"No Llores Más, My Lady" - читать интересную книгу автора (Clark Mary Higgins)2Elizabeth abrió los ojos. La limusina se deslizaba silenciosamente junto al «Pebble Beach Golf Club» por la carretera de tres carriles, desde donde podían verse las grandes mansiones a través de las buganvillas y azaleas. Desaceleró la marcha al llegar a una curva donde estaba el ciprés que le daba el nombre a «Cypress Point». Desorientada por un momento, se quitó el cabello de la frente y miró alrededor. Alvirah Meehan estaba junto a ella con una sonrisa feliz en el rostro. – Debes de estar cansada -le dijo Alvirah-. Has dormido prácticamente durante todo el viaje. -Meneó la cabeza mientras miraba por la ventanilla-. ¡Esto sí que es hermoso! -El automóvil atravesó las ornamentadas puertas de hierro y siguió por el camino hacia el edificio principal, una mansión color marfil de tres pisos con persianas azules. Había varias piscinas esparcidas por el parque cerca de los grupos de bungalows. En el extremo norte de la propiedad había una terraza con mesitas y sombrillas que rodeaban una piscina olímpica. A ambos lados de ella había dos edificios iguales pintados de color lavanda. – Uno es el gimnasio de hombres y el otro de mujeres -explicó Elizabeth. La clínica, una versión más pequeña de la mansión principal, estaba situada a la derecha. Una serie de senderos rodeados de altas ligustrinas floridas conducían a entradas individuales. Estas puertas daban a los cuartos para tratamientos y quedaban lo bastante alejadas unas de otras como para que los huéspedes no tuvieran que cruzarse con nadie. Luego, cuando la limusina tomó una curva, Elizabeth contuvo el aliento y se inclinó hacia delante. Más atrás, entre la clínica y la mansión principal, se levantaba una nueva y enorme estructura, toda de mármol negro acentuada por columnas macizas que la hacían parecer como un volcán a punto de estallar. «O como un mausoleo», pensó Elizabeth. – ¿Qué es eso? -preguntó Alvirah. – Es una réplica de un baño romano. Empezaban las excavaciones cuando estuve aquí hace dos años. Jason, ¿ya lo abrieron? – No está terminado, señorita Lange. Siempre siguen construyendo. Leila se había burlado abiertamente de los planes para la casa de baños. «Otro de los grandes planes de Helmut para quitarle a Min su dinero -había dicho-. No estará contento hasta dejarla sin un centavo.» La limusina se detuvo frente a la escalera de la casa principal. Jason bajó del vehículo y corrió a abrirles la puerta. Alvirah Meehan volvió a ponerse los zapatos y, con dificultad, logró levantarse de su asiento. – Es como estar sentada en el suelo -comentó-. Oh, miren, aquí vienen el señor y la señora Von Schreiber. Los conozco por fotos. ¿O debo llamarla baronesa? Elizabeth no respondió. Extendió los brazos mientras Min bajaba la escalera, con pasos rápidos pero majestuosos. Leila siempre había comparado a Min en movimiento con el – Estás muy delgada -le susurró-. Apuesto a que en traje de baño debes de ser puro hueso. -Otro abrazo y Min volvió su atención a Alvirah-. Señora Meehan. La mujer más afortunada del mundo. ¡Estamos encantados de tenerla con nosotros! -Estudió a Alvirah de arriba abajo-. En dos semanas, el mundo creerá que nació con una cuchara de cuarenta millones de dólares en la boca. Alvirah Meehan rebosó de alegría. – Así es como me siento ahora. – Elizabeth, ve a la oficina. Helmut te espera. Yo acompañaré a la señora Mechan a su bungalow y luego me reuniré con vosotros. Obediente, Elizabeth se dirigió a la casa principal; atravesó la fría recepción de mármol, el salón, la sala de música, los comedores privados y subió por la serpenteante escalera que conducía a las habitaciones privadas. Min y su esposo compartían un conjunto de oficinas que miraban a ambos lados de la propiedad. Desde allí, Min podía observar los movimientos de los huéspedes y del personal mientras iban de un lado a otro de los centros de actividad. Durante la cena, solía llamar la atención de alguno de sus huéspedes: «Lo vi leyendo en el jardín cuando tendría que haber estado en su clase de aeróbic.» También poseía una percepción especial para saber cuándo un empleado dejaba esperando a uno de los huéspedes. Elizabeth golpeó con suavidad la puerta de la oficina privada. Como no obtuvo respuesta, la abrió. Al igual que todas las habitaciones de «Cypress Point», las oficinas estaban decoradas con gusto exquisito. Una acuarela abstracta de Will Moses pendía de la pared sobre el sofá blanco. El escritorio de la recepción era un auténtico Luis XV, pero no había nadie sentado allí. De inmediato sintió una gran desilusión, pero recordó que Sammy regresaría a la noche siguiente. Se acercó entonces a la puerta entreabierta de la oficina que Min y el barón compartían y contuvo el aliento, sorprendida. El barón Helmut von Schreiber estaba de pie junto a la pared del lado opuesto donde estaban colgadas las fotografías de los clientes más famosos. La mirada de Elizabeth lo siguió y tuvo que contenerse para no gritar. Helmut estaba estudiando el retrato de Leila, para el que había posado la última vez que estuvo allí. El vestido verde de Leila era inconfundible, su brillante cabellera pelirroja enmarcándole el rostro, la manera en que sostenía una copa de champaña como si ofreciera un brindis. Elizabeth no quería que Helmut se diera cuenta de que lo había estado observando. Sin hacer ruido, regresó al salón de recepción, abrió y cerró la puerta para que la oyera y preguntó: – ¿Hay alguien aquí? Un instante después él salió de su oficina. El cambio en su semblante fue dramático. Éste era el gracioso y urbano europeo que conocía, con la sonrisa cálida, el beso en ambas mejillas y el infaltable cumplido: – Elizabeth, cada día estás más hermosa. Tan joven, tan bella, tan divinamente alta. – Alta, como quiera que sea. -Elizabeth retrocedió-. Pero déjame mirarte, Helmut. -Lo estudió con cuidado y notó que no había rastros de tensión en sus ojos celestes. Su sonrisa era relajada y natural. Sus labios separados dejaban ver los dientes blancos y perfectos. ¿Cómo lo había descrito Leila? Al igual que todos, Helmut pareció dolorido por la muerte de Leila, pero ahora Elizabeth se preguntaba si todo no había sido más que una actuación. – Bueno, dime, ¿tengo razón? Pareces tan preocupada. ¿Quizá te descubriste alguna arruga? -Su sonrisa era profunda y divertida. Ella se esforzó por sonreír. – Estás espléndido -le dijo ella-. Tal vez, me quedé sorprendida cuando me di cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que te vi. – Ven -le dijo y la tomó de la mano para conducirla a un grupo de muebles – Estuve ocupada. Claro que eso es lo que deseo. – ¿Por qué no viniste a vemos antes? «Porque sabía que en este lugar vería a Leila por todas partes.» – Vi a Min en Venecia hace tres meses. – Y además este lugar te trae muchos recuerdos, ¿no es verdad? – Sí, me trae recuerdos. Pero también los extrañaba. Y estoy ansiosa por ver a Sammy. ¿Cómo crees que se siente? – Conoces a Sammy. Ella nunca se queja. Pero supongo que… no muy bien. Creo que nunca se recuperó, ni de la cirugía ni de la muerte de Leila. Y ahora tiene más de setenta. No es mucha edad desde el punto de vista fisiológico, pero… Se oyó un golpe en la puerta de fuera y la voz de Min que anunciaba su llegada. – Helmut, espera ver a la ganadora de la lotería. Un trabajo especial para ti. Necesitaremos arreglar que le hagan varias entrevistas. Hará que este lugar parezca el séptimo cielo. Atravesó la habitación a toda prisa y abrazó a Elizabeth. – Si supieras cuántas noches no pude dormir pensando en ti. ¿Cuánto podrás quedarte? – No mucho. Sólo hasta el jueves. – ¡Nada más que cinco días! – Lo sé, pero la oficina del fiscal de distrito quiere revisar mi testimonio el viernes. -Elizabeth se dio cuenta de lo agradable que era sentirse rodeada por los brazos de un ser querido. – ¿Qué es lo que deben revisar? – Las preguntas que me harán durante el juicio. Las preguntas que me hará el abogado de Ted. Pensé que sólo con decir la verdad sería suficiente, pero al parecer la defensa tratará de probar que me equivoco acerca de la hora de la llamada. – ¿Y tú crees que podrías estar equivocada? -Los labios de Min le rozaban la oreja y su voz era un sugestivo susurro. Sorprendida, Elizabeth se alejó justo a tiempo para ver el gesto de advertencia en el rostro de Helmut. – Min, crees que si tuviera la menor duda… – Está bien -se apresuró a decir Min-. No deberíamos estar hablando de eso ahora. De modo que tienes cinco días. Te mimaremos y podrás descansar. Yo misma te prepararé tu programa. Comenzarás con un tratamiento facial y un masaje esta misma tarde. Elizabeth los dejó unos minutos después. Los rayos del sol bailaban sobre las flores silvestres del sendero que conducía al bungalow que Min le había asignado. En alguna parte de su subconsciente, experimentaba una sensación de calma al observar todas esas flores. Pero esa momentánea tranquilidad no ocultaba el hecho de que detrás de esa cálida bienvenida y aparente interés, Min y Helmut estaban cambiados: estaban enojados, preocupados y hostiles. Y esa hostilidad iba dirigida a ella. |
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