptarás, ¿no? -Roger no se conformaría con un no. – Sí, lo aceptaré -dijo ella, resignada-. Mañana Annette me enviará a alguien para una entrevista. – Será mejor que sean buenos, Ro, que no sea uno de esos guardias jurados de supermercados que van metiendo las narices por todas partes. Rowan no pudo evitar una sonrisa. – Conociendo a Annette, serán buenos. Y discretos. No quiero que la prensa vaya husmeando más de la cuenta, que es lo que han hecho hasta ahora. -Era poco probable que alguien hurgara en su pasado. No quería revivir esa pesadilla en público, aunque viviera con ella cada día de su vida. – Si te da la impresión de que el equipo no es bueno, házmelo saber y yo conseguiré una autorización del jefe del FBI en Los Ángeles. ¿De acuerdo? – Me parece justo. – Te quiero -dijo Roger, en voz baja-. Por favor, cuídate. Ella reprimió un sollozo. Sería tan fácil volver a Washington y dejarlo todo en las hábiles manos de Roger. Dejar que Gracie la mimara. O, mejor aún, esconderse en su cabaña. Añoraba los bosques de pinos, las noches frías, el aire puro de su casa en Colorado. Pero no podía hacer eso. Le sería imposible abandonar cuando tenía tantos compromisos y responsabilidades. – Lo prometo -dijo. Después de la llamada de esa noche, una pesadilla turbó el sueño de Rowan. Se levantó temprano para salir a hacer Un violento asesinato hacía tres días y, después, nada. Rowan estaba sentada ante su mesa de trabajo encerrada en su estudio sin dar golpe pero sintiéndose culpable por un crimen que no había cometido. De pronto, oyó llegar los coches. Nadie se acercó a la puerta, de modo que miró por entre las venecianas y vio a los dos agentes de seguridad conversando. El lenguaje corporal daba a entender que se sentían bien juntos. Un equipo. Ella nunca había gozado de eso. Incluso con sus colegas en el FBI, nunca se había sentido cerca de alguien. No podía. ¿Qué ocurriría si les pasaba algo? Sonó el timbre. Necesitaba unos minutos más para recobrar la compostura. Quería muchísimo a Roger pero la conversación de la pasada noche, sumada a todo lo demás, le había traído recuerdos que tenía que volver a enterrar, al menos hasta que se encontrara de nuevo a solas. – Bonito lugar -dijo Tess. Michael miró a su alrededor, frunciendo el ceño. Apreciaba la estética del lugar pero ahora le preocupaban más los aspectos relacionados con la seguridad. – Hay muchas ventanas. ¿Dónde están las cortinas? – El propietario nunca las ha puesto del lado de poniente. -Annette sacudió su melena oscura con un sutil movimiento de la cabeza. Annette era una mujer elegante y atractiva, de ojos azules e inteligentes-. Es un tipo muy excéntrico. Así que a veces por la tarde hace calor. -La productora siempre hablaba con marcadas inflexiones. A veces era irritante. – Creía que Smith era una mujer. – Lo es. El propietario es amigo mío, un actor que está rodando una película en Australia. Le alquila la casa a Rowan. Michael miró a su alrededor, asimilando la distribución del espacio. Todo era blanco y deslumbrante, y había mucho vidrio. Los muebles, la pintura de las paredes, las alfombras. El único color visible era el de unos cuadros abstractos de colores primarios en tonos fuertes que decoraban las paredes aquí y allá. Estéril. Frío. Él no viviría en un lugar así, de eso estaba seguro. Se encontraban en un salón amplio, en el nivel inferior de la primera planta. Tres grandes ventanales conformaban el escaparate del mar. A la derecha había una sala de estar, una especie de biblioteca con un bar en una pared. A la izquierda estaba el comedor, en un nivel más elevado, también con vistas al océano. Las tres salas tenían puertas ventanas de doble batiente que daban al balcón. Aquella casa era una jodida pecera. – ¿Qué pasa? -preguntó Annette. – Tenemos que hacer algo con estas ventanas -dijo, con un movimiento del brazo. – ¿Cómo qué? – Lo que sea. – Pero nadie puede ver desde fuera. La casa está orientada hacia el mar. Michael procuró responder discretamente. – Es verdad, pero alguien podría estar afuera por la noche, en el balcón, y ver todo el interior, con la casa encendida como un árbol de Navidad, y uno ni siquiera se daría cuenta. -Echó una mirada a su alrededor-. ¿Dónde está la señora Smith? – Está en su estudio -dijo Annette-. Iré a buscarla. ¿Está sola?, pensó Michael. Ya empezaba a no gustarle el ambiente de aquella misión. No sabía nada acerca de Smith excepto que era una ex agente federal convertida en escritora. Ahora trabajaba en un guión para Annette y vivía en una casa de cristal. Y, desde luego, sabía lo que había leído en los periódicos acerca del asesinato en Denver. Michael siguió a la productora con la vista mientras se alejaba por el pasillo y se detenía ante la primera puerta de doble batiente. Conocía a Annette y confiaba en ella, pero tomó nota mental para pedirle a Tess que llevara a cabo una breve y discreta investigación sobre la productora y su empresa. Aunque nunca había oído hablar de asesinatos perpetrados para conseguir publicidad, sí sabía de casos de trampas montadas para llamar la atención sobre una joven estrella o sobre una película con malas críticas. – ¿Rowan? -dijo Annette, desde el pasillo-. Han llegado los de seguridad. Se oyó una respuesta ininteligible. Annette se volvió hacia Michael con una media sonrisa. – Saldrá en unos minutos. – Oiga, no puede estar ahí sola. Si alguien se ha propuesto matarla, debería estar visible en todo momento. -Pasó junto a Annette y llamó con fuerza a la puerta-. Señora Smith, soy Michael Flynn. Por favor, salga. – He dicho cinco minutos -respondió ella desde el otro lado. – No, no está segura ahí dentro. La oyó reír, y a ese sonido siguió otro, perfectamente reconocible, de un cargador que se introducía en una pistola. El corazón se le aceleró. ¿Estaba sola? Intentó abrir. Estaba cerrado con llave. Entonces vio que uno de los pomos giraba lentamente. Se apartó contra la pared. La puerta se abrió apenas y Michael esperó a que ella saliera. Cuando no apareció, se deslizó junto a la pared y abrió la puerta del todo. En medio del estudio había una rubia alta con ojos del color del mar. Tenía la mirada ausente, inexpresiva, y llevaba el pelo recogido por atrás. Lo apuntaba al pecho con una pistola. – Bang, está usted muerto. – ¡Baje esa maldita pistola! ¿Qué diablos se ha creído? ¿Qué está haciendo? – Me estoy protegiendo. Michael giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. – Tess, nos vamos. – Michael -dijo Tess, mordiéndose el labio. – – Por favor, Michael -dijo Annette, poniéndole una mano sobre el brazo-. Rowan está muy afectada. Escucha. Te necesita. Michael miró a Annette y luego a la rubia que salía del estudio con los brazos cruzados, sosteniendo en una mano una Glock con gesto desenfadado, apuntando al suelo. Se veía que estaba muy tensa, lo cual contradecía su actitud distendida. Era demasiado delgada, pero Michael percibió unos músculos bien cuidados por debajo de las mangas cortas de su blusa. Estaba pálida pero, aún así, era una mujer bella. Tenía la misma expresión perdida que cuando le había apuntado con la maldita pistola. Sin embargo, la intensidad de sus ojos le disuadió de abrir la puerta y largarse. Acababa de entender el sentido de la frase «Los ojos son la ventana del alma». Los ojos de Rowan Smith le decían que estaba asustada pero que era una mujer fuerte, angustiada pero atrevida. Era una combinación cautivadora. – Le daré diez minutos para explicarse -dijo Michael, entre dientes. Tardó varios días en encontrar la tienda de flores adecuada. Habría sido mucho más fácil si ella le hubiera dado un nombre. Las manos enguantadas abrieron el libro por la página que había marcado. Perfecto, hasta las rojas rosas y los helechos regados. Respiró la esencia de la tierra mientras observaba unos arreglos primaverales de tonos claros junto a la puerta. Esperó a que dos mujeres parlanchinas recogieran sus pedidos en el mostrador y salieran. Uno de los arreglos llamó su atención. Era un ramo triangular diseñado con exquisito gusto, con unas maravillosas espuelas de caballero rosadas y lilas rodeadas por un conjunto de narcisos de un intenso color amarillo, claveles blancos y rosados y lirios color púrpura temblando bajo el aire acondicionado de la tienda. Habría sido perfecto para ella en cualquier otra ocasión, pero no para un funeral. Era una lástima. Buscó otra página en el libro ajado. Aunque se había aprendido el pasaje de memoria, le agradaba ver las palabras. Le procuraban un placer que casi lo mareaba, como si leyera inclinado sobre su hombro mientras ella lo tecleaba en el ordenador. – ¿En qué puedo servirle? Se giró y sonrió a la joven dependienta que se acercó a atenderlo. Menos de treinta años, rubia. Afortunadamente, el texto no abundaba en la descripción de otros rasgos. Aunque había cientos de floristerías en Los Ángeles, habría sido difícil encontrar la conjunción de escenario y víctima si la autora hubiera incluido más detalles. Había tardado seis meses en encontrar una camarera que se llamara Doreen Rodríguez en Denver. Su vuelo a Portland salía en menos de dos horas. – Sí, me gustaría comprar una corona funeraria. -Observó que los demás clientes salían de la tienda, charlando, ajenos a él. No tenían ni idea de que acababan de cruzarse con un dios. Esa duplicidad lo llenó de energía, y sonrió a la simpática empleada. – Lamento su pérdida -dijo la muchacha. En la tarjeta que llevaba prendida decía «Christine». Doreen no había sido una gran pérdida. En realidad, ni siquiera había opuesto una gran resistencia, pero él no tenía intención alguna de comentar ese detalle con su próxima víctima. Cerró el libro y describió las flores que quería para la corona. Christine intentó hacer unas cuantas sugerencias y enseñarle otros bellos arreglos, con abundancia de verdes, explicándole que las coronas habían pasado de moda. Él escuchó educadamente. – Esto es lo que a ella le habría gustado -explicó. – Lo comprendo -dijo ella, con una sonrisa cálida, y la dosis justa de simpatía en sus bellos ojos azules. Era una lástima que tuviera que matarla. |
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