"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Diecisiete A Nancy se le acababa el tiempo. Tenía una hora para presentarse en el Campamento Bovington pero cuando dio unos golpecitos en su reloj y se lo recordó a Mark, éste se mostró consternado. – No puede irse ahora -protestó-. James se comporta como si le hubieran hecho una transfusión de sangre. Lo matará. Estaban en la cocina preparando el té mientras James alimentaba el fuego en el salón. El coronel se había mostrado muy parlanchín desde que abandonaran el campamento, pero su conversación no versó sobre los nómadas o lo que le había ocurrido a Henry, sino sobre la vida salvaje que habitaba en el Soto. Era tan reticente con respecto a los últimos acontecimientos como lo había sido antes de la comida con respecto a los zorros de Ailsa, aduciendo que no era un tema adecuado para Navidad. Mark y Nancy no lo presionaron. Nancy no creía conocerlo tan bien y Mark era renuente a ahondar en un tema que generaría más preguntas que respuestas. De todos modos sentían curiosidad, sobre todo por el nombre «Fox». – Es mucha coincidencia, ¿no le parece? -había murmurado Nancy cuando entraron en la cocina-. Zorros mutilados y un hombre llamado Fox a la puerta. ¿Qué cree que está ocurriendo? – No tengo ni idea -dijo Mark con sinceridad. Le obsesionaba la coincidencia entre Fox y Lockyer-Fox. Nancy no lo creyó pero tampoco se sentía con derecho a exigir explicaciones. Su abuelo la intrigaba y la intimidaba a un tiempo. Se dijo que eso era el orden natural en el ejército: los capitanes admiraban a los coroneles. Era también el orden natural en la sociedad: los jóvenes admiraban a los ancianos. Pero había otra cosa. Una agresividad reprimida en James, a pesar de su edad y su fragilidad, que gritaba «No pasar» con la misma efectividad que los anuncios de los extraños del bosque. Hasta Mark se andaba con cuidado a pesar de que mantenía con su cliente una relación de respeto mutuo. – Se necesitará mucho más que mi partida para matarlo -respondió-. Uno no llega a coronel por casualidad. Además, combatió en Corea… pasó un año en un campamento de prisioneros de guerra sometido al lavado de cerebro de los chinos… y fue condecorado por heroísmo. Es más duro de lo que usted o yo llegaremos a serlo alguna vez. Mark la miró fijamente. – ¿Es eso cierto? – Sí. – ¿Por qué no me lo dijo antes? – No supuse que tuviera que hacerlo. Usted es su abogado. Creía que lo sabría. – Pues no. Nancy se encogió de hombros. – Ahora lo sabe. Su cliente es todo un personaje. Una leyenda en su regimiento. – ¿Dónde averiguó todo eso? Ella comenzó a retirar de la mesa los platos de la comida. – Le dije… que lo busqué. Lo mencionan en varios libros. En aquella época era comandante, y en calidad de oficial de más alta graduación se ocupó de dirigir el grupo británico en el campo de prisioneros cuando el oficial al mando falleció. Fue condenado a un confinamiento solitario durante tres meses porque se negó a prohibir las reuniones religiosas. El techo de la celda era de chapa ondulada y cuando salió estaba tan deshidratado que su piel parecía cuero. Lo primero que hizo tras su liberación fue oficiar una ceremonia laica… El sermón se titulaba «Libertad de pensamiento». Cuando terminó la ceremonia aceptó un vaso de agua. – ¡Dios mío! Nancy se rió mientras llenaba el fregadero. – Algunos dirían eso. Yo digo que son agallas y mala leche. No debe subestimarlo. No es de los que se someten a la propaganda. Si lo fuera, no citaría a Clausewitz. Fue Clausewitz quien acuñó la frase «la niebla de la guerra» cuando vio cómo las nubes de humo de los cañones enemigos durante la guerra napoleónica confundía la vista hasta dar la impresión de que el ejército enemigo era más grande y numeroso de lo que era en realidad. Mark estaba ocupado abriendo las puertas de los armarios. Ella era la romántica, pensó, recomido por los celos ante el heroísmo del anciano. – Sí, bueno, sólo desearía que fuera más comunicativo. ¿Cómo se supone que voy a ayudarlo si no me dice lo que ocurre? No tenía la menor idea de que habían matado a Ella contempló la búsqueda infructuosa del abogado. – Hay una cajita en la encimera -dijo, señalando con la cabeza una caja de hojalata en la que podía leerse «Té»-. La tetera está al lado. – En realidad buscaba los tazones. James es un anfitrión excelente. Lo único que me ha dejado hacer desde que llegué ha sido la comida de hoy… y eso sólo porque quería conversar con usted. «Y porque tenía miedo de que conectara el teléfono e interceptara una llamada de Darth Vader», pensó. Ella señaló algo por encima de la cabeza de él. – Ahí están, colgados de ganchos sobre la cocina -le dijo. Mark levantó los ojos. – Oh, sí. ¡Lo siento! -Registró los alrededores de la encimera en busca de enchufes eléctricos-. También puede ver la tetera, ¿no? Nancy contuvo la risa. – Creo que descubrirá que se trata de esa cosa grande y redonda sobre el Aga. Pero no se enchufa. Es el viejo método de calentar agua. Suponiendo que la tetera esté llena, sencillamente levante la tapa cromada a la izquierda y póngala a hervir, colocando la tetera sobre la hornilla. Mark obedeció. – Supongo que su madre tiene una de éstas. – Umm… Ella deja la puerta trasera abierta para que cada cual se sirva cuando quiera. Nancy se arremangó y comenzó a fregar. – ¿Incluso los extraños? – Por lo general, papá y sus obreros, pero de vez en cuando entra alguien que está de paso. Una vez encontró a un vagabundo en la cocina, hinchándose de té como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente. Mark echó una cucharadita de hojas de té en la tetera. – ¿Y qué hizo? – Le preparó una cama y lo dejó quedarse dos semanas. Cuando se marchó, se llevó consigo la mitad de la plata, pero ella todavía habla de él como «aquel cómico hombrecillo adicto al té». -Se interrumpió cuando él estiró la mano para tomar la tetera-. En su caso, yo no lo haría. Esas asas se calientan mucho. Inténtelo con la manopla del horno, a su derecha. Mark levantó la mano para coger el guante y se lo puso. – Sólo conozco aparatos que funcionan con electricidad -dijo-. Déme un microondas y carne precocinada, y estaré en el séptimo cielo. Esto es demasiado complicado para mí. Ella soltó una risita. – Es usted el candidato ideal para un curso de supervivencia. Tendría una perspectiva de la vida totalmente nueva si lo abandonaran en medio de una selva durante una tormenta tropical con un fuego que no se enciende. – ¿Qué haría usted? – Comer gusanos crudos… o no comer. Eso depende de cuánta hambre tenga y de la resistencia del estómago. – ¿A qué saben? – Son asquerosos -dijo ella, poniendo un plato en el escurridor-. Las ratas están bien… aunque tienen poca carne y muchos huesos. Se preguntó si se estaría burlando de él por llevar una vida tan normal. – Prefiero seguir con el microondas -dijo él, amotinándose. Nancy le lanzó una mirada divertida. – No se puede decir que eso sea vivir peligrosamente, ¿verdad? ¿Cómo sabría de qué es capaz si no se prueba a sí mismo? – ¿Tengo necesidad de hacerlo? ¿Por qué no puedo limitarme a enfrentarme a un problema cuando se presente? – Porque usted nunca le aconsejaría hacer eso a un cliente -dijo ella-. Al menos espero que no lo haga. Su consejo sería totalmente opuesto… busque toda la información que pueda a fin de defenderse de lo que le hayan lanzado. De esa manera está menos dispuesto a subestimar la oposición. – ¿Y sobrestimar la oposición? -preguntó Mark con irritación-. ¿Acaso no es igual de peligroso? – No veo cómo. A mayor cautela, más seguridad. Mark pensó que ella había regresado a las preguntas en blanco y negro. – ¿Y si se trata de su propio bando? ¿Cómo sabe que no está sobrestimando a James? Asume que es duro por lo que resistió hace cincuenta años, pero ahora es un anciano. Ayer las manos le temblaban tanto que no podía ni levantar un vaso. – No estoy hablando de su fortaleza física, me refiero a su fortaleza mental. -Puso las últimas piezas de la vajilla en el escurridor y desconectó el aparato-. El carácter de la gente no cambia porque envejezca. -Buscó un trapo-. En todo caso, se acentúa… La madre de mi madre fue toda su vida un marimacho… y cuando cumplió ochenta años, se convirtió en un megamarimacho. La artritis reumatoide no le permitía caminar pero su lengua seguía moviéndose. La ancianidad está relacionada con la ira y el resentimiento, no con partir mansamente al olvido… es el grito de Dylan Thomas de «arder y despotricar al terminar el día». ¿Por qué James tendría que ser la excepción? Es un combatiente… ésa es su naturaleza. Mark le quitó el trapo de las manos y lo colgó en la barra del Aga para que se secara. – La suya también. Ella sonrió. – Quizás eso lo lleva el trabajo. -Él abrió la boca para decir algo y ella levantó un dedo para hacerlo callar-. No vuelva a hablarme de mis genes -le dijo con firmeza-. Mi individualidad corre peligro de ser tragada por su obsesiva necesidad de explicarme. Soy el complicado producto de mis circunstancias… no el resultado predecible y lineal de una cópula accidental ocurrida hace veintiocho años. Los dos sabían que estaban demasiado próximos. Ella lo advirtió en el destello de alerta que brilló en los ojos de Mark. Él lo vio en la forma en que el dedo de ella se deslizó a pocos centímetros de su boca. Nancy dejó caer su mano. – Ni se le ocurra -dijo, mostrando los dientes en una sonrisa semejante a la de un zorro-. Ya tengo suficientes problemas con el cabrón de mi sargento como para añadir el abogado de mi familia a mi lista de problemas. Usted no debería estar aquí, señor Ankerton. Yo vine a hablar con James. Mark levantó las palmas de ambas manos en gesto de rendición. – Es culpa suya, Smith. No debería llevar una ropa tan provocativa. Nancy soltó una carcajada. – Me vestí intencionadamente como un macho. – Lo sé -murmuró él, poniendo las tazas en una bandeja-, y mi imaginación echa humo. No he dejado de preguntarme cuánta suavidad se esconde bajo el blindaje. Wolfie se preguntaba por qué los adultos eran tan estúpidos. Intentó prevenir a Bella de que Fox sabría que habían tenido visita -Fox lo sabía todo-, pero ella lo hizo callar como a los demás. – No contemos nada de esto -dijo ella-. No tiene sentido que se moleste por nada. Le hablaremos de la reportera… con eso basta… todos sabíamos que la prensa iba a meter la nariz tarde o temprano. Wolfie negó con la cabeza ante aquella ingenuidad, pero no discutió. – No se trata de que quiera que mientas a tu padre -le dijo, agachándose y dándole un abrazo-, pero no se lo digas, ¿eh? Se pondrá como una moto si se entera de que hemos dejado entrar a extraños en el campamento. Es mejor que no lo haga, si queremos construir casas aquí. El niño le acarició la mejilla con la mano. – Está bien. -Ella era como su madre, siempre esperando lo mejor aunque eso nunca ocurría. Debía saber que nunca tendría una casa allí, pero necesitaba soñar, pensó. De la misma manera que él necesitaba soñar que algún día se escaparía-. No olvides volver a atar la cuerda -le recordó. ¡Cristo! Se le había olvidado. ¿Qué vida había vivido aquel niño para que estuviera al tanto de todos los detalles? Le escrutó el rostro y encontró una sabiduría y una inteligencia muy superiores a su inmadurez física; se preguntaba por qué no lo había detectado antes. – ¿Hay algo más de lo que deba acordarme? – La puerta -dijo, en tono solemne. – ¿Qué puerta? – La puerta de Lucky Fox. Dijo que habitualmente estaba abierta. -Wolfie sacudió la cabeza ante la expresión intrigada de ella y añadió-: Eso quiere decir que tienes un lugar donde esconderte. Los temblores regresaron a la mano de James cuando Nancy le dijo que tenía que irse, pero no intentó disuadirla. El ejército era un patrón duro, fue todo lo que dijo ella mientras se volvía para mirar por la ventana. El anciano no la acompañó hasta la puerta, así que Mark y ella se despidieron en el umbral. – ¿Cuánto tiempo planea quedarse? -le preguntó ella, mientras se ponía el gorro y se subía la cremallera de la chaqueta de vellón. – Hasta mañana por la tarde. -Le dio una tarjeta-. Si le interesa, ahí tiene mi correo electrónico, el teléfono fijo y el móvil. Si no, espero verla la próxima vez. Nancy sonrió. – Usted es uno de los buenos, Mark. No son muchos los abogados que pasarían la Navidad con sus clientes. -Sacó un trozo de papel del bolsillo-. Ese es el número de mi móvil… pero no tiene por qué interesarle… piense más bien en algo así como «por si acaso». Él le sonrió, burlón. – ¿Por si acaso qué? – Alguna urgencia -replicó ella con sobriedad-. Estoy segura de que él no se sienta todas las noches en la terraza por diversión… y también que esos nómadas no se encuentran aquí por casualidad. Cuando estaba fuera del autocar los oí hablar sobre un maníaco, y por la manera en que se comportaba el niño se referían a su padre… ese tal Fox. No puede ser una coincidencia, Mark. Con ese nombre debe de tener algún vínculo. Eso explicaría lo de las bufandas. – Sí -dijo él lentamente, pensando en el cabello rubio y los ojos azules de Wolfie. Dobló el trozo de papel y se lo guardó en el bolsillo-. Por mucho que valore su oferta -dijo-, ¿no tendría más sentido llamar a la policía en caso de urgencia? Nancy abrió la puerta de su Discovery. – De todos modos… la oferta sigue en pie si quiere aprovecharla. -Se sentó tras el volante-. Regresaré mañana por la tarde -dijo con timidez, inclinándose hacia delante para meter la llave de contacto y que él no pudiera verle la cara-. ¿Podría preguntar a James si está de acuerdo y mandarme un mensaje con la respuesta? A Mark le sorprendió tanto la pregunta como la indecisión con que ella la formuló. – No hace falta. Está perdidamente enamorado de usted. – Pero no dijo nada sobre mi posible regreso. – Usted tampoco -señaló el abogado. – No -admitió ella, enderezándose-. Creo que conocer a un abuelo no es tan sencillo como pensé. Encendió el motor y metió la primera marcha. – ¿Qué fue lo que lo hizo difícil? -preguntó Mark, poniéndole una mano en el brazo para impedirle cerrar la puerta. Ella le ofreció una sonrisa sardónica. – Los genes -dijo-. Pensé que sería un extraño y no me importaría mucho… pero descubrí que no lo era y me importa. Demasiado ingenua, ¿eh? Nancy no esperó a que él respondiera, soltó el embrague y aceleró lentamente, obligando a Mark a retirar la mano antes de cerrar la puerta, y se encaminó hacia el portón por el camino de acceso. James estaba encorvado en su sillón cuando Mark regresó al salón. Volvía a parecer una figura triste y empequeñecida, como si la energía que lo había poseído durante la tarde hubiera sido el resultado de una momentánea transfusión sanguínea. Sin lugar a dudas, no había en él ni rastro del oficial superior que había preferido el confinamiento solitario antes de vender su religión al ateísmo comunista. Creyendo que la causa de su depresión era la partida de Nancy, Mark se acomodó delante de la chimenea y anunció con alegría: – Es una estrella, ¿verdad? Quiere volver mañana por la tarde si usted está de acuerdo. James no respondió. – Dije que le respondería. El anciano negó con la cabeza. – Dígale que prefiero que no lo haga. Sea tan gentil como pueda pero déjele claro que no quiero volver a verla. Mark sintió como si le hubieran rebanado ambas piernas. – ¿Y por qué no? – Porque su consejo fue certero. Buscarla fue un error. Ella es una Smith, no una Lockyer-Fox. La ira de Mark estalló de repente. – Hace media hora la trataba como si perteneciera a la realeza y ahora quiere deshacerse de ella como de una fulana barata -le espetó-. ¿Por qué no se lo dijo a la cara en lugar de esperar a que lo hiciera yo? James cerró los ojos. – Fue usted quien previno a Ailsa del peligro de resucitar el pasado -murmuró-. Y coincido con usted, aunque quizá sea un poco tarde. – Sí, bien, he cambiado mi opinión -dijo el abogado de manera cortante-. La ley de los pobres diablos predijo que su nieta debería ser un clon de Elizabeth porque eso era exactamente lo que usted no quería. Por el contrario, y sólo Dios conoce la razón, lo que tiene es un clon de usted mismo. No se supone que la vida tenga que ser así, James. Se supone que la vida es un coñazo total y sin remedio, donde cada paso hacia delante le obliga a uno a dar dos pasos hacia atrás. -Apretó los puños-. Por la sangre de Cristo, le dije que usted estaba fascinado con ella. ¿Me va a convertir en un mentiroso? Para su desconcierto, las lágrimas comenzaron a brotar de debajo de los párpados del anciano y a resbalar por sus mejillas. Mark no había tenido la intención de hacer que se derrumbara. Estaba cansado y confundido, y lo había seducido la convicción de Nancy de que James era el duro soldado de su imaginación y no la sombra que Mark había contemplado dos días antes. Quizás el duro soldado había sido el James Lockyer-Fox real durante las pocas horas que Nancy había estado allí, pero ese hombre quebrado cuyos secretos quedaban expuestos era el que Mark reconocía. Todas sus sospechas se unieron para formar un nudo en torno a su corazón. – ¡Oh, mierda! -dijo, con desesperación-. ¿Por qué no pudo ser honesto conmigo? ¿Qué demonios voy a decirle ahora? «Lo siento, capitana Smith, no fue capaz de satisfacer las expectativas. Usted viste como una tortillera… el coronel es un esnob… y usted habla con acento de Herefordshire.» -Respiró profunda y entrecortadamente-. ¿O quizá deba decirle la verdad? -prosiguió con dureza-. «Hay una interrogante con respecto a quién fue su padre… y su abuelo tiene la intención de repudiarla por segunda vez antes que someterse a una prueba de ADN.» James se llevó el pulgar y el índice al puente de la nariz. – Dígale lo que quiera -logró articular-, siempre que no vuelva nunca más. – Dígaselo usted mismo -dijo Mark, sacando el móvil del bolsillo y memorizando en la agenda el número de Nancy antes de dejar caer el trozo de papel sobre el regazo de James-. Voy a emborracharme. Se trataba de una pretensión idiota. No había valorado lo difícil que era emborracharse en la campiña de Dorset la tarde del Boxing Day y conducía sin rumbo, en círculos, buscando un pub que estuviera abierto. Al final, y tras reconocer lo absurdo de su actitud, aparcó en el camino de la montaña cerca de la bahía de Ringstead y contempló las olas turbulentas que golpeaban la costa bajo una luz que se desvanecía con rapidez. El viento había girado hacia el suroeste durante la tarde y las nubes se deslizaban sobre el canal en el aire más cálido. Era un oscuro desierto de cielo bajo, mar rabioso y riscos elevados, y su belleza elemental hizo que recuperara la perspectiva. Media hora después, cuando la espuma era sólo un brillo fosforescente bajo la luz de la luna creciente y los dientes de Mark castañeteaban de frío, puso en marcha el motor y tomó el camino de vuelta a Shenstead. Cuando la niebla roja se disipó, vio algunas verdades con claridad. Nancy había estado en lo cierto al decir que James había cambiado de opinión en algún momento entre la primera y la segunda carta. Antes de eso, la presión para encontrar a su nieta había sido muy intensa, tanto que James estaba dispuesto a sufragar los costes legales que pudieran derivarse por escribirle. Hacia finales de noviembre la presión actuaba en sentido contrario: «Bajo ninguna circunstancia usted aparecerá en ningún documento legal relativo a esta familia». ¿Qué había ocurrido entonces? ¿Las llamadas telefónicas? ¿La muerte de A pesar de la insistencia de James de que el hombre al que Prue Weldon había oído hablar debió de ser su hijo -«Nuestras voces se parecen… él estaba cabreado con su madre por haber cambiado el testamento… Ailsa le echaba la culpa por los problemas de Elizabeth»-, Mark sabía que eso era imposible. Mientras Ailsa moría en Dorset, Leo se estaba tirando a la novia de Mark en Londres y, por mucho que ahora despreciara a la sesohueca que adorara en aquel entonces, nunca dudó de que ella estuviera diciendo la verdad. En aquella época, Becky no tenía remordimientos por ser la coartada de Leo. Pensaba que el romance -mucho más apasionado que todo lo que había vivido con Mark- llegaría a buen puerto. Pero Mark había oído demasiados ruegos histéricos pidiendo una segunda oportunidad desde que Leo la abandonara para creer que ella no se retractaría de la mentira que la habían obligado a decir. Nueve meses atrás hubiera tenido sentido. Leo, el carismático Leo, se había vengado fácilmente del abogado que se había atrevido a usurpar el sitio de su amigo y, lo peor, se había negado a infringir su voto de confidencialidad hacia sus clientes. Aquello no había sido difícil. Las largas jornadas laborales de Mark y su casi nula afición a ir de fiesta noche tras noche le habían ofrecido a Leo una fruta madura lista para ser mordida, pero a Mark nunca le había pasado por la cabeza la idea de que romper su inminente matrimonio era algo más que un juego malicioso. Incluso Ailsa le había metido la idea en la cabeza: «Ten cuidado con Leo -le había prevenido cuando Mark mencionó las veces que él y Becky habían cenado con su hijo-. Cuando quiere es encantador, pero cuando no logra sus objetivos puede ser muy desagradable». «Desagradable» no era precisamente la palabra más adecuada para definir lo que Leo había hecho, pensaba ahora. «Sádico», «retorcido», «pervertido», esos vocablos describían mejor la manera cruel en que había destruido las vidas de Mark y Becky. Aquello dejó a Mark a la deriva durante meses. Tanta confianza, tanta esperanza invertida en otra persona, dos años de vida en común, la boda prevista para el verano y la desesperada vergüenza de las explicaciones posteriores. Nunca la verdad, por supuesto: «Se estaba acostando a mis espaldas con un ludópata depravado con edad suficiente para ser su padre». Sólo las mentiras: «No funcionó… necesitábamos espacio… nos dimos cuenta de que no estábamos listos para un compromiso a largo plazo». En ningún momento había tenido tiempo de dar un paso atrás y hacer balance. Antes de que transcurrieran veinticuatro horas de su llegada a Dorset para apoyar a James durante el interrogatorio policial, Becky sollozaba por el móvil, diciéndole que lo sentía, que no había querido que todo saliera así, pero la policía le había exigido que confirmara dónde había estado dos noches antes. No había acompañado a un grupo de empresarios japoneses por Birmingham en calidad de relaciones públicas de una agencia de desarrollo, como le dijera a Mark, sino que estaba con Leo en su chalé de Knightsbridge. Y no, no había sido un asunto de una noche. El romance había comenzado tres meses antes y ella llevaba semanas intentando decírselo a Mark. Ahora que el secreto era público y notorio, iba a mudarse con Leo. Cuando Mark volviera a casa ella se habría marchado. Ella lo sentía… lo sentía… lo sentía… Mark había luchado en privado con su congoja. En público se mostraba impasible. El dictamen del patólogo -«No hay pruebas de violencia… la sangre de la terraza era de un animal»- restó valor a la investigación y el interés de la policía hacia James decayó muy pronto. ¿Qué sentido tenía decirle a su cliente que la razón por la que su acusación contra Leo había sido rechazada como «delirante y sin fundamento» se debía a que la novia de su abogado lo había exonerado? No hubiera podido contárselo ni aunque lo considerara necesario. Sus heridas eran demasiado recientes para abrirlas a la inspección pública. Ahora se preguntaba si Leo habría apostado por eso. ¿Habría adivinado que el orgullo de Mark le impediría contar la verdad a James? Mark lo supo en el momento en que Becky admitió que el romance no guardaba relación alguna con la muerte de Ailsa. Mark pudo salvar parte de su autoestima diciendo que aquello era la venganza de Leo, incluso en ocasiones había llegado a creerlo, pero la verdad era más pedestre. ¿En qué se había equivocado?, preguntó a Becky. En nada, le respondió ella bañada en lágrimas. Ése era el problema: que todo había sido muy aburrido. Después de eso no había manera de dar marcha atrás, al menos para Mark. Para Becky era diferente. La reconciliación era un modo de salvar su orgullo después de que Leo la echara. La mayor parte de lo que ella decía estaba grabado en su contestador. Leo fue un error. Todo lo que quería era sexo a granel. El único hombre al que ella había amado realmente era Mark. Rogó e imploró que la dejara volver. Mark nunca le devolvió las llamadas, y en las pocas ocasiones en que ella logró pillarlo en casa, él dejaba el teléfono sobre la mesa y se marchaba. Sus sentimientos iban de la ira y el odio hasta la indiferencia, pasando por la autocompasión, pero nunca había considerado que el motivo de Leo hubiera sido otro que el rencor. Debió pensarlo mejor. Si las cintas que tenía James en la biblioteca probaban algo, era que una persona que lo conocía muy bien estaba dispuesta a echar una larga partida. ¿Tres meses? ¿Para contar con una sólida coartada en una única noche de marzo? Quizá. Pensó que todo aquello no era más que luchar solo contra los demonios… la absurda psique clasista inglesa, se dijo, manten levantada la nariz y nunca muestres tus lágrimas. Pero ¿y si James y él estuvieran luchando contra el mismo demonio, y ese demonio fuera tan astuto como para explotar ese hecho? «Divide y vencerás… la niebla de la guerra… la propaganda es un arma poderosa…» Si algo había entendido al final de su fría vigilia sobre aquel acantilado de Dorset era que James no lo habría presionado tanto para encontrar a su nieta si hubiera existido la más remota oportunidad de que él fuera su padre. No era por él por quien tenía miedo a la prueba de ADN, era por Nancy… … y lo temía desde que comenzaran las llamadas… … era mejor que ella lo odiara por repudiarla una segunda vez que arrastrarla a una guerra sucia por alegaciones de incesto… … sobre todo si él sabía quién era realmente el padre… Mensaje de Mark He tomado partido. James es un buen tipo. Si le ha dicho lo contrario, está mintiendo. |
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