"Me Muero Por Ir Al Cielo" - читать интересную книгу автора (Flagg Fannie)

¡Oh, no, esa bata no!

8h 51m de la mañana

Cuando por fin Norma hubo cruzado la ciudad y se paró frente a la casa, la ambulancia ya estaba allí. Había llegado justo en el momento en que se estaba cerrando la puerta del vehículo con la accidentada dentro, pero también a tiempo de ver, consternada, que la tía Elner llevaba una vieja bata marrón a cuadros que desde hacía años ella le suplicaba que tirara a la basura. Norma se bajó del coche con el bolso y todos los papeles y apretó a correr, pero antes de llegar a la altura de su tía las puertas ya estaban cerradas del todo y la ambulancia había arrancado. Entonces, Norma y Macky subieron en el coche de él y empezaron a seguir a la ambulancia. Mientras transcurrían los cuarenta y cinco minutos que se tardaba en llegar al hospital de Kansas City, Macky, muy preocupado, no dijo casi nada, sólo algún esporádico:

– Estoy seguro de que todo irá bien, Norma, es mejor que le echen un buen vistazo y se aseguren de que no tiene nada roto.

Pero Norma no escuchaba y durante todo el trayecto fue casi la única que habló.

– No sé por qué no me han dejado ir con ella, soy su pariente más cercano, debería estar con ella, seguramente está muerta de miedo, y además, ¿cómo es que aún llevaba esa bata marrón raída y vieja? Al menos tendrá veinte años y se le está descosiendo. La semana pasada le compré una nueva en Target. Cuando aparezca en el hospital con eso, van a pensar que somos unos simples blancos pobres del Sur; no sé por qué tiene que comportarse siempre como si no tuviera un céntimo. Le dije «tía Elner, el tío Will te dejó un montón de dinero, no tiene sentido que vayas por el patio con esa bata hecha polvo», pero ¿acaso me escuchó? No…, y ahora esto. -Norma suspiró-. Tenía que haberla cogido y haberla quemado, eso es lo que tenía que haber hecho. Ojalá no se haya roto la cadera o una pierna. Debía haber venido a vivir con nosotros, pero no, tuvo que quedarse en esa vieja casa, y además no cierra las puertas. La otra noche me acerqué a dejarle los supositorios en el porche, y la puerta de la calle estaba abierta de par en par. Y le dije «tía Elner, si un asesino en serie te mata mientras duermes, entonces no vengas corriendo a quejarte».

Macky giró a la izquierda.

– Norma, ¿cuántos asesinos en serie ha habido en Elmwood Springs?

Norma lo miró y dijo:

– Bueno, no hay ninguna garantía de que no vaya a pasar en el futuro… Tú creías que ella estaría bien cuando viviera otra vez sola en su casa. Pues ya ves…, no lo sabes todo, Macky.

– Norma, si te preocupas tanto, te dará un ataque. Espera a saber algo, ¿vale?

– Lo intentaré -dijo, pero no podía evitar enfadarse con Macky, y cuanto más pensaba en ello, más furiosa se ponía. Él era el único culpable de que la tía Elner se hubiera caído de la escalera. Él era quien la consentía y pensaba que todo lo que ella hacía era muy gracioso. Incluso cuando la tía Elner permitió que su amigo Luther Griggs aparcara su enorme y feo camión de dieciocho ruedas junto al patio durante seis meses, Macky se había puesto de su lado, y si él no hubiera dejado que se quedara aquella escalera, si se la hubiera llevado tal como ella le había pedido que hiciera, ahora mismo la tía Elner no estaría en la cama de un hospital.

De repente, Norma se volvió hacia su esposo y dijo:

– Escucha una cosa, Macky Warren, ésta es la última vez que tú y la tía Elner me disuadís de algo. ¡Te dije que era demasiado vieja para vivir sola!

Macky no comentó nada. En ese asunto, ella tenía toda la razón. También pensó que ojalá la tía Elner no se hubiera subido sola a la escalera. Había estado en la casa a primera hora de la mañana, tomando café con ella antes de ir a trabajar. La tía Elner no había dicho nada de coger higos. Todo lo que quería saber era hasta qué punto era buena una pulga y qué lugar ocupaba en la cadena alimentaria. Ahora él tenía problemas con Norma y estaba muerto de preocupación por la tía. Sólo deseaba que no se hubiera roto nada importante; de lo contrario, se lo recordarían toda la vida.

Súbitamente, Norma alzó el brazo y se palpó la coronilla.

– Dios mío -soltó-. ¡Creo que el pelo se me está volviendo totalmente blanco! Estarás contento, Macky. Ahora Tot, en vez de retocarme algunas partes, seguramente tendrá que teñirme toda.


Por si fuera poco, cuando les faltaban apenas diez minutos para llegar al hospital, Macky decidió tomar un atajo, y naturalmente lo primero que les sucedió fue que se encontraron con un paso a nivel y tuvieron que esperar un rato a que pasara un tren de carga. Norma quería gritar con toda su alma «¡te he dicho que siguieras a la ambulancia! ¡Mira ahora!». Pero no lo hizo. Nunca servía de nada. Él siempre contestaba lo mismo, «Norma, no empieces a buscar culpables», y esa frase la ponía aún más furiosa, de modo que se aguantó el enfado en silencio y respiró hondo mientras permanecía sentada y los vagones pasaban uno tras otro traqueteando.

«¿Por qué nadie me escucha?», se preguntó.

Con su hija Linda había acertado. Le había dicho que no se casara con el chico con el que estaba saliendo. Incluso se había mostrado moderna al respecto y le había aconsejado que viviera con él un tiempo, pero no, Linda quería una gran boda con su luna de miel, y luego, ¿que pasó? Pues que todo acabó también con un gran divorcio. «¿Por qué no escuchan? No es que me guste tener siempre razón; desde luego para mí tener razón no es divertido. Tener razón, sobre todo con tu esposo, puede ser doloroso; y a veces darías el brazo izquierdo por estar equivocada.»

Mientras seguía sentada esperando que acabara de pasar el tren, pensó en los acontecimientos de los últimos días. Se había notado más inquieta que de costumbre, y ahora se preguntaba si habría tenido el presentimiento de que estaba a punto de suceder algo fatal.


Mientras seguía a vueltas con lo mismo, recordó que había empezado a sentirse algo ansiosa el miércoles por la mañana, inmediatamente después de su habitual cita de las diez y media en el salón de belleza. «¿Cuál sería el desencadenante?», pensaba. Se remontó mentalmente a aquella mañana… Había estado sentada en la silla como siempre, le estaban arreglando el cabello, cuando Tot Whooten, la que parecía un mono de nieve, alargó la mano para coger un rulo mediano de su bandeja de plástico y se le cayó al suelo.

– ¡Mecagoen…! -soltó Tot-. Es la segunda vez que se me cae algo esta mañana. Te digo una cosa, Norma, tengo los nervios a flor de piel. Parece que desde el 11-S todo anda del revés. Me encontraba bien, e incluso había superado mi crisis, volví a trabajar con buen ánimo, y entonces, zas, te despiertas y descubres que los árabes nos odian a muerte; ¿y por qué? Yo nunca me he portado mal con un árabe en mi vida, ¿y tú?

– No…, de hecho nunca he conocido a ninguno -dijo Norma.

– Y luego te encuentras con que en todo el mundo hay gente que nos detesta.

– Lo sé -suspiró Norma mientras le daba a Tot una horquilla-. Estoy completamente desconcertada; creía que caíamos bien a todos.

– Yo también, no lo entiendo, eso es todo. ¿Cómo puede odiarnos alguien siendo lo buenos que somos? Cada vez que ha habido un problema en alguna parte, ¿no hemos enviado dinero y ayuda?

– Por lo que sé, sí.

– ¿No hemos de ser la gente más generosa del mundo? -dijo prendiendo una horquilla en un rulo.

– Es lo que siempre he oído -dijo Norma.

– Y ahora leo que incluso Canadá nos odia… ¡Canadá! Y en cambio nosotros queremos a los canadienses, siempre estamos deseando ir a visitarlos. Jamás imaginé que Canadá nos aborreciera, ¿y tú?

– No -contestó Norma-. Siempre he pensado que Canadá era nuestro vecino amable del norte.

Tot dio una calada al cigarrillo y lo dejó en el cenicero negro de plástico.

– Que alguien conocido me odie es una cosa, pero si me odian unos perfectos desconocidos lo primero que se me ocurre es ponerme una soga alrededor del cuello y saltar por la ventana, ¿no te pasa lo mismo?

Norma pensó en ello y dijo:

– Creo que no me suicidaría por eso, pero sin duda es muy preocupante.

Tot cogió una redecilla.

– Yo digo que nos olvidemos de ayudar al maldito mundo, porque seguro que nadie nos lo va a agradecer.

– Por lo visto no -certificó Norma.

– Demonios…, mira Francia, fuimos y los salvamos de los nazis, y ahora dicen todas esas cosas horribles. Jolín, te digo una cosa, Norma, todo esto ha herido de veras mis sentimientos.

Norma estuvo de acuerdo.

– Por culpa de esto llegas a no querer ayudar a la gente, ¿verdad?

– ¡Eso es! -exclamó Tot mientras metía algodón tras las orejas de Norma-. Los impuestos del dinero ganado con el sudor de mi frente van a parar a todas partes, pero, ¿llegan a agradecértelo? Antes tenía fe en el mundo, pero se ha vuelto tan malo como mis propios hijos; sólo dame, dame, dame todo el rato…, y nunca es suficiente.

La hija de Tot, Darlene, tan ancha ella como delgada su madre, trabajaba en la cabina contigua y oyó la última frase.

– ¡Bien, muchas gracias, madre! -soltó por encima de la mampara-. ¡No te pienso pedir nunca más nada!

Tot puso los ojos en blanco en dirección a Darlene y le dijo a Norma:

– Ojalá.

Aunque a Norma no le gustaba pensar en ello, Tot desde luego tenía razón. Todo había cambiado tras los atentados terroristas del 11-S. Incluso en una ciudad pequeña como Elmwood Springs, la gente había quedado tan conmocionada que había enloquecido un poco. Justo después del suceso, Verbena estaba convencida de que la familia Hing Doag, que tenía la tienda de la esquina, formaba parte de una célula durmiente terrorista. Norma le había dicho: «No son árabes, Verbena, sino vietnamitas.» Pero Verbena no lo tenía claro. «Bueno, sea como sea -decía-, no confío en ellos.»

Sin embargo, la mayoría estaban tristes simplemente por la clase de mundo en que vivirían sus hijos y sus nietos. Y para las personas como Norma y Macky, nacidos y criados en los años cuarenta y los cincuenta, aquello era un cambio radical con respecto a la época en que todos se sentían seguros y la única referencia de Oriente Próximo eran las tarjetas de Navidad en que una estrella brillaba sobre un pesebre tranquilo, no el lugar lleno de odio y cólera que veían cada día en la televisión o en los periódicos. Norma sólo sabía que ya no aguantaba más. Tres años atrás había dejado de leer los periódicos y de ver las noticias. Ahora sólo veía la cadena Casa y Jardín y el programa de antigüedades de la PBS, y más o menos escondía la cabeza en la arena y esperaba que las cosas se arreglaran de algún modo.

Al cabo de unos cuarenta minutos, y después de que sacaran a Norma de debajo del secador, Tot retomó la conversación.

– Norma, tú me conoces, siempre intento poner cara de felicidad, pero cada vez es más difícil mantener una actitud positiva. Dicen que la civilización, tal como la conocemos, está perdida, condenada.

– ¿Quién dice eso? -preguntó una alarmada Norma.

– ¡Todo el mundo! -dijo Tot mientras le quitaba la redecilla-. Nostradamus, la CNN, todos los periódicos, según ellos estamos al borde de la aniquilación total.

– Oh, Dios mío, Tot, ¿cómo es que haces caso de todo ese rollo? Sólo pretenden asustarte.

– Bueno, según dice Verbena, en la Biblia está escrito que éste es el fin de los tiempos, y tal como van las cosas, creo que está al doblar la esquina.

– Venga, Tot, he oído cosas así toda mi vida, y siempre han sido falsas.

– Hasta ahora -replicó Tot, sacando un rulo del pelo de Norma-. Pero un día serán ciertas. Verbena dice que las señales apuntan al Apocalipsis. Todos esos terremotos, huracanes, inundaciones e incendios que hemos sufrido recientemente, y ahora esa gripe de los pollos…, su pestilencia está ahí mismo.

Norma notó que comenzaba a hiperventilar, y tratando de usar el ejercicio «Sustituye un pensamiento negativo por uno positivo», dijo:

– La gente puede equivocarse, ya sabes, recuerda cuando llegó el rock and roll. Todos decían que no podía haber nada peor, y sí lo hubo, ahí tienes.

– No veo cómo las cosas podrían ir peor. Pero si el fin del mundo llega antes de que pueda cobrar la pensión, entonces me pondré realmente furiosa, tras esperar años a poder jubilarte, jolín…, la vida es injusta, ¿eh? ¿A ti no te preocupa el fin del mundo? -inquirió mientras cogía un cepillo.

– Pues claro -respondió Norma-. No quiero que suceda justo cuando por fin está volviendo un poco de estilo. Ve a la ferretería de Restauración, o al Granero de Cerámica, ahora tienen cosas monísimas, y a buen precio. Simplemente procuro no pensar en ello.

– Sí -dijo Tot-. No sirve de nada. Verbena decía el otro día que no le preocupaba ni pizca. Por supuesto, ella cree que va a desaparecer justo antes del fin del mundo mientras el resto de nosotros nos achicharramos. Decía que si alguna vez falta a su cita aquí es porque ha sido conducida al cielo en estado de éxtasis. Y yo le dije «pues muchas gracias, Verbena, si fueras de veras una buena cristiana me llevarías contigo y no me dejarías aquí friéndome».

– ¿Y qué contestó?

– Nada.

– Bueno, Tot, si pensar así la hace feliz, déjala. Yo ya no intento entender por qué las personas creen lo que creen. Fíjate en estos terroristas suicidas que estallan pensando que despertarán y tendrán setenta vírgenes o algo así.

– Sí, quizá se lleven una buena sorpresa cuando despierten y vean que simplemente están muertos y que saltaron por los aires en balde. ¿Cómo es esa canción de Peggy Lee: Esto es todo lo que hay?

– Sí, bueno, por desgracia nadie sabe si es así la cosa, o si hay vida después de la muerte -dijo Norma.

De repente, Tot dejó de cepillar el pelo de Norma.

– Dios, espero que no, ésta me ha dejado agotada. Sólo quiero dormir.

– Oh, Tot, no hablarás en serio. ¿Y si tuvieras la oportunidad de volver a ver a tu familia?

– Pero qué dices, si ni siquiera quería ver a la mayoría cuando vivían.

Luego Tot cogió un spray Clairol de laca.

– Qué es la vida, en todo caso, esto es lo que me gustaría saber, y no quiero esperar a estar muerta para averiguarlo -soltó mientras rociaba con ganas el cabello de Norma-. ¿Es mucho pedir, maldita sea?

Cuando hubo terminado, Tot miró el pelo de Norma en el espejo grande, le retocó algunos rizos, y acto seguido le dio un espejo de mano e hizo girar la silla para que pudiera verse la parte de atrás.

– Ahí tienes, cariño: ¡preciosa!

Tras marcharse del salón de belleza, Norma se sentía un tanto inquieta, por lo que cuando llegó a la casa de la tía Elner, se alegró de verla sentada en el porche con una gran sonrisa dibujada en la cara. Mientras subía los escalones le dijo:

– Hoy pareces muy animada.

– Oh, lo estoy, cariño. ¡Acabo de salvar a una mariposa! Estaba andando por aquí y he visto una mariposa lindísima atrapada en una tela de araña, y la he podido liberar. Lamento que la araña se haya quedado sin almuerzo, pero las mariposas sólo viven un día, así que al menos ésta disfrutará de lo que queda del día de hoy.

Norma limpió una silla y se sentó.

– Seguro que estará contenta.

– ¿Sabías que las tortugas viven ciento cincuenta años y las mariposas sólo un día? -dijo la tía Elner-. La vida no es justa, ¿verdad?

– No -confirmó Norma-. Hace unos minutos, Tot me ha dicho lo mismo.

– ¿Sobre las mariposas?

– No, que la vida no es justa.

– Ah… ¿Y por qué ha salido el tema?

– Le preocupa no llegar a cobrar la jubilación si llega el fin del mundo.

– Pobre Tot, como si no le bastara con esos hijos que tiene. ¿Qué más contaba esta mañana?

– Lo de siempre, esto y lo otro, y que le enoja no saber en qué consiste la vida.

La tía Elner se puso a reír.

– Bueno, bienvenida al club, ¿y quién lo sabe? Es una de las preguntas del millón, ¿no es cierto? Diría que la respuesta está en aquello tan manido del huevo y la gallina. ¿Qué opinas?

– Supongo.

– Dile a Tot que, si lo averigua, me lo haga saber.

De repente empezaron a oírse campanas, y Norma tuvo un sobresalto al verse devuelta bruscamente a la realidad. Otra vez a la horrible realidad del momento, cuando sólo cinco días atrás la tía Elner había estado contenta y sonriente y ahora se encontraba en la sala de urgencias de un hospital desconocido en quién sabía qué estado de gravedad. Mientras se reclinaba y aguardaba a que las campanas dejaran de repicar y a que las barreras rojas y blancas del paso a nivel acabaran de alzarse, Norma también se sumó al club y se preguntó: «¿En qué consiste la vida, en todo caso?»