"616. Todo es infierno" - читать интересную книгу автора (Zurdo David, Gutiérrez Ángel)

Capítulo 6

Boston.

Audrey tenía su consulta en la distinguida zona de Back Bay. Estaba en un edificio rehabilitado del siglo XVIII, que aunaba la elegancia de una época ya pasada con las comodidades de los tiempos modernos. Lo mismo se aplicaba a la propia clínica. Maderas costosas cubrían las paredes, hasta media altura, dejando espacio, más arriba, para cuadros de escenas idílicas. En el despacho de Audrey, la alfombra que separaba su mesa del inevitable diván donde se acomodaban sus pacientes, era una pieza genuina traída de Irán, la antigua Persia. Y, teniendo en cuenta su valor, podría jurarse que en verdad sería perfecta si no fuera por ese único nudo mal hecho adrede, que en las más excepcionales alfombras evita la perfección. No se puede desafiar a Dios tratando de hacer las cosas como él las haría. Eso siempre tiene un precio. A Dios no le gusta la competencia. Además, detesta las recriminaciones, por justas que sean. Es lo que Audrey creía. Y pensaba tener buenas razones para ello.

No había sacado mucho en claro de su primera conversación con Daniel. Apenas logró sonsacarle datos sueltos acerca de sus pesadillas. Lo que había averiguado sobre su estado mental fue gracias a lo que le contaron la madre superiora y otras monjas, más que a lo que Daniel le reveló. No era un buen principio, desde luego. Aunque, en su profesión, los principios raramente eran buenos -tampoco los finales-, y ¿qué otra cosa podía esperarse siendo Daniel retrasado mental? La religiosa había llamado cruel a Audrey por insinuar que de nada le serviría la psicoterapia al anciano jardinero, pero esa era la cruda verdad. ¿Y no dicen que la verdad te hace libre? Los argumentos no tenían importancia, sin embargo. Ésta era una guerra perdida de antemano. Resultaba difícil negarse a los ruegos de la madre superiora. Así es que, en una semana, tendría otra infructuosa conversación con su paciente retrasado y su flor muerta. Audrey había querido poner por escrito sus impresiones sobre Daniel, como era habitual hacerlo con los otros pacientes. El dossier mostraba su nombre, «Daniel Smith», y la fecha de ese día estampados en la portada. De modo rutinario, Audrey repasó sus notas leyéndolas en voz alta:

1. El paciente muestra lo que parece ser un caso claro de estrés postraumático, debido al incendio que devastó el lugar donde había residido durante toda su vida. A su agravamiento contribuyen otros factores: el hecho de haber estado a punto de fallecer, las secuelas físicas que le han quedado y el cambio de entorno al pasar a vivir en un lugar completamente nuevo.

2. El trauma parece manifestarse sobre todo en la forma de terribles pesadillas. Este síndrome confusional nocturno puede considerarse sintomático, ya que las pesadillas incluyen elementos que es posible asociar con la causa principal del trauma: el incendio (ver Nota 5, sobre el contenido de las pesadillas).

3. El paciente es retrasado mental. Por tanto, resulta plausible que no tenga plena consciencia de lo que le ha ocurrido y que los síntomas más severos del trauma se muestren así en una fase inconsciente, mientras duerme. De ahí la virulencia de las pesadillas. Otro posible síntoma, como la elusión de preguntas que tienen relación directa con el incendio -y también preguntas sobre las pesadillas, que están relacionadas con él indirectamente-, no puede ser confirmado por el momento como resultante de un estrés postraumático. El retraso mental del paciente impide sacar de ello las conclusiones que sí podrían obtenerse de un patrón estándar de comportamiento.

4. El paciente muestra un exagerado apego hacia una planta muerta, que es lo único que le queda de su vida anterior al incendio. Este ejemplo de emotividad desproporcionada podría ser también un síntoma de estrés postraumático, aunque se ha confirmado que el paciente ya mostraba el mismo comportamiento antes del incendio. De nuevo, el retraso mental supone una barrera en el diagnóstico y, sobre todo, en un eventual tratamiento psicológico.

5. Los datos que el paciente ha dado sobre las pesadillas son escasos y dispersos, aunque en ellos parece existir un cierto grado de conexión. Habló de plantas y animales muertos, de ríos secos y campos desolados (¿por un incendio?); también, de cielos «rojos como sangre» -frase textual- (¿el rojo de las llamas?).

Tratamiento farmacológico recomendado: continuación del suministro de ansiolíticos, y administración conjunta con antidepresivos. En el caso de que los síntomas no remitan, considerar el empleo de neurolépticos.

Audrey cerró el expediente y luego se restregó los ojos con las manos. Se sentía exhausta. Los problemas de los demás la agotaban, y eso no era bueno para su labor de psiquiatra. Pero… ¿qué más daba? ¿Qué le importaba ya nada, en realidad, desde aquella tarde de verano de hacía cinco años en que su hijo desapareció sin dejar rastro?…

Tenía que espantar esos pensamientos. Hay recuerdos que duelen y que no conviene desenterrar.

– Desenterrar -musitó.

Qué poco apropiada era esa palabra tópica para unos recuerdos que nunca habían muerto, ni habían sido enterrados. Con una expresión dolida en el rostro, Audrey se levantó de su butaca de cuero para dirigirse a la ventana del despacho. Era amplia, con un marco blanco de madera rematado por un arco suave. La tranquilizaba contemplar el tráfico de la avenida Commonwealth, cuyo bulevar central estaba flanqueado por una hilera de árboles y bancos. Cuando nevaba, como ocurrió unos días antes, los parches de hierba de ambos lados se cubrían de una capa blanca. Sobre ella, era normal ver al final del día una feliz mancha multicolor de niños, que se lanzaban bolas unos a otros y hacían muñecos de nieve.

Unos jóvenes pasaron por delante de los ojos de Audrey, en la calle, y sintió envidia de ellos. Seguramente fueran estudiantes de la Universidad de Boston. Muchas de sus instalaciones se levantaban a lo largo de la avenida Commonwealth. Los jóvenes eran tres: dos chicos y una chica. Iban embutidos en sus abrigos. La palidez de sus rostros, debida al frío, se compensaba por unas saludables manchas rojizas en los carrillos y, sobre todo, por una expresión de entusiasmo, difícilmente contenido, que se debía al mero hecho de estar vivos, de vivir. Audrey también fue así una vez. Ella, y sus amigos Zach y Leo. Los tres tenían esa arrogancia imprescindible para quien pretende cambiar el mundo, la confianza plena en que el futuro le depara a uno grandes cosas. Pero habían salido derrotados. El mundo no cambió. Cambiaron ellos. Y se hicieron mucho peores de lo que eran.

En el cristal de la ventana, Audrey vio el reflejo de su sonrisa amarga. Se sentía tan sola… Leo llevaba muerto nueve años. Su corazón se negó a seguir aguantando un cuerpo de ciento veinte kilos de peso con el hígado destrozado por el alcohol. A Leo lo dejó tirado su corazón; y a ella fue Zach quien la abandonó, tras enterarse de que estaba embarazada. «No quiero ser responsable de nadie», le dijo el muy bastardo, que no pensó en eso mientras se divertían en el asiento de atrás de su Chevrolet.

– La vida es una mierda -dijo Audrey, justo en el momento en que unas alegres risas le llegaban desde la avenida, atenuadas por el cristal.

Era el fin de la tarde de una jornada que había amanecido lluviosa y gélida. El paraguas de Audrey la separaba de un cielo gris con el que su aspecto sombrío no desentonaba. Pronto, hasta ese tímido gris desaparecería, cuando la noche se llevara consigo la poca luz que trajo el amanecer. Su agenda había estado repleta de sesiones de terapia. Un maníaco suicida, tres obsesivo-compulsivos y dos alcohólicos le habían contado sus más profundas miserias con todo detalle. Podría decirse que había sido un mal día, si no lo fueran todos. Y aún le quedaba otra sesión todavía más absurda que las anteriores.

Cuando llegó a la residencia de ancianos de las Hijas tle la Caridad, la madre superiora le indicó que Daniel estaba en su habitación, y hacia ella se dirigía Audrey. El estrecho corredor que llevaba a los cuartos de los ancianos le pareció claustrofóbico como nunca. El suelo, cubierto por baldosas de dos tonos de verde, estaba gastado por demasiadas limpiezas con desinfectantes baratos. Pero incluso por encima del hedor de la lejía, se detectaba en el aire el tufo propio de la enfermedad y la decrepitud.

No era la primera vez que se planteaba abandonar aquella penosa tarea que ella misma se había impuesto. Y nadie, ni siquiera la madre superiora, podría echárselo en cara si lo hiciera. Pero no podía dejarlo. Tenía que seguir obligándose a acudir a la residencia y a donar dinero para obras de caridad. Sólo así podría demostrarle a Dios cuánto se había equivocado al castigarla, arrebatándole a su hijo por lo que ocurrió en Harvard cuando ella era todavía una simple estudiante. «Fue un accidente, un horrible accidente», se repitió, como había hecho miles de veces.

Se sintió aliviada al llegar a la habitación de Daniel. Centrarse en lo que había venido a hacer a la residencia la permitiría alejar su mente de esos recuerdos dolorosos. Al entrar, vio que el anciano estaba sentado en la cama, con un rostro cansado pero risueño. Desde el interior del cuarto de aseo, una voz masculina canturreaba:

– Mirará hacia ti y te sonreirá. Y sus ojos dirán que tiene un jardín secreto, en el que todo lo que tú deseas, todo lo que necesitas, estará para siempre…

El agua del grifo dejó de correr. Ante los ojos de Audrey apareció un hombre con la rosa de Daniel entre las manos. Había estado regándola.

– … a un millón de millas de distancia -terminó Audrey el verso de la canción, con nostalgia en la voz.

– Es una buena canción, ¿verdad?

– Es una canción triste.

– Lo triste es cómo la canto yo… -Tras devolver la maceta a Daniel, el bombero ofreció a Audrey su mano derecha-. Joseph Nolan.

– Audrey Barrett.

– Audrey regó… mi planta -intervino Daniel.

– ¿De veras? -dijo el bombero.

– ¿Es usted familiar de Daniel?

A Audrey le había parecido entender que éste había sido abandonado en un convento de las Hijas de la Caridad y que nunca llegaron a descubrirse sus orígenes, pero quizá estuviera confundida. Daniel parecía mostrarse tan distendido y confiado en presencia de aquel hombre…

– Bueno, supongo que puede decirse que he entrado a formar parte de su familia -dijo Joseph-. Yo lo rescaté del incendio del convento.

– Y encontró mi… rosa.

Joseph le dirigió a Daniel una sonrisa afable, y dijo:

– Sí. Eso también. Estaba entre los escombros.

– Así es que usted es bombero.

– «Servir, sobrevivir y volver a casa.»

– ¿Es ése su lema?

– Es lo más parecido a un lema que tenemos en mi unidad, sí.

– Ya…

El tono de Audrey era tan seco, y sus preguntas y respuestas tan cortantes, que Joseph empezaba a sentirse incómodo. Y eso que, hasta que entró aquella mujer, estaba de un humor excelente. Daniel era todo un personaje, a pesar de sus limitaciones, y las visitas de Joseph a la residencia se habían hecho cada vez más habituales y prolongadas. La verdad era que le había cogido cariño al viejo. Eso era otra prueba de que su ex mujer no tenía razón al afirmar que las únicas cosas que él amaba, en este mundo, eran su guante de béisbol con el autógrafo de David Ortiz y el colgajo de su entrepierna.

Audrey se quedó mirando al desconocido en espera de alguna clase de respuesta que, por el momento, no llegó. Sí vio en su rostro, no obstante, una sonrisa picara, casi desvergonzada, que, con toda seguridad, no iba dirigida a ella. El silencio se mantuvo. A Audrey le resultaba muy difícil prolongar conversaciones normales e intrascendentes; sobre todo con miembros del sexo opuesto. Desde hacía demasiados años, todos los hombres con los que hablaba eran colegas de profesión o pacientes suyos, a excepción de algún que otro fontanero, pintor o electricista que pasaban para hacer arreglos en su apartamento o su consulta. Le faltaba soltura para decir cosas triviales y no pretendía comentar con nadie las que no lo eran.

– Audrey quiere que… le cuente… mis sueños -dijo Daniel, acabando al fin con el incómodo silencio.

– ¿Es usted una loquera? No lo parece, -dijo Joseph, colocándose de espaldas a Daniel y hablando en voz baja.

– Quizá sea porque no soy loquera, sino psiquiatra -respondió Audrey, también en voz baja.

– Sí, claro. Perdone. No pretendía ofenderla.

Audrey se dio cuenta de que estaba siendo desagradable con Joseph de un modo injustificado. El hombre era simpático, aunque pareciera algo rústico. Y, además, no todo el mundo estaría dispuesto a pasar la tarde con un anciano retrasado como Daniel, sin tener ninguna obligación de hacerlo. Aunque curiosamente ella sí.

– No me ha ofendido. Supongo que soy una especie de loquera, después de todo. «Escuchar locuras, no enloquecer y volver a casa.» Ese es nuestro lema.

Con una mezcla de sorpresa y satisfacción, Audrey escuchó la risa de Joseph ante su broma. Las risas eran algo a lo que tampoco estaba ya acostumbrada. Ella misma logró esbozar una sonrisa leve, que devolvió la luz por un instante a sus hermosos ojos verdes. Daniel, que no se había enterado de lo que estuvieron hablando, también sonrió.

Acabadas las risas se produjo un nuevo silencio, que otra vez fue roto por el jardinero:

– Yo no quiero contar… mis sueños. Son malos… Son sueños malos.

– Por eso tienes que contármelos, Daniel -dijo Audrey, recuperando enseguida su actitud profesional-. Para que, juntos, podamos ahuyentarlos.

– ¿Ahuyen… tarlos?

Daniel no se mostraba nada convencido, a pesar del argumento y la vehemencia de Audrey. Ésta se dio cuenta de ello y prosiguió:

– Es como cuando hay bichos en las plantas. No puedes cerrar los ojos y confiar en que desaparezcan solos, ¿me entiendes, Daniel? Tienes que enfrentarte a ellos.

– Y echarles… inse… insec…

– ¡Insecticida! Eso mismo -terminó Joseph la palabra, demasiado complicada para Daniel. Y, en un arrebato de inspiración, añadió-: Tienes que contarle tus pesadillas a la doctora, porque ella es la que tiene el insecticida para matarlas.

La psiquiatra sonrió. Aquel rudo bombero quizá tuviera algo dentro de la cabeza, después de todo. Había logrado explicar a Daniel la situación de un modo comprensible para él.

– ¿Sí? ¿Ella… tiene el insec… tida?

No estaba claro si la pregunta de Daniel iba dirigida a Joseph, a Audrey, a sí mismo o a su querida rosa. Pero Audrey supo en ese preciso instante que iba a acceder a hablar con ella y contarle sus pesadillas. Y un escalofrío le recorrió la espalda.

Ya que el bombero le había ayudado a convencer a Daniel y que éste confiaba en él, Audrey decidió permitir que Joseph estuviera presente en la sesión. También decidió que hablarían en el propio cuarto de Daniel. Encontrarse en un medio relativamente familiar para él quizá facilitara las cosas. Antes de empezar a hablar con el anciano, Audrey le susurró a Joseph al oído: «No intervenga en ningún momento». Él asintió con la cabeza, a modo de respuesta.

– Muy bien, Daniel -dijo Audrey-. ¿Has tenido más… sueños malos esta semana?

– Sí

– ¿Y sigue habiendo en ellos campos quemados?

Tras reflexionar sobre eso, Daniel contestó:

– No están quemados… Están muertos… Todo está… muerto.

– ¿Qué es «todo»? ¿Qué más aparece en tus sueños?

– Había flores… árboles, ani… males, peces, hierba.

– ¿Todo estaba bien, y de repente las plantas y los animales empezaron a morir?

– Los animales… se mataron.

– ¿Quieres decir que se mataron unos a otros?

– Sí.

Audrey hizo unas anotaciones antes de proseguir:

– ¿Y qué le pasó a lo demás? ¿Cómo murieron las plantas?

Esta vez, la reflexión de Daniel le llevó algo más de tiempo.

– Creo que… las mató… él.

Tanto Audrey como Joseph notaron el miedo que invadió el rostro de Daniel. Hasta ahora se había mostrado tranquilo, pero la mención de ese «él», hecha en un susurro casi inaudible, lo alteró de un modo drástico. El jardinero estaba pálido y se removía, inquieto en la cama donde se hallaba, sentado. Cuando fue a hablar de nuevo, le sobrevino un ataque de tos, que no remitió hasta pasado un buen rato. Para entonces, su cara estaba congestionada por la brusquedad de los estertores, y los ojos aparecían enrojecidos y llorosos.

– Bebe un poco de agua -dijo Joseph, que le ofreció a Daniel un vaso de la mesilla de noche.

Acababa de romper la norma impuesta por Audrey de no intervenir en la conversación, pero suponía que aquello no contaba. Y si no era así, le daba igual. Empezaba a arrepentirse de haber ayudado a convencer a Daniel para hablar con aquella psiquiatra. El desdichado ya había sufrido bastante y no estaba en condiciones de sufrir más. Esa expresión de pánico que Daniel tenía justo antes de las toses…

– ¿No cree que es mejor dejarlo por hoy? -dijo el bombero a Audrey.

– ¿Puedes continuar, Daniel? -preguntó ésta.

Las toses habían conseguido preocuparla. Por un momento incluso llegó a pensar que el anciano iba a sufrir un colapso. Pero, ahora, Daniel parecía encontrarse aceptablemente bien otra vez y ella no quería interrumpir la sesión justo cuando empezaba a tener un cierto interés.

– ¿Tengo que… seguir? -preguntó Daniel.

Audrey y Joseph contestaron al mismo tiempo, aunque sus respuestas fueron bien distintas. El dijo «Claro que no», y ella «Deberíamos seguir». No se entendió ninguna de las dos contestaciones, pero intuyendo que Joseph iba a sugerir que lo dejaran, Audrey se adelantó diciendo:

– ¿Quién es él? ¿Quién es el que hizo que las plantas se murieran?

– No lo sé.

– ¿Y por qué pien…?

– Pero es… malo. Me… habla en mis sueños. Y… a veces… también cuando estoy… despierto.

La psiquiatra escribió nuevas notas en su bloc. Mientras tanto, Joseph se mantuvo en silencio. El anciano necesitaba ayuda psicológica, de acuerdo. Aquella confesión inesperada era la prueba de ello.

– ¿Está hablándote ahora esa persona? -quiso saber Audrey.

En otras circunstancias hasta podría haber resultado cómico el gesto de Daniel, con los ojos entrecerrados y la barbilla un poco levantada, aguzando el oído. Joseph desvió la mirada para ahorrarse la triste escena.

– Ahora… no habla.

– ¿Qué te dice cuando te habla?

– No me… acuerdo.

– Haz un esfuerzo, Daniel, por favor. Es importante.

Al jardinero se le veía angustiado. Pero hizo lo que Audrey le pedía. Casi era posible sentir a su disminuido cerebro trabajando, haciendo lo posible por sacar de sus profundidades algún recuerdo. La psiquiatra le dio su tiempo. No quería apremiarlo. Mientras esperaba la respuesta de Daniel, se dedicó a releer las notas que había tomado en lo que llevaban de sesión. Joseph, por su parte, estaba de espaldas a ellos, mirando por la única ventana del cuarto, sin distinguir nada en la sólida oscuridad del jardín.

Daniel respondió finalmente. Pero lo hizo con una voz extraña y amenazadora:

– ¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?

Joseph se volvió bruscamente. Sin duda esas palabras habían salido de la boca del jardinero, aunque no parecían haber sido dichas por él. Esta vez no hubo silencios ni vacilaciones. Daniel habló con un aplomo inusitado e inquietante.

– ¿A qué te refieres, Daniel? -preguntó Audrey.

– ¿Qué le pasa? -dijo Joseph, muy preocupado.

Audrey le hizo callar con un gesto violento de la mano y una mirada breve y dura.

– Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?

Habló de nuevo esa voz desagradable. A su gélido tono se le había unido ahora una falsa condescendencia. Daniel le guiñó un ojo a Audrey en señal de una complicidad igual de fingida.

– ¡Se acabó! -dijo Joseph-. ¡Despierta, Daniel!

Era una petición absurda, ya que Daniel no estaba dormido. Ni siquiera estaba hipnotizado, o algo similar, como esas personas que aparecían de vez en cuando en la televisión. Pero la demanda respondía con exactitud a lo que estaba sintiendo Joseph en ese momento. Aquel no era Daniel, y éste tenía que despertarse para volver del sitio donde se hubiera metido.

Daniel volvió. Y lo hizo en el mismo punto en el que estaba justo antes de entrar en esa especie de trance, cuando Audrey le pidió que hiciera un esfuerzo para recordar lo que le decía la voz de sus sueños.

– Yo… no… me acuerdo.

– ¿Eres tú, Daniel?

Estas palabras de Joseph eran una afirmación llena de alivio y no una verdadera pregunta.

– Claro… que soy… yo, Joseph.

– Claro que sí, campeón.

– ¿Puede callarse de una vez y dejarme hablar a mí? -irrumpió Audrey-. Ya ha hablado bastante por esta tarde.

Estaba furiosa. No tenía que haberle dejado asistir con ella a la sesión. Lo había estropeado todo, el muy imbécil.

– ¿Qué pretendía que hiciera? No podía quedarme ahí mirando mientras…

Audrey agarró a Joseph por la manga de su jersey, le obligó a acompañarla hasta la puerta de la habitación y salió con él afuera. Allí, le dijo enfurecida:

– ¡No podía quedarse ahí mirando qué, pedazo de palurdo! ¿Qué cree ese cerebro de mosquito suyo que iba a ocurrirle a Daniel? ¿Que iba a empezar a darle vueltas la cabeza, como a la niña de El exorcista?… -Audrey levantó un brazo y señaló con el dedo hacia el interior del cuarto de Daniel-. Ese hombre que está ahí dentro ha sufrido un trauma. Dios sabe qué le habrá hecho a su débil cerebro. Padece un estrés postraumático severo por culpa del incendio del que usted le salvó y, por lo que acabamos de ver, es posible que, además, tenga personalidad múltiple o que sea esquizofrénico. No ha ocurrido nada extraordinario en esa habitación, señor Nolan. Yo veo cosas así todos los jodidos días.

– Pues lo siento mucho por usted.

La sinceridad de esa afirmación desarmó por completo a Audrey.

– Yo también lo siento, créame. -Audrey suspiró y dijo-: Lamento haberle gritado.

– ¿Y qué me dice de haberme llamado palurdo y cerebro de mosquito?

– Sí, eso también lo lamento.

Joseph tendió la mano a Audrey. Ella tenía razón. Se había comportado como un palurdo con cerebro de mosquito.

– ¿Hacemos las paces?

– Claro.

– Entonces la invito a un café. -En esta ocasión fue él quien se adelantó a Audrey al decir-: Y no molestemos más a Daniel por hoy, ¿de acuerdo? Déjele descansar. Lo necesita.

– Está bien. Pero más le vale que ese café suyo sea bueno.

Resultó ser un café pésimo. Los barrios humildes no tienen locales con café expreso. Después de una conversación que no duró demasiado, Audrey se dirigía de vuelta a su casa. Llevaba encendida la radio de su Mercedes CLK, pero no iba atenta a la cadena de música que tenía sintonizada. Su cabeza estaba ocupada rememorando esa conversación. Joseph la interrogó sobre el asunto de las tres mentiras a las que se había referido Daniel. «¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?», había preguntado el viejo jardinero, cuando dio la impresión de transformarse súbitamente en otra persona. Audrey, algo confusa, le dio a Joseph la única explicación que se le ocurría:

– Hay una estatua en la Universidad de Harvard en la que puede leerse «John Harvard, fundador, 1638». Todos allí la conocen como la «Estatua de las Tres Mentiras», porque ni el hombre de la estatua es John Harvard, ni él fundó la universidad, que lleva su nombre, ni Harvard se fundó en 1638.

– ¿De veras? Pues no sirve de mucho esa estatua, ¿eh?

– Bueno. Dicen que da suerte tocarle los pies. Leo… un amigo mío de la universidad lo hacía siempre que pasaba junto a ella.

– ¿Y la estatua le daba suerte?

– No -dijo Audrey, que, en un susurro, añadió-: No nos la dio a ninguno aquella noche.

– ¿Qué?

– Decía que no, que no le dio suerte. Mi amigo Leo murió de un infarto hace unos años.

– Oh, vaya, lo siento.

– Son cosas que pasan…

– Y suponiendo que Daniel se refiriera a esa estatua con lo de las tres mentiras, ¿a qué venía eso? Quiero decir, ¿por qué se le ocurrió hablar de ello?

– Probablemente quería llamar la atención. En estos casos, a veces, el paciente se hace… -Audrey buscó la palabra correcta- una especie de exhibicionista.

– ¿Quiere decir que trataba de impresionarla?

– Algo así.

– Ya. Pero… ¿no le parece que es algo demasiado complicado para Daniel? Primero, él tendría que haberse enterado de que usted estudió en Harvard, además tendría que conocer la historia de esa «Estatua de las Tres Mentiras», y por último tendría que ser capaz de asociar una cosa y la otra para soltarle esa pregunta. No sé… A mí me parece que algo no encaja.

– Estos casos son más complejos de lo que parece. No es inaudito que un paciente con personalidad múltiple muestre aptitudes en algunas de sus personalidades que no están presentes en las otras. En ocasiones hasta se dan diferencias físicas entre ellas. Una vez tuve el caso de una mujer que tenía una visión normal en una de sus personalidades, y que, sin embargo, era miope en otra. La mente es un misterio, señor Nolan. Esto no es sólo una frase bonita. La mente es un misterio de verdad. Es posible que Daniel se enterara por alguna de las monjas de que yo había estudiado en Harvard, y no es tan improbable que él conociera la historia de la estatua. Al fin y al cabo, lleva viviendo en Boston toda la vida. Y de hacer la conexión entre una cosa y la otra, puede que se ocupara ese otro Daniel.

Esta última explicación convenció a Joseph. De hecho, estuvo a punto incluso de convencer a la propia Audrey. Hasta puede que lo hubiera hecho si no fuera por el otro comentario que hizo Daniel y que Joseph parecía no recordar. El comentario fue «Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?». Y era cierto, sí, porque ella ocultaba una mentira. Un secreto sobre algo que ocurrió una noche en Harvard, hacía catorce años, precisamente junto a la Estatua de las Tres Mentiras…