"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Capítulo 12

Sábado, 28 de julio de 2001.

Glebe Tower. Urbanización Bassindale

Jimmy James se quedó mirando con ira el letrero de averiado que habían puesto en las puertas del ascensor de Glebe Tower; luego, por si acaso, asestó un pesado puñetazo a la chapa llena de agujeros donde habían acribillado la pintura gris en forma de V con un pistola de aire comprimido. Jimmy andaba detrás de un tipo de la octava planta que le debía dinero, pero subir hasta su casa por la escalera le parecía demasiado. El muy mierdas le daba esquinazo desde el jueves, así que apostaba diez contra uno a que estaba fuera. Seguramente en la calle, con el resto de los imbéciles.

El edificio se veía sumido en una calma extraña e inquietante. En un sábado normal y corriente el hueco de la escalera de metal resonaba con los gritos de los niños, pero aquel día se encontraban encerrados en sus casas o siguiendo a la muchedumbre como simpatizantes de la causa. Aquella misma tarde, un poco antes, se había cruzado con un grupo de críos de siete años que gritaban cerca de la escuela donde estaban reunidos los soldados de infantería de Melanie. «Fuera los pene rastas… fuera los pene rastas…» Ni siquiera sabían lo que se suponía debían decir -«fuera los pederastas»-, menos aún lo que significaba, y dudaba que los adultos estuvieran mucho mejor informados. Aquello le deprimía. La ignorancia siempre le deprimía.

Encendió un cigarrillo y sopesó las posibilidades. No había manera de evitar lo que estaba sucediendo. Melanie había hablado de una «manifestación de protesta», pero el olor a gasolina en el aire indicaba que había algo más. Jimmy había dado un rodeo para echar un vistazo a una de las vías de salida y la encontró bloqueada con coches, algunos volcados de lado y todos ellos con la tapa del depósito reventada y el combustible extraído con sifón o derramado por el asfalto. Vio cómo los chicos llenaban botellas con gasolina y las chicas tapaban el cuello de las botellas con trapos, y no necesitó ser Nostradamus para predecir que la guerra se avecinaba. Un solo coche de policía se divisaba al otro lado de la barrera y la preocupación en el rostro de los dos agentes reflejaba la suya propia.

El pederasta no era más que un pretexto para descargar el resentimiento que bullía entre la clase marginada de Acid Row. Eran los judíos de los guetos, los negros de los barrios segregados, la gente sin posibilidades de prosperar más allá de sus fronteras. Y la ironía era que la gran mayoría eran blancos. Jimmy los comprendía hasta cierto punto -al igual que todo negro sobre la faz de la tierra-, pero también los despreciaba por su falta de voluntad para cambiar. Jimmy tenía planes para sacar de allí a Melanie y los niños… buscar un sitio en Londres donde pudiera reformarse y convertirse en alguien de provecho… o eso era lo que tenía en mente, recordó con tristeza, hasta que descubrió que ninguno de sus contactos estaba en activo aquel día.

Al menos dos de ellos habían tenido la sensatez de marcharse de la urbanización antes de que levantaran las barricadas, y el tercero se negó a abrirle la puerta. Por distintas razones, ninguno deseaba tener el menor roce con la justicia, lo que significaba hundir la cabeza hasta que pasaran los problemas. Ojos que no ven, corazón que no siente, y al día siguiente ya podrían volver a ocuparse de sus negocios. Jimmy empezaba a llegar a la misma conclusión. A aquellas alturas debería estar en un tren con dinero en la mano y algo que vender, pero a falta de una cosa y de otra no tendría más remedio que esconderse en casa de Melanie. Ya tendría tiempo de enmendarse cuando resolviera sus asuntos, pero ahora empezaba a preocuparse. Tal vez no hubiera sido tan buena idea dejar que Melanie y los críos fueran solos a la manifestación. A saber lo que los tarados de Acid Row tenían pensado para Humbert Street.

Jimmy aplastó el cigarrillo con el tacón y pulsó con rabia el botón del ascensor. Solo necesitaba que algo le saliera bien, pero nada funcionaba en aquel lugar de mala muerte. No fue más que una bofetada en la cara de una pieza de maquinaria inútil, pero con un golpetazo metálico las puertas se abrieron de una sacudida. Jimmy pensó que había cambiado su suerte hasta que vio el cuerpo tendido en el suelo. ¡Ah! ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

No se paró a pensar… se limitó a salir corriendo de allí.


Interior del nº 23 de Humbert Street

Sophie se retiró a un rincón y se palpó el bolsillo en busca de un pañuelo de papel para quitarse el sabor de la mano del anciano de los labios. Tenía tanto miedo que los dedos no le respondían, y los apoyó contra la pared para que dejaran de temblar. La sala se veía abarrotada de trastos, y Franek estaba apostado junto a la puerta, con la cabeza ladeada, atento a los ruidos que hacía su hijo, que estaba moviendo algo pesado en el descansillo. El anciano no quitaba ojo a Sophie, con una mirada impasible y persistente que la obligaba a sostenérsela. ¿Y si el hombre se movía? ¿Y si la atacaba de nuevo? Las palabras de la muchedumbre resonaban en su cabeza. «Animal… cabrón… pervertido…»

Nada tenía sentido. ¿De dónde había salido toda aquella gente? ¿Cuál había sido la espoleta? La calle se encontraba prácticamente desierta media hora antes. El temor por su vida le empañó la razón y le arrancó de la mente todos los pensamientos sobre el pederasta del que le había hablado Melanie. ¿La habrían engañado para arrastrarla hasta allí? ¿La habían visto entrar en la casa y suponían que se encontraba en peligro? «Animal… cabrón… pervertido…» Entonces ¿qué razón tenían para atacarla cuando intentó salir de allí? ¿Y dónde estaba la policía?

Era como andar a tientas en la niebla. La malignidad del anciano le impedía pensar con claridad. Nada de lo que hubiera imaginado sobre él podría ser peor que la realidad. Cuando llegaron a lo alto de la escalera había notado el revivir de las manos del hombre posadas sobre sus pechos y la brutal erección contra su culo, y sintió cómo sacaba el jugo a cada pequeño temblor suyo a través del cual él sabía que ella experimentaba también su revivir. De repente, el anciano dio un paso hacia delante.

– Lo mataré -le advirtió Sophie; tenía la boca tan seca que su voz sonó ronca. Buscó el aerosol tóxico en su bolsillo y se resistió a creer que en la única ocasión que lo necesitaba lo tenía dentro del maletín, junto con el móvil. ¿Dónde estaría el maletín? ¿Lo habría escondido Nicholas, o seguiría estando junto a la puerta de entrada?

Nicholas debió de oírla hablar, porque de repente se puso a vociferar en polaco desde donde estaba, y su padre volvió la cara de mala gana hacia la puerta. Fue un súbito despertar, una salida de la hipnosis. Sophie miró alrededor con desesperación en busca de un arma, se hizo con un par de sillas y las dispuso delante de ella, con el respaldo pegado a las piernas.

Franek oyó el chirrido de la madera arrastrada por el suelo.

– ¿Para qué es eso? -inquirió enfadado-. ¿Cree que las sillas salvan a usted? Mejor que ayuda Milosz a mover cosas pesadas para proteger la puerta. Él intenta sacar el armario de mi cuarto. Eso es útil. -Señaló las sillas y añadió-: Esto no.

Sophie no le hizo caso y alargó el brazo para coger un florero de vidrio y un viejo bate de criquet, que colocó en uno de los asientos que tenía delante, y a continuación, unos libros de tapa dura y un plato esmaltado desgastado con el borde curvo.

– Usted hace lo que yo digo. Ayuda Milosz.

Sophie negó con la cabeza y levantó el florero con ambas manos. Tras él, vio su maletín apoyado contra la barandilla.

El anciano soltó una risita gutural.

– ¿Cree que el cristal rompe mi cabeza? -Se dio un golpecito en la frente-. Dura como hierro. ¿Cree que puede luchar contra Franek? Mire esto. -Cerró los puños y se acercó a ella dando saltos como un boxeador para hacerle una finta en la mejilla-. Un golpe y cae redonda.

La reacción instintiva de Sophie fue la de retroceder, retirarse, evitar el enfrentamiento, pero no podía porque detrás tenía la pared pegada a los omóplatos. Se humedeció los labios.

– Adelante -le animó Sophie con la voz ronca, presa del miedo-; le romperé la cabeza si lo intenta.

Sin duda, Franek estuvo tentado de hacerlo, pues sus ojos pequeños y repugnantes brillaron de entusiasmo, pero negó con la cabeza.

– Hay cosas más importantes que hacer.

Sophie se humedeció los labios de nuevo.

– Eso está bien -dijo el anciano con tono de aprobación-. Ahora tiene mucho miedo. Hace lo que Franek dice.

– No hasta que me dé el maletín -sentenció ella señalando la barandilla con la cabeza.

El hombre siguió su mirada.

– Siempre quiere ese maletín. ¿Qué hay dentro?

– Toallitas antisépticas. Tengo que limpiarme el corte del brazo.

Al anciano le interesó lo suficiente para recuperarlo y se apresuró a palpar los seguros para intentar abrirlos.

– Primero ayuda Milosz, luego le doy el maletín.

– No.

Franek frunció el ceño como si no estuviera acostumbrado a la desobediencia.

– Usted hace lo que digo.

– No.

– ¿Quiere que haga daño a usted?

Sophie se encogió de hombros con gesto resuelto.

– Si esa gente consigue entrar aquí yo viviré, pero usted no. -Vio cómo el anciano tiraba de los seguros-. Pierde el tiempo. Es un cierre con combinación de seguridad.

Frustrado, el hombre lo dejó caer al suelo.

– Es usted que pierde el tiempo diciendo siempre «no».

– Pues vaya usted mismo a ayudar a Milosz -espetó Sophie, y se preguntó cuánto tiempo resistirían sus piernas-. Es su pellejo el que intenta salvar.

– ¿Quiere una posibilidad para escapar? ¿Por la ventana quizá?

Sophie negó con la cabeza.

– Muy bien. Quédese aquí. -El anciano se fue de forma precipitada.

Sophie dejó el florero encima de la silla y apoyó una mano temblorosa en un respaldo. ¿Sería una trampa? ¿Estaría esperando a perderla de vista? Se armó de valor para lanzarse hacia delante y agarrar el maletín… pero el miedo la retuvo. ¿Seguro que era mejor obedecer? Podría protegerse en aquel rincón, golpearle con el bate de criquet si Franek se acercaba demasiado, rajarle la cara con el cristal. Necesitó un gran esfuerzo de voluntad para salir de detrás de las sillas. El instinto se lo desaconsejaba. Obedece… ríndete… cálmate… Pero el anciano había hecho lo que ella quería, dejarla sola con el maletín, y el sonido de muebles arrastrados en el descansillo le dio valor.

Salió y volvió a entrar a la habitación en medio segundo, se agachó tras las sillas e hizo girar las ruedecillas de los seguros. Deprisa… deprisa… deprisa… Cogió el móvil y pulsó con fuerza la tecla «1».

– Jenny -musitó mirando por encima de las sillas hacia el descansillo-. Soy Sophie. No; no puedo. Escucha. Necesito ayuda. Llama a la policía. Diles que estoy en la última dirección que me diste. Sí, el paciente… Hollis. Me tiene secuestrada. Hay gente fuera. Esto es una locura. Está loco. Creo que quiere violarme…

Sophie dejó de hablar al ver una sombra deslizarse por la barandilla. Se apresuró a pulsar la tecla «O» por si Jenny la llamaba, guardó el móvil en el maletín, cogió una toallita antiséptica y cerró los seguros de golpe. No tuvo tiempo de sacar el aerosol. Franek, con el rostro gris del esfuerzo, tiraba del borde de un armario de roble para introducirlo por el hueco de la puerta.

– ¿Qué hace? -preguntó con recelo.

Sophie sacó la toallita de su envoltorio y se la colocó sobre el brazo ejerciendo presión.

– Protegiéndome de su porquería. -Vio a Nicholas al otro lado del armario-. No tiene derecho a encerrarme así -le recriminó-. Esa gente de ahí fuera no me quiere a mí. La mayoría me conoce. Soy su médico. Sería más sensato que me dejaran hablar con ellos en nombre de ustedes. Si me llevan a un dormitorio que dé a la calle, hablaré con ellos desde la ventana. Puede que consiga convencerlos de que llamen a la policía.

– La policía es quien tiene la culpa -sentenció Franek con ira, respirando con dificultad entre palabra y palabra-. Ellos causan este problema a nosotros cuando llaman a nuestra puerta para interrogarnos por niña desaparecida. -El anciano dejó que su hijo acabara de meter el armario en la estancia y musitó algo en polaco antes de desplomarse contra la pared.

– Tendrá que ayudarlo -dijo Nicholas tras cerrar la puerta y correr el armario a pulso para colocarlo delante-. No puede respirar.

Sophie se concentró en limpiarse el brazo. Necesitaba tiempo para pensar. ¿Niña desaparecida…? ¿Amy Biddulph?

– Por favor, doctora Morrison. No debería haber levantado el armario. Pesa demasiado para él.

Sophie miró a Franek, que la observaba con los párpados caídos.

– No -dijo con rotundidad-. Su padre ha perdido sus derechos como paciente mío al tomarme como rehén. Eso me autoriza a anteponer mi seguridad a la suya.

Nicholas volvió a esbozar una sonrisa de disculpa mientras arrastraba más muebles para colocarlos delante del armario y dejar así un hueco libre en medio de la estancia.

– Tenía miedo de que usted nos dejara solos. De lo contrario, no lo habría hecho.

– Eso no es excusa.

Él asintió con la cabeza y ayudó a su padre a moverse hasta el hueco libre para acomodarlo en el suelo apoyado sobre unos cojines de silla.

– No piensa con la cabeza cuando está asustado. -Con un gesto de ternura fuera de lo común, apartó el cabello del rostro del anciano-. Ni él ni nadie.

Había cierta verdad en aquellas palabras, pensó Sophie recordando su desesperada retirada por el pasillo. Si hubiera estado atenta, habría corrido hacia el otro lado para intentar llegar hasta la puerta de entrada. ¿Seguro que tenía más aliados fuera que dentro? ¿Tenía alguno dentro?

– Su padre puso sus sucias manos sobre mí y me restregó su erección contra los pantalones -dijo sin rodeos-. ¿A eso le llama usted «no pensar con la cabeza»?

Nicholas lanzó un suspiro, más de resignación que de sorpresa, pensó Sophie.

– Lo siento -se limitó a decir el hombre.

Sophie esperaba una explicación, pero por lo visto aquella disculpa insuficiente era todo lo que iba a conseguir. Por lo menos, de momento.

Del piso de abajo les llegó el sonido, sordo pero audible, de más cristales haciéndose añicos.


Glebe Road. Urbanización Bassindale

Jimmy aflojó el paso al llegar al final de Glebe Road y giró hacia Bassindale Row North. A su derecha se encontraba una de las cuatro barricadas, bien guarnecidas por jóvenes borrachos que insultaban a gritos a los coches de policía que se veían más allá. A la izquierda tenía Humbert Street, a un centenar de metros de distancia, con un montón de niños agolpados impacientes en la entrada. ¡Santo Dios! Si iba a esconderse a casa de Mel se vería metido en la guerra contra los pederastas, y si intentaba salir de la urbanización se vería metido en la guerra contra la policía.

¿Qué hacer? Dio marcha atrás por donde había venido y se apoyó contra una pared para recuperar la respiración. Al otro de la calle vio a una mujer mayor que lo miraba desde una ventana. A un par de críos asomados a otra. Había ojos por todas partes, lo que le llevó a preguntarse si alguien le habría visto salir zumbando de Glebe Tower como Ben Johnson hasta el culo de esteroides. ¡Mierda! No debería haberse dejado llevar por el pánico de aquella manera. Recordó que había tocado el botón del ascensor. Había una colilla con su ADN tirada entre la porquería del suelo. Con eso bastaría para que lo detuvieran por intento de homicidio.

Mientras profería una sarta de palabrotas, sacó el móvil y lo abrió. No quería hacer aquello. No podía permitírselo. Ninguno de sus contactos se acercaría a él si se enteraban de que hablaba con la pasma. Y, de todos modos, no serviría de nada. La ambulancia no podría atravesar las barricadas.

›Mensaje de la policía a todas las comisarías


›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD


›28/07/01

›14.49

›Urbanización Bassindale

›Jennifer Monroe, Centro Médico de Nightingale, comunica que una doctora ha sido tomada como rehén por Hollis, nº 23 de Humbert Street

›Posibie violación

›Nº 23 de Humbert Street ocupado actualmente por Milosz Zelowski

›Supuesto alias, Mollis


›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD


›ÚLTIMA HORA: Coche patrulla 031 informa de que todos los accesos permanecen cerrados

›Prosiguen las negociaciones


›Mensaje de la policía a todas las comisarías


›28/07/01

›14.53

›Urbanización Bassindale

›Llamada anónima solicita ayuda para una agente de policía herida

›Empleado sanitario al teléfono

›Se cree que la agente Hanson es la única policía presente en la zona