"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Dieciséis

Esta vez no necesitó llave. Fox conocía los hábitos del coronel desde mucho tiempo atrás. Tenía la obsesión de cerrar las puertas principal y trasera, pero casi nunca se acordaba de pasar el cerrojo a las puertas de la terraza cuando salía por allí. Después de que James y sus visitantes desaparecieron en el macizo boscoso, tardó unos pocos segundos en atravesar el césped corriendo y entrar en el salón. Se detuvo un instante, acaso prestando atención al pesado silencio de la casa, pero el calor del fuego de leños era demasiado intenso en contraste con el frío exterior; el hombre se echó atrás la capucha y se aflojó la bufanda que le cubría la boca. Poco le faltaba para empezar a arder.

En su sien repicaba un martillo y extendió una mano para apoyarse en la silla del anciano mientras el sudor le brotaba copiosamente por los poros. Una enfermedad del cerebro, había dicho la perra, pero quizás el chico tenía razón. Quizá la alopecia y los temblores se debían a una causa física. Fuera lo que fuese, estaba empeorando. Se agarró a la silla de cuero esperando a que se le pasara el mareo. No temía a nadie, pero el miedo al cáncer se retorcía entre sus tripas como una serpiente.


Dick Weldon no tenía el menor deseo de proteger a su esposa. Su hijo le había ofrecido vino -que rara vez bebía-, y eso había hecho que su beligerancia llegara a lo más alto, sobre todo después de que Belinda le contara los momentos más duros de su conversación telefónica con Prue, mientras Jack preparaba la comida.

– Lo siento, Dick -le dijo ella, pidiendo excusas con sinceridad-. Sé que no debí haber perdido los estribos, pero me enfurece que me acuse de mantener a Jack alejado de ella. Él es quien no quiere verla. Lo único que hago es intentar que haya paz… pero con poco éxito. -Suspiró-. Mira, sé que es algo que no quieres oír, pero la verdad es que Prue y yo nos odiamos mutuamente. Es un choque de personalidades. No puedo soportar su rutina de señora pija, y ella no soporta que yo crea que todo el mundo es igual. Ella quería una nuera de la que pudiera sentirse orgullosa… y no una campesina paleta que ni siquiera puede tener hijos.

Dick vio el brillo de las lágrimas en sus ojos y la rabia que sentía hacia su esposa se incrementó.

– Es cuestión de tiempo -dijo con brusquedad, tomando la mano de Belinda entre las suyas y dándole unas torpes palmadas-. Una vez, cuando todavía me ocupaba del negocio de la leche, tenía un par de vacas. Les costó mucho quedarse preñadas, pero al final lo lograron. Le dije al veterinario que no les introducía el aparato con la suficiente profundidad… fue un placer verlo cuando metió el brazo hasta el codo.

Belinda emitió un sonido mitad risa, mitad sollozo.

– Quizás ése sea el error. Quizá Jack ha estado usando el aparato equivocado.

Dick soltó un gruñido divertido.

– Siempre dije que el toro lo hubiera hecho mejor. La naturaleza tiene sus maneras de arreglar las cosas… los atajos son los que causan los problemas. -Tiró de ella y la abrazó-. Si te sirve de algo, chiquilla, nadie está más orgulloso de ti que yo. Has logrado más de nuestro hijo que nosotros en toda la vida. Ahora le confiaría mi vida… y eso es algo que no pensé nunca que haría. ¿Te dije que una vez quemó el establo porque se metió allí con sus amigos para fumarse un cigarrillo? Lo llevé caminando a la comisaría e hice que le entregaran una notificación. -Rió entre dientes, divertido-. No sirvió de mucho, pero hizo que me sintiera mejor. Créeme, Lindy, ha cambiado muchísimo desde que se casó contigo, y yo no te cambiaría por nada en el mundo.

Belinda estuvo llorando media hora hasta que se calmó y, varios vasos de vino después, cuando Julian llamó, Dick no estaba de humor para ocultar los trapos sucios.

– No creas nada de lo que te diga Ellie -dijo, borracho-. Es aún más imbécil que Prue. Las dos son obtusas y, además, malvadas. No sé por qué me casé con la mía… un bicho flaco sin tetas, hace treinta años… y ahora gorda como una diligencia. Nunca me gustó. Fastidiar, eso es lo único que sabe hacer. Te daré un consejo gratis… Si ella cree que voy a pagar los puñeteros gastos legales cuando la juzguen por calumnias e injurias, se va a encontrar con otro lío entre manos. Podrá pagarlo ella misma con lo que saque del divorcio. -Hubo una pequeña pausa en la que derribó su vaso-. Si eres listo, dile lo mismo al espinazo con el que te casaste. Según Prue, se ha dedicado a espantar a James para hacerlo salir de la guarida.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Que me jodan si lo sé -dijo Dick con cierto humor inconsciente-, pero apuesto a que a James no le gusta nada.


En la biblioteca, la curiosidad llevó a Fox a pulsar la tecla de inicio en la grabadora de mensajes. La voz de una mujer se escuchó por el amplificador. La reconoció de inmediato como la de Eleanor Bartlett. Aguda. Estridente. Vocales reveladoras, exageradas por la electrónica, que indicaban unos orígenes muy diferentes de los que ella pretendía tener.

«He conocido a su hija… he visto con mis propios ojos las consecuencias de su maltrato. Es usted un hombre repulsivo. Supongo que creyó que se iba a ir de rositas… que nadie lo sabría nunca porque Elizabeth mantuvo tanto tiempo el secreto… De todos modos, ¿quién iba a creerla? ¿Eso era lo que pensaba? Bueno, funcionó, ¿o no?… Pobre Ailsa. Qué terrible debe de haber sido para ella descubrir que no era la única víctima… no me sorprende que lo llamara enfermo mental… Espero que ahora esté asustado. ¿Quién va a creer que usted no la mató cuando la verdad salga a relucir? Todo se puede probar a través del niño… ¿Por eso exigió que Elizabeth abortara? ¿Por eso se enojó tanto cuando el médico dijo que era demasiado tarde?

Ailsa lo entendió todo cuando se acordó de las discusiones… cuánto debe de haberlo odiado…»

Fox dejó que la cinta corriera mientras registraba los cajones del escritorio. El mensaje de Eleanor dejó paso a uno de los de Darth Vader, seguido por otro más. Pulsó la tecla de stop y no se molestó en rebobinar. James había dejado de escuchar los mensajes cuando se dedicó a custodiar la terraza con su escopeta. Era poco probable que Mark Ankerton se diera cuenta de la diferencia entre dos monólogos de Darth Vader. Intentando ser objetivo, Fox reconoció que lo impactante no se debía a la repetición interminable de los hechos, sino a los cinco segundos de silencio antes de que Darth Vader se anunciara. Era un juego de paciencia que exasperaba los nervios del oyente…

Y Fox, que había visto demasiadas veces el rostro demacrado y las manos temblorosas del anciano en la ventana, sabía que el juego funcionaba.


La aproximación de Julian a su esposa fue mucho más sutil que lo que Dick había sido con Prue, pero contaba con la ventaja de que Eleanor había decidido no discutir con él acerca de su infidelidad. Reconoció que las tácticas de Eleanor consistían en esconder la cabeza en la arena y esperar a que el problema desapareciera. Eso le sorprendía: la naturaleza de Eleanor era demasiado agresiva para pasar a segundo plano, pero su conversación con Dick sugería un motivo que él ni había considerado: Eleanor no podía permitirse un alejamiento de su esposo si el abogado de James llevaba a cabo su amenaza de presentar una denuncia. Eleanor era consciente del valor del dinero, aunque no lo fuera de nada más.

La única teoría que nunca se le había ocurrido era que ella temiera la soledad. Para la mente lógica de Julian, una mujer que se sintiera vulnerable habría controlado su determinación a salirse siempre con la suya. Pero aunque hubiera averiguado la verdad, eso no cambiaba nada. Julian no era hombre que actuara por simpatía. No esperaba que actuaran así con él, así que ¿por qué los demás iban a esperar que se comportara de esa manera? En cualquier caso, sería un cretino si seguía manteniendo a una mujer dispuesta a arrastrarlo de tribunal en tribunal.

– Acabo de hablar con Dick -dijo a Eleanor cuando volvió a la cocina y mientras cogía la botella de whisky para examinar su nivel-. ¿No le estás dando a esto demasiado?

Ella se volvió de espaldas para buscar algo en la nevera.

– Sólo un par de tragos. Me muero de hambre, pero he preferido esperarte para comer.

– Habitualmente no lo haces. Por norma como solo. ¿Por qué hoy es diferente?

Ella siguió dándole la espalda mientras cogía de una balda un bol de coles de Bruselas del día anterior y lo llevaba a la cocina.

– Por nada -dijo con una risa forzada-. ¿Te apetece comer otra vez coles de Bruselas o prefieres guisantes?

– Guisantes -dijo Julian con malicia, mientras se servía otro vaso de licor y le añadía un poco de agua del grifo-. ¿Has oído lo que está haciendo esa imbécil de Prue Weldon?

Eleanor no respondió.

– Hace llamadas sucias a James Lockyer-Fox -prosiguió él, dejándose caer en una silla y contemplando la inexpresiva espalda de su mujer-. Al parecer de la variedad jadeante. No dice nada, sólo suspira y sopla al otro extremo del teléfono. ¿No es patético? Debe de ser por la menopausia. -Rió entre dientes, divertido; sabía que la menopausia era el peor miedo de Eleanor. Él trataba su crisis de madurez con rubias-. Como dice Dick, está gorda como una diligencia, así que ya no le interesa. ¿Y a quién le interesaría? Habla de divorcio… dice que prefiere que lo parta un rayo a mantenerla si la cosa acaba en los tribunales.

Las manos de Eleanor temblaban al retirar la tapa de una cazuela.

– ¿Sabías algo de eso? Sois muy buenas amigas… siempre con las cabezas juntas cuando entro en casa. -Hizo una pausa para que ella tuviera tiempo de responder-. ¿Sabes?, esas riñas que mencionaste -continuó, como quitándole importancia- entre Dick y el abogado de James… entre Dick y Prue… bueno, no tienen nada que ver con los nómadas. Dick no tuvo oportunidad de hablar sobre lo que pasa en el Soto; al contrario, le leyeron la cartilla sobre los jadeos de Prue. Cuando él intentó amonestarla, ella, la muy engreída, dijo que su comportamiento era perfectamente razonable. Es tan obtusa que cree que James no la ha acusado porque es culpable… a eso le llama «hacerlo salir de su guarida». -Otra carcajada, quizás esta vez más mordaz-. Verdaderas gilipolleces. Pobre Dick, me da lástima. No creo que eso se le haya podido ocurrir a una cretina como Prue… Entonces, ¿quién le está pasando toda esa mierda? Ese es el hijo de puta a quien habría que acusar de calumnias. Prue sólo es la subnormal que lo repite.

Esta vez el silencio fue largo.

– Quizá Prue tenga razón. Quizá James sea culpable -logró decir finalmente Eleanor.

– ¿De qué? ¿De estar en la cama cuando su mujer falleció por causas naturales?

– Prue lo oyó golpear a Ailsa.

– ¡Oh, por Dios! -exclamó Julian con impaciencia-. Prue quería oírlo golpear a Ailsa. De eso se trata y nada más. ¿Por qué eres tan crédula, Ellie? Prue es una aburrida trepa resentida porque los Lockyer-Fox no aceptaron sus invitaciones a cenar. Yo tampoco las aceptaría a no ser por Dick. El pobre infeliz tiene una vida de perros y siempre se duerme cuando llegan los postres.

– Deberías habérmelo dicho antes.

– Te lo he dicho… en numerosas ocasiones… pero nunca te molestas en oírme. Crees que es divertida, yo no. ¿Qué hay de raro en eso? Prefiero quedarme en el pub antes que oír a una antigualla achispada vomitar sus fantasías. -Levantó los pies y los colocó sobre una silla, algo que sabía sacaba de quicio a su esposa-. Si uno oye hablar ahora a Prue podría pensar que la mansión era su segundo hogar, pero todo el mundo sabe que lo que dice no es más que basura. Ailsa era una persona muy reservada… ¿por qué iba a elegir como amiga al megáfono de Dorset? Es una broma…

Habían transcurrido algo más de dos horas desde que Eleanor se diera cuenta de que no conocía a su marido tan bien como creía. Ahora, la paranoia se coló en su psique. «¿Por qué hace énfasis en la edad? ¿Por qué menciona la menopausia? ¿Por qué habla de divorcio?»

– Prue es una buena persona -protestó ella, sin mucha convicción.

– No, no lo es -replicó él-. Es una zorra frustrada llena de resentimiento. Al menos Ailsa tenía algo más en su vida que los cotilleos, pero Prue vive de eso. Le dije a Dick que estaba haciendo lo correcto. «Sal de ahí rápido» le dije, «antes de que te lleguen las citaciones judiciales.» Nadie lo consideraría responsable de que su mujer adorne los finales de una conversación porque es tan aburrida que nadie quiere oírla.

La provocación hizo que Eleanor se volviera.

– ¿Y por qué estás tan convencido de que James no tiene nada que ocultar?

Julian se encogió de hombros.

– Seguro que algo tendrá. Si no lo tuviera sería un hombre extraordinario.

Esperaba que ella le dijera «tú sabrás», pero Eleanor bajó la vista.

– Está bien -dijo, sin convicción.

– Eso no significa nada, Ellie. Mira todas las cosas que has tratado de ocultar desde que nos mudamos aquí… dónde vivíamos… cuál era mi salario… -volvió a reírse-, tu edad. Apuesto a que no has dicho a Prue que estás a punto de cumplir sesenta… Apuesto a que pretendes ser más joven que ella. -La boca de Eleanor se torció hacia abajo en un súbito momento de ira; Julian la miró un instante con expresión extraña. Ella se contenía con todas sus fuerzas. Una observación como ésa el día anterior hubiera recibido una respuesta cortante-. Si existiera alguna prueba de que James mató a Ailsa, la policía la habría hallado -dijo-. Todo el que piense otra cosa debe ir a que le examinen la cabeza.

– Dijiste que había cometido un asesinato impunemente. Me lo dijiste varias veces.

– Dije que si él la había matado, era el crimen perfecto. Por Dios, se trataba de una broma. De cuando en cuando deberías escuchar, en lugar de obligar a todo el mundo a escucharte.

Eleanor se volvió de nuevo hacia la cocina.

– Tú nunca me escuchas. Siempre estás en tu estudio.

Julian se terminó el whisky. «Ahí viene», pensó.

– Soy todo tuyo -la invitó-. ¿De qué quieres hablar?

– De nada. No tiene sentido. Siempre tomas partido por el hombre.

– Sin duda hubiera tomado partido por James si me hubiera dado cuenta de lo que Prue planeaba -dijo Julian con frialdad-. Y también Dick. Siempre supo que estaba casado con una zorra, pero no sabía que se desahogaba con James. Pobre viejo. La muerte de Ailsa ya fue bastante desgracia, no tenía ninguna necesidad de que una arpía lo atacara con el equivalente telefónico de las cartas escritas con tinta venenosa. Es una forma de acoso… lo que hacen las solteronas ansiosas de sexo… -Eleanor pudo sentir cómo los ojos de su marido la taladraban entre los omoplatos- o, en el caso de Prue, las mujeres cuyos maridos ya no las desean.


En la cocina de la granja Shenstead, Prue estaba tan preocupada como su amiga. Las dos tenían mucho miedo. Los hombres a quienes se jactaban de conocer tan bien las habían sorprendido.

– Papá no desea hablar contigo -le había dicho a Prue su hijo por teléfono, en tono cortante-. Dice que si no dejas de llamarlo al móvil cambiará el número. Le hemos dicho que puede pasar la noche aquí.

– Por favor, dile que se ponga -espetó ella-. Es ridículo.

– Yo creía que ésa era tu especialidad. -Jack le devolvió el golpe-. Estamos dándole vueltas en la cabeza a la horrible vergüenza de esas llamadas tuyas a ese pobre anciano. ¿Qué demonios creías que estabas haciendo?

– No sabes nada de nada -replicó ella fríamente-. Y Dick, tampoco.

– Exactamente. No lo sabemos… y nunca lo hemos sabido. ¡Por Dios, mamá! ¿Cómo pudiste hacer algo así? Todos creíamos que estabas sacándote el veneno de dentro regándolo por casa, pero atosigar a una persona con llamadas y no decir ni siquiera una palabra… Ya no se trata de que alguien crea o no tu versión de lo ocurrido. Siempre estás reescribiendo la historia para colocarte en un lugar más importante.

– ¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? -exigió Prue, como si su hijo fuera todavía un díscolo adolescente-. ¡Desde que te casaste con esa chica no has hecho otra cosa que criticarme!

Jack soltó una carcajada de irritación.

– Acabas de probar lo que digo, madre. Sólo recuerdas lo que te conviene y el resto se pierde por un agujero en tu cerebro. Si tienes algo en la cabeza, recuerda de nuevo esa conversación que aseguras haber oído e intenta reconstruir lo que dejaste fuera… Es muy extraño que la única persona que te crea sea esa idiota de Bartlett. -Se oyó el sonido de una voz en segundo plano-. Tengo que colgar, los padres de Lindy se marchan. -Hizo una pausa, y cuando habló su tono era terminante-. Estás sola en este lío, así que acuérdate de decir a la policía y a cualquier abogado que aparezca por ahí que ninguno de nosotros sabía nada. Hemos trabajado muy duro para ver cómo el negocio se va a pique porque no puedes mantener la boca cerrada. Papá ya ha protegido lo suyo, transfiriéndolo a Lindy y a mí. Mañana va a delimitar lo tuyo, para que no perdamos Shenstead en indemnizaciones por calumnias. -Y colgó.

La reacción inmediata de Prue fue física. La saliva se retiró de su boca de manera tan drástica que no pudo tragar. Colgó el auricular con desesperación y llenó un vaso de agua del grifo. Comenzó por echarles la culpa a todos, excepto a sí misma. Eleanor había llegado mucho más lejos que ella… Dick era tan timorato que se había asustado… Desde el principio Belinda había envenenado la mente de Jack contra ella… si alguien sabía cómo era James, ésa era Elizabeth… lo único que había hecho Prue era tomar partido por la pobre chica… y, por extensión, por Ailsa…

En cualquier caso, sabía lo que había oído. Por supuesto que sí.

«… siempre estás reescribiendo la historia… sólo recuerdas lo que te conviene…»

¿Tenía Dick razón? ¿Estaría hablando Ailsa sobre James y no con James? Ahora no podía recordarlo. La verdad era la que ella había elaborado mientras conducía hacia su casa desde el Soto, llenando los espacios en blanco para dar sentido a lo que había oído y, en el fondo de su mente, había un agente de policía que le sugería exactamente eso.

«Nadie recuerda nada con total precisión, señora Weldon -le había dicho-. Tiene que estar muy segura de que lo que está diciendo es verdad porque quizá tenga que repetirlo ante un tribunal y jurarlo. ¿Está segura hasta ese punto?»

«No -fue la respuesta de ella-. No lo estoy.»

Pero Eleanor la había persuadido de lo contrario.


Fox sabía que debía existir un archivador -James era muy meticuloso en lo relativo a su correspondencia-, pero el registro de los cajones pegados a la pared resultó infructuoso. Al final lo encontró por accidente. Estaba en el fondo de uno de los polvorientos cajones del escritorio con la palabra «Miscelánea» escrita en la esquina superior derecha. No se habría molestado en revisarlo a no ser porque parecía menos manoseado que los demás y apuntaba a que contenía una información más reciente que los archivadores sobre la historia de los Lockyer-Fox amontonados encima. Más por curiosidad que por cualquier reconocimiento de que estaba a punto de hallar el filón principal, abrió la cubierta y descubrió la correspondencia de James con Nancy encima de los informes de Mark Ankerton sobre sus avances en la búsqueda de la joven. Se llevó el archivador porque no había una razón para no hacerlo. Nada destruiría tan rápido al coronel como saber que su secreto había dejado de serlo.


Nancy golpeó suavemente la pared lateral del autocar antes de remontar los escalones y aparecer en la puerta abierta.

– Hola -dijo, animada-, ¿les importa si subimos?

Había nueve adultos reunidos en torno a una mesa pegada a la pared donde estaba la puerta. Estaban sentados a lo largo de un banco de vinilo morado en forma de U, tres de espaldas a Nancy, tres de frente a ella y tres frente a la ventana que no tenía cartón. Al otro lado del estrecho pasillo había una estufa antiquísima con una bombona de gas a su lado, y una cocinita con un fregadero empotrado. Dos de los asientos originales del autocar permanecían en la zona entre la puerta y el banco, presumiblemente para el uso de los pasajeros cuando el vehículo estaba en movimiento, y de unas barras en el interior colgaban cortinas de feroces tonos de rosado y violeta, para lograr separaciones que garantizaran la intimidad. De una manera psicodélica, le recordaban a Nancy la decoración de las góndolas que sus padres alquilaban para navegar por el canal los días festivos cuando ella era una niña.

Los allí presentes habían estado comiendo. La mesa estaba llena de platos sucios y el aire apestaba a ajos y humo de cigarrillos. Su entrada súbita y la desconcertante velocidad con la que avanzó por el pasillo en tres grandes zancadas los pilló por sorpresa, y a Nancy le divirtió ver la expresión cómica en el rostro de la mujer gruesa sentada al final de la banqueta. Atrapada en el momento en que encendía un canuto -y quizá temiendo un registro-, sus cejas negras se alzaron hacia su cabello espeso y teñido con agua oxigenada, formando una V invertida. Sin saber por qué -quizá porque la belleza era un atributo del que carecía o porque vestía una túnica morada-, Nancy decidió que se trataba de Bella.

Levantó una mano amistosa ante un grupo de niños agolpados delante de un pequeño televisor a pilas, al otro lado de una cortina a medio correr, y después tomó posición entre ella y el fregadero, impidiéndole el movimiento.

– Nancy Smith -se presentó antes de hacer una señal a los dos hombres que la seguían de cerca-. Mark Ankerton y James Lockyer-Fox.

Ivo, sentado de espaldas a la ventana, hizo ademán de ponerse en pie, pero tanto la mesa que tenía delante como los que se sentaban a ambos lados se lo impidieron.

– Sí, nos importa -espetó, haciendo un gesto con la cabeza hacia Zadie, que estaba sentada frente a Bella y tenía libertad de movimientos.

Pero ya era tarde. Con James empujándolo, Mark se encontró custodiando el extremo de la mesa, mientras el coronel se convertía en el tope que cerraba la salida por el extremo en que se hallaba Zadie.

– La puerta estaba abierta -explicó Nancy con buen humor-, y en estos pagos eso es una invitación a entrar.

– Hay un aviso de «No pasar» colgando de una cuerda -le espetó Ivo con cierta agresividad-. ¿Va usted a decirme que no sabe leer?

Nancy miró primero a Mark, después a James.

– ¿Han visto un letrero de «No pasar»? -les preguntó, sorprendida.

– No -dijo James con sinceridad-. Tampoco he visto una cuerda. Admito que mi vista ya no es tan buena, pero creo que si algo nos hubiera impedido pasar lo habría visto.

Mark sacudió la cabeza.

– Desde el Soto la entrada está libre -aseguró a Ivo con cortesía-. Quizá quiera comprobarlo usted mismo. Sus vehículos están aparcados formando un ángulo unos con otros, así que podrá ver desde la ventana si la cuerda está o no. Le aseguro que no está.

Ivo giró en redondo para echar un vistazo a lo largo del autocar.

– Está tirada en el suelo -dijo, molesto-. ¿Quién de vosotros, idiotas, ató esa cuerda?

Nadie se ofreció voluntario.

– Fue Fox -dijo una nerviosa voz infantil detrás de James.

Ivo y Bella hablaron al unísono.

– Cállate -rugió Ivo.

– Calla, cariño -dijo Bella, tratando de ponerse de pie a pesar de la presión aparentemente casual del brazo de Nancy, que reposaba sobre el respaldo del banco.

Mark, en su papel de observador, se volvió para mirar en la dirección de donde había salido la voz. Estaba obsesionado con los genes de los Lockyer-Fox, pensó, mientras miraba los asombrosos ojos azules de Wolfie escondidos tras la mata de pelo rubio platino. O quizá la palabra «fox» había dado lugar en su mente a alguna asociación. Asintió, mirando al chico.

– Dime, colega, ¿qué pasa? -dijo, imitando el estilo de sus numerosos sobrinos mientras se preguntaba qué había querido decir el chico. ¿Habría roído un zorro la cuerda?

El labio inferior de Wolfie tembló.

– No sé -balbuceó, mientras su valor disminuía tan rápido como había aparecido. Había querido proteger a Nancy porque sabía que ella había soltado la cuerda, pero la reacción enojada de Ivo lo había asustado-. Nadie nunca me dice nada.

– Entonces, ¿qué es fox? ¿Una mascota?

Bella empujó súbitamente con fuerza a Nancy para apartarla de su camino y tropezó con una fortaleza inconmovible.

– Oiga, señorita, quiero ponerme de pie -gruñó-. Es mi pu-ñetero autocar. No tiene derecho a entrar aquí empujando a la gente.

– Sólo estoy de pie a su lado, Bella -dijo Nancy amistosamente-. Es usted la que empuja. Hemos venido a conversar, nada más… no a intercambiar empujones. -Señaló con un dedo la cocinita a sus espaldas-. Por si le interesa, tengo la espalda apoyada en su fregadero y si no deja de empujar la cocina se va a caer… lo que sería una pena, porque es obvio que usted ha instalado un tanque y una bomba, y el sistema se quedará seco si las tuberías se parten.

Bella pensó un instante y dejó de empujar.

– Vaya, una tía lista, ¿eh? ¿Cómo sabe mi nombre?

Nancy, divertida, levantó una ceja.

– Está escrito con letras grandes en el autocar.

– ¿Es policía?

– No. Soy capitana de los Ingenieros Reales. James Lockyer-Fox es coronel retirado de Caballería, y Mark Ankerton es abogado.

– ¡Mi-i-i-erda! -dijo Zadie con ironía-. Es la brigada pesada, colegas. Han abandonado el algodón de azúcar y mandan ahora las divisiones mecanizadas. -Recorrió la mesa con una mirada pícara-. ¿Qué os imagináis que buscan? ¿La rendición?

Bella la aplastó con un fruncimiento de cejas antes de echarle otro vistazo a Nancy.

– Al menos, deje que el niño pase -dijo-. Está aterrorizado, pobrecillo. Estará mejor con los otros, delante de la tele.

– Claro que sí -asintió Nancy, haciéndole un gesto a James-. Podemos pasarlo por delante de nosotros.

El anciano se desplazó para dejar sitio y tendió una mano para guiar a Wolfie adelante, pero el niño retrocedió.

– Yo no voy -dijo.

– Nadie va a hacerte daño, cariño -dijo Bella.

Wolfie se encogió todavía más, dispuesto a huir.

– Fox dijo que era un asesino -balbuceó, mirando a James-, y yo no quiero estar en el fondo del autocar en caso de que sea verdad. Por ahí no hay salida.

Hubo un silencio incómodo que únicamente fue roto cuando James se echó a reír.

– Eres un chico listo -dijo al niño-. Si yo estuviera en tu lugar tampoco me iría al fondo del autocar. ¿Fue Fox quien te enseñó cosas sobre las trampas?

Wolfie nunca había visto tantas arrugas en torno a los ojos de una persona.

– No digo que yo crea que usted es un asesino -le dijo-. Sólo estaba diciendo que estoy alerta.

James asintió.

– Eso quiere decir que tienes sentido común. El perro de mi mujer tropezó con una trampa no hace mucho. Tampoco pudo escapar.

– ¿Qué le pasó?

– Murió. De hecho, tuvo una muerte muy dolorosa. La trampa le rompió la pata, y le aplastaron el hocico con un martillo. Me temo que el hombre que lo capturó no era una buena persona.

Wolfie retrocedió de repente.

– ¿Cómo sabe que fue un hombre? -preguntó Ivo.

– Porque el individuo que lo mató lo dejó en mi terraza -dijo James, volviéndose para mirarlo-, y era demasiado grande para que una mujer pudiera con él, o al menos eso es lo que siempre he creído.

Sus ojos se posaron, pensativos, sobre Bella.

– A mí no me mire -dijo ella, indignada-. No soporto la crueldad. De todas maneras, ¿qué tipo de perro era?

James no respondió.

– Un gran danés -dijo Mark, preguntándose por qué James le había contado que el perro había muerto de viejo-. Anciano, medio ciego… el perro más dulce del mundo. Todo el mundo lo adoraba. Se llamaba Henry.

Bella se estremeció en un gesto de compasión.

– Eso es algo muy triste. Tuvimos un perro llamado Frisbee y un hijo de puta en un Porsche lo atropello… tardamos varios meses en sobreponernos. El muy imbécil se creía Michael Schumacher.

Un murmullo de simpatía recorrió la mesa. Todos conocían el dolor de perder a una mascota.

– Debe conseguirse otro -dijo Zadie, que era la dueña de los alsacianos-. Es la única manera de que el corazón deje de doler.

Hubo gestos de aprobación.

– Entonces, ¿quién es Fox? -preguntó Nancy.

Los rostros se demudaron de inmediato y la simpatía desapareció.

Ella miró a Wolfie, reconociendo los ojos y la nariz.

– ¿Qué tal tú, amigo? ¿Vas a decirme quién es Fox?

El chico sacudió los hombros varias veces. Le gustaba que lo llamaran «amigo», pero podía percibir las corrientes ocultas que se movían en torno al autocar. No sabía a qué se debían, pero había comprendido que todo sería muchísimo mejor si aquellas personas no estaban allí cuando Fox regresara.

– Es mi padre y se va a cabrear muchísimo porque ustedes han estado aquí. Me parece que deben irse antes de que regrese. Él no…, a él no le gustan los extraños.

James inclinó la cabeza, buscando los ojos de Wolfie.

– ¿Tendrás problemas si nos quedamos?

Wolfie se echó hacia delante, en una imitación inconsciente.

– Seguro que sí. Mire, él tiene una navaja y no es con usted con quien se va a cabrear… puede que la tome con Bella… y eso no es justo, porque ella es una buena señora.

– Umm… -James se irguió-. En ese caso creo que debemos marcharnos. -Le hizo una leve reverencia a Bella-. Gracias por permitirnos hablar con usted, señora. Ha sido una experiencia muy instructiva. ¿Puedo darle un consejo?

Bella lo miró durante unos segundos y después asintió con brusquedad.

– Sí.

– Pregúntese por qué están aquí. Temo que les hayan contado sólo la mitad de la verdad.

– ¿Y cuál es toda la verdad?

– No estoy seguro del todo -dijo James lentamente-, pero sospecho que la raíz de todo esto se encierra en la aseveración de Clausewitz de que la guerra es una prolongación de la política por otros medios. -Contempló su gesto de perplejidad-. Si me equivoco, entonces no tiene importancia. Si no, mi puerta siempre está abierta.

Hizo un gesto a Mark y Nancy para que lo siguieran.

Bella agarró a Nancy por la manga.

– ¿A qué se refiere? -preguntó.

Nancy la miró.

– Clausewitz justificaba la guerra con el argumento de que era un hecho político… en otras palabras, no se trata sólo de brutalidad o sed de sangre. Hoy en día, es el argumento favorito de los terroristas para justificar sus actos… política por otros medios, o sea el terror, cuando falla la política legítima.

– Y eso, ¿qué tiene que ver con nosotros?

Nancy se encogió de hombros.

– Su mujer ha muerto y alguien mató a sus zorros y su perro -dijo-, así que tengo la impresión de que ustedes no están aquí por casualidad.

Se liberó de la mano de Bella y siguió a los dos hombres. Mientras se reunía con ellos al final de los escalones, un coche se acercó a la barrera, lo que hizo que los alsacianos comenzaran a ladrar. Los tres miraron un instante en aquella dirección pero, como nadie reconoció al ocupante y los guardianes se movieron con los perros para impedir la visión, se dirigieron hacia el camino que atravesaba el Soto y echaron a andar hacia la mansión.


Mientras buscaba su cámara, Debbie Fowler se maldijo por haber llegado demasiado tarde. Había cubierto la investigación sobre la muerte de Ailsa y por esa razón reconoció a James de inmediato. Eso, junto con la foto de Julian Bartlett, hubiera sido algo valiosísimo, pensó. Discordia en el corazón de la vida del poblado: el coronel Lockyer-Fox, implicado en una reciente investigación policial, visita a sus nuevos vecinos para mantener una charla cordial mientras el señor Julian Bartlett, enemigo de las plagas y cazador, amenaza con soltarles los perros.

Abrió la puerta del coche y salió arrastrando la cámara.

– Prensa local -dijo a los dos enmascarados-. ¿Quieren decirme qué pasa aquí?

– Si se acerca más, los perros la atacarán -avisó una voz de chico.

Ella se echó a reír mientras apretaba el disparador.

– Buena frase -dijo-. Si fuera malpensada diría que todo esto no es más que la representación de un guión.


Copia del Wessex Times, 27 de diciembre de 2001

PELEA DE PERROS EN DORSET


La reunión de caza del Boxing Day, en el oeste de Dorset, terminó en un caos después de que saboteadores organizados engañaran a los sabuesos para que siguieran rastros falsos. «Hemos tenido diez meses de veda y los perros han perdido práctica», dijo el cazador Geoff Pemberton mientras intentaba controlar su jauría. El zorro, la razón que se alega para este enfrentamiento de ideologías, siguió manteniéndose esquivo.

Otros participantes en la cacería acusaron a los saboteadores de intentar desmontarlos de forma deliberada. «Tenía el derecho de protegerme, a mí y a mi cabalgadura», di-jo Julian Bart-lett (en la foto) tras golpear a Jason Porritt, un «saboteador», de quin-ce años, con su fusta. Porritt, acariciándose el brazo lesio-nado, negó ha-ber obrado mal a pesar de su intento por agarrar las riendas del señor Bartlett. «Yo no estaba cerca de él. Vino hacia mí galopando porque estaba enojado.»

A medida que aumentaba la frustración lo hacía también el nivel de ruido, con referencias obscenas incluso. El comportamiento caballeroso de los jinetes y la elevada moralidad en la lucha por el bienestar de los animales fueron dejados de lado. Era un combate sobre el césped durante un deslucido derby local entre el Arsenal y los Spurs, cuando el deporte no es más que una excusa para que se produzca el altercado.

No se trata de que alguno de los cazadores o de quienes los apoyan definieran lo que hacían como un deporte. Muchos sugirieron que se trataba de un ejercicio de salud y seguridad, un método rápido y humano para exterminar plagas. «Una plaga es una plaga -se expresó en ese sentido la señora Granger, esposa de un granjero-; hay que controlarla. Los perros matan limpiamente.»

La saboteadora Jane Filey no estuvo de acuerdo. «En el diccionario se define como un deporte -dijo-. Si fuera cuestión de exterminar a un animal dañino, ¿por qué se molestan tanto cuando se sabotea el evento? Se trata de cacería y matanza. Es una versión cruel y desigual de una pelea de perros, en la que los cazadores ocupan un lugar privilegiado.»

Pero ésa no era la única pelea de perros que tuvo lugar ayer en Dorset. Un grupo de nómadas ha ocupado una franja de bosque en el poblado de Shenstead y han cercado el lugar con cuerdas que custodian con pastores alemanes. Los visitantes deben estar prevenidos. Letreros de «No pasar» y avisos de que «Si se acerca más, los perros atacarán» son una clara declaración de intenciones. «Estamos reclamando esta tierra mediante posesión hostil -dijo un portavoz enmascarado-, y como todos los ciudadanos tenemos el derecho a proteger nuestros límites.»

Julian Bartlett, de la casa Shenstead, disintió. «Son ladrones y vándalos -dijo-. Deberíamos echarles los perros.»

Parece que las peleas de perros están vivitas y coleando en nuestro maravilloso condado.

Debbie Fowler