"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)

13. DELÍRIUM

Mandras no hizo acto de presencia durante los dos días siguientes a la fiesta del santo, provocando en Pelagia un estado de extrema agitación. No se le ocurría qué podía haberle pasado y no paraba de imaginar motivos para su ausencia, experimentada por ella como una carencia que amenazaba con volverse más real que las obligaciones y los objetos de la vida diaria.

Había regresado de la fiesta con su padre y había deducido que la ligereza de su conversación se debía a una combinación de alcohol con el hecho de que Mandras no hubiera hablado con él. Pelagia había querido interrumpir sus constantes observaciones sobre la naturaleza psicológica de lo milagroso y sus comentarios sorprendentemente bastos sobre lo que había ocurrido en la periferia de la fiesta; estaba a punto de estallar de inquietud y felicidad, y lo único que quería era hablarle de la proposición de Mandras. Esa información tenía más peso que el mundo entero, y necesitaba compartirla con su padre para ver si así le resultaba un poco más liviana. El doctor no había reparado en el rubor de sus mejillas, en que apenas prestaba atención, en su tendencia a tropezar con las piedras, en los ademanes excesivamente enfáticos de sus manos y en su voz ligeramente estrangulada; había llegado a ese estado de embriaguez en que la alegría etílica se tambalea al borde de la náusea y la inestabilidad, y optó por replegarse. La suya era una felicidad que excluía toda sensibilidad hacia el estado anímico de su hija. Cuando llegaron a casa, Pelagia aún no le había comunicado la noticia, y el doctor cogió a Psipsina en brazos y bailó con ella un vals en el patio antes de orinar sobre la menta e irse a la cama, hediondo y completamente vestido.

Pelagia se fue también a la cama pero no pudo dormir. Una luna casi llena deslizaba filamentos de una misteriosa luz plateada por entre las tablillas de la persiana, lo cual se sumaba a la enérgica carpintería de los grillos para mantenerla tumbada y con los ojos bien abiertos. Nunca se había sentido más despierta. Su mente hacía constantes acrobacias al rememorar los sucesos del día; el milagro, las canciones y los bailes, las peleas, la carrera, la propuesta de matrimonio. Siempre acababa en lo mismo; los ríos de su memoria invertían su corriente para volver a aquel apuesto muchacho arrodillado junto al banco donde ella estaba sentada. Mandras de rodillas en un charco de vino; Mandras, tan guapo él, tan joven y esplendoroso; Mandras, tan exquisito como el mismísimo Apolo. Empezó a sudar mientras se imaginaba abrazada por él, lo transformaba en un íncubo, movía brazos y piernas, le acariciaba la espalda y experimentaba in absentia la blanda sinuosidad de su lengua en sus pechos y la elástica presión de su peso.

«Te quiero», declaró al tiempo que le asaltaban dudas como una invasión de diminutos diablos invisibles. El matrimonio era algo muy serio. Significaba renunciar a una vida a cambio de otra, significaba abandonar la casa de su padre, significaba dar a luz y no parar de trabajar, en lugar de aquel idilio de paz con sus falsos contratiempos, su tranquila rutina y sus simpáticas excentricidades. La idea de aceptar órdenes y decisiones de otro que no fuera su padre, cuyos mandatos -por más bruscos y perentorios que fueran- eran de hecho peticiones bajo un irónico disfraz, la azuzó en su amor propio. ¿Cómo se portaría Mandras? ¿Qué sabía de él, en realidad? ¿Qué pruebas tenía ella de que fuese paciente y amable? Le hacía regalos, sí, pero ¿no habría más regalos una vez obtenida la presa? ¿Acaso no era Mandras demasiado joven e impulsivo? Sus movimientos tenían siempre algo de concluyente, lo mismo que sus respuestas irreflexivas; ¿puedes fiarte de alguien que replica al momento sin pensar lo que dice?, ¿alguien cuyos actos y cuyas palabras son poéticos antes que firmemente razonados? Le aterraba la sospecha de que Mandras pudiera tener una parte del corazón más dura que el diamante. «¿Será un romoi -se preguntó- y ni siquiera lo sabe?» ¿Y cómo diferenciar el deseo del amor? Oyó el minúsculo zumbido de un mosquito y comparó a su prometido con su padre. Ella adoraba a éste último; sí, eso era amor. Pero ¿qué tenía en común con lo que sentía por Mandras? ¿Podía concebirse que servir a su padre fuera para ella una especie de libertad? ¿Se trataba simplemente de que había distintas clases de amor? Y si no era amor lo que sentía por Mandras, ¿a qué venía entonces esa falta de aliento, ese perpetuo e insondable anhelo que le cubría la lengua de sarro y le producía palpitaciones? ¿Por qué esa emoción la dominaba, como Dios o un dictador, sin que ella pudiera resistirse? ¿Por qué, como en los laudos del patir Arsenios, poseía la fuerza de la ley sin el ceremonial de la justicia? La luna se movió tras el olivo, arrojando sobre la tapia un incesante palpitar de hojas, las melancólicas esquilas de las cabras en el monte Aínos traspasaron el moderado frío de la noche y se oyó a Psipsina merodear en el corral. «Cazando sus ratones», pensó Pelagia mientras seguía tumbada sintiendo el deseo en su cuerpo. Meditó sobre la caprichosa alegría de vivir de la marta, su inocencia y su absoluto ensimismamiento en la tarea de ser ella misma, y de repente cayó en la cuenta de que ella, Pelagia, había cambiado la despreocupación de los jóvenes por algo parecido a la infelicidad. Imaginó que Mandras había muerto y al empezar a llorar le chocó descubrir que también sentía alivio. Apartó de sí aquella imagen y se dijo que era una persona detestable.

Por la mañana se dirigió al corral e inventó tareas que le permitieran verle aparecer tan pronto doblara la curva del camino, la misma donde le había alcanzado el proyectil de Velisarios. Examinó la cabra para ver si tenía garrapatas, se las quemó con una aguja candente y después inspeccionó de nuevo a conciencia el áspero pelaje. Repetidas veces alzó los ojos para ver si Mandras venía. Su padre fue a desayunar a la kapheneia, y a Pelagia se le ocurrió que Psipsina también podía tener garrapatas. Puso al animal sobre la tapia, más cerca aún del camino, y con los dedos le cepilló el pelaje a contrapelo. Hundió la nariz en la suave piel de su abdomen y al momento se sintió entristecida y confortada por la dulzura de su olor. Psipsina se retorció y chilló de placer mientras los afanosos dedos daban con dos pulgas y las partían con las uñas del pulgar y el índice. Sin ganas de marcharse de la tapia, Pelagia cepilló vigorosamente al animal y le quitó el pelo apelotonado. Luego se la puso al cuello y decidió ir a por agua, para así tener que doblar la curva del camino. Psipsina durmió mientras Pelagia hablaba junto al pozo con las demás mujeres; pero se le olvidaron los detalles de los chismorreos que se comentaban y no dejó de mirar hacia otra parte. Empezaba a sentirse un poco mareada. Sacó más agua de la que necesitaba y decidió regar las hierbas. Harta de esperar, se sentó a la sombra del olivo con el brazo sobre el huesudo pescuezo de la cabra, que seguía masticando con indiferencia como si no existiera más mundo que el suyo. El anhelo se volvió impaciencia y ésta, irritación. Pensando en espiar a Mandras, Pelagia decidió dar un paseo; eso le serviría a él de lección si no la encontraba al ir a su casa. Pelagia caminó en la dirección por donde él debía venir, se sentó en una tapia hasta que hizo demasiado calor y luego vagó por el monte bajo, donde vio a Lemoni, que estaba buscando grillos.

Subida a una roca, Pelagia observó cómo la niña iba de un matorral a otro a toda velocidad, cerrando sus rollizos dedos en torno al aire a medida que lo grillos saltaban fuera de su alcance.

– ¿Cuántos años tienes, koritsimou? -preguntó Pelagia.

– Seis -respondió Lemoni-. Cuando pase la próxima fiesta tendré ya siete.

– ¿Sabes contar hasta diez?

– Sé contar hasta treinta -repuso Lemoni, pasando a hacer una demostración-. Veintiuno, veintidós, veintitreinta.

Pelagia suspiró. Calculaba que antes de que pasaran dos festividades más, Lemoni empezaría a trabajar en las labores domésticas y eso pondría fin a sus cacerías de bichitos entre los arbustos. Luego vendría la monotonía de malograr a los hombres y sólo tener permiso para hablar de cosas importantes con otras mujeres, cuando los hombres no escucharan o estuvieran jugando a chaquete en la kapheneia en lugar de estar trabajando. Para Lemoni no habría libertad hasta que enviudara, momento en que la comunidad se volvería en su contra como si ella no tuviera derecho a sobrevivir al marido, como si éste hubiera muerto únicamente debido a la negligencia de su mujer. Por eso había que tener hijos varones; era la única garantía contra una vejez indigente y aterradora. Pelagia deseaba que hubiese algo mejor para Lemoni, como si pensar en cosas mejores para sí misma fuera del todo ocioso.

De pronto, Lemoni lanzó un chillido que sobresaltó a Pelagia. Fue un sonido muy similar al maullido de un gato. La niña se echó a llorar, se agarró un dedo, se dobló por la cintura y empezó a mecerse. Pelagia corrió hacia ella y le cogió la mano, diciendo:

– ¿Qué pasa, koritsimou? ¿Qué te duele?

– ¡Me ha mordido, me ha mordido! -exclamó Lemoni.

– Oh, pobrecilla. ¿No sabías que muerden? -Acercó sus dedos a la boca y los agitó-. Tienen unas mandíbulas muy fuertes, con pinzas. Enseguida dejará de dolerte.

– Me escuece -dijo Lemoni cogiéndose otra vez el dedo.

– Si tú fueras un grillo, ¿no morderías a quien te quiere coger? El grillo debe de haber temido que le hicieras daño, por eso te mordió. Así son las cosas. Cuando seas mayor, verás que las personas también se comportan así.

Pelagia fingió hacer un encantamiento para curar mordeduras de grillo y acompañó a Lemoni, ya más calmada, hasta el pueblo. Mandras seguía sin aparecer, y había una quietud inusual mientras la gente se arrastraba de un lado a otro, curándose la resaca y las inexplicables contusiones. Un asno bramó ridículamente, recibiendo como respuesta un discordante coro de «Ai gamisou» de los oscuros interiores de las casas. Pelagia se puso a preparar la cena, agradeciendo que esa noche no hubiera pescado. Después, sentada junto a su padre tras el acostumbrado peripato, él le dijo inesperadamente:

– Supongo que no ha venido porque se encuentra mal como todo el mundo.

Pelagia sintió una especie de gratitud y le tomó la mano y se la besó. El doctor le apretó la mano y dijo con tono tristón:

– No sé cómo me las arreglaré cuando te vayas.

– Papakis, Mandras me ha pedido que me case con él… Yo le dije que te lo preguntara a ti.

– Pero yo no quiero casarme con él -dijo el doctor Iannis-. Sería mucho mejor que se casara contigo, me parece. -Volvió a apretarle la mano-. En uno de mis barcos había unos árabes. Siempre decían «inshallah» después de cada frase «Ya lo haré mañana, inshallah.» Podía resultar bastante molesto, porque parecía que confiaban en que Dios haría las cosas si a ellos no les venía bien hacerlas, pero hay cierta lógica en ello. Tú te casarás con Mandras si eso quiere la providencia.

– ¿No te cae bien, papakis?

El doctor se volvió y la miró dulcemente.

– Es muy joven. Todo el mundo lo es cuando se casa. Yo lo era. Además, no te hago ningún favor. Tú lees poemas de Cavafis, te he enseñado a hablar katharevousa e italiano. Mandras no está a tu altura, y él debe pensar que ha de ser mejor que su mujer. Al fin y al cabo, es un hombre. A menudo pienso que tú sólo serías feliz si te casaras con un extranjero, un dentista de Noruega o algo así.

Pelagia rió de aquella incongruencia y luego guardó silencio.

– Me llama «siora» -dijo al cabo.

– Ya me temía algo así. -Hubo una larga pausa mientras ambos contemplaban las estrellas sobre la montaña, y por fin el doctor Iannis preguntó-: ¿Alguna vez has pensado que podríamos emigrar a América, a Canadá, por ejemplo?

Pelagia entornó los ojos y suspiró:

– Mandras -dijo.

– Sí. Mandras. Y ésta es nuestra casa. No existe otra. En Toronto debe de estar nevando, y en Hollywood nadie nos ofrecería un papel.

El doctor se levantó y entró en la casa para salir al momento llevando algo que brillaba metálicamente en la penumbra. Con ceremonia, entregó el objeto a su hija. Ella lo cogió, vio lo que era, notó su siniestro peso y lo dejó caer en su regazo con un pequeño gemido de terror.

– Habrá guerra -dijo el doctor, aún de pie-. En las guerras suceden cosas terribles, sobre todo a las mujeres. Utilízala para defenderte, y si es necesario utilízala contra ti misma. Puedes usarla también contra mí, si así lo exigen las circunstancias. No es más que una pequeña Derringer, pero… -Extendió el brazo hacia el horizonte- el mundo está sumido en una terrible oscuridad y cada uno de nosotros debe hacer lo que pueda, eso es todo. Tal vez no lo sepas, koritsimou, pero podría ser que tu boda tenga que postergarse. Primero debemos asegurarnos de que Mussolini no será un convidado de piedra en la boda.

El doctor giró sobre sus talones y entró en la casa, dejando a Pelagia a solas con el miedo que crecía en su pecho y una soledad muy inoportuna. Ella recordó que en los montes de Souli sesenta mujeres habían subido a una de las cumbres y, después de haber bailado juntas, se habían arrojado ellas y sus hijos al precipicio antes que rendirse a los turcos que las esclavizarían. Momentos después se dirigió a su cuarto, puso la Derringer bajo la almohada y se sentó a los pies de la cama, acariciando distraídamente a Psipsina e imaginando una vez más que Mandras había muerto.

El segundo día después de la fiesta, Pelagia repitió la misma rutina pausada de ocupaciones sin sentido que no consiguieron contrarrestar la ausencia de su amado, pero que en cambio le sirvieron en cierto modo de marco. Todo -los árboles, Lemoni jugando, la cabra, la travesuras de Psipsina, el torpe y pomposo anadear del padre Arsenios, el martilleo distante de Stamatis construyendo una silla de madera para un asno, la estridente y amputada versión de la Internacional debida a Kokolios-, todo se convertía en nada más que un síntoma de lo que faltaba. El mundo se replegaba para dar paso a un manto de desesperanza y abatimiento que parecía haberse convertido en una característica de las cosas mismas; incluso el cordero con romero y ajos que guisó para cenar no fue sino la encarnación de una angustiosa carencia de pescado. Aquella noche se sintió demasiado extenuada y deprimida como para dormirse llorando. En sus sueños acusaba a Mandras de crueldad, y él reía de ella como un sátiro y se alejaba danzando entre las olas.

Al tercer día Pelagia bajó al mar, se sentó en una roca y contempló cómo un enorme barco de guerra se alejaba por el oeste envuelto en una portentosa nube de vapor. Seguramente era británico. Pensó en la guerra y empezó a notar un peso en el corazón al reflexionar sobre que antiguamente los hombres eran juguete de los dioses, y que el único avance había consistido en convertirse en juguete de otros hombres que se tenían a sí mismos por dioses. Jugó con la eufonía de las palabras «Hitler, Atila, Calígula, Hitler, Atila, Calígula.» No encontraba palabra que acompañara a Mussolini hasta que dio con Metaxas. «Mussolini, Metaxas -dijo, y añadió-: Mandras.»

Como en respuesta a sus devaneos, captó un movimiento con el rabillo del ojo. Abajo, a la izquierda, un cuerpo surcaba las olas cual delfín humano. Contempló al moreno pescador con un placer puramente estético, hasta que comprobó con cierto sobresalto que el hombre iba desnudo. Debía de estar a un centenar de metros, y ella vislumbró que estaba colocando una red provista de boya y de una malla lo bastante tupida como para atrapar chanquetes o sardinetas. El pescador se sumergía para arreglar su red en forma de media luna y alrededor de él las gaviotas revoloteaban y se zambullían buscando su parte del festín. Astutamente, pero sin sentirse culpable, Pelagia se acercó un poco más a fin de admirar a aquel hombre de aspecto tan lustroso, tan identificado con el mar, tan parecido a un pez, un hombre desnudo y salvaje, un hombre como Adán.

Observó cómo tiraba de la red en torno al banco de peces, y mientras él salía chorreante a la arena, halando con una mano primero y luego con la otra, tensos los músculos y los hombros trabajando rítmicamente, Pelagia cayó en la cuenta de que era Mandras. Se llevó la mano a la boca para sofocar un sobresalto y un súbito acceso de vergüenza, pero no se alejó de allí. Seguía paralizada por su belleza, por la armonía y fuerza de sus movimientos, y no pudo resistirse a pensar que Dios le había dado una oportunidad de contemplar lo que era suyo antes de tomar posesión de ello: las esbeltas caderas, los hombros angulosos, el vientre tensado, la oscura sombra de la ingle con su misterioso modelado -motivo de tanto chismorreo lúbrico por parte de las mujeres en el pozo-. Mandras era demasiado joven para ser un Poseidón, le faltaba malicia. ¿Una nereida pero con cuerpo de hombre, entonces? ¿Existirían ninfas macho o potámides masculinas? ¿No habría un sacrificio de miel, aceite, leche o una cabra? ¿El sacrificio de ella misma? Resultaba difícil ver a Mandras surcando las aguas y no creer que una criatura así no viviría -como dijo Plutarco- 9.720 años. Pero la visión de Mandras poseía la característica de lo eterno y ese lapso de vida que se atribuía a Plutarco parecía demasiado arbitrario y demasiado escaso. Se le ocurrió que esta escena podía haberse representado generación tras generación desde los tiempos micénicos; tal vez en la época de Ulises habían existido muchachas como ella que habían ido al mar para espiar la desnudez de aquellos a quienes amaban. La idea de semejante fusión con la historia la hizo estremecer.

Mandras fue arrastrando su red y luego se agachó a fin de sacar de la malla los diminutos peces, que fue arrojando a una hilera de cubos pulcramente dispuestos sobre la arena. Los pececitos plateados rielaban al sol como cuchillas nuevas, transformando su asfixia en un despliegue de hermosura mientras aleteaban y saltaban entrechocándose antes de morir. Pelagia advirtió que Mandras tenía los hombros pelados y que el sol no los había curtido pese a todo un verano de exposición. Eso le sorprendió, le decepcionó incluso, pues dejaba entrever que aquel bello muchacho era sólo de carne y hueso, no de oro perdurable.

Mandras se irguió, se puso dos dedos en la boca y silbó. Pelagia vio que estaba mirando hacia el mar, agitando los brazos por encima de la cabeza a modo de lento semáforo. Ella trató en vano de columbrar el objeto de su atención. Desconcertada, levantó un poco más la cabeza por encima de la roca tras la que se había escondido y distinguió tres formas oscuras curvándose al mismo tiempo entre las olas y acercándose a él. Oyó su grito de júbilo y le vio vadear en dirección a ellos con tres peces grandes en las manos. Observó cómo lanzaba los peces al aire y cómo los tres delfines saltaban y los atrapaban en escorzo. Luego vio cómo se agarraba a una aleta dorsal y era deslizado mar adentro.

Pelagia corrió hasta el borde de la playa y arrugó la frente en un intento desesperado de eludir los cambiantes y chispeantes dardos de luz que el sol arrancaba del agua, pero no distinguió nada. ¿Se había ahogado? Recordó de pronto que ver a una ninfa desnuda traía mala suerte, que provocaba delirios. ¿Qué estaba sucediendo? Se retorció las manos y se mordió el labio inferior. El sol le quemaba los antebrazos con una intensidad equiparable a una venganza, y tuvo que estrecharlos contra el pecho. Estuvo rondando un rato más por la playa y luego volvió a su casa.

Una vez en su cuarto abrazó a Psipsina y lloró. Mandras se había ahogado, se había marchado con los delfines, ya no volvería, era el final de todo. Se quejó a la marta de la injusticia y la futilidad de la vida y su lengua empezó a paladear el sabor salobre de sus lágrimas. Alguien llamó discretamente a la puerta.

Era Mandras, con una sonrisa apocada y en la mano un cubo lleno de chanquete. Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y habló deprisa:

– Siento no haber venido antes, es que el día después de la fiesta estaba enfermo, el vino, ya sabes, no me encontraba muy bien, y ayer tuve que ir a Argostolion a buscar mi notificación de llamada a filas y pasado mañana he de ir al continente, y he estado hablando con tu padre en la kapheneia y me ha dado su consentimiento, y te he traído un poco de pescado. Mira, son chanquetes.

Pelagia se sentó a los pies de la cama, interiormente entumecida; era demasiada felicidad, demasiada desolación. Oficialmente prometida a un hombre que iba a vérselas con el destino, a un hombre que podía haberse ahogado en el mar, un hombre que mezclaba como si tal cosa el matrimonio, la pesca y la guerra, un hombre que era un muchacho que jugaba con delfines y que era demasiado hermoso para morir en las nieves de Tsamorias. De pronto parecía haberse convertido en un ser de ficción infinita y aterradoramente frágil, en algo demasiado efímero y delicado para ser humano. Pelagia empezó a sacudir las manos.

– No te vayas, no te vayas -le rogó, y recordó otra vez que traía mala suerte ver a una ninfa desnuda, que provocaba delirios y a veces incluso la muerte.