"616. Todo es infierno" - читать интересную книгу автора (Zurdo David, Gutiérrez Ángel)

Capítulo 4

Boston.

– Buenos días, Daniel.

El viejo jardinero no hizo caso del saludo de la madre superiora. No se volvió hacia la puerta cuando ella entró en la habitación, ni tampoco pestañeó siquiera cuando la religiosa abrió las cortinas para que entrara un poco de luz. Continuó sentado en el borde de la cama, con la vista perdida en el suelo. Así se pasaba todo el día desde que salió del hospital. Fuera ya de peligro, aunque con importantes secuelas, los médicos le habían dado el alta, y las Hijas de la Caridad pudieron ir a buscarlo. Instalaron a Daniel lo mejor posible en una modesta residencia para ancianos indigentes que administraban en la misma ciudad de Boston. No les quedaba alternativa, pues el antiguo hogar del jardinero había quedado destruido hasta los cimientos.

Aquella expresión de abandono e indiferencia de Daniel rompía el corazón. En parte era debida a los tranquilizantes que tomaba, pero no sólo… Estaban también esas horribles pesadillas, que no lo habían abandonado desde que comenzaron en el hospital, justo después del incendio. El no hablaba de ello con nadie, pero las monjas le oían gemir en sueños y, en más de una ocasión, alguna hermana lo encontró aullando de pánico en mitad de la noche, con los ojos desorbitados y musitando palabras ininteligibles. La situación iba a peor. El médico residente no sabía qué hacer, a pesar de sus esfuerzos y su buena voluntad. Por eso se limitaba a recetarle tranquilizantes, que sólo contribuían a dejar a Daniel en aquel lamentable estado y no ayudaban en nada respecto a sus pesadillas.

Aunque peor aún que éstas era la tristeza que mostraba por haber perdido en el incendio su querida planta, un palo escuálido con el que apareció un día en el convento. Las monjas nunca supieron de dónde la había sacado, pero desde el primer instante mostró hacia ella un enorme cariño. Y no dudó en llamarle su rosa, aunque Dios sabía que podría tratarse de cualquier otra planta de la Creación.

«Esto no puede continuar así», se dijo la madre superiora, observando el rostro ausente del viejo jardinero. En cuanto saliera de la habitación, llamaría a la doctora Barrett. Estaba decidido. El pobre Daniel… Pero la monja le tenía reservada una sorpresa.

Un suave toque en la puerta sacó a la religiosa de sus cavilaciones.

– Adelante.

– Eh… buenos días.

La monja miró al hombre durante unos segundos, antes de preguntar:

– ¿Es usted el señor Nolan?

– Así es. Joseph Nolan.

– Encantada de conocerle en persona. Habló conmigo por teléfono esta mañana. Estaba pensando ahora mismo en usted, ¿no le parece curioso? Pero no se quede ahí… Adelante -dijo, antes de que el bombero pudiera contestar-. ¿La ha traído? Sí.

A Joseph no le había resultado nada fácil encontrar a Daniel. Lograrlo le costó toda una semana, dos cenas con cine incluido y una visita guiada de una veintena de niños a su escuadra de bomberos. Aunque pretendía hacerlo, no volvió al hospital el día siguiente de su única visita a Daniel, ni tampoco en los restantes días que éste pasó en Cuidados Intensivos. Cuando reunió el coraje suficiente para acudir de nuevo al hospital, Daniel había sido dado de alta y nadie quiso decirle adonde se lo habían llevado. Las cenas y las sesiones de cine fueron con una chica de la administración del hospital, que acabó dándole la dirección de la residencia de ancianos -un truco sucio, lo sabía, incluso por una buena causa-; y la visita guiada fue un extra para el sobrino de la chica y otros diecinueve monstruos del Averno disfrazados de estudiantes de quinto grado.

– Daniel, mira lo que te ha traído el señor Joseph Nolan. ¡Es tu rosa!

– ¿Mi… rosa? -inquirió Daniel, volviendo los ojos hacia Joseph-. ¡MI… ROSA!

– La encontré entre los restos de tu casa -dijo el bombero, algo tímido-. Tenías razón, Daniel. Estaba allí.

El abatimiento en que Daniel se hallaba sumido desapareció por completo. Saltó de la cama con una agilidad inesperada, y se abrazó a un mismo tiempo a Joseph y a la maceta que éste le tendía.

– ¿Qué es lo que se dice, Daniel?

– Gracias, Jo… seph.

Oír a Daniel pronunciar su nombre, aunque fuera de ese modo vacilante, le arrancó una gran sonrisa al bombero.

– De nada. Y ya puedes soltarme, antes de que me rompas algún hueso… Además, tengo que irme. Mi turno empieza dentro de media hora. Pero volveré otro día, ¿de acuerdo, Daniel?

Este no respondió. Había colocado la maceta en la repisa de la ventana, y la contemplaba soñadoramente.

Joseph y la monja lo dejaron a solas. En el corredor, ella dijo:

– Vuelva siempre que lo desee. Es usted un buen hombre, Joseph.

Era curioso lo que decía la monja. Había flirteado con una pobre chica a la que no pretendía volver a llamar sólo para sonsacarle una información confidencial… ¿Un buen hombre?

– Las apariencias engañan, hermana.

La doctora Audrey Barrett sería una mujer atractiva si no se esforzara tanto por no parecerlo. Sus ropas eran sobrias hasta el punto de resultar casi masculinas, y llevaba invariablemente el cabello recogido en una simple coleta. El verde de sus ojos, grandes y expresivos, podría volver locos a los hombres, pero no reflejaba más que aflicción. Era una mujer de treinta y seis años, inteligente y preparada, que había sabido ganarse una reputación entre sus colegas del mundo de la psiquiatría. A la licenciatura en Harvard le siguieron un doctorado, diversos cursos de posgrado y una experiencia práctica de varios años. Era muy buena en su trabajo y lo sabía. Por eso nunca mostró el menor reparo en cobrar sumas escandalosas en concepto de honorarios. Sus pacientes -muchos de ellos, personas adineradas y de éxito social- podían permitírselos. Además, opinaba que la única dolencia que sufría la mayoría de ellos era una enfermedad para la que ningún psiquiatra tiene cura: el egocentrismo que lleva a pagar fortunas sólo para poder decir en voz alta lo genial e importante que uno es.

Sin embargo, no había ningún millonario en la residencia de las Hijas de la Caridad. Los que recibían allí el cuidado de las monjas habían perdido sus egos hacía mucho tiempo, entre botellas de alcohol, cajas sucias de cartón, cubos de basura y sillas con quemaduras de cigarros en lúgubres estaciones de autobús.

Siempre que la madre superiora la necesitaba, Audrey acudía a la residencia. Se esforzaba por hacer cuanto estaba en su mano por los ancianos, sin cobrar un solo centavo. El día anterior había recibido una llamada de la religiosa, que le describió con cierto detalle la situación que la preocupaba esta vez: Daniel, un anciano retrasado mental que trabajó de jardinero en el convento de la orden que se había quemado recientemente, vio cómo éste era destruido por un fuego que casi le cuesta la vida y que le había dejado gravemente dañados los pulmones. Además, el anciano sufría desde entonces unas pesadillas terribles que le impedían dormir y le provocaban una enorme angustia cada noche. El caso no parecía complicado, ni interesante. Ninguno de los casos de la residencia lo era. Audrey no tenía dudas sobre el diagnóstico: insomnio y episodios de ansiedad debidos a un estrés postraumático, potenciado por el frágil estado mental del paciente. Se dijo que ni siquiera sería necesario hablar con él, aunque eso era lo que deseaba la madre superiora.

Aquella tarde, Audrey subió decididamente los escalones que llevaban a la entrada de la residencia. Era un vetusto edificio de ladrillo, donado por un benefactor de la parroquia. La instalación eléctrica estaba anticuada, los muebles eran tan viejos como los ancianos que ocupaban el edificio, las paredes llenas de manchas de humedad necesitaban una buena mano de pintura, y de las canalizaciones era mejor ni hablar. Sus visitas a la residencia siempre le provocaban un doble sentimiento de melancolía y satisfacción; melancolía, por el estado de los ancianos y el decadente edificio, y satisfacción por servir de alguna ayuda.

De camino al despacho de la madre superiora, Audrey se cruzó con varios ancianos que la saludaron afectuosamente. Todos vestían gastadas batas de franela y zapatillas gruesas de andar por casa.

– ¿Puedo entrar? -preguntó la psiquiatra, ante la puerta del despacho.

Se oyó el ruido de una silla al ser arrastrada, que provenía del interior, seguido de unos pasos.

– Buenos días, hija mía -dijo la madre superiora-. Pasa, por favor.

Ambas mujeres tomaron asiento, y la monja añadió:

– Llegas muy puntual, como siempre, querida Audrey… Y eso que tu tiempo es oro, ¿verdad? El doctor Holton es un buen médico, pero ya sabes que únicamente sabe arreglar los cuerpos y no las cabezas. Daniel necesita tu ayuda.

– ¿Le ha dado ansiolíticos?

– Así es.

– No estoy segura de que haya mucho más que hacer en este caso.

– ¿Por qué lo dices?

– El pobre hombre es retrasado. ¿Qué clase de psicoterapia puede funcionar con alguien que no posee un razonamiento normal?

– Eso es un comentario cruel, Audrey -reprendió la monja.

– La vida es cruel, hermana.

Audrey lo sabía mejor que nadie.

– Algún día deberías contarme la razón de esa tristeza tuya.

– Sí… Algún día.

– ¿Hablarás con él?… Por favor.

Tras unos segundos de reflexión, Audrey contestó:

– Lo haré. Pero no servirá de nada.

– ¡Gracias, hija! Daniel está ahora en el jardín. Haré que lo llamen para que habléis en la sala.

«La sala» era una habitación originalmente utilizada como despensa, que la madre superiora ordenó vaciar para convertirla en un improvisado salón de terapia. Tenía dos sillas -una para Audrey y otra para el paciente-, una minúscula mesa de madera que antes perteneció a una escuela primaria y una lámpara simple con una bombilla cuya luz vacilaba de vez en cuando. Si existiera el título mundial de lugares deprimentes, aquel cuarto tendría grandes opciones de ganarlo.

– Hoy hace sol -comentó Audrey-. Podría hablar con el paciente en el jardín.

– Oh, sí, por supuesto. Como prefieras. Y no se llama paciente. Su nombre es Daniel.

– Lo sé.

Por detrás de la residencia había un jardín de un tamaño considerable. Como todo lo demás, mostraba la falta de un mantenimiento adecuado, pero aún tenía algunas flores, y el césped que cubría el suelo era de un verde intenso y saludable. Dispersos por el jardín, había varios bancos de piedra. Daniel estaba sentado en uno de ellos cuando Audrey y la madre superiora se le acercaron.

– Hola, Daniel -saludó la religiosa.

– ¡Hola!

Se le veía contento. La piel de su rostro exhibía un tono rosáceo por efecto del sol de otoño.

– ¿Has tenido pesadillas esta noche?

La pregunta de la monja hizo mudar la expresión de Daniel, que se puso muy serio y empezó a toser. Las toses ásperas e interminables se habían convertido en algo habitual desde el incendio. Cuando cesaron por fin, Daniel no contestó, y la mano con la que en todo momento había estado abrazando a su querida maceta, se cerró con más fuerza en torno a ella.

– ¿Quieres que riegue un poco tu planta?

Esta vez fue Audrey quien preguntó. Ni un millón de litros de agua mezclados con el mejor abono del mundo serían capaces de resucitar aquel palo muerto. Estaba segura de ello. Pero a Daniel se le iluminaron de nuevo los ojos al oír la proposición.

– Sí. Mi rosa… necesita agua.

– Ah, ¿así que es una rosa…?

– Os dejo -susurró la monja, al ver que Audrey había empezado ya a hacer su trabajo.

– Es la rosa más… bonita… del mundo.

– Claro que sí. Me llamo Audrey. Tú eres Daniel, ¿verdad?

– Sí. Mi rosa necesita… agua.

Audrey miró a su alrededor. Sabía que por allí cerca había una manguera con la que se regaba el jardín.

– Te gustan mucho las flores, ¿no es cierto? ¿Hay flores en tus sueños, Daniel?

El jardinero se puso de nuevo muy serio. Audrey pensaba que tampoco iba a contestar esta vez, pero entonces el dijo:

– Ya no… Están todas muertas.