"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)12. LOS MILAGROS DEL SANTOTodo seguía igual en la isla; no había habido presagios de guerra; hasta Dios se había mostrado impertérrito ante la megalomanía y la destrucción que afligían a este mundo. El 23 de agosto el lirio sagrado del icono de Nuestra Señora de Demountsandata había brotado puntualmente y abandonado su estado de desecación para tranquilidad de todos los fieles renovando una vez más el prodigio. A mediados de mes un ejército de serpientes no venenosas desconocidas por los científicos, con cruces negras en sus cabezas y una piel como de terciopelo, habían aparecido en Markopoulo aparentemente de la nada. Tras llenar las calles con sus serpenteos y sus reptaciones se habían aproximado al icono de la Virgen e instalado en el trono del obispo y, al final de oficio, habían desaparecido tan silenciosa e inexplicablemente como habían llegado. En el imponente castillo derruido de Kastro, que dominaba Travliata y Mitakata desde lo alto, los marciales espectros de los romanos exigían contraseñas a normandos y franceses, y los fantasmas de casacas rojas jugaban a dados con los de turcos, catalanes y venecianos entre el húmedo e inexplorable laberinto de depósitos, túneles y minas subterráneos. En la caída ciudad veneciana de Fiskardo el colosal fantasma de Guiscard recorría a grandes zancadas la muralla, clamando por la sangre y los tesoros griegos. En el extremo septentrional de Argostolion el mar se colaba como siempre en los hoyos de aguas sucias de la playa, desvaneciéndose por arte de magia en las entrañas de la tierra, y en Paliki la roca conocida como Kounopetra no paró de menearse a su propio y desconocido ritmo. Los aldeanos de Manzavinata, tan predecibles como la roca de marras, no dejaron de explicar a todo el que se pusiera a tiro que en una ocasión una flota de guerra británica había rodeado Kounopetra con una cadena pero no había podido moverla; una pequeña roca griega había resistido al poder y la curiosidad científica del mayor imperio que haya conocido el hombre. Más extraordinario todavía es el hecho de que una expedición francesa hubiera fracasado una vez más en el intento de localizar el fondo del lago Akoli, y que un desconcertado zoólogo de Wyoming hubiese confirmado el informe del eminente historiador Iannis Kosti Laverdos, según el cual las liebres salvajes y algunas cabras montesas del Ayia Dinati tienen dientes de oro y plata. Ya desde la época de la crucial intervención de la diosa Io en el asesinato de Memnón a manos de Aquiles y en la muerte accidental de Pocris a manos de su propio e ingenuo marido, la isla había sido siempre terreno abonado para los milagros. Lo cual no debe maravillar a nadie, puesto que la isla poseía un único santo propio, y era como si su poder sobrenatural hubiera sido demasiado grande y esplendoroso para guardárselo dentro. San Gerasimos, renegrido y marchito, encerrado en su abombado sarcófago de oro junto al retablo del monasterio que lleva su nombre, muerto desde hacía cinco siglos, se levantaba por la noche. Vestido de escarlata y oro y engalanado con piedras preciosas y medallones antiguos, el santo avanzaba rechinando y matraqueando entre su rebaño de pecadores y enfermos, visitándolos en sus casas e incluso aventurándose a veces hasta su Corintia natal para visitar allí los restos de sus padres y vagar por los cerros y arboledas de su juventud. Pero el cumplidor san Gerasimos regresaba siempre de buena mañana, con lo cual obligaba a las gárrulas monjas que le atendían a limpiar de barro los brocados de oro de sus sandalias y colocar de nuevo sus macilentas y momificadas extremidades en una postura de pacífico reposo. Era un santo de verdad, un genuino hombre venerable sin nada en común con los dudosos e imaginarios santos de otras religiones. Él no había mancillado el mundo como san Dominico con la inquisición, no había sido un gigante de cinco metros de estatura con tendencias canibalescas como san Cristóbal, y no había matado accidentalmente a los espectadores de su muerte, como santa Catalina. Y tampoco era un santo a medias, como san Andrés, que había conseguido dejar únicamente la suela de su pie derecho en el convento cercano a Travliata. Como san Spiridon de Corfú, Gerasimos había llevado una vida ejemplar; a modo de inspiración y prueba, ahí estaba la envoltura mortal que había dejado al fallecer. Se hizo monje a los doce años, pasó otros tantos en Tierra Santa, vivió cinco años en Zante y por último se estableció en una cueva en Spilla, para reorganizar desde allí el monasterio de Omala, donde plantó el plátano de levante y cavó el pozo con sus propias manos. Los generalmente cínicos isleños le querían tanto que le habían dedicado dos festividades, una en agosto y otra en octubre; docenas de varones eran bautizados con su nombre, se creía en él con más fervor que en el propio Señor, y desde su trono celestial había acabado acostumbrándose a que la gente maldijera o jurara en su nombre. Cuando llegaban esas dos fiestas el santo apartaba tolerante los ojos mientras la población de la isla se dedicaba por entero a emborracharse del modo más estrafalario. Sucedió ocho días antes de que Metaxas rechazara el ultimátum del Duce, pero pudo haber ocurrido cualquier día festivo de los últimos cien años. El sol se había privado de su crueldad, y el calor, aun siendo glorioso, no era sofocante. Una ligera brisa marina se colaba por entre los olivos, haciendo susurrar las hojas de forma que cada una se convertía en una señal luminosa de plata y verde oscuro. Amapolas y margaritas oscilaban entre la hierba agostada aún tras el verano, pero ahora empezaba a refrescar y las abejas sacaban buen partido de las flores, como si supieran que comenzaba el otoño; sus numerosas colmenas goteaban la oscura y diáfana miel que los isleños, confiados, sabían era la mejor del mundo. En lo alto del monte Aínos los buitres negros buscaban los cadáveres de cabras torpes o desafortunadas, y allá en los brezales de los llanos las pequeñas currucas reñían y revoloteaban. Innumerables erizos hocicaban y husmeaban debajo de ellas, disponiendo prudentemente sus nidos de hierba y hojas en previsión de los próximos fríos, y las playas aparecían salpicadas de lo que parecían restos de naufragios menores, barcas medio desmontadas y sacadas del agua para su inspección y recalafateado. Las plantas tropicales del sur de la isla empezaban a parecer menos exuberantes, como si economizaran su savia o aguantaran la respiración, y las higueras lucían sus voluminosos frutos morados entre otros más verdes que madurarían al año siguiente, el año en que se convertirían oficialmente en la fruta de los fascistas de Roma. Al amanecer Alekos acarició la caja de su anticuado fusil y decidió no llevarlo consigo; en la fiesta del santo siempre había demasiadas víctimas, y ello desmerecía los milagros. Envolvió el arma entre sus mantas y salió a la niebla para ver si sus cabras estaban bien; tenía pensado dejarlas solas todo el día, pero estaba seguro de que el santo cuidaría de ellas. Sabía que durante el largo ascenso del monte Aínos podría oír el vibrante sonido de las esquilas; jugaría consigo mismo a identificar cada una de sus cabras por su sonido particular. Sentía una excitación casi insoportable al imaginar el espectáculo del santo curando epilépticos y locos. ¿A quién escogería esta vez? En la aldea, el padre Arsenios bebió toda una botella de Robola y se restregó cansinamente los ojos, poco habituados a las fatigas de levantarse temprano. Pelagia y su padre ataron la cabra al olivo y encerraron a En el monasterio las monjitas rubicundas despertaron a los numerosos huéspedes y peregrinos en sus aseados cuartos, llenaron jofainas y aguamaniles llamativos, hincharon las almohadas de encaje, cambiaron las lujosas toallas y barrieron el polvo. Ellas, por su parte, vivían en espartanas habitaciones que, además de ser pequeñas, no tenían más mobiliario que una chirriante carriola y oscuros iconos en las paredes. Se complacían en dar de comer al prójimo, escuchar con exquisita sensualidad sus historias de infortunios y traiciones y construir en base a lo que oían una imagen fragmentada del mundo exterior. Era mejor conocerlo de oídas que tener que vivir en él, de eso estaban convencidas. En el manicomio adyacente otras monjas vestían a los internos con ropa limpia y se preguntaban a cuál de ellos sanaría el aura del santo. En muy pocas ocasiones había rehusado éste una curación, y no había duda de que su gran generosidad (y su vanidad, tal vez) era en sí misma garantía de la recuperación de algún desdichado. ¿Sería Mina, que graznaba y farfullaba, que no reconocía a nadie y que se exhibía ante los incautos? ¿Sería Dimitri, que rompía ventanas y botellas para comerse los cristales? ¿Tal vez María, que creía ser reina de América y hacía que hasta los médicos se le acercaran postrados de hinojos? ¿O Sócrates, cuya extrema neurastenia hacía que el mero hecho de levantar un tenedor fuese una responsabilidad tan insostenible que podía echarse a llorar y temblar de pies a cabeza? Las monjas creían que vivir cerca del santo era ya una forma moderada de remedio, y en sus momentos de lucidez los locos se preguntaban cuándo les llegaría el turno. El santo determinaba sus curaciones sin lógica ni consistencia aparentes; algunos morían tras una espera de cuarenta años, mientras otros llegaban un año con antecedentes de ateísmo y conducta reprobable y al siguiente se marchaban curados. Por las hermosas praderas del valle y entre los plátanos que bordeaban el camino de Kastro, peregrinos y coribantes venían llegando desde hacía dos días, algunos desde regiones realmente remotas. Los parientes de los locos habían besado ya la mano del santo y habían rezado juntos en el templo por la curación de los suyos, mientras las monjas daban brillo a los ornamentos dorados, decoraban la iglesia con flores y encendían los enormes cirios. Los bancos se llenaron de parientes lejanos que renovaban sus lazos de amistad por medio de una animada y voluble conversación que los no griegos toman equivocadamente por irreverencia. Fuera, los peregrinos descargaban feta, melones, pollos guisados y típicos pasteles de carne de sus animales de carga, lo compartían todo con sus vecinos y componían coplas epigramáticas a expensas de los demás. Se veían grupos de muchachas risueñas cogidas del brazo, lanzando sesgadas sonrisas a maridos potenciales y posibles fuentes de coqueteo, y los hombres, fingiendo hacer caso omiso, formaban corrillos y gesticulaban y blandían botellas mientras resolvían los grandes problemas del mundo. Los curas iban en enjambres, como las abejas, discutiendo asuntos teológicos con suma gravedad, aumentando sus barbas grises el efecto patriarcal de sus relucientes zapatos negros y sus ondeantes hábitos, y soportaban las aduladoras interrupciones de los fieles, a quienes no se les ocurría mejor pretexto para la conversación que preguntar si tal o cual obispo asistiría o no a la celebración. Pero en realidad las escenas de alborozo pastoral y dignidad eclesiástica eran el disfraz que disimulaba la creciente ansiedad de todos los presentes, el nerviosismo de la expectación, el temor a presenciar lo mecánicamente inexplicable, el azoramiento que aflige a quienes van a ser testigos del descorrimiento del velo entre este mundo y el otro. Cuando sonó la campanilla que señalaba el comienzo del servicio religioso, los presentes sintieron una presión en el pecho y una especial susceptibilidad para las lágrimas. Hubo un repentino murmullo de voces y de actividad mientras la gente empezaba a apretujarse en la iglesia, atestada por encima de su capacidad, y a apiñarse en el patio exterior. Algunos tomaron posiciones en el cementerio de los curas. En distintos puntos de la muchedumbre Alekos, Velisarios, Pelagia, el doctor Iannis, Kokolios y Stamatis estiraban el cuello para oír mejor las distantes modulaciones del sacerdote. Cuando los que estaban dentro de la iglesia se santiguaban, los que estaban junto a la puerta lo hacían un momento después, y luego los de detrás, y a continuación los de más atrás, de modo que una oleada de gestos recorrió a la muchedumbre como cuando se lanza una piedra a un estanque. El sol estaba alto y las personas, apretujadas, empezaron a sudar. El bochorno estaba alcanzado niveles insoportables cuando el servicio tocó a su rimbombante final. La gente empezó un proceso inverso de empujones y codazos en el cual aquellos que habían tenido mala suerte respecto a su lugar en la iglesia vieron cambiar su fortuna al ser los primeros en llegar al emplazamiento de los milagros bajo el plátano del santo. Dentro de la iglesia, los portadores izaron el cuerpo del santo varón; debajo del árbol, las monjas organizaron una y otra vez la impredecible y errática reunión de locos, la mayoría de los cuales estaban a un tiempo alicaídos y aterrorizados, pues les abrumaba el impresionante caos de caras desconocidas que había alrededor. El comedor de cristales empezó a aullar. La reina de América, emocionada por la llegada de sus súbditos, adoptó una postura de suprema realeza, y Sócrates miró abyectamente su pie derecho, el movimiento del cual se había convertido en una penosa experiencia. Con un gran esfuerzo de voluntad, Sócrates consiguió, para su consternación, mover uno de sus dedos índices. Luego intentó hacer el esfuerzo de voluntad de pararlo, pero no consiguió hacer el esfuerzo de voluntad de hacer ese esfuerzo de voluntad. Inmovilizado por ese infinito regreso de su incapacidad, se refugió en el calidoscopio de inconexas imágenes de su retina. Una de las monjas se enjugó una lágrima de la mejilla y corrió a calmar al comedor de cristales. Otras se le unieron al objeto de persuadir de buena manera a los familiares de que se tumbaran o tomaran asiento. Mina estaba sentada bajo el enorme árbol con los brazos en torno a las rodillas. Pese al tropel de gente y pese al tangible telón que separaba su mundo del de ellos, notó una cierta calma abrirse paso entre el farfulleo de sus pensamientos. Contempló el cegador blanqueado de la iglesia y se dio cuenta de que aquello era una iglesia. «Huevos de tortuga», pensó, y recordó entonces unos versos absurdos de su infancia. De repente se puso en pie y empezó a recogerse el vestido, pero una monja le ordenó que se lo bajara. Mina lo hizo y oyó vagamente el tumulto de voces que anidaba en su pecho. Las voces gritaban y rechinaban, y no podía librarse de ellas aunque se agazapara en un rincón o se diera de cabezazos contra la pared. A veces le hacían hacer cosas amenazándola con retenerla allí hasta que obedeciese. A veces le provocaban picores por todo el cuerpo hasta que ella no podía más y empezaba a desgarrarse la carne con las uñas, y a veces le decían que dejase de respirar: conmocionada por el pánico, notaba cómo los pulmones se le paraban y el corazón le latía más y más despacio hasta detenerse exánime. A veces la brecha entre ella y el mundo se abría tanto que cuando miraba hacia abajo veía bajo sus pies un vacío infinito; en esas ocasiones echaba a correr frenéticamente en busca del suelo, y así chocaba contra objetos invisibles que le provocaban cardenales y heridas sangrantes. A veces, abrumada por el miedo, sudaba de tal manera que las monjas no podían sujetarla porque se les escurría, y entonces caía al suelo del asilo sollozando. Lo peor era cuando podía ver los rostros de quienes la rodeaban, notaba que la estaban mirando, sabía que planeaban matarla y se recogía las faldas para taparse la cara, como si mediante ese sortilegio pudiese impedir que la vieran. Y siempre que hacía esto, aparecían manos como por ensalmo y le bajaban otra vez las faldas, de modo que ella se veía forzada a utilizar toda la fuerza de su desesperación para recogérselas otra vez. Herida y acosada, Mina se sentó en la hierba y se acurrucó al notar que una sombra se acercaba y pasaba sobre ella. Al doctor Iannis y a Pelagia les había tocado estar en primera fila y observaban con creciente excitación cómo el cuerpo engalanado del santo pasaba en volandas por encima de los reclinados lunáticos. Jamás cuerpo alguno había sido manejado con mayor solicitud ni con mayor respeto; no había que zarandear el féretro, que nada se moviera de sitio. Sus portadores andaban entre las piernas de los locos, y los familiares de éstos, nerviosos, refrenaban las convulsiones y sacudidas de sus afligidos parientes. El comedor de cristales puso los ojos en blanco y su boca se llenó de espuma de epiléptico, pero no se movió. No tenía familia que le detuviera y sacó fuerzas del santo para contenerse. Enseguida vio pasar bajo su nariz unas sandalias recamadas. Mientras se llevaban al santo, la gente, con el alma en vilo escudriñaba a los enfermos para ver si se había producido algún cambio. Alguien se fijó en Sócrates y señaló con el dedo. Agitaba los hombros como un atleta a punto de lanzar la jabalina y se miraba perplejo las manos, moviendo los dedos de uno en uno, por orden. De pronto alzó los ojos, vio que todos le estaban mirando y saludó tímidamente con el brazo. Un aullido inhumano surgió de entre la multitud; la madre de Sócrates cayó de rodillas y besó las manos de su hijo. Luego se levantó, alzó los brazos al cielo y exclamó: «Loado sea el santo, loado sea el santo», de forma que en un santiamén todos los allí reunidos se pusieron histéricos de temor reverencial. El doctor Iannis apartó a Pelagia de los apretujones inminentes y se enjugó el sudor de la frente y las lágrimas de los ojos. Temblaba de pies a cabeza; otro tanto, según pudo ver, le pasaba a Pelagia. «Un fenómeno puramente psicológico», murmuró para sus adentros, y de pronto tuvo la sensación de ser un ingrato. La campana de la iglesia empezó a repicar con desmesura mientras monjas y sacerdotes se disputaban el privilegio de dar un tirón a la cuerda. Y empezó el carnaval, impulsado tanto por el alivio colectivo y la necesidad de quitarse de encima la carne de gallina como por la natural inclinación de los isleños a los festejos. Velisarios dejó que Lemoni arrimara una cerilla al oído de su pequeño cañón, y tras un temible rugido, el cielo se llenó de una resplandeciente lluvia de pan de oro y plata que vibraba en el aire como los copos de Zeus. Sócrates iba de un lado a otro aturdido por la dicha mientras muchas manos le palmeaban la espalda y un huracán de besos descendía sobre el dorso de su palma. «¿Es la fiesta del santo? -preguntó-. Sé que parece una tontería, pero no recuerdo en absoluto haber venido.» Y lo sacaron a bailar, un syrtos de la gente joven de Lixouri. Una pequeña orquesta improvisada, integrada por varias gaitas askotsobouno, una zampoña, una guitarra y una mandolina, trataba de lograr la armonía desde distintos puntos del compás musical, y un buen barítono, que era picapedrero, inventaba una canción en honor del milagro. Cantó primero un verso, que corearon los bailarines, y ello le dio tiempo a esbozar el siguiente hasta que la canción quedó terminada con melodía y todo: Una hilera de chicas guapas cogidas de las manos ocupaba de punta a punta la parte de atrás, y delante de ellas una fila de muchachos lanzaba una pierna y la cabeza hacia atrás, saltando ligeros como grillos. Sócrates cogió la pañoleta roja del bailarín que iba en cabeza y para deleite de los espectadores ejecutó la más atlética y espectacular tsalimia que ninguno de ellos había visto jamás. Mientras sus piernas describían arcos por encima del nivel de su cabeza, mientras la letra de la canción brotaba de sus labios, Sócrates conoció por primera vez el significado del regocijo y el solaz. Su cuerpo saltaba y giraba sin el menor esfuerzo de voluntad, músculos cuya existencia había olvidado hacía tiempo crepitaban como el acero, y casi podía sentir el sol centellear en sus dientes mientras su rostro se desencajaba en una amplia e irreprimible sonrisa. El maullido de las gaitas vibraba dentro de su cabeza y, de pronto, al mirar las nubes sobre el monte Aínos, le sobrevino la idea de que había muerto y estaba en el paraíso. Lanzó sus piernas más arriba todavía y su corazón cantó como un coro de pájaros. Un grupo de Argostolion con orquesta propia empezó a bailar un divaratiko, provocando críticas de los de Lixouri y alabanzas de los de Argostolion, y en un extremo del prado una cuadrilla de pescadores conocidos como tratoloi empezó a descorchar botellas y a entonar entusiastamente las canciones que había ensayado durante semanas en las tabernas de Panagopoula después de haber repartido las ganancias de la jornada, bromeado unos con otros, comido aceitunas y llegado finalmente al punto en que cantar era algo natural e inevitable. Juntos entonaron: Los rápidos arpegios de la guitarra fueron desvaneciéndose, y el tenor inició una arieta. Su voz aulló en el punto más alto del registro, por encima de la cháchara de la gente e incluso de la detonación del cañón de Velisarios, hasta que sus amigos le hicieron coro y en torno a la melodía que había creado tejieron una intrincada y polifónica armonía, consiguiendo llegar al final de la misma ni más ni menos que en la tonalidad adecuada, con lo que la hermandad del mar proporcionaba así pruebas concluyentes de su unidad metafísica. Entre canciones y bailes las monjitas fueron dejando a su paso una estela de vino y comida en abundancia. Aquellos que ya estaban ebrios empezaron a mofarse unos de otros, y en algún caso la mofa se tornó en insulto, y el insulto en golpes. El doctor Iannis hubo de dejar su queso y su melón para taponar narices sangrantes y restañar cortes producidos por botellas rotas. Las mujeres y los más juiciosos de entre los hombres trasladaron sus cosas a sitios más alejados de aquellos que amenazaban con desmandarse. Pelagia fue a sentarse en un banco, más cerca del monasterio. Contempló los nuevos bailarines que aportaban al panegyri las tradiciones del carnaval. Los hombres aparecían absurdamente ataviados con camisa blanca, tonelete blanco, guantes blancos y extravagantes sombreros de papel. Iban engalanados con cintas de seda roja, campanillas, alhajas y cadenas de oro, fotografías de sus novias o del rey, acompañados de menudos chiquillos satíricamente vestidos de chica. Todos lucían máscaras grotescas y graciosísimas, y entre ellos estaba Kokolios enfundado en las mejores galas de su protestona mujer. Cerca del camino, unos jóvenes con atuendos fantásticos y la cara pintarrajeada empezaron a representar babaoulia, en cuyas escenas cómicas ni siquiera el santo pudo impedir ser ridiculizado. Una competición de polcas, lanceros, cuadrillas, valses y ballos lanzó a la multitud a un caos de cuerpos caídos, chillidos e insultos. Pelagia divisó a Lemoni intentando solemnemente prender fuego a la barba de un sacerdote, y el corazón le dio un leve vuelco cuando vio a Mandras lanzando petardos a los pies de unos bailarines de Fiskardo. Le perdió de vista y al rato notó que alguien le tocaba el hombro. Se dio la vuelta y contempló a Mandras, echados los brazos atrás en un abrazo de risa. Ella sonrió pese a que él estaba ebrio, y de repente Mandras cayó de rodillas y entonó con dramatismo: – Siora, ¿quiere casarse conmigo? Cásese o me muero. – ¿Por qué me llamas siora? -preguntó Pelagia. – Porque hablas italiano y a veces llevas sombrero -dijo él sonriendo como un tonto. – Sin embargo -dijo Pelagia-, no tengo nada de aristócrata y no se me debe llamar siora. -Le miró un momento y entre los dos se hizo el silencio, un silencio que la obligó a responder a su proposición-: Claro que me casaré contigo -dijo quedamente. Mandras se levantó de un salto y Pelagia advirtió que las rodilleras de sus pantalones se habían manchado al haberse arrodillado en un charco de vino. Mandras hizo piruetas y cabriolas, y ella se levantó riendo. Pero no pudo tenerse en pie; una fuerza invisible parecía devolverla al asiento. Rápidamente examinó sus faldas y comprobó que Mandras se las había sujetado al banco. Su flamante prometido se arrojó de espaldas a la hierba y gritó de júbilo, hasta que de pronto se sentó, compuso expresión de absoluta seriedad y dijo: – Koritsimou, te amo con toda mi alma, pero no podemos casarnos hasta que vuelva del ejército. – Ve a hablar con mi padre -dijo Pelagia, y con el corazón a punto de salírsele por la boca vagó entontecida entre los jaraneros con la intención de digerir aquel contradictorio milagro. Luego, preocupada por el hecho de no estar tan contenta como era conveniente, se encaminó de nuevo hacia la iglesia a fin de estar a solas con el santo. El día agotaba sus horas, y Mandras no consiguió dar con el doctor antes de que la bebida le rindiera. Durmió como un ángel en un charco de algo asqueroso e indefinible, mientras cerca de él Stamatis atacaba a Kokolios con un cuchillo monárquico y le amenazaba con cortarle sus comunistas huevos, antes de arrojarle los brazos al cuello y jurarle fraternidad eterna. En otra parte un hombre acabó muerto a cuchilladas tras una discusión sobre unas propiedades que eran motivo de pendencia desde hacía casi un siglo, y el cura Arsenios tuvo un acceso de visión borrosa que le hizo confundir a Velisarios con su difunto padre. El anochecer se abrió paso por entre la anarquía aparentemente obstinada de la tarde y llegó la hora de la carrera final. Había chiquillos montados sobre gordos machos cabríos, una niña pequeña encima de un perro grande, borrachos alegres sentados sobre asnos pero mirando hacia atrás, caballos macilentos con la cabeza gacha soportando el peso de obesos taberneros que trepaban por sus flancos, y Velisarios a horcajadas sobre el pacífico toro que había pedido prestado. Hubo una falsa salida a la que fue imposible poner remedio, y una preciosa estampida dio comienzo antes de que el juez de salida tuviera tiempo de levantar su pañoleta. La chiquilla del perro grande azuzó su montura hacia un trozo de cordero asado, los chicos que iban en los machos cabríos corcovearon a la par que éstos, los asnos trotaron serviciales hacia lugares que no eran la línea de llegada, y los caballos se negaron a moverse. Únicamente el toro y su hercúlea carga recorrieron pesadamente en línea recta el trecho que los separaba del otro extremo del prado, precedidos por un excitado cerdo sin jinete. Velisarios, popular por sus victorias, llegó a la línea de meta, desmontó y, ante los aplausos de los asombrados espectadores, cogió al toro por los cuernos y de un tirón lo inmovilizó en el suelo. El toro se quedó allí bramando de incomprensión mientras Velisarios era transportado a hombros por la multitud. Grupos de embriagados empezaron a desfilar, cantando a voz en grito: Pelagia y el doctor se marcharon a su casa, el padre Arsenios aprovechó la hospitalidad del monasterio, Alekos se quedó dormido en un refugio de piedra a media ascensión, y Kokolios y Stamatis se perdieron en el monte bajo de Troianata mientras buscaban a sus respectivas esposas. De vuelta en el manicomio, Mina se sentó en su cama preguntándose dónde estaba. Pestañeó, se miró las piernas y vio que tenía los pies muy sucios. Cuando su tío vino a despedirse, hasta el año que viene, se sorprendió al oírla decir muy risueña: – Theio, ¿has venido para llevarme a casa? El hombre se quedó sin habla, gimió de incredulidad, se puso a dar vueltas con los puños dirigidos al cielo, ejecutó de pura alegría tres pasos de un kalamatianos y luego meció a su sobrina entre sus brazos exclamando «Efkharisto, efkharisto», una y otra vez. Ella le había reconocido, ya no farfullaba, no sentía ya el apremio de recogerse las faldas, estaba cuerda y, a sus veintiséis años, todavía casadera (con una dote y un poco de suerte). El tío lanzó besos a las alturas y prometió al santo que le buscaría una dote a la chica aunque eso le costara a él la vida. Por lo visto, Gerasimos había hecho doble milagro aquel año y había decidido con modestia que uno fuera menos sensacional que el otro. El comedor de cristales y sus desdichados compañeros vieron marchar a Mina y se preguntaron patéticamente cuánto les haría esperar el santo. |
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