"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Capítulo 13 Sábado, 28 de julio de 2001. Exterior del nº 23 de Humbert Street Corrió la voz de que habían visto a una niña en la puerta del pederasta justo antes de que lanzaran la primera piedra. Como en el clásico juego infantil del teléfono, «una mujer menuda con un maletín negro» se había convertido rápidamente en «una niña menuda con mallas negras», con lo que se confirmaban los rumores de que Amy había sido vista en Humbert Street el día anterior. Además, tenía lógica. ¿En qué otro sitio podía estar sino en la casa de un hombre que había sido vecino suyo en Portisfield hasta hacía dos semanas? Había multitud de indicadores capaces de demostrarles que se equivocaban. Los muchachos que llevaban días gritando «psicópata» y que habían visto entrar a una mujer en la vivienda a las dos y media de la tarde. La llegada a la puerta del número 23, aquella misma mañana, de un coche de policía, que varios vecinos habían visto, cuando procedieron a interrogar a Milosz Zelowski y registrar la casa de arriba abajo sin ningún resultado. Otro automóvil con un adhesivo de médico pegado en la ventanilla, aparcado en la calle, que seguía allí al cabo de más de una hora. La improbabilidad de que un pederasta convicto expusiera a su víctima al ojo público. Pero la muchedumbre carecía de dirección. Había demasiadas facciones y demasiados líderes. Todo el mundo quería tener voz. Los jóvenes pedían la guerra. Los mayores, respeto. Las mujeres, seguridad. «Fuera los pervertidos» era su única consigna, y quienes más alto la proclamaban eran las adolescentes que llevaban el día bebiendo una pinta tras otra con sus novios pero cuyos cuerpos más menudos tenían menos facilidad para absorber el alcohol. Como verduleras borrachas arengaban a los chicos incitándolos a cometer agresiones cada vez más brutales. Tras los disturbios, «proteger a Amy» se convertiría en la defensa comodín para justificar sus actos. Nadie dudaba que el pederasta la tenía en su casa. Se daba por sentado. Habían visto a la niña en la calle. Incluso en su propia puerta. Si alguien tenía la culpa eran las autoridades. No habría habido ningún problema si no les hubieran endilgado los pederastas a los habitantes ya bastante atribulados de Acid Row. Nadie los quería. ¿Por qué habrían de quererlos? La urbanización estaba llena de madres solteras y criaturas. ¿Quién sino las madres podría o estaría dispuesto a proteger a sus hijos de los pervertidos? Desde luego, no la policía, cuya idea de salvar a los jóvenes consistía en arrestarlos. Melanie se abrió paso a empujones entre la gente para cruzar la calle y enfrentarse a su hermano de catorce años y a sus amigos, que con el método de la palanca arrancaban losas y ladrillos de la cerca del jardincillo situado frente a su casa. – ¿Qué creéis que estáis haciendo? -gritó, y agarró a Colin del brazo para tratar de apartarlo de allí-. Este es el único cacho de jardín que tienen los niños para jugar. ¿Quién coño va a reconstruirlo? Ninguno de vosotros, eso seguro. – ¡Para! -exclamó Colin enfadado, sacudiéndose para que lo soltara-. Es lo que querías, ¿no? Darles que pensar a los pervertidos. -Colin rió de satisfacción al ver que Wesley Barber asestaba un fuerte puntapié a la parte superior del muro, y hacía caer otros tres ladrillos-. Muy bueno, Wes. Melanie olió el aliento a cerveza de su hermano y vio la mirada de loco de Wesley, que indicaba que iba de speed o de algo peor. Miró alrededor con nerviosismo en busca de Gaynor. No podía creer lo que estaba sucediendo. En teoría se trataba de una marcha de protesta pacífica de madres y niños con pancartas, pero los que no vivían en Humbert Street se habían separado del grupo al final de Glebe Road al ver la barricada de Bassindale Row. Alguien acabaría muerto, advirtieron con temor, y agarrando de la mano a sus hijos pequeños se marcharon a casa. Gaynor había ido tras ellos para tratar de convencerlos de que regresaran, y esa fue la última vez que Melanie la había visto. ¿Dónde estaría ahora?, se preguntó, desesperada. ¿Habría huido ella también? Solo de pensarlo le entró el pánico. ¿Y Rosie y Ben? Los había llevado a la concentración, en el patio de Glebe School -Ben en sillita y Rosie a pie-, pero al llegar a Humbert Street la «marcha» ya estaba fuera de control y Melanie los metió en casa a empujones y les ordenó que se quedaran viendo la tele hasta que las cosas se tranquilizaran en la calle. Era un vano optimismo, pues la muchedumbre y el bullicio crecían por momentos y el dúplex de Melanie se encontraba justo al lado del número 23. Si algún imbécil borracho como Colin comenzaba a lanzar ladrillos… Melanie le pegó en el brazo a su hermano. – Estás asustando a Rosie -dijo entre dientes, furiosa, al ver la cara pálida de su hija en la ventana-. He tenido que meterlos en casa porque aquí fuera corrían demasiado peligro. Sobresaltado, Colin siguió la mirada de Melanie. – ¡Hostia, Mel! Se suponía que estaban en nuestra casa. Mamá dijo que Bry cuidaría de ellos. ¿Cómo coño se te ocurre traerlos a una cosa así? Melanie alzó los hombros con pesar. – Todo el mundo ha traído a sus hijos… queríamos poner en evidencia al ayuntamiento… pero todos los demás se han ido… y mamá ha desaparecido. La he buscado por todas partes. – Menuda gilipollas estás hecha -dijo él con tono mordaz, y miró la masa de gente que bloqueaba ambos extremos de la calle-. Por mucho que quieras, no podrás atravesar ese gentío. Esos tíos van mamaos. Con que uno tropiece acabaréis todos aplastaos. Melanie notó que las lágrimas le escocían en los ojos. – No sabía que fuera a pasar esto. Se suponía que iba a ser una marcha de protesta. – Fue idea tuya -le recriminó Colin-. Fuera los pervertidos, dijiste. – Pero no así -protestó Melanie-. Está saliendo todo mal. -Volvió a agarrarlo del brazo-. ¿Qué voy a hacer, Col? Si les ocurre algo a mis hijos me mato. Colin se despejó de golpe al ver el pánico en el rostro de su hermana. – Busca a Jimmy -le aconsejó-. Creo que es lo bastante grande para abrirse paso hasta aquí y poneros a todos a salvo. Interior del nº 23 de Humbert Street Sophie permanecía inmóvil en su rincón, con el oído aguzado. No hubo más ruido de cristales rotos, y supuso que el que habían oído debían de ser los restos de la ventana del salón al caer al suelo. Al lanzar una mirada rápida al reloj vio que habían transcurridos treinta minutos largos desde que le habían golpeado con la piedra y diez desde que había llamado a Jenny, pero lo único que oía era el ruido sordo y persistente de la multitud. Ni sirenas de policía. Ni megáfonos dando órdenes. Ni gritos de miedo. Ni las pisadas de los alborotadores al huir a la desbandada. Sophie miró a los hombres con los párpados entornados, con el cerebro agotado de la infinidad de pensamientos que no dejaban de rondarle por la cabeza. Nicholas observaba su reloj como si él también se preguntara qué habría ocurrido con la policía, pero Franek solo tenía ojos para ella. ¿Qué querría de ella? «Usted mantiene a salvo a nosotros hasta que llega la policía…» ¿Qué era ella, una rehén? ¿Una víctima? ¿Ambas cosas? ¿Le importaría a Franek cómo se encontraba ella mientras con su presencia mantuviera a raya a los perseguidores? «Animal… cabrón… pervertido…» ¿Hasta qué punto sería peligroso? ¿Pensaría Franek que si la violaba no tendría valor para tratar de escapar? ¿Sería eso cierto? ¿Qué ocurriría si los minutos de espera se convertían en horas? Preguntas… preguntas… preguntas… Sophie lamentaba haber dejado tan poco espacio al encerrarse, pues el único modo que tenía de relajarse era apoyando un hombro contra la pared y luego el otro. Procuraba moverse lo menos posible, consciente de que cada vez que la seda de la blusa se estiraba sobre sus pechos la imagen excitaba a Franek aún más, pero empezaba a estar agotada y la ansiedad le tensaba el estómago a medida que la indecisión sobre qué hacer aumentaba. La mirada lasciva de Franek -una horrible perversión de la admiración de un hombre normal- la hacía sentir sucia… y culpable… y cruzó los brazos sobre el pecho en un vano intento de taparse. No debería haber ido con una blusa sin mangas… dejaba ver demasiada carne… Melanie estaba equivocada… no podía ser un pederasta… si lo fuera no estaría mirándola de aquella manera. El silencio que reinaba en la estancia era insoportable. Al igual que el calor. El olor corporal del anciano se le metía en la nariz y hacía que le entraran ganas de vomitar. Sophie se obligó a hablar. – Algo pasa -anunció con voz seca. Nicholas miró con nerviosismo hacia la ventana. – ¿Qué? – Ya deberían sonar las sirenas. Nicholas también pensaba eso, porque la nuez saltó con violencia en su garganta – Puede que nadie se haya molestado en decirles lo que está ocurriendo. Sophie se pasó la lengua por el interior de la boca. – ¿Por qué no iban a hacerlo? -preguntó con un tono más calmado. Nicholas lanzó una mirada a su padre, pero el anciano seguía con los ojos clavados en Sophie y se negaba a dar explicaciones. – No les caemos bien -respondió Nicholas. Nicholas no respondió. – A mí no me caen muy bien mis vecinos -prosiguió ella, desesperada porque continuara la conversación-, pero no me quedaría de brazos cruzados si viera que una muchedumbre les lanzaba piedras. – Todo habría ido bien si nos hubieran enviado una ambulancia. Papá y yo podríamos haber salido de aquí y ninguno de nosotros estaría ahora en peligro. – ¿Sabía usted que esto iba a ocurrir? Nicholas se encogió levemente de hombros en un gesto abierto a la interpretación que ella quisiera. – ¿Por qué no llamó a la policía? – Lo hice -afirmó Nicholas desconsolado-. Varias veces. Pero no se han presentado. – ¿Y entonces llamó a la consulta? Nicholas asintió con la cabeza. – Les dije que no enviaran a una mujer… pero no me escucharon. – Usted dijo que se trataba de una urgencia -le recordó ella-, y el médico más cercano se encontraba a veinte minutos de aquí. -Sophie meneó la cabeza en un gesto de desconcierto-. ¿Y qué podría haber hecho un hombre que no pudiera hacer una mujer? – Nada. Simplemente no quería que una mujer se viera mezclada… al menos, no una mujer como usted. -Hizo un gesto de desesperación con la mano-. Pero ya es demasiado tarde… no hay nada que yo pueda hacer. ¡Ay, Dios! El miedo apretó el nudo que tenía en el estómago. ¿Qué intentaba decirle Nicholas? ¿Mezclada con quién? ¿Con la gente de fuera? ¿Con su padre? El instinto le decía que debía de tratarse de Franek, porque se le ponía la piel de gallina cada vez que la miraba. El anciano le recordaba a una rata de cloaca, un ser imprevisible y perverso, portador de enfermedades, repelente y malvado. Intentó convencerse de que se trataba de una reacción al modo en que el hombre se había pegado a ella, pero sabía que no era cierto. Franek la asustaba porque ella no tenía control sobre él… y tampoco su hijo, creía ella, con aquella sumisión tan poco natural… «No hay nada que yo pueda hacer…» Exterior del nº 23 de Humbert Street Melanie pulsó la tecla de rellamada del móvil por décima vez en otros tantos minutos y oyó cómo la voz computarizada le pedía que dejara un mensaje en el buzón de voz de Jimmy. – No me lo explico -comentó a su hermano-. Nunca habla tanto rato, ni siquiera desde un fijo. – Pues no lo llevará encima. Melanie respiró hondo. Ya llevaban un rato dándole vueltas a lo mismo. – Ya te lo he dicho. Vi cómo se lo metía en el bolsillo -repitió con paciencia. Colin se encogió de hombros. – Pues lo habrá apagao. – Eso sí que no lo haría, no cuando tiene asuntos pendientes. – Pues se lo habrán birlao, y quienquiera que haya sido estará rajando a base de bien. La tensión pudo más que ella. – ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? -espetó-. Nadie le birla nada a Jimmy. Algo no anda bien, ¿por qué coño no te metes eso en la mollera y dejas de soltar chorradas? Fue la excusa que esperaba Colin. Estar con su hermana no tenía nada de divertido -no hacía más que echarle sermones-, y la llamada de sus colegas era mucho más fuerte que la responsabilidad no deseada por un sobrino y una sobrina. Le puso un dedo bajo la nariz. – Alguna vez tienes que equivocarte -dijo a su hermana-. Si no se lo han robao… ni se lo ha dejao en casa… ni lo ha apagao… ni lo ha perdió… entonces tiene que estar hablando con alguien. -Colin se volvió-. Pero estoy hasta los huevos, Mel. Tú te has metió en este lío… así que sal tú sólita. Interior del nº 23 de Humbert Street El anciano adivinó los pensamientos de Sophie. – Usted cree yo finjo pánico para hacer usted prisionera -dijo de repente-. Le pone furiosa que engañan a usted. A lo mejor no es tan buena doctora. Sophie se obligó a mirarlo. – ¿Y es cierto que ha fingido? Los ojos del anciano brillaron con maldad. – Usted es chica muy lista, averigua eso por sí misma. Sophie se encogió de hombros como dando a entender que su tono intimidatorio no le afectaba. – Ya lo he hecho. Puede que usted haya exagerado un poco, pero casi todo lo que vi le ocurría de verdad. Es asmático, de eso no cabe duda. Y ahora le cuesta respirar… le pasa desde que movió el armario. -Esbozó una leve sonrisa-. Debería utilizar el inhalador antes de que empeore, señor Hollis. -Vio cómo el hombre se palpaba los bolsillos del pantalón y se permitió un instante de regodeo cuando Franek miró hacia la puerta con un parpadeo nervioso. Era un pequeño triunfo (el hijo le había apremiado para que saliera del salón y el viejo había olvidado coger el inhalador), pero un gran paso para Sophie en su intento por recobrar cierto control-. Creo que se lo dejó abajo -indicó. – ¿Y qué? Paso sin él. – A ver si puede. El anciano se dio un golpe en el pecho. – Suena como una campana. No pasa nada. Usted intenta asustar Franek. – No me hace falta. -Sophie señaló hacia la calle con la barbilla-. ¿Qué cree que va a ocurrir cuando medio millar de hombres furiosos crucen la puerta de su casa? Le entrará tanto miedo que morirá de una insuficiencia respiratoria. Franek soltó un resoplido divertido, como si el coraje de Sophie le hiciera gracia. – Usted ayuda a mí si eso pasa -repuso-. Es su trabajo. Usted ha hecho el juramento hipocrático. Sophie negó con la cabeza. – Voy a llevar usted a juicio… a demandar por negligencia. -El anciano frotó el dedo índice con el pulgar-. Voy a sangrar usted… ganar mucho dinero. – No podrá -replicó Sophie. – ¿Cómo sabe eso? – Gritaré «al violador» en cuanto oiga pasos en la escalera. Si es la policía, lo meterán en la cárcel. Si son sus vecinos, lo destrozarán vivo. – Usted intenta… yo rompo su cuello… así. -Franek torció unas vértebras imaginarias entre sus dedos musculosos. Nicholas se removió disgustado. – ¿Es esto necesario? -preguntó. Su padre no le prestó atención. – No sabemos cuánto tiempo vamos a estar aquí -dijo Nicholas a Sophie-. ¿No podríamos tratar de llevarnos bien? La dulce voz de la razón, pensó ella. – Pues déjeme negociar por usted. Eso es mucho más sensato que permanecer sentados en este horno y morirnos de deshidratación. No tenemos agua -señaló Sophie. – No será mucho tiempo. La policía no tardará en llegar. Podemos ser amigos hasta entonces. – Su padre ha amenazado con matarme. – Y usted le ha amenazado a él con que lo destrozarían vivo -le recordó Nicholas-. No es que la culpe… está asustada… todos lo estamos. Simplemente no veo de qué sirve. Sería mejor esperar sentados en silencio que seguir metiéndonos los unos con los otros. Así al menos podremos oír lo que pasa fuera. Sophie se sentía inclinada a darle la razón dado el temperamento dócil de Nicholas. Además, no veía la hora de sentarse y bajar la guardia. Tal vez él percibiera la indecisión en su rostro, porque alargó la mano para apartar una de las sillas que le servían de barrera defensiva. – No -dijo Sophie con brusquedad, sujetando el respaldo con una mano. – Estará más cómoda aquí fuera -aseguró él con tono persuasivo. Era una invitación tentadora, que no se le escapó a Franek, quien dio una palmadita en el hombro a su hijo en señal de aprobación. Las sospechas afloraron de golpe en la mente de Sophie. ¿Sería Nicholas el proxeneta de su padre? ¿Se trataría de una variante del típico número del poli bueno y el poli malo? ¿Sería el hijo el seductor? ¿Explicaría eso su actitud sumisa? En medio de aquella confusión mental, el sentido común le dijo que sería más bien al revés. Era el tipo con secretos vergonzosos el que era vulnerable… el proxeneta con poder para chantajear era quien mandaba… – Prefiero quedarme donde estoy -dijo con sequedad. Nicholas no insistió. – Está bien -dijo retirando la mano-. Ya me avisará si cambia de idea. – No lo haré. – Usted no tan fuerte -señaló Franek-. Pronto cae… pof -añadió dando un manotazo en el suelo-, entonces su mente va a dormir y Franek toma las decisiones. Sophie no dijo nada. Franek la observó con lascivia y esbozó una sonrisa burlona cuando se tapó de nuevo el pecho con el brazo. – Ahora usted asustada -se mofó. Sí, lo estaba. No soportaba el modo en que el hombre intuía lo que ella pensaba. Era como si entendiera el mecanismo del terror de una mujer y reconociera su rúbrica en todo cambio de expresión por imperceptible que pareciera. Era una invasión. Un ataque brutal a la determinación, que la hacía debatirse en su fuero interno entre si debía seguir enfrentándose a él o apaciguarse mediante el silencio. Necesitaba pasarse la lengua por los labios -los tenía resecos- pero se obligó a no hacerlo. Franek lo habría visto como otra muestra de miedo… … y el miedo le excitaba… La idea le surcó la mente como la descarga de un rayo. El miedo le excitaba. ¡Dios, cuánto había tardado! Había libros escritos sobre cabrones como aquel. Recordaba incluso la definición en su diccionario de medicina. «Sadismo: placer sexual y orgasmo que se experimentan al causar dolor o sufrimiento a otra persona, en concreto mediante la humillación y la tortura». No eran sus pechos lo que le excitaba, sino el sentimiento de culpa que Franek veía en su rostro cada vez que se los tapaba. No era el pene contra su culo lo que Franek recordaba, sino el gesto de terror con el que Sophie se había limpiado el sabor a mugre de sus labios. El mierdecilla estaba tirándosela con su trato humillante. «No es tan buena doctora, a fin de cuentas…» Tenía que enfrentarse a él, debía hacerlo. ¡Oh, Dios! Pero ¿estaba ella en lo cierto? Ojalá estuviera allí Bob. Él lo sabría. Era un experto en hijos de puta como aquel. Bob los trataba, por amor de Dios. Los ojos se le llenaron de lágrimas de repente al recordar a su prometido. Se suponía que Sophie debía reunirse con él, y Bob ni siquiera sabría por qué lo había dejado plantado. ¡Hazlo!, se dijo. Sophie se humedeció los labios y posó las manos sobre el respaldo mirando fijamente a Franek hasta lograr que apartara la vista. – Hábleme de la madre de Nicholas -le animó-. Dígame lo asustada que debía de estar para que usted tuviera una erección. Franek la miró con expresión ceñuda y dijo algo a Nicholas. – No entiende lo que quiere usted decir -explicó el hijo con la vista baja, y negándose a mirarla. – Ya, pero usted sí lo entiende -repuso Sophie-, así que tradúzcaselo. Pregúntele qué tenía que hacerle para ponerse en situación. ¿Atarla? ¿Darle una buena paliza? Nicholas negó con la cabeza. – Está bien. Lo haré yo. Se lo explicaré de un modo que hasta un niño lo entendería. Por muy burro que sea seguro que entiende la palabra «sádico». Al ver que el anciano entrecerraba levemente los ojos supo que lo había entendido. – Basta ya antes que Franek se enfada -ordenó el anciano. Sophie se echó a reír, con una satisfacción aterradora, encantada de haber alcanzado su objetivo con tanta facilidad. – ¿Y dónde está ahora la madre de Milosz? -preguntó inclinándose hacia él e imitando su acento-. ¿Tirándose a otro? Por supuesto que no estaba preparada. Nada en su vida podría haberla preparado para la velocidad con la que Franek se levantó del suelo y le asestó un puñetazo en la cara. |
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