"Me Muero Por Ir Al Cielo" - читать интересную книгу автора (Flagg Fannie)

La sobrina nerviosa

8h 11m de la mañana

Aquella mañana, más temprano, Norma Warren, una morena todavía bonita de sesenta y tantos estaba en casa hojeando un catálogo de ropa de cama a buen precio, intentando decidir si compraba la colcha de felpilla amarilla estampada de flores tono sobre tono o el excelente edredón cien por cien algodón lleno de arrugas en verde espuma de mar con franjas contra un fondo blanco inmaculado, cuando la vecina de su tía, y esteticista de Norma, Tot Whooten la llamó y le informó de que la tía Elner se había vuelto a caer de la escalera. Norma colgó el teléfono y se precipitó sobre el fregadero de la cocina para echarse agua fría en la cara y así evitar el desmayo. Cuando se sentía alterada, tenía tendencia a perder el conocimiento. Acto seguido, cogió el teléfono de pared y marcó el número del móvil de Macky, su marido.

Macky, gerente del departamento de ferretería del Almacén del Hogar, en el centro comercial, vio en la pantallita el número que llamaba y respondió.

– Hola, ¿qué hay?

– ¡La tía Elner ha vuelto a caerse de la escalera! -soltó Norma, desesperada-. Has de ir allí ahora mismo. Quién sabe qué se habrá roto. A lo peor está tendida en el jardín, y… muerta. ¡Te dije que te llevaras aquella escalera!

Macky, que llevaba casado con Norma cuarenta y tres años y estaba acostumbrado a sus ataques de histeria, sobre todo si la tía Elner tenía algo que ver, dijo:

– De acuerdo, Norma, tranquilízate, estoy seguro de que está bien. Aún no se ha matado, ¿verdad?

– Le dije que no se subiera otra vez a esa escalera, pero ni caso.

Macky echó a andar hacia la puerta, pasando junto a suministros de fontanería, y mientras salía se dirigió a un hombre.

– Eh, Jake, ocupa mi puesto. Vuelvo enseguida.

Norma seguía hablándole al oído sin parar.

– Macky, llámame en cuanto llegues, y me informas, pero si está muerta, no me lo digas, pues ahora una tragedia me destrozaría… Oh, la mataría. Sabía que iba a pasar algo así.

– Norma, cuelga y trata de calmarte, siéntate en el salón. Te llamaré dentro de unos minutos.

– Eso es, hoy mismo le quitaré la escalera. La sola idea de una anciana como ella…

– Cuelga, Norma.

– Se podía haber roto todos los huesos.

– Te llamaré -dijo él, y colgó.

Macky se dirigió al aparcamiento trasero, subió a su Ford SUV y puso rumbo a la casa de Elner. Había aprendido a base de cometer errores; cada vez que pasaba algo con la tía Elner, la presencia de Norma sólo complicaba las cosas, por lo que ahora ésta se quedaría en casa hasta que él hubiese evaluado la situación.

Después de que Macky hubo colgado, Norma corrió al salón, como él le había dicho que hiciera; pero sabía que no lograría tranquilizarse, ni siquiera sentarse, hasta que su esposo la llamara para decirle que no pasaba nada. «Juro por Dios -pensó- que si esta vez no se ha matado, le quito la escalera, iré y yo misma talaré esa maldita higuera de una vez por todas.» Mientras daba vueltas por el salón, retorciéndose las manos, recordó de pronto que debía practicar los ejercicios de autodiálogo que había aprendido recientemente en un curso que estaba haciendo, pensado para ayudar a las personas que, como ella, sufrían ataques de pánico y ansiedad. Su hija Linda lo había visto anunciado en la televisión y se lo había regalado el día de su cumpleaños. Había terminado el paso noveno, «Poner fin al pensamiento “¿Y si…?”», y ahora estaba en el décimo, «Cómo detener las ideas obsesivas, terroríficas». También intentó respirar hondo con una técnica de biofeedback que una mujer le había enseñado en su clase de yoga. Mientras caminaba de un lado a otro, respiraba profundamente y repetía para sí misma una lista de afirmaciones positivas: «No hay nada de qué preocuparse», o «ya se ha caído dos veces del árbol y nunca ha pasado nada», o «ella estará bien», o «es sólo un pensamiento catastrofista, no es real», o «después te reirás de esto», y «no hay por qué tener miedo», o «el noventa y nueve por ciento de las cosas que te preocupan no suceden nunca»; para no olvidar «no vas a sufrir un ataque cardíaco», o «es sólo ansiedad, no te va a hacer daño».

Pero por mucho que lo intentara, no podía evitar sentirse ansiosa. La tía Elner era el pariente vivo más cercano que le quedaba en el mundo, aparte de Macky y su hija Linda, naturalmente. Tras morir su madre, el bienestar de su tía se había convertido en su principal preocupación, y no había resultado fácil. Al pasar junto a la fotografía de una sonriente tía Elner colocada sobre la repisa de la chimenea, exhaló un suspiro. ¿Quién habría podido pensar que esa anciana encantadora, de mirada inocente, mejillas sonrosadas, con el pelo blanco recogido en un moño, iba a causar tantos problemas? Pero la tía Elner también había sido testaruda; años atrás, cuando murió su marido, el tío Will, Norma había tardado una eternidad en convencerla de que se trasladara a la ciudad para así poder vigilarla mejor.

Por fin, tras varios años de ruegos, la tía Elner había accedido a vender la granja y mudarse a una pequeña casa de la ciudad, pero seguía siendo una persona difícil de controlar. Norma la quería con locura, y le fastidiaba tener que estar siempre encima de ella, pero no tenía más remedio. La tía Elner estaba sorda como una tapia y no se habría colocado un audífono si Norma no le hubiera dado la lata. Además nunca cerraba las puertas, no comía como es debido, no iba al médico y, lo peor de todo, no dejaba que Norma le ordenara la casa, algo que ella se moría de ganas de hacer. La casa de la tía Elner era una calamidad, con un batiburrillo de cuadros colgados sin orden alguno y el porche delantero hecho una ruina y un batiburrillo. Por todas partes había montones de cosas desparramadas: piedras, piñas, cáscaras, nidos de pájaros, pollos de madera, plantas viejas y cuatro o cinco topes de puertas oxidados que le había regalado su vecina Ruby Robinson. A Norma, que tenía su casa y su porche como los chorros del oro, aquello le parecía un horror. Y de hecho todo iba a peor; precisamente en su visita del día anterior, Norma descubrió una nueva incorporación al revoltijo: un jarrón de flores de plástico espantosamente feo. Al verlo, Norma pensó «tierra trágame», pero preguntó amablemente: «¿De dónde las has sacado, cariño?»

Como si no lo supiera. Era el vecino de la tía Elner del otro lado de la calle, Merle Wheeler, que siempre aparecía con los objetos más horrendos. Merle era quien había traído aquella vieja silla de oficina de falso cuero con ruedas, que Elner había colocado en el porche delantero para que todo el mundo la viera. En aquella época, Norma era directora del Comité de embellecimiento de Elmwood Springs y había intentado por todos los medios que su tía se deshiciera de la silla, pero ésta le dijo que le gustaba rodar por ahí con ella y regar así todas las plantas. Norma incluso intentó convencer a Macky para que fuera allá en mitad de la noche y se llevara la silla del porche, pero él se negó. Como de costumbre, Macky defendió a la tía Elner y le dijo a Norma que estaba haciendo una montaña de un grano de arena y que empezaba a actuar como su madre, ¡lo cual no era cierto! Querer librarse de aquella silla no era esnobismo por su parte, sino sólo una cuestión de orgullo cívico. O cuando menos eso pretendía ella.

A Norma le horrorizaba parecerse en algo a su madre. Ida Shimfissle, más pequeña y más bonita que Elner, había hecho una buena boda y nunca había tratado muy bien a su hermana. Incluso se había negado a visitarla tras su traslado a la ciudad, mientras criara pollos en el patio. «Es muy de pueblo», había dicho. Pero ayer, cuando la tía Elner señaló los girasoles y proclamó con orgullo «son bonitos, ¿eh? Los trajo Merle, y no hay que regarlos», Norma hizo un esfuerzo ímprobo para no coger los girasoles y correr chillando hasta el cubo de basura más próximo. En vez de hacerlo, se limitó a asentir con simpatía. Norma también sabía de dónde había sacado Merle las flores. Había visto unas exactamente iguales en el programa «Mañanas de los martes». Por desgracia, el cementerio municipal estaba lleno de arreglos similares. A Norma siempre le había parecido de pésimo gusto que la gente colocara flores de plástico en una tumba; era algo tan ordinario como los cuadros en terciopelo negro de la Santa Cena. En todo caso, tampoco entendió nunca por qué había quien ponía ventanas correderas de aluminio o tenía un televisor en el comedor.

En lo que a Norma respectaba, ya no había excusas para el mal gusto, o al menos no se le ocurría ninguna, cuando todo era tan sencillo como leer revistas y copiar, o ver los programas de diseño del canal Casa y Jardín. Menos mal que había aparecido Martha Stewart para introducir un poco de estilo entre el público estadounidense. De acuerdo, ahora era una delincuente habitual, pero antes de irse hizo muchas cosas buenas. De todos modos, a Norma no sólo le importaban las cuestiones de la casa y el tiempo libre. Se sentía muy a menudo consternada por la forma de vestir de la gente. «Por los demás seres humanos tenemos la obligación de mostrar el mejor aspecto posible, es sólo simple cortesía», solía decir su madre. Pero ahora todo el mundo llevaba, incluso en los aviones, zapatillas deportivas, sudaderas y gorras de béisbol. No es que Norma se pusiera siempre elegante como solía. Se la había visto correr al centro comercial vistiendo un conjunto de footing de velludillo naranja, si bien nunca iba a ninguna parte sin pendientes y maquillaje. En esas dos cosas no transigía jamás. Cuando Norma volvió a mirar el reloj eran casi las ocho y media. ¿Por qué no llamaba Macky? Había llegado de sobra. «Oh, Dios mío -pensó-, no me digas que Macky ha tenido un accidente y ha muerto, esta mañana ya sólo me faltaba esto. ¡La tía Elner se cae de un árbol y se rompe la cadera y el mismo día yo me quedo viuda!» A las ocho y treinta y un minutos ya no aguantaba más; cuando se disponía a marcar el número de Macky sonó el teléfono, lo que le causó un susto tremendo.

– Norma, escúchame -empezó a decir Macky-. No te pongas nerviosa.

Ella percibió claramente en el tono de voz que había pasado algo horrible. Macky siempre empezaba las conversaciones diciendo «ella está bien, ya te dije que no te preocuparas», pero esta vez no. Norma contuvo la respiración. «Ahí está», pensó. Se estaba produciendo realmente la llamada que tanto le aterraba recibir. Notó que el corazón le latía aún con más fuerza que antes y que se le secaba la boca mientras trataba de permanecer en calma y se preparaba para la noticia.

– No te alarmes -continuó Macky-, pero han llamado a una ambulancia.

– ¡Una ambulancia! -gritó ella-. ¡Oh, Dios mío! ¿Se ha roto algo? ¡Lo sabía! ¿Está herida de gravedad?

– No lo sé, pero es mejor que vengas por aquí; seguramente tendrás que firmar algunos papeles.

– Oh, Dios mío. ¿Tiene dolores?

Hubo una pausa, y luego Macky contestó.

– No, no tiene dolor. Ven enseguida, nada más.

– Se ha roto la cadera, ¿verdad? No hace falta que me lo digas. Sé que es así. Lo sabía. ¡Le he dicho mil veces que no se subiera a esa escalera!

Macky la interrumpió y volvió a hablar:

– Norma, ven en cuanto puedas y ya está.

No quería ser grosero con Norma, y lamentaba colgarle de nuevo, pero al mismo tiempo no quería decirle que la tía Elner había perdido el conocimiento y dormía como un tronco. En ese momento, de hecho, él no tenía ni idea de si había algo roto, ni siquiera de si había alguna herida grave. Cuando unos minutos antes había llegado a casa de la tía Elner, ésta se hallaba tendida en el suelo, bajo la higuera, con Ruby Robinson sentada a su lado tomándole el pulso, mientras Tot, la otra vecina, estaba a su lado, de pie, enfrascada en un reportaje en directo.