"616. Todo es infierno" - читать интересную книгу автора (Zurdo David, Gutiérrez Ángel)

Capítulo 5

Francia, dos años atrás.

– Tantas veces he deseado borrar esas imágenes que quedaron impresas en mi mente… Pero nunca me ha sido posible. Cada noche me visitan.

El padre Albert Cloister había llegado esa misma tarde a la Ciudad de la Luz, la capital de Francia, en busca de un testimonio importante para su investigación. Ahora, con su grabadora digital en marcha, empezaba a recoger las palabras de una anciana señora, perteneciente a la alta sociedad parisina, que por fin había aceptado la entrevista. Sólo sus hondas convicciones religiosas lo hicieron posible. Cuando se sufre una tragedia, lo último que se desea es revivirla por medio del recuerdo.

– Sí, padre, experimenté al principio una sensación placentera, de paz diría yo. Iba flotando como un ser etéreo mientras me aproximaba hacia una luz blanca que parecía atraerme, magnética, que me atraía cada vez más. Llegué a esa luz con el corazón ufano, repleto de alegría., sin miedo a una muerte que estaba aceptando de buen grado.

En su silla de ruedas, con rostro desconsolado, la anciana se detuvo. Una de sus nietas, presente durante el encuentro, acabó de servir el café y le dio una taza a su abuela. Con mano temblorosa, ésta se la llevó, humeante, a los labios. Cerró los ojos mientras bebía un sorbo. La piel de su garganta vibró. Al abrir de nuevo los ojos, su expresión era de infinita tristeza.

– Pero también vi lo que había detrás de la luz. Vi algo más. Vi lo que estaba más allá. Y eso, padre, no era lo que esperaba… Soy incapaz de dar una respuesta a esta experiencia. Prefiero no pensar en ello. Lo que vi es imposible de explicar. Estaba más allá del mal… Si he accedido a esta entrevista es porque…

– Lo sé, señora -dijo el padre Cloister, que empezaba a sentir una opresión creciente en el pecho-. Y le doy otra vez las más encarecidas gracias, de parte del obispo y de mi congregación. Pero ahora he de rogarle que, a pesar del dolor que le causa y de la dificultad de rememorar unos momentos tan duros, me cuente todo lo que recuerda. Es importante que lo haga.

El silencio se hizo denso. La amplia estancia estaba decorada con muebles de caoba y espejos de marco dorado. Por una ventana penetraba un haz de sol. Hasta las minúsculas motas de polvo en suspensión que brillaban bajo el haz parecieron congelarse.

– Lo que vi, padre, no se lo deseo a nadie… La luz se fue haciendo más y más grande a medida que yo me acercaba a ella. Al principio no comprendía por qué, pero unos sonidos lejanos empezaron a parecerse a lamentos. Sí, eran lamentos desesperados. Cada vez los escuchaba con más nitidez. La luz comenzó entonces a disminuir, a atenuarse hasta que casi se apagó. Poco a poco perdía intensidad y se iba tornando amarillenta, y luego rojiza.

Bajo esa luz ya roja, intensamente roja, a través del umbral del que emergía, tuve la oportunidad de ver cómo se precipitaban a una sima sin fondo lo que a mí me parecían almas puras. Caían en un pozo de tormento y desesperación. No fueron mis ojos, sino mi espíritu, el que percibió un mal infinito al que esas almas estaban condenadas. Ese mal eterno me sobrecogió…

Las lágrimas afloraron y se deslizaron por las arrugadas mejillas de aquella mujer que valientemente rememoraba lo que nunca habría querido conocer ni recordar. Su nieta, sentada a su lado, la confortó poniéndole las manos en los hombros. Recobrado el aplomo, la anciana siguió hablando.

– He leído que esto les ha pasado a otras personas. Que no siempre la luz blanca es la última visión de quienes están a punto de morir, pero regresan. Que hay personas con otras experiencias.

– Lo que nunca antes había, sucedido, que la Iglesia sepa -mintió piadosamente el padre Cloister, que extrajo de su portafolios unos documentos del hospital-, es lo que a usted le pasó mientras se hallaba en coma.

– Así es, padre. Así es. Ninguno de los médicos pudo comprender cómo, en la cama de la Unidad de Cuidados Intensivos, vigilada permanentemente por una enfermera, los huesos de mis piernas pudieron quebrarse. Solos, sin motivo, dejándome así, inválida… Tengo miedo, padre. ¿Qué puede significar todo esto?

Albert Cloister no tenía una respuesta para esa pregunta. Ojalá la hubiera tenido. Ojalá hubiera sabido qué responder. Pero, como en tantas otras ocasiones, frente al horizonte de lo desconocido, sólo podía echar mano de su fe.

– Rece a Dios y no tenga miedo. Él nos dará las respuestas cuando lo crea conveniente. No tenga miedo.

Tendió sus dos manos a la anciana, que lloraba ahora amargamente. Sus pupilas buscaron las del sacerdote, como queriendo atravesarlas y descubrir en ellas la sinceridad de su respuesta. El miedo la atenazaba cada noche y cada día, en todo momento. Él trató de tranquilizarla. Pero también empezaba a sentir miedo. Un miedo sin forma que aún no había encontrado su auténtico motivo.

Un taxi llevó a Albert Cloister ante la catedral de Nuestra Señora de París. Tenía la necesidad de orar en ese magnífico templo erigido cuando los hombres rendían auténtico tributo a Dios. Dicen que la fe mueve montañas, pero es capaz de mucho más que eso. Puede incluso levantar montañas nuevas: las catedrales, montañas de piedra labrada, erigidas por fe. Y las toneladas de piedra de la catedral de Notre Dame habrían de aliviar el peso que notaba, grávido y opresivo, sobre su alma.

«TODO ES INFIERNO», recordó. Ésa era la inscripción grabada en el interior del féretro de aquel cura español del que tuvo que suspenderse el proceso de canonización. Sus huesos estaban rotos. Algo se los destrozó aún en vida. El hombre debió de ser enterrado en estado cataléptico y se despertó dentro del ataúd. Pero no pudo provocarse a sí mismo esas lesiones. Eso era imposible. El padre Cloister recibió el encargo de investigar el hecho. A finales del año 2000, de la Congregación para las Causas de los Santos había pasado a formar parte de un grupo de sacerdotes sin nombre oficial -todos ellos jesuítas, como él, al servicio directo del Papa-, que indagaban en lo prohibido, en los misterios paranormales y todo cuanto escapa a la comprensión humana y de la ciencia. Unos religiosos que actuaban a veces de incógnito, bajo falsas identidades cuando era necesario; hombres de fe versados en ciencia, tecnología, historia, mitos, simbología, lenguas antiguas, psicología, técnicas de espionaje. Un grupo de investigadores de lo más extraño entre lo extraño, para rechazar los enigmas y misterios definitivamente o transformarlos en incontrovertibles, que se llamaban a sí mismos «los Lobos de Dios». Sí, lobos, pues a veces hacen falta lobos para defender a los corderos del Señor.

Desde niño, Cloister había demostrado una aguda inteligencia y una genuina curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Le encantaba leer libros en el tiempo en que sus compañeros de colegio miraban cómics. Siempre se sintió distinto. Primero para mal, pero luego, cuando comprendió los motivos, ya sin ninguna clase de sentimiento de inferioridad. Su jovialidad lo llevó a limar sus rarezas para agradar a los demás. Era un muchacho extrovertido que, sin embargo, no se sentía del todo a gusto en este mundo. Algunos chicos tenían ciertos reparos hacia él, y las chicas no le hacían demasiado caso. Siendo aún muy joven, casi sólo un chiquillo, sintió la primera llamada de la vocación sacerdotal. Su familia era una buena familia católica, aunque no muy religiosa. Él, sin embargo, tenía un gran aprecio por todo lo sagrado.

Una única vez sintió la tentación de abandonar esa senda. Fue con diecisiete años, durante un verano en un campamento mixto al que le habían enviado sus padres. Allí conoció a Paula Loring, una jovencita de su misma edad, de pelo rubio y grandes ojos verdes, que aparentaba tres o cuatro años más que él, y de la que se enamoró rendidamente. Se pasó la mitad de las vacaciones tratando de buscar un modo de hablar con ella sin que se le notara el rubor y el azoramiento. Cuando la veía, una luz invisible la rodeaba. Él era tímido con las chicas y aquello le superaba. Pero fue ella la que dio el primer paso. Era el año 1989, y sonaba en la radio el disco postrero de Roy Orbison, con su acento sureño. Una canción -She's a Mystery To Me- y una noche constelada, en medio de una pradera con un gran lago, rodeado de montañas, junto al fuego de una hoguera… Aquella chica le hizo más feliz de lo que nunca había llegado a soñar.

Las siguientes semanas fueron tan embriagadoras como el vino, tan dulces como la miel, tan alegres como una bandada de pájaros bajo el sol de la mañana. Fueron jornadas carentes de preocupaciones, en las que se respiraba la libertad que sólo la juventud puede dar a un espíritu. Albert sentía el amor como un dardo placentero que se hubiera hundido en su corazón hasta tocar el centro. Descubrió la sensualidad y el sexo. Pero el verano acabó, él volvió a Chicago, Paula a Filadelfia, y las hojas de los árboles cayeron. Ambos se prometieron escribirse, volver a verse, seguir amándose, continuar su relación tan perfecta.

Sin embargo, unos meses bastaron para que Albert se desengañara. Paula le escribía y le llamaba por teléfono al principio. Luego dejó de hacerlo poco a poco. El frío sustituyó al calor, y ese fin tan triste coincidió con el peor momento de la vida de Albert, la muerte de su hermano John.

John era su único hermano, cuatro años mayor que él. De niño, lo había idolatrado. En él veía un modelo que seguir. Era popular, siempre vencía en los deportes, las chicas lo adoraban, sacaba buenas notas. Hasta que, unos pocos años atrás, empezó a comportarse de un modo diferente. Abandonó a sus amigos y se encerró en sí mismo. Apenas salía, salvo cuando tenía que hacerlo para ir al instituto. Ya nunca se reía ni disfrutaba de nada. Un día reveló a sus padres la causa de su aflicción: se había dado cuenta de que era homosexual. Albert sufrió en silencio la destrucción en mil pedazos de su modelo. Cuando él lo supo, tenía sólo quince años, y su personalidad aún no estaba formada. Su padre habló con él y le dijo que no debía jamás burlarse de su hermano, ni pensar de él que hubiera hecho algo malo por su orientación sexual. Albert cumplió esa promesa. Por fortuna para John, sus padres eran comprensivos. Trataron por todos los medios de evitar sufrimientos a su hijo, pero no lo lograron. En la Navidad de 1989, John se suicidó arrojándose a las gélidas aguas del río Chicago desde el puente de la calle Monroe.

Dejó una nota con una sola palabra., dirigida a su familia, en la que había escrito una petición que reflejaba lo que él nunca se había dado a sí mismo: «Perdonadme».

Al año siguiente, Albert ingresó en el seminario de los jesuítas de Chicago. El golpe de la muerte de su hermano había sido fuerte y terrible. Y el amor no era lo que él esperaba. La vida es efímera. Hay muchas injusticias en el mundo y el mal acecha. Sólo la búsqueda del bien y de la verdad en Dios podía dar auténtico sentido a la existencia y anular la futilidad del tiempo que a cada ser humano le ha sido concedido.

Albert empezó a destacar en ciencias, por lo que, tras obtener el doctorado en teología, fue matriculado por su orden en la Universidad de Chicago, aquel lugar mítico donde Enrico Fermi puso en marcha el primer reactor nuclear de la historia. Sus calificaciones eran muy altas y su actitud satisfactoria. Enseguida, los superiores de la Compañía de Jesús se dieron cuenta de que el joven valía y tenía talento. Completada su formación, lo enviaron a Roma para servir en la Congregación para las Causas de los Santos. Pero luego le dieron un cometido más relevante, al que sólo accedían los más preparados, capaces y leales: los Lobos de Dios.

Albert sabía ahora cosas que antes ni siquiera sospechó. Procesos desconocidos de la mente humana, sucesos inexplicables, fuerzas más allá de lo explorado. Todo ello estimulante a la par que sobrecogedor. Pero siempre con la mirada puesta en el Altísimo, como muestras de su infinito poder y de su escritura recta en renglones torcidos. Todo lleva hacia Dios y todo participa de su Gloria, era lo que Albert Cloister pensaba. En aquella ocasión, sin embargo, un desasosiego profundo le impedía lograr la paz de espíritu en este mundo de guerra permanente; algo que siempre había logrado por encima de todo el dolor y los percances, de las dificultades o el peligro.

Ahora, y por primera vez, tenía auténtico miedo. Había visto el horror, pero siempre había podido encontrar una explicación. Ahora estaba desconcertado. La falta de razón de lo que veía le producía desasosiego y, sobre todo, miedo.

Tras unos minutos de oración en la nave central de Notre Dame, salió afuera y paseó largamente a orillas del Sena. Sumido en sus reflexiones, atravesó el Pont-au-Change y siguió caminando más allá de la lie de la Cité y de la lie Saint-Louis, en dirección sureste hacia la estación de Austerlitz. Necesitaba aclarar sus ideas. Aquellos huesos rotos del cura español, aquellos huesos rotos de la anciana que acababa de entrevistar… El dolor, las visiones terribles y ese hecho tan especial tenían que estar de algún modo conectados. «TODO ES INFIERNO.» ¿Qué significaba realmente esta frase? ¿Es el mundo un infierno y, tras la muerte, nos espera otra condenación, otro infierno? ¿Acaso Dios había renegado de sus criaturas por sus pecados y, cansado de perdonar, las condenaba sin misericordia? Pero… ¿y los justos? ¿Y los buenos?

En su portafolios de piel llevaba tres informes indirectamente relacionados con el caso que acababa de investigar. Todos ellos correspondían a personas con experiencias próximas a la muerte que habían visto, como la anciana dama francesa, algo más que la luz blanca que atrae pacíficamente a las almas. Algo maligno. Esta clase de experiencias correspondía aproximadamente a una de cada veinte, es decir, un cinco por ciento del total. En los reportajes de televisión sobre las experiencias cercanas a la muerte, o ECM, no solían incluirlas. A la gente no le gusta pasar miedo con cosas reales. Y a todos nos espera la muerte, tarde o temprano, quizá a la vuelta de la esquina. Es algo que la mayoría prefiere no pensar siquiera, aunque sea inevitable. O precisamente por eso.

Pero, en los casos que Cloister llevaba en su portafolios, ninguno de los entrevistados había despertado con los huesos rotos, ni había vuelto a la vida con lesiones inexplicables. Habían sido elegidos porque mostraban una presencia del mal muy acusada, incluso más de lo habitual en las experiencias negativas que componían ese cinco por ciento inquietante. Se trataba de personas normales. No había aparente explicación a sus visiones, como no hubo profanación en el caso del cura español ni la anciana sufrió en el hospital el ataque de ningún demente. Ambas cosas eran imposibles. Cloister se lo había repetido mil veces. Sólo se le ocurría que estas personas hubieran llegado más lejos en su viaje al otro lado. Tan lejos que incluso habían traído un daño físico al regresar… Pero eso era sólo una conjetura.

El padre Cloister se sentó en un banco junto al río. Estaba dejando de fumar, lo que no le resultaba nada fácil en ese momento. Se puso en la boca un chicle de nicotina y empezó a mascarlo mientras sacaba los informes de la cartera. Los colocó en orden de antigüedad: Marcial Bernárdez, jardinero peruano, año 1993; Edith Sommerfeld, ama de casa austríaca, año 1998; y Evelyn Taylor, directora de una agencia de modelos neoyorquina, año 2001.


MARCIAL BERNÁRDEZ MENA

Ciudad de Lima, Perú.

Jardinero al servicio del Estado.

Suceso acontecido el día 5 de febrero de 1993.

Entrevistado el día 28 de agosto de 1993.

Edad en el momento del suceso: 39 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Tras el accidente provocado por un corrimiento de tierras, por cuya causa el automóvil en que viajaba una cuadrilla de jardineros se despeñó, Marcial Bernárdez, que se encontraba entre ellos, se seccionó la columna vertebral. Inmovilizado por sus compañeros, la unidad de rescate tardó varias horas en llegar. Marcial Bernárdez sufrió un infarto durante el traslado al hospital y estuvo media hora sin pulso, bajo maniobras de resucitación llevadas a cabo por el equipo médico. Se le dio por muerto, pero aproximadamente una hora después, su corazón respondió de un modo espontáneo.

Extracto de su declaración: Después de la pérdida total de conciencia, la negrura absoluta invadió sus sentidos.

El entrevistado describió esa situación como un «pozo profundo». Sin percepción temporal, transcurrido un tiempo indeterminado, comienza a regresar, o eso es lo que él siente. Le parece escuchar sonidos y captar imágenes. Ve ante sí un túnel de paredes oscuras con una luz blanca al fondo, hacia arriba, con destellos. Un susurro, que lo inunda todo, lo llama y le pide que se acerque a la luz. Él lo hace, confiado. La aflicción de su espíritu ha desaparecido. Camina sin caminar, de un modo sutil, irreal. Alcanza una especie de disco blanco y lo atraviesa. El susurro amigable se convierte en un grito desgarrado. La luz disminuye y se torna roja. Ya no lo ciega, sino que puede ver desde una especie de atalaya… Lo que contempla le llena de pavor y lo estremece. Es algo que no se puede describir por comparación con lo conocido: sufrimiento sin forma, destellos que parecen convertirse en bocas anhelando la salvación. Y una sombra oculta entre las sombras. Ahí termina su experiencia. Al regresar sólo recuerda ese final, pero, sin saber por qué, está seguro de que hubo algo más.


EDITH FOERSTER-SOMMERFELD

Ciudad de Linz, Austria.

Ama de casa, antigua dependienta de una floristería.

Suceso acontecido el día 31 de enero de 1998.

Entrevistada el día 15 de marzo de 1998.

Edad en el momento del suceso: 60 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Paro cardíaco producido por una descarga eléctrica en la cocina de su casa, estando sola hasta que fue hallada por uno de sus hijos a la hora de comer. Tiempo sin pulso, indeterminado. Seguramente estuvo así varias horas, pero se dio una circunstancia inusual. Al caer en la cocina, golpeó la puerta que daba al patio trasero de la casa y ésta se abrió. Cuando la encontraron, la temperatura de la estancia era próxima a los cero grados. La posible influencia de este hecho no ha sido aclarada satisfactoriamente por los facultativos.

Extracto de su declaración: Queda sumida en la oscuridad total de un modo repentino, seguido de una especie de destello, seguramente propiciado por el shock eléctrico. Después, de un modo que podría definirse como «a cámara lenta», se va haciendo una tenue y nebulosa luz, y van desfilando familiares y amigos de la accidentada, ya fallecidos. La sensación no es de miedo, ni de euforia. Antes bien, el espíritu de la señora Sommerfeld se halla en un estado de ausencia de emociones. Esto varía cuando, de pronto, la luz aumenta y se focaliza en un punto. Se forma un túnel hacia él. Ahora la emotividad aflora, el deseo de ir hacia la luz y abandonar el mundo de la vida terrenal, física. Pero una nueva fuerza pugna por evitar ese viaje final: los hijos de la señora, cuya presencia inmaterial hace que el traslado hacia la luz no sea placentero. Sin embargo, ella continúa hasta que un terrible desasosiego se apodera de su espíritu. Ve cuerpos mutilados, deformes. Una presencia maligna concurre a la escena, como un ser de fuego, aunque con forma poco definida, salvo sus ojos. Son ojos inexpresivos, calmos, pero terroríficos. En el último momento, la señora Sommerfeld se vuelve y recibe un renovado impulso hacia sus hijos, que lloran su muerte. Así vuelve a la vida, con la terrible sensación de que los ojos rodeados de fuego esconden un secreto que ella no llegó a conocer, pero que estaba allí y que supera con creces cualquier horror imaginable.


EVELYNTAYLOR

Ciudad de Nueva York, Estados Unidos.

Directora en América de la agencia de modelos Gloria Tebaldu

Suceso acontecido el día 27 de septiembre de 2001.

Entrevistada el día 23 de noviembre de 2001.

Edad en el momento del suceso: 52 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Presenta una reacción alérgica a un alimento ingerido en un restaurante japonés. La reacción es tan virulenta que empieza a mostrar los síntomas durante la misma cena. Los servicios de asistencia médica consiguen estabilizarla y la ingresan en estado crítico. Tras dos días en la Unidad de Cuidados Intensivos, fallece. Su reanimación espontánea acontece en el depósito de cadáveres.

Extracto de su declaración: Se ve a sí misma desde el exterior. Los médicos actúan sobre ella, tratando de salvarla. Afuera, las personas que aguardan el desenlace, lloran desconsoladas. Ella intenta acercarse para consolarlas, para decirles que está bien. Pero no oyen su voz. Nadie se da cuenta de su presencia. Una sensación de opresión, más que de miedo, se apodera de la señora Taylor, que trata de regresar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Su cuerpo está en la cama, sin vida. Por fin lo comprende. Entonces percibe un impulso hacia arriba. A medida que asciende y se aleja del hospital y del mundo, la oscuridad va inundando su campo visual. Ahora no hay referencias. Flota en un lugar sin tiempo ni espacio reales. De repente, en una lejanía imposible de estimar, comienza a distinguir una especie de procesión de personas grises. Casi no hay luz, no puede apreciar los detalles. Todos van hacia un sitio con forma rectangular. Es su propia fosa. Lo comprende cuando ve el ataúd y, ya con algo más de iluminación, los rostros de sus familiares y amigos. Una vez más trata de comunicarse con ellos, les grita sin efecto alguno. No ve ninguna luz blanca ni un túnel; tampoco escenas de su vida. Lo que presencia es cómo las personas que asisten al fantasmal entierro empiezan a envejecer muy rápidamente, y a medida que desaparecen tragados por un hueco invisible, profieren un alarido de pánico. Nota también la presencia de una sombra inmaterial, una conciencia que observa desde la negrura. Esa presencia maligna es quien lo dirige todo.

El mal estaba siempre ahí, omnipresente, en las tres declaraciones. Aunque fuese terrible de admitir, era como si sólo quien llegaba a ver más allá, quien alcanzaba un cierto umbral prohibido a la mayoría, tenía una visión completa: túnel, luz blanca, paz, tranquilidad, alegría, y luego oscurecimiento, luz roja, terror, desesperanza… Sobre todo desesperanza. Y algo más. Algo más que ninguno de ellos recordaba, pero que todos estaban seguros de haber percibido. Algo que se había borrado de sus mentes, quizá como acto de protección. O quizá por un motivo. Pero ¿cuál?

Otras investigaciones más antiguas, que habían estado desperdigadas, tenían también un sentido similar. Buscando como un ratón de biblioteca en los archivos del Vaticano, con ayuda de varios expertos en documentación, ante Cloister habían ido apareciendo declaraciones, informes, referencias a hechos del pasado semejantes. Las primeras de esas referencias se perdían en la noche de los tiempos, cuando los sacerdotes egipcios se golpeaban en zonas vitales de la cabeza para inducir una muerte reversible -que no siempre lo era- y echar una ojeada al mundo de los muertos. Sus relatos contenían a veces el testimonio de personas aterrorizadas frente a una visión del mal sin forma, una sombra oscura sin rostro. Más tarde, algunos monjes de la Edad Media referían experiencias similares. Incluso un médico inglés del siglo xix, que acabó sus días en la cárcel por sus prácticas poco ortodoxas, imitaba a los sacerdotes egipcios con los enfermos mentales del hospital psquiátrico que dirigía.

En suma, los casos no eran muchos en cantidad, pero su carga de sentido resultaba abrumadora y apuntaba siempre hacia una dirección que nadie había logrado determinar. Todavía.

El padre Cloister recordó los más importantes entre aquellos casos. Eran para él como los restos de un naufragio, que se resisten a ser tragados por las aguas y, en su pugna con el océano, emergen en parte a la superficie, esperando que alguien los rescate; aunque hay veces que lo que se encuentra hubiera sido mejor no encontrarlo, del mismo modo que en ocasiones se desea algo que es mejor no conseguir. Pero Albert Cloister, hombre de sólida fe en Dios, tenía una fe aún más sólida: la verdad.

Su tesis, por la que obtuvo el doctorado cum laude en teología, acababa en una frase en apariencia incompatible con la religión, que, por el contrario, bien entendida, quizá era el fundamento racional de la más profunda y sólida creencia humana: «La fe nos conduce a la verdad y la verdad no necesita creyentes; porque la verdad no necesita a la fe, pero la fe sí necesita a la verdad».

La verdad era lo único que él buscaba. Lo único por lo que estaba dispuesto a realizar cualquier sacrificio.

Desde que abandonó Notre Dame, los minutos habían ido pasando hasta formar horas enteras. Estaba a punto de anochecer. El crepúsculo empezaba a dar paso a la oscuridad. El padre Cloister salió del pozo de sus pensamientos, guardó los papeles en la cartera y se levantó para marcharse, caminando lentamente. Las aguas del río corrían, ajenas a sus cavilaciones. Nunca las aguas de un río son las mismas que en un instante anterior. Y, sin embargo, los pensamientos que llenaban la mente de Albert Cloister, densos como la brea e igual de oscuros, podrían haber hecho detenerse el flujo del Sena en cualquier imaginación. Se sentía abrumado e inquieto. Antes de regresar al colegio en que lo había hospedado su congregación, entró en un bar y compró un paquete de cigarrillos.