"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Capítulo 16

Sábado, 28 de julio de 2001.

Glebe Tower. Urbanización Bassindale

Jimmy James comenzaba a perder la paciencia con el sanitario que le atendía al otro lado de la línea. Había tenido que esperar cinco minutos antes de que el responsable de ambulancias se pusiera al teléfono, y empezaba a quedarse sin batería. ¿Qué clase de servicio tenían aquellos sinvergüenzas? Cada vez que él seguía una instrucción, el hombre le exigía algo más. Había colocado a la mujer en posición de recuperación y procedido a examinar las vías respiratorias para cerciorarse de que no estaban bloqueadas. Había comprobado que mantenía las constantes vitales -respiración, latido, pulso- y había tratado, sin éxito, de reanimarla.

Y ahora el muy cabrón le pedía que localizara la herida.

– Oye, tío, ¿cómo quieres que hable contigo y al mismo tiempo mire a ver por dónde sangra? -le espetó, con la vista clavada en su mano derecha, que se había manchado con la sangre de la mujer. Notó que la bilis le subía por la garganta-. Para ti es fácil… estás acostumbrado… pero para mí no lo es. Hay sangre por todas partes. Tendré que apartarle el pelo y no puedo hacerlo con un puto teléfono en la mano. Vale… está bien… lo dejo en el suelo.

Jimmy depositó el móvil en el suelo detrás de él y, con un gruñido de asco, separó con ambas manos el cabello rubio manchado por la parte posterior de la cabeza de la mujer, donde la sangre, que ya empezaba a formar costra, parecía más espesa. Volvió a coger el teléfono y lo notó resbalar en su mano.

– ¡Joder! -bramó. Oyó las preguntas que el sanitario le hacía con tono de alarma entre sus blasfemias-. Pues claro que hay algo que no marcha bien -gruñó-. Acabo de manchar el puto móvil de sangre. Sí… sí… lo siento, pero es que me dan ganas de vomitar. La sangre me da no sé qué, ¿vale? Está bien… está bien… tiene un tajo en la parte de atrás de la cabeza… no sé… de unos cinco centímetros quizá. No puedo saber si tiene algo más… como no le dé la vuelta… tiene el pelo largo, por amor de Dios, y le tapa toda la cara. -Se intensificó el tono de alarma-. No, claro que no le voy a dar la vuelta… ya me has dicho que se le puede meter un hueso en el cerebro. -Jimmy hizo una mueca-. Mira, tío, lo de la mierda sí es un problema… El maldito ascensor está tan guarro que morirá por envenenamiento de la sangre si se le meten los gérmenes. Los tipos del bloque se mean aquí dentro, ¿sabes? El puto ayuntamiento tiene la culpa… Si movieran el culo de vez en cuando y mandaran aquí a algún servicio de limpieza… Vale… vale… Ya voy.

Jimmy volvió a dejar el móvil en el suelo y procedió a levantar madejas de cabello del rostro de la mujer. Hasta entonces no la había visto, y se quedó estupefacto de lo hermosa que era, tan blanca y de huesos tan finos cual muñeca de porcelana victoriana, con un tenue color rosado en las mejillas como para demostrar que aún quedaba sangre en sus venas. Con movimientos suaves le palpó por debajo de la parte de la cabeza que reposaba en el suelo, pero sus dedos no se mancharon más de lo que ya estaban.

– Por lo que veo hay un solo corte -informó tras recuperar el teléfono-, y parece que se está secando… No, claro que no tengo una venda, joder… ¿De dónde coño iba a sacar una venda en un puto ascensor? -Jimmy puso los ojos en blanco-. ¿Qué quieres, que vaya a buscar un botiquín de primeros auxilios? Mira, colega, soy más negro que el as de picas y voy cubierto de sangre. Piénsalo mejor… vale… No voy a ir llamando de puerta en puerta en este vertedero. La mitad de los que viven aquí tienen más de ochenta tacos y se cagarían de miedo si un negro ensangrentado y con ojos de loco entrara de sopetón en su casa… y la otra mitad son niñatos nazis que me clavarían un cuchillo en las costillas en cuanto me vieran. Estoy en Acid Row, por el amor de Dios… no en las putas Seychelles. Ya… ya… ya… Si eres tan valiente, úntate el careto de betún y diles a esos cabrones de las barricadas que eres primo mío. A ver lo lejos que llegas.

Jimmy comprobó el nivel de batería del móvil.

– Tengo para unos cinco minutos más -advirtió-. Así que será mejor que se te ocurra algo rápido. -Jimmy prestó atención a su interlocutor y levantó los ojos hacia los botones del ascensor-. Las puertas se abren y se cierran bien, así que supongo que funciona. No, colega… nunca he oído hablar de eso… ¿Qué coño es el Teléfono de la Amistad? Señora Hinkley… piso cuatrocientos seis… cuarta planta… Sí, creo que podré soportarlo… siempre que hables con ella primero y ella sepa de qué va la historia… Y no olvides decirle que saldré pitando si empieza a gritar… tengo unas náuseas de la hostia de estar aquí… y no necesito más malos rollos. -Jimmy volvió a escuchar-. ¿Por qué no puedo conservar el anonimato? ¿Qué más da un nombre? Vale, vale… Dile a la señora Hinkley que soy Jimmy James y que vivo en el veintiuno de Humbert Street. No, no va a encontrarme en la puta guía. Solo llevo allí dos días… ¡Me cago en Dios! Porque acabo de salir de la cárcel. Por eso mismo.


Exterior del nº 23 de Humbert Street

Colin apareció de repente junto a Melanie y le gritó al oído que sería mejor que hiciera algo cuanto antes porque Kevin Charteris y Wesley Barber estaban repartiendo cócteles molotov entre sus colegas.

– No puedo pararlos, Mel. Van mamaos. Les he dicho que Rosie y Ben están en casa pero les da igual.

Melanie lo miró asustada.

– ¿De qué me hablas?

– De bombas de gasolina -aclaró él-. El motín lleva días planeándose… desde que tú y mamá dijisteis que ibais a montar la mani. Kev y Wes llevan desde el martes llenando las botellas… Pensaban que la única manera de echar a los pervertidos era quemándoles la casa. Les dije que el fuego se extendería hasta la tuya, pero dijeron que a tomar por culo. Wes lleva un colocón de la hostia. Es un gilipollas rematao… No para de meterse ácido y speed, y habla de quemar toda la puta calle.

Era un toque de alarma para que tomara conciencia de la realidad. Un jarro de agua helada sobre su cabeza. Melanie se dio cuenta de que no podía seguir esperando a que Jimmy la ayudara. Si quería que sus hijos sobrevivieran tendría que ser ella quien los protegiera.

– ¿Dónde están?

Colin señaló con la cabeza hacia un grupo apiñado en el borde de un espacio semicircular frente al número 23.

– Allí.

Mientras que a ambos lados de la calle había sendos embotellamientos de gente, enfrente de la casa del pederasta, y de las contiguas, quedaba un espacio bastante despejado, prácticamente como si un cordón invisible contuviera a la muchedumbre, lo que de algún modo no dejaba de ser cierto, pues los que se encontraban delante, reacios a perder su posición privilegiada, no hacían más que empujar hacia atrás para contrarrestar la presión que ejercía la multitud a sus espaldas. Aquella circunstancia había permitido a Melanie montar guardia frente a su propia casa, arremetiendo contra cualquiera que tratara de invadirla, aunque aquello no le sirvió de mucho consuelo, pues la razón de tan celosa protección del espacio era la agitación. Aquel lugar se había convertido en una arena de gladiadores donde los jóvenes más osados lanzaban ladrillos y piedras al interior del salón de los pervertidos con el ánimo de destruir todo objeto de valor, para admiración de la exultante concurrencia.

– Quédate aquí -ordenó plantando el móvil en la mano de Colin.

– ¿Qué vas a hacer?

– Detenerlos -respondió con ferocidad.

Melanie cruzó el asfalto con ímpetu y agarró del cuello a uno de los jóvenes.

– ¿Dónde está Wesley? -inquirió.

El muchacho intentó quitársela de encima echándose hacia un lado, y entonces Melanie vio a Kevin Charteris, que, agachado en el suelo, trataba de encender un trapo empapado en gasolina y metido en una botella con un mechero que no funcionaba bien.

– ¡Oh, Dios mío! -bramó Melanie. Agarró al chico por la coleta y lo tiró al suelo-. ¿Qué crees que haces, gilipollas? -Le arrebató el encendedor de un manotazo-. Mi casa está justo al lado y mis hijos están dentro.

– ¡Vete a la mierda! -espetó Kevin con furia, retorciéndose para zafarse de ella.

Melanie le cruzó la cara con la otra mano y le hizo volverse hacia sus amigos.

– ¿Estáis locos o qué? -preguntó-. ¿De dónde habéis sacado las botellas? ¿De quién coño ha sido la idea? -Melanie hizo que Kevin volviera la cabeza de un tirón-. Seguro que ha sido tuya y de Wesley, Kevin. Sois los únicos lo bastante imbéciles.

– ¿Por qué siempre te metes conmigo? -replicó el chico, resentido, con la cara roja por el alcohol-. Todo el mundo lo está haciendo.

Melanie echó un vistazo alrededor con los ojos desorbitados para ver si Kevin decía la verdad.

– Estallará todo el barrio, ¿y quién va a apagar el fuego? ¿Crees que esos imbéciles de las barricadas dejarán pasar a los bomberos?

– Fue idea tuya, Mel -repuso Kevin. Se tiró del pelo para que Melanie lo soltara y se apartó de ella-. Dijiste que querías librarte de los pervertidos y eso es lo que vas a conseguir. -Kevin hizo un gesto con la cabeza a Wesley, que estaba detrás de Melanie, y sonrió cuando el chico le lanzó otro mechero-. Los vamos a quemar por ti.

Melanie arremetió contra él, pero Wesley la retuvo.

– ¿Y qué pasa con Amy? ¿También queréis quemarla?

– Amy no está ahí dentro.

– La vieron en la puerta.

– Qué más da -repuso Kevin con despreocupación-. Es de cajón, a estas alturas la tendrán enterrada bajo las tablas del suelo. Así es como va, Mel. Los pervertidos matan niños. Nosotros matamos pervertidos.

Con una amplia sonrisa, Kevin prendió fuego al trapo y se pasó la botella a la mano derecha para arrojarla hacia la ventana hecha añicos del número 23.

Kevin sabía muy poco sobre la fabricación de un cóctel molotov, y debido a su estado de embriaguez tenía los reflejos ralentizados. Ignoraba lo rápido que suele calentarse el cuello de una botella cuando el combustible que contiene se inflama, o lo peligroso que puede llegar a ser un cóctel molotov para quien lo lanza. Los aficionados no alcanzaban a entender el principio de un artefacto incendiario como aquel, el de impedir que la gasolina salga de la botella hasta que esta impacta contra su objetivo. Era evidente que Kevin no tenía ni la más mínima idea del valor de los tapones de rosca ni de la conveniencia de atar el trapo alrededor del cuello de la botella en lugar de embutirlo dentro.

Un alarido de terror surgió de la multitud que lo rodeaba cuando Kevin, con un grito de dolor, dejó caer la botella de sus dedos chamuscados; esta se rompió a sus pies en el asfalto y las llamas lo envolvieron. Como el movimiento ondulatorio en una charca al verse perturbada la superficie del agua, la desbandada originada para alejarse de él se arremolinó en olas frenéticas. Los amigos de Kevin, en llamas también por su proximidad a la botella que acababa de explotar, retrocedieron tambaleándose y golpeándose en los brazos, el pecho y el cabello; las mujeres y los niños gritaron al verse aplastados contra la sólida pared de personas que tenían detrás.

Solo Melanie, protegida por el cuerpo de los amigos del chico, se quedó donde estaba, con la atención centrada en la bola de fuego que tenía enfrente. Le dio tiempo a pensar que ni siquiera le caía bien Kevin Charteris. Él constituía la mala influencia que había provocado que arrestaran a Colin una veintena de veces por hurto y vandalismo, y había llegado a descontrolarse tanto que Wesley Barber, con su ayuda, había conseguido que su madre acabara dos veces en el hospital.

Pero lo conocía -no se trataba de un desconocido en llamas- y ese vínculo ejercía un fuerte poder. Melanie también gritaba -no podía contenerse-, pero en medio de la confusión tuvo la inteligencia de quitarse la chaqueta y lanzarse sobre Kevin para echarle por encima el cuero y utilizar su propio peso para que el chico se tirara al suelo. Lo hizo rodar para sofocar las llamas, atragantándose con el olor del pelo quemado y con los ojos escocidos del calor del combustible en llamas sobre el asfalto. Se percató de que la gente acudía en su ayuda, procediendo a apartar al muchacho a rastras del foco del fuego y añadiendo más prendas de ropa sobre su cuerpo, antes de que alguien tirara de ella hacia atrás y comenzara a golpearle en la cabeza.

– Maldita imbécil -dijo su hermano entre sollozos. Le puso la cara en el suelo y se lanzó sobre ella-. Te está ardiendo el pelo, joder.


Interior del nº 23 de Humbert Street

El puñetazo de Franek impactó en lo alto del pómulo de Sophie y resonó en su cabeza. El golpe llevaba la fuerza suficiente para tumbarla, pero la pared que tenía a sus espaldas la mantuvo en pie. El instinto la llevó a defenderse cuando no tenía ninguna posibilidad razonable de que su reacción sirviera de algo. Un segundo golpe la dejaría sin sentido. Sophie respondió con lo único que tenía a mano -la silla-; la empujó con fuerza hacia él hasta que el asiento dio en las rodillas del anciano.

Detrás de aquella acción no había razonamiento lógico alguno -Sophie estaba demasiado aturdida -, pero cuando Franek lanzó un gruñido de dolor ella recordó el florero. Devolver el golpe o morir. Sophie agarró el florero por el cuello y lo estampó contra la pared para luego acercarlo cual una guadaña a la cabeza del hombre con un derechazo desesperado.

– ¡Toma cabrón! -exclamó mientras rajaba el rostro con los bordes afilados.

El anciano se palpó los ojos, que sangraban en abundancia, y Sophie blandió el florero de nuevo y le desgarró la piel de los dedos como si fuera tocino de cerdo cortado con una sierra.

– ¡Aléjate de mí! -rugió Sophie, que añadió la otra mano al cuello del florero y lo sostuvo en equilibrio para asestar un doble revés-. ¡Aléjate!

Esta vez falló y el florero salió volando de sus manos para estrellarse contra la pared de enfrente. Sophie estaba enloquecida. Maldecía. Vociferaba.

– ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Malnacido! ¡Ojalá te mueras!

Se dispuso a coger el bate de criquet para darle con él en la cabeza cuando el hijo la agarró de la muñeca y tiró de ella.

– ¡Vale ya! ¡Basta! -exclamó Nicholas-. ¿Es que quiere matarlo?

Sophie hizo oscilar el bate en una mano y se acercó la silla con la otra, reorganizando sus defensas, agazapándose como un cernícalo en lo alto de un poste, alerta como un hurón. No podía hablar porque le faltaba el aliento. Al igual que le había ocurrido antes a Franek, la adrenalina y el pánico se habían encontrado en su pecho para privarla de oxígeno. Pero en su cabeza rondaba un grito de odio: ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Nicholas trató de que Franek se quitara las manos de los ojos pero el anciano se resistía, meciéndose y lamentándose para sí.

– Creo que lo ha dejado ciego -anunció Nicholas volviéndose hacia ella.

Sophie levantó el bate sobre su cabeza, preparada para asestarle un golpe certero si Nicholas daba un paso al frente.

– No quiero hacerle daño -protestó él con las manos tendidas en un gesto apaciguador-. Pero esto es una auténtica locura. ¿Por qué no deja de provocarle?

Sophie se limitó a seguir mirándolo, sin moverse.

Fuera, la gente comenzó a proferir gritos de terror.


Nº 9 de Humbert Street

Gaynor oyó los gritos desde la puerta de la casa de la señora Carthew. Alzó la vista un instante, con la idea fugaz de poder oír a Melanie, pero el ruido de un motor en la lejanía distrajo su atención.

– Algo pasa -dijo a Ken Hewitt por teléfono, mientras la gente entraba con dificultad de uno en uno.

– ¿Cómo?

– La gente está gritando -explicó ella asustada-, y oigo un motor. ¿Será la policía?

– No lo creo. -Se produjo una breve pausa durante la cual Gaynor llegó a oír el sonido de la radio de Ken-. Ahora mismo no puedo pasar el mensaje -añadió el agente con calma-. ¿Cuántos han salido ya de ahí?

– No lo sé. Unos cincuenta, quizá. Iríamos más rápido si los dejáramos pasar de dos en dos. Están empezando a empujar.

– No -repuso él con urgencia-. Así no podrá controlarlos.

La advertencia no llegó a tiempo.

Los gritos de alarma de la muchedumbre que se alejaba a la desbandada de la gasolina en llamas sembraron el pánico rápidamente hasta el otro extremo de la calle, donde se encontraba Gaynor. Presa del miedo, la gente apiñada frente a la puerta empezó a embestir con fuerza para entrar en la casa y Gaynor, incapaz de mantenerse en pie, se vio arrastrada por la masa hacia dentro. Se aferró desesperadamente al picaporte para meterse detrás de la puerta y, acto seguido, apartó a empujones a Lisa y la muchacha grandullona para que se dirigieran hacia el jardín.

– Vamos, salid de aquí -ordenó-. Id a casa.

La avalancha de gente se las llevó por delante, y Gaynor vio cómo Lisa volvía la cara hacia ella mientras se alejaba.

– ¡Mirad por dónde vais! -le gritó Gaynor, arrimada a la pared-. ¡No os caigáis! -Pero para entonces ya no veía a la chica.

Gaynor no podía hacer otra cosa que quedarse allí y mirar. Notaba los golpes y las sacudidas de las manos que aparecían por todas partes en busca de apoyo a medida que los cuerpos entraban a empellones por la puerta, pero sabía que ella sola no podría cerrarla si sucedía una desgracia. No podría impedir las embestidas de la gente en su intento desesperado por mantenerse en pie. No podría refrenar el ímpetu de la masa.

Se sentía responsable. Si ella no hubiera insistido en celebrar la marcha -por muy orgullosa que estuviera de ser una de sus organizadoras- nada de aquello estaría ocurriendo. Se sorprendió a sí misma rogando: «Dios mío, que no muera nadie». Repitió la plegaria una y otra vez, como si la intercesión ininterrumpida fuera la única manera de mantener la atención de Dios. Pero ella sabía que el Señor no la escuchaba. En el fondo sentía el horrible sentimiento de culpa que se cierne sobre todo mal católico. Si hubiera sido mejor persona, escuchado a los curas, confesado sus pecados, ido a la iglesia…


Centro de mando. Filmación desde el helicóptero de la policía

La conexión por vídeo desde el aire con el centro de mando situado a más de quince kilómetros de distancia ofrecía una visión general alarmante de lo que sucedía en tierra. La actividad estaba concentrada en torno a Humbert Street y en las barricadas que cortaban los cuatro puntos de acceso a la urbanización. Se calculaba que había entre doscientas y trescientas personas agolpadas en aquella calle y sus inmediaciones, además de varios grupos aislados en Bassindale y Forest, mientras que las barricadas estaban atrayendo a un reguero de gente a medida que se corría la voz de su existencia. La policía no podía hacer nada. Los acontecimientos les habían cogido desprevenidos y carecían de recursos para responder con eficacia.

Los observadores del centro veían las imágenes aéreas de Humbert Street sin dar crédito a sus ojos, preguntándose qué malvado destino habría puesto a un pederasta en medio de una calle que, por culpa de una política a corto plazo basada en aprovechar el espacio entre las propiedades existentes para construir más viviendas, se había convertido en una ratonera flanqueada por sólidos muros. La situación sería posteriormente objeto de polémica y recriminación, con acusaciones cruzadas de la policía a las autoridades municipales por desoír sus advertencias sobre los problemas de acceso a la urbanización, y de las autoridades municipales a la policía por no cumplir correctamente con su cometido. De momento, lo único que se podía hacer era observar cómo la muchedumbre, inconsciente del peligro que corría, se agolpaba sin cesar en un espacio demasiado pequeño para dar cabida a todos.

La cortina de llamas que se originó al explotar el cóctel molotov de Kevin Charteris, seguida del empuje del pánico mientras la multitud se alejaba del asfalto llameante, quedó captada con viveza por la cámara. Fue como si un gigantesco imán hubiera visto invertida de repente su polaridad e impelido hacia fuera a la gente como infinidad de limaduras de hierro. El terror se veía reflejado en el rostro de mujeres y niños que miraban hacia arriba mientras se embestían los unos a los otros y se empujaban contra las paredes constrictoras de las casas. Imágenes escalofriantes de niños arrollados porla masa. Únicamente la salida a través del domicilio de la señora Carthew ofrecía una esperanza de salvamento a medida que un torrente descontrolado de gente entraba corriendo en el jardín trasero, no más grande que un mantel, y se estrellaba contra las vallas con el fin de llegar a la relativa seguridad que brindaba Forest Road.

Un foco de actividad aislado lo constituían el economato y los comercios de alrededor. Para bien o para mal, los encargados habían decidido cerrar al oír los primeros rumores de disturbios, y las rejas de seguridad que protegían los escaparates sufrían en aquellos momentos las fuertes arremetidas de las hachas de una cincuentena de saqueadores dispuestos a desvalijar el interior de los establecimientos. Dicha actividad estaba llamando la atención de otros grupos de jóvenes que, con la cabeza cubierta con gorras de béisbol para ocultarse del helicóptero que tenían justo encima, se dirigían a la zona con el propósito de hacerse con lo que hubieran dejado los saqueadores de las hachas.

La prueba más clara de que debía de tratarse de un amotinamiento planeado era la forma en que los vehículos habían sido colocados en las entradas. En aquellos puntos no había coches volcados al azar, sino fortificaciones de construcción sólida, dispuestas en forma de puntas de flecha y orientadas hacia la carretera principal en un intento deliberado de frustrar un eventual ataque de las furgonetas blindadas de la policía. En los jardines situados a ambos lados de la carretera se veían hogueras; pilas de neumáticos y ramas verdes empapadas de gasolina -otra prueba más de una acción premeditada- de las que salía un humo negro y espeso que avanzaba hacia las brigadas antidisturbios que se congregaban poco a poco al otro lado de la carretera principal.

Incluso mientras observaban las imágenes en el centro de mando, los agentes de policía se preguntaban por qué no se habría advertido antes que se avecinaban unos incidentes de semejante magnitud en Acid Row. La supuesta causa seguía siendo que la noticia de la presencia de un pederasta en la zona había desatado la ira del vecindario -una visión secundada por los trabajadores de los servicios sociales y él departamento de vivienda-, pero por lo que se veía en las imágenes no quedaba nada claro si los jóvenes enmascarados de las barricadas tenían alguna relación con lo que sucedía en Humbert Street o si se habían aprovechado del descontento de los habitantes de la zona para emprender su propia guerra.

Una agente fue quien resumió el sentir general de los allí reunidos.

– Cuando los medios consigan estas imágenes nos destrozarán.


Glebe Tower. Urbanización Bassindale

Jimmy James y la señora Hinkley se miraron con desconfianza cuando se abrieron las puertas del ascensor. Ninguno de los dos se mostró impresionado al ver al otro. Ella era un vejestorio. Él, un tipo sospechoso. Ella tenía un rictus de mal genio, con la boca en forma de herradura invertida. Él era un dandi, todo enjoyado en oro. Ella era como su tía… dada a soltar sermones. Él era un sinvergüenza… que nunca habría conseguido todas aquellas joyas obrando con honradez.

El rostro de la señora se suavizó al ver a la agente de policía.

– ¿Puede traerla hasta aquí? -preguntó señalando una silla de ruedas que tenía enfrente-. Nuestro amigo el de la ambulancia me ha dicho que hay que moverla lo menos posible… Si tiene una fractura craneal, lo más importante es evitar que se metan astillas de hueso en el cerebro.

– Eso ya lo sé -replicó Jimmy apretando los dientes.

– Pues no vaya con prisas… y sosténgale la cabeza con mucho cuidado… como a un bebé.

Jimmy mostró la dentadura con una sonrisa rapaz.

– Sí, mi ama.

– Soy la señora Hinkley.

La anciana lo miró a los ojos, desafiándolo a seguir haciendo el payaso, y la semejanza con la tía de Jimmy se intensificó. No obstante, aquella mujer era mucho más menuda -la hermana de su padre estaba hecha un tonel-, y se apreciaba un punto de desaliño en su aspecto; el cabello blanco y lacio, el calzado, que no era de su número, y la vieja rebeca con los puños deshilachados y los codos zurcidos insinuaban pobreza o dejadez.

Jimmy transigió un poco. Al fin y al cabo, la anciana le estaba haciendo un favor al acceder a ayudarlo, y ella no tenía la culpa de que pertenecieran a generaciones y culturas distintas. Jimmy le tendió una mano manchada de sangre.

– Y yo el señor James… Jimmy para los amigos.

No esperaba que ella se la estrechara -tampoco le habría importado si no lo hubiera hecho- pero la anciana le sorprendió al cogerle afectuosamente la mano entre las suyas.

– Magnífico. Y yo Eileen. ¿Qué tal si continuamos? Tengo vendas en el piso. Y también utensilios para poder lavarla.

No había duda de que la silla de ruedas era suya, porque la anciana se aferró al brazo del joven y empezó a caminar con una cojera que le hacía arrastrar los pies mientras Jimmy metía a la agente en el piso.

– Me rompí la cadera hace un par de años -explicó-, y desde entonces no me aguanto derecha con mis propias patas. Aquí dentro -indicó abriendo de un empujón la puerta de su dormitorio-. Póngala encima de la cama y veré lo que puedo hacer para limpiarle un poco la sangre de la cara. ¿Le ha explicado el de la ambulancia cómo tenía que tumbarla?

– Sí. -Jimmy miró la colcha color crema de volantes con las fundas de las almohadas a juego-. Será mejor que quite primero esto -dijo haciendo ademán de echar la colcha hacia atrás. La anciana le detuvo de un manotazo.

– No.

– ¿No ve que se le va a estropear? -advirtió Jimmy-. Míreme. -Se señaló la ropa-. Todo ha quedado hecho una puta mierda.

Eileen torció el gesto ante aquella ordinariez.

– Tengo que dormir en esta cama -dijo-. Tiraré la colcha a la basura si es necesario.

Jimmy no lograba verle la lógica.

– Esta sí que es buena. ¿Y por qué no la ponemos encima de una sábana, y así después solo tendrá que volver a hacer la cama?

– Porque no puedo -respondió la anciana enfadada, levantando unas garras artríticas-. Tengo una asistenta que viene todas las semanas a hacérmela y no le toca volver hasta el próximo viernes. Me temo que esa es la realidad de la vejez. Depender de los demás para que hagan, más mal que bien, lo que una hacía muy bien hace tan solo unos años. Es muy frustrante. A veces me dan ganas de gritar y todo.

Jimmy la llevó aparte para que se tranquilizara y deshizo la cama hasta la sábana bajera.

– Ya se la haré yo -dijo mientras levantaba con cuidado de la silla de ruedas a la agente de policía y la colocaba en posición de recuperación sobre la cama.

– ¡Ajá! Y ahora cogerá y se irá mucho antes de que llegue la ambulancia -señaló Eileen con perspicacia-. Ahora que se ha quitado la responsabilidad de encima, saldrá volando como un cohete.

La anciana tenía razón, naturalmente.

– Mi mujer, que está embarazada, y sus dos hijos están ahí afuera -explicó Jimmy-. Tengo que saber qué les ha pasado. -El joven vio la desilusión en los ojos de la anciana-. ¿A qué hora suele acostarse? -preguntó.

– A las nueve.

– Pues entonces volveré antes de las nueve. ¿Trato hecho?

– Ya veremos -repuso Eileen, y se inclinó sobre la joven para tomarle el pulso en el cuello-. Un trato solo es un trato cuando se cumple. -La anciana señaló hacia el baño, a la izquierda-. Ahí dentro hay una palangana y una bandeja con algodón y desinfectante. También encontrará un rollo de venda en el armario que hay encima del lavabo. Necesito que llene la palangana de agua templada y me lo traiga todo aquí. Si despeja primero la mesita de noche y la corre hacia delante, podemos utilizarla como superficie de trabajo.

Jimmy hizo lo que Eileen le pidió, y la observó mientras se disponía a limpiar la maraña de cabellos de la agente.

– ¿Es usted enfermera? -inquirió.

– Hace mucho tiempo, antes de que formara una familia. Luego me hice voluntaria de la St. John's Ambulance.

– ¿Por eso sabía el de la ambulancia que usted podría ayudarme? Me habló de algo llamado el Teléfono de la Amistad.

– Eso es un club telefónico para gente que no puede salir de casa -explicó ella enjuagando el algodón en la palangana-. Entre otras cosas, nos turnamos para llamar a todas aquellas personas que están pachuchas, y si no contestan alertamos al servicio de ambulancias. Yo soy una de las organizadoras, por eso sabían mi teléfono.

– O sea, ¿que es usted como una santa?

– ¡Dios bendito, qué ocurrencia! Simplemente me gustan los cotilleos. -La anciana alzó la vista un instante y se rió ante la expresión de Jimmy-. Sí, sí, todo eso de los viejos tiempos y de lo horrible que es la juventud de hoy. Pero me imagino que los jóvenes sois iguales. Todo aquel que pasa de los setenta es un viejo chocho. ¿No es eso lo que piensa usted?

– A veces -reconoció Jimmy-. Los jóvenes son muy maleducados, eso sin duda… Se comportan como si todo el mundo tuviera que respetarlos tanto si lo merecen como si no.

– En nuestros tiempos, respetábamos a nuestros mayores, se lo aseguro.

– Ya, pero las cosas han cambiado. Ya no puede ir con esas. El respeto se lo tiene que ganar. -Jimmy chasqueó los dedos a lo Ali G-. Ya ve, yo no tengo ningún problema en respetarla a usted… me está solucionando la papeleta… pero otras personas no me habrían abierto la puerta de su casa.

– Dudo que yo se la hubiera abierto si no me hubieran llamado para contarme lo que sucedía. No es que usted sea el sueño de una vieja precisamente, Jimmy -Eileen limpió con cuidado los bordes del corte alargado en la cabeza de la joven, sosteniendo el algodón con sus dedos nudosos-. Pobre criatura. ¿A quién se le habrá ocurrido hacerle esto?

– ¿Se va a morir?

– No lo creo. Tiene el pulso fuerte.

– Ha perdido la hostia de sangre.

– Las heridas en la cabeza siempre sangran, pero por lo general parecen más graves de lo que son.

Jimmy envidiaba su tranquilidad.

– Se la ve muy relajada.

– Gritando no vamos a conseguir que se ponga mejor. De todos modos, un cráneo no se fractura tan fácilmente. -Señaló con la cabeza hacia el baño-. Vaya y lávese un poco -le ordenó- mientras yo tapo la herida para protegerla. Cuando acabe, tráigame las sales aromáticas del segundo estante del armario del baño. Están en un frasco verde. Vamos a ver si podemos reanimarla.

Al rememorarlo después, Jimmy siempre pensaría que fue un pequeño milagro. Bastó pasar el frasco una sola vez bajo la nariz de la joven para que esta abriera los ojos y preguntara dónde se encontraba. ¿Por qué hacía eso la gente?, se preguntó. ¿Acaso la conciencia tenía más que ver con «dónde» estaba uno que con «quién» era? ¿Necesitaría uno asegurarse de que se encontraba a salvo antes de poder reconocer cualquier otra cosa?

Fuera como fuese, sintió un profundo alivio. No quería que la joven muriera. Y tampoco le parecía bien que pegaran a las mujeres, aunque se tratara de una agente de policía.

Eileen vio los sentimientos fluctuantes de Jimmy reflejados en su rostro y, con un ronco carraspeo, le dio un golpecito con el dorso de la mano en el brazo enfundado en cuero.

– Tiene que agradecérselo a usted.

– Yo no he hecho nada.

– Podría haberla dejado allí.

– Y lo hice -admitió él con sinceridad-, hasta que recordé que había dejado mis huellas en el puto botón del ascensor. -Eileen frunció el ceño con desaprobación-. Perdone. Soy un poco malhablado cuando me agobio.

Eileen soltó una risita.

– El de la ambulancia me dijo que vendría un negro grande manchado de sangre por todas partes, que acababa de salir de la cárcel y no dejaba de decir groserías. -Los ojos de la anciana brillaron al ver la expresión de sorpresa de Jimmy ante una descripción tan franca de su persona-. Me advirtió que no sabía hasta qué punto podía ser cierta dicha descripción, pues solo contaba con lo que usted mismo le había dicho… pero, en su opinión, era usted un héroe y ponía la mano en el fuego para asegurar que se podía confiar en usted. -Eileen vio que el rubor oscurecía las mejillas de Jimmy-. Déme un beso -ordenó con brusquedad-, y vaya usted a buscar a su señora y a sus hijos. Espero que estén todos bien.

Jimmy le plantó un beso en la piel ajada.

– Y asegúrese de regresar antes de las nueve -añadió ella con severidad-, o no volveré a hacer un trato con usted nunca más.


Exterior del nº 23 de Humbert Street

Tras la autoinmolación de Kevin Charteris se produjo un auténtico caos. La multitud se dispersó en todas las direcciones chocando entre sí y luchando por alejarse del asfalto en llamas. Tumbada en la calle con los brazos y las piernas extendidos bajo su hermano, Melanie vio cómo sus amigos se llevaban a Kevin, utilizando su chaqueta de cuero a modo de camilla, y observó que tenía la piel de la cabeza roja y en carne viva ahí donde su brillante coleta castaño rojizo había sido pasto de las llamas. Melanie se zafó de Colin y se palpó la cabeza con desesperación.

– Está bien -dijo su hermano-. Casi todo tu pelo sigue en su sitio.

A Melanie le empezaron a castañetear los dientes de la conmoción.

– Te-tendrían que dejar a K-Kevin donde está -advirtió con urgencia-. Lla-llama a una ambulancia. He visto ese p-programa en el que de-decían que la gente podía mo-morir de la impresión.

– Supongo que piensan que es mejor llevarlo a las barricadas -aventuró Colin con aire vacilante-. Los polis que hay allí podrán llevarlo al hospital.

Melanie meneó la cabeza.

– ¿Por qué lo-lo hizo? Le dije que-que no lo hiciera. ¿Ve-verdad, Col?

– Sí, sí, pero tenemos que largarnos de aquí -anunció Colin tirando de ella para que se levantara-. Se han vuelto todos locos. ¡Joder! -Colin esquivó un cuerpo que pasó como un rayo a su lado, sin darse cuenta de que el móvil de Melanie se le caía a los pies en plena huida, y arrastró a su hermana hacia la acera-. En cuestión de segundos se va a armar una batalla campal.

Melanie temblaba de pies a cabeza.

– No sé qué hacer -dijo entre gemidos-. ¿Y mis niños?

– Ve y enciérrate en casa con los críos mientras yo voy a buscar a Jimmy -ordenó Colin con determinación.

– Ya ve-verás lo enfadado que va a estar co-conmigo -dijo ella entre lágrimas-. Me advirtió que pasaría esto.

– Sí, pero no se enfadará hasta que estéis a salvo -señaló Colin-. Y eso no importa una mierda. Venga, hermanita, cálmate. Sé que esto no es un paseo, pero tienes que ser fuerte por Rosie y Ben. Los pobrecillos estarán cágaos de miedo.

Colin la agarró por los brazos para transmitirle parte de su aplomo, pero Melanie no lo miraba. Colin vio los ojos de su hermana abrirse de par en par con horror, se volvió para ver lo que observaba y vio a Wesley Barber lanzar otro cóctel molotov llameante a la puerta del pederasta.

– ¡Mierda! -exclamó desesperado, al borde de las lágrimas-. ¡Ahora sí que estamos bien jodidos!

›Mensaje de la policía a todas las comisarías


›28/07/01

›15.43

›Urbanización Bassindale

›ALERTA MÁXIMA

›Brigadas antidisturbios en su puesto

›Entrada a Bassindale inminente

›A la espera de órdenes


›ÚLTIMA HORA: AGENTE HANSON

›Situación bajo control


›ÚLTIMA HORA: HUMBERT STREET

›Salida controlada operativa

›Constancia de situación de pánico

›Eventual ataque contra el nº 23


›ÚLTIMA HORA: DRA. MORRISON

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